Por lo general,
esa primera redacción no debe durar más de seis meses ya que resulta casi imposible
mantener la intensidad un tiempo más prolongado. ¿Habéis observado esos momentos
en que llueve con auténtica violencia? Por lo común, entonces, nos resguardamos
en un portal y, pocos minutos después, cuando vemos que ha decaído la fuerza del
agua, salimos de nuevo a la calle para seguir nuestra andadura. Y es que la naturaleza
misma no admite demasiado tiempo la intensidad. Cuando leía aquellas palabras de
Fernando de Rojas en las que afirma que escribió la Celestina durante los
quince días que le duraron unas vacaciones, pensé que nos estaba mintiendo, que
él no era el autor de la obra porque nadie puede construir un libro tan complejo
y denso en un par de semanas. Ahora tengo mis dudas al respecto. Una primera redacción
pudo muy bien ser concluida en ese corto plazo.
Otro de los
aspectos que debe tener muy presente el narrador y, desde luego, también el ensayista,
sería el concepto mismo de lo que es la prosa, su delimitación y sus peculiaridades.
Durante la Edad Media se escribieron textos en prosa rimada, pero los principales
tratados de Retórica, ya desde el Renacimiento, nos aconsejan que la prosa debe
alejarse todo lo posible de la estructura de los versos y por ende el narrador ha
de intentar siempre huir de las rimas. Para ello nuestro hermoso idioma posee recursos
extraordinarios como por ejemplo las alternancias entre los infinitivos de las tres
conjugaciones, las de los pretéritos imperfectos acabados en “aba” o en “ía”, y
las de los participios en “ado” o en “ido”.
Respecto al
uso de neologismos y arcaísmos, en el primero de los casos, el escritor sólo debe
crear palabras nuevas cuando exprese una realidad nueva para la que no existe todavía
ningún término que la defina, o cuando la palabra recién nacida pueda, por su belleza
y originalidad, sorprender gratamente a quien lee. Lo ideal, además, sería que el
escritor se ajustase a los cánones del idioma para la creación de términos. Cuando
Juan Ramón Jiménez califica a las avispas con el adjetivo “orinegras” está generando
un neologismo no sólo lícito, sino plausible. Algo muy distinto me parecen los experimentos
de los creacionistas y los de algunos otros ismos. Las vanguardias tuvieron su momento,
pero ahora carece de sentido escribir como se hacía en las primeras décadas del
siglo XX. Desde luego, yo considero que todas las estéticas resultan válidas y que
el escritor que comienza su andadura debe asimilarlas todas o un gran número de
las mismas para poseer su propia voz. Pero publicar ahora un libro con textos completamente
surrealistas, por ejemplo, no aportaría mucho a la historia de la literatura. Y,
sin embargo, el Surrealismo nos ha legado una enseñanza fundamental y perfectamente
útil para los escritores de hoy: la renovación absoluta del concepto de metáfora.
Acudir a la escritura automática ahora con fines literarios es una simpleza, pero
utilizar imágenes como aquella de Aleixandre “tigres del tamaño del odio” resulta
maravilloso.
En cuanto a
los arcaísmos, de los que yo usé con desmesura en mis primeros libros, recuerdo
ahora como me previno el maestro Emilio Orozco de que, antes de poner una palabra
antigua sobre el tapete de la escritura actual, era necesario que viviésemos esa
palabra en nuestro interior durante algún tiempo. Porque, efectivamente, las palabras
viven, saltan, vienen, se marchan, se imponen, o se duermen en nuestro interior.
Y así como mostramos preferencias por algunos números, también hay palabras que
nos parecen encantadoras y otras que nos resultan antipáticas, posiblemente a causa
del modo y del momento en que las aprendimos. O sea que en nuestra mente todas las
palabras que guardan un contenido más allá de lo puramente gramatical, como sucede
con los sustantivos, los adjetivos y los verbos, tienen sus connotaciones positivas
o negativas y la elección que nuestro cerebro realiza conforme hablamos o escribimos
no es algo inocente, sino que responde, en milésimas de segundo, al recuerdo de
nuestro aprendizaje de cada vocablo. Por ello podemos afirmar que el estilo es el
autor o de otra manera: que el autor (y en general el hablante) es la suma de sus
elecciones y sus desdenes dentro de la cauda léxica (y acaso también sintáctica)
de un idioma. Pondré un ejemplo: el nombre de Vicente nunca me agradó y ello se
debe solamente al hecho de que el primer Vicente que se cruzó en mi vida fue un
niño pegón del colegio de monjas donde cursé mis años de parvulito.
Respecto a la
sintaxis, sin desdeñar a escritores como Azorín que parecen escribir telegramas,
confieso mis preferencias por la oración larga, llena de subordinaciones, esa oración
que despierta en el lector la expectativa de su final. Resulta muchísimo más difícil
que la breve y sólo la han llevado a su perfección algunos escritores latinos como
Marco Tulio, Tácito, Salustio…, en España: Cervantes y a veces Pérez de Ayala y
Martín Santos…, en Francia: Marcel Proust… Y con ello volvemos a un problema anterior:
la gran dificultad de la frase larga radica en que en la misma es muy difícil evitar
la rima.
Importantísimo considero también en la novela el
recurso de la doble trama para conseguir el interés del lector pues simultaneando
una y otra se puede cortar momentáneamente la acción en el punto culminante.
La novela decimonónica
avanzaba con demasiada lentitud a causa de las descripciones, pero hay que comprender
que entre aquella época y la nuestra media un abismo. En el XIX no existían los
aviones ni los automóviles y las ciudades se hallaban hechas a la medida de los
hombres. En las grandes urbes de entonces no resultaba difícil todavía salir a pie
hasta el campo. Se gozaba del tiempo, en tanto que hoy el tiempo nos tiraniza. ¿Quién
puede leer actualmente a Pereda? Desde luego, no es un mal novelista, pero es un
novelista de su tiempo del mismo modo que podemos afirmar que Campoamor o Núñez
de Arce son poetas de su tiempo. Hay artistas y escritores que son hijos de su época
y sus obras reflejan su época, pero los artistas y escritores más grandes son aquellos
que trascienden su propio tiempo y su propio espacio y nos dan creaciones atemporales,
válidas para cualquier civilización y para cualquier momento histórico. Basten los
ejemplos de Homero, Dante, Shakespeare o Cervantes. Pero no se me malinterprete;
no quiero decir que en este siglo XXI o de las prisas todos tengan que escribir
microrrelatos.
Volviendo sobre
la descripción, existen casos muy especiales como el de Gabriel Miró que nos pueden
confundir. En sus novelas y cuentos la acción pasa a un plano muy secundario y,
sin embargo, el alicantino representa uno de los puntos cimeros de nuestra Literatura.
¿Cómo explicar esto? Pues muy sencillamente: Gabriel Miró, en realidad fue un magnífico
poeta, un poeta que no escribía versos. El siglo XX nos ha dejado numerosos libros
de prosa poética que nada tienen que ver con las novelas: “Ocnos” de Cernuda, “Helena
o el mar de septiembre” de Julián Ayesta y, por supuesto, muchísimos títulos de
Juan Ramón Jiménez.
Y en cuanto
al diálogo, dentro de la narrativa cumple dos funciones importantísimas: la de caracterizar
e ir descubriendo a los diversos personajes y la de contribuir a la variedad del
conjunto sin menoscabo de la fluidez de la acción. En la novela del siglo XIX, el
autor nos describía con todo detalle a sus personajes conforme iban apareciendo;
en la novela de hoy los personajes deben desvelarse a sí mismos mediante sus palabras
y sus acciones.
Otro gran riesgo
para quien escribe novelas o cuentos consiste en que los personajes de su invención
caigan en el hieratismo. Para evitarlo, el narrador debe acudir a personas reales,
personas de carne y hueso. Ellas serán los modelos primeros de su inspiración, claro
que esos modelos hay que ponerlos en marcha sobre el papel y ahí es donde entra
la fantasía. Un escritor que trabaja en una novela sobre el siglo XVI tiene que
saber conducir a su vecino o a su prima desde el tiempo actual hasta aquella época.
Les trasmitirá los valores de la misma, los ha de vestir con arreglo a ese tiempo
e incluso los llevará a situaciones extremas, pero en la base siguen siendo su vecino
o su prima. Y, por supuesto, cada personaje principal tiene que estar sometido a
una evolución psicológica como lo estamos las personas reales.
Si la narración
que se emprende es histórica, se nos presentan dos riesgos de difícil superación:
el escritor ha de reflejar el espíritu de la época; no puede ofrecernos unos personajes
que piensen o hablen como los de hoy. El sentimiento sí puede ser el mismo, pues
los humanos, en lo más hondo de nuestro corazón, no hemos cambiado en nada a través
de la Historia: las mismas ambiciones, el mismo sentimiento amoroso, la misma inquietud
metafísica, el mismo dolor… Lo que resulta ridículo, por ejemplo, es encontrar en
una novela cuya acción transcurre en el siglo de Oro, a un protagonista que se opone
a los inquisidores. En realidad, en esa época nadie se cuestionaba la Inquisición
y mucho menos se atrevía a luchar contra sus ministros, pero no tanto por miedo
como por respeto: ellos eran los portadores de la verdad de Cristo y enfrentárseles
hubiera supuesto la condenación de su alma.
El segundo problema
en las narraciones históricas consiste en hallar el perfecto equilibrio entre acción
y erudición. La primera debe guiar siempre la obra, pero necesita de la segunda
para dar verosimilitud al conjunto. Claro que la erudición puede ahogar el desarrollo
de la trama y por ello hay que emplearla en su justa medida.
Otros muchos
son los peligros del narrador, pero la intuición le será de gran utilidad para sortearlos.
Y, desde luego, lo último que deseo es robar la espontaneidad con tantas advertencias
y preceptos a los escritores que comienzan su andadura. Existe un momento en la
creación en que el autor se olvida de todo lo aprendido y se deja conducir por la
propia obra. No sabe hasta donde lo llevará. En esos momentos, el que escribe es
sólo un médium, un trasmisor entre el mundo nebuloso de las posibilidades y el de
la realidad. Digiérase, entonces, que la obra ya estaba escrita en ese otro mundo
y que alguien se la va dictando al oído al autor. Es el momento más feliz para él.
Nada en la vida le resulta comparable a ese tiempo misterioso en que va engendrando
personajes, situaciones, desenlaces… La imaginación se atropella y a la vez que
se escribe se teme no poder expresar la catarata de sugerencias que llegan al cerebro.
Respecto a las
formas, el poeta que comienza su andadura, si desea que sus versos no recuerden
a los de todos sus contemporáneos, deberá buscarse modelos más lejanos en el tiempo.
Yo fijé mis ojos en los clásicos del siglo de Oro. Nadie nace sabiendo y, para alcanzar
una voz propia, se empezará caminando del brazo de otros muchos autores; lo importante
es saber elegirlos y darle vida nueva a la tradición.
De cualquier
modo, yo estoy abierto a todas las estéticas y considero que un poeta que lo sea
de verdad nos dará grandes obras con independencia de la corriente literaria a la
que se adscriba. Ese concepto fue el que defendió en su momento contra la demagogia
de los poetas oficiales la “Poesía de la Diferencia”: que fueran escuchadas todas
las tendencias y que no se primara una de ellas desde los organismos públicos.
El auténtico
poeta lo es desde su nacimiento, pero la sensibilidad por sí sola no basta; hace
falta formación y cuanto mejor sea ésta más fácil le resultara al escritor expresar
su sentir. Puede que ese primer verso lo concedan las musas o la inspiración, pero
el poema completo lo tiene que realizar el autor con los recursos que posee a su
alcance: el lenguaje, su léxico, su sintaxis, sus tropos y figuras…
He explicado
en otro lugar que existen tres posibles visiones de este mundo y de la realidad
y que cada persona se inclina hacia una de ellas: algunos poseen una captación de
cuanto les rodea basada en los colores y su sentir en principio es dionisiaco. Otros
ven su entorno mediante líneas o a través del dibujo, y su perspectiva resulta apolínea.
Y otros perciben el mundo a través de la luz y las sombras y su punto de vista se
halla presidido por el misterio. Claro que no siempre lo apolíneo se presenta en
estado puro ni tampoco lo dionisiaco ni lo misterioso. En la percepción que un hombre
tiene de la realidad preside un componente –la luz, el color o el dibujo-, pero
se dan también los otros dos. Decimos por ejemplo que la escuela veneciana representa
el color frente a la romana representada por el dibujo. Pero bien quisieran muchos
pintores de toda la historia haber dibujado como Pablo Veronés o haber sabido manejar
el color con la sutilidad de Rafael. Sin embargo, es cierto que la captación de
aquél es prioritariamente colorista o dionisiaca y la de éste dibujística o apolínea,
al igual que la de Rembrandt es lumínica y misteriosa.
Pues bien, en
la escritura también existen autores del color, autores del dibujo y autores de
la luz. Homero, Shakespeare, Góngora, D´Annunzio, Aleixandre o Miguel Hernández
gozaron una visión predominantemente colorista o dionisiaca; Horacio, Gracilaso,
Shelley, Salinas, Cernuda o Agustín de Foxá, una visión ante todo dibujística o
apolínea; Jehudá Ha-Leví, San Juan de la Cruz, Bécquer, Hofmamnsthal, Rilke o García
Lorca, una visión lumínica o misteriosa.
La bondad o
calidad de una obra no tiene nada que ver con el punto de vista de su autor: se
puede llegar de igual modo a una creación extraordinaria mediante el color, el dibujo
o la luz. Autores hay que, poseyendo un determinado punto de vista, buscan después,
mediante su formación, equilibrar su obra impregnándose de las de otros con un diferente
enfoque. Mondrian posee una visión marcada por el dibujo y, sin embargo, quiso equilibrar
su obra mediante el estudio del color. Otros creadores, en cambio, nos ofrecen su
obra por exageración o profundización en su propio punto de vista como es el caso
de Van Gogh respecto a la luz. Muchas de las batallas entre escritores o entre pintores
de todos los tiempos han tenido como origen el menos precio que uno de ellos experimentaba
hacia las obras de otros. En realidad, se trataba de un problema de incomprensión.
El que originaba la polémica no entendía que se poseyera por naturaleza un punto
de vista, una captación de la realidad diferente a la suya. Sirva de ejemplo el
ataque de Miguel Ángel a la escuela veneciana.
Por lo que a
mí respecta, creo poseer una visión predominantemente regida por la luz y por ello,
a fin de equilibrar mi obra, he intentado que en mi formación pese más el color
y el dibujo. El ejemplo máximo de equilibrio –hasta el extremo de que no podemos
determinar fácilmente cuál fue su punto de vista- lo representa Dante.
De todos los
géneros literarios es la lírica el que posee una mayor intensidad. Fernando Quiñones
afirmaba que si la novela, el teatro o el ensayo podían parangonarse con el vino
o la cerveza, la lírica era semejante a un whisky añejo. El poeta no debe nunca
olvidar que ese es el requisito primero que tienen que contener sus escritos: intensidad
emocional.
Y hablemos algo
del teatro y también del ensayo. En una época en la que sastres y modistas han tomado
el nombre de diseñadores y en la que hasta el último artesano se pretende artista,
el mundo del teatro ha padecido la vanidad de escenógrafos, actores, técnicos de
luz y sonido, tramoyistas…, todos los cuales, con su afán de protagonismo, han arrinconado
lo fundamental de la dramaturgia: el texto literario sobre el que se sustenta cualquier
representación. Esto es lo imperecedero y, aunque en las últimas décadas el teatro
en España ha dado más importancia a la puesta en escena que al argumento, no tardaremos
en ver como todo vuelve a su caso. Algo semejante ha ocurrido con el cine: si en
los años treinta o cuarenta del pasado siglo los diálogos y el argumento de cualquier
película constituían un prodigio de ingenio, ahora todo el protagonismo corresponde
a los “efectos especiales”. Y algo análogo ha ocurrido también con el ensayo. La
Historia, por ejemplo, desde Herodoto hasta Quintana, siempre se consideró un género
literario más. Pero en nuestro tiempo cualquier profesor “a la violeta” se atreve
a opinar sobre lo divino y lo humano sin saber juntar dos palabras. El ensayo tiene
que ser Literatura o de lo contrario no resistirá un par de generaciones. Hoy seguimos
leyendo a Hipólito Taine no porque sus teorías hayan prevalecido sino porque sus
libros resultaban extremadamente amenos y su prosa es de gran calidad. Otro tanto
nos ocurre con los ensayos de Dámaso Alonso…
Conozco escritores
que semejan aves nocturnas y otros que encuentran su inspiración al amanecer, pero
eso es cuestión de biorritmos. Hay personas especialmente activas por la mañana
y otras que lo son por la tarde. También existen los escritores que se acompañan
de música cuando trabajan tal le sucede a mi amigo José Antonio López Nevot que
no desdeña ni a “Deep Purple” ni a los “Who” cuando lo visitan las musas, y hay
otros plumíferos fanáticos del silencio como Juan Ramón Jiménez que se clausuraba
en una habitación acorchada para concebir sus textos. Confieso que yo, en ocasiones,
he escrito un poema rodeado por treinta alumnos que rugían y se tiraban papeles
unos a otros, y es que necesidad obliga.
Me falta hablar
del a posteriori de la escritura. ¿Qué hará el escritor que ha culminado una novela,
un ensayo, una obra de teatro o un libro de poemas y se muestre satisfecho de los
resultados? Está claro que intentará publicar su obra, pero ahí se le presenta el
verdadero calvario. Al menos esto ocurre en España; no sé lo que sucederá en Francia
o en Mongolia. Y, sin embargo, en nuestro país aparecen anualmente miles y miles
de títulos nuevos. ¿Cómo se comprende esto?
Gran parte de
los libros recién publicados se los costean los propios escritores que, por supuesto,
viven de cualquier otro oficio y con sus ahorritos se permiten el capricho de sacar
a la luz sus obras. No me parece mal esta actuación, porque hoy los editores rarísimamente
vez apuestan por desconocidos. Lorca y Juan Ramón pagaron de sus bolsillos o de
los de sus padres las ediciones de sus primeros libros. Yo hice lo mismo. Si uno
confía en sus propios escritos, no resulta afrentoso apostar por ellos. Gabriel
Miró proclamaba que “la Literatura nos da tanto que sería una barbaridad pedirle
además que nos diese dinero.”
Y, sin embargo,
la Literatura en nuestros días da dinero…, a unos cuantos granujas. No desde luego
a los que escriben mejor, sino a los más listillos, a los más hábiles para cazar
subvenciones oficiales, ejercer el control de los premios literarios y el tráfico
de influencias, y conseguir la aquiescencia de todos los políticos de turno. Se
han creado para ello en nuestro país auténticas mafias de escritores que lo dominan
todo: suplementos literarios, editoriales de ámbito nacional con sus suculentos
premios, otros premios oficiales del estado, presupuestos para cultura de ayuntamientos
y diputaciones, giras por congresos internacionales, ponencias en universidades
de verano… No me preguntéis quienes son los que mangonean. Seguid durante medio
año los suplementos culturales de los periódicos más conocidos –“ABC”, “El País”…-
, y veréis sus nombres repetidos una y otra vez. Por supuesto, la calidad de sus
obras no responde a esa fama.
Por ello, al
lector que comienza le recomendaría que no perdiese su tiempo y su dinero enviando
sus manuscritos a premios amañados y a editoriales cerradas a cal y canto. -¿Y cuáles
son esos premios y esas editoriales? –Me preguntará el joven escritor. –Pues sencillamente
debes olvidarte de todo premio cuya dotación supere los cinco mil euros, pues en
cuanto la cifra sube, ya lo han controlado los expertos del tongo. Y debes abstenerte
de mandar tus escritos a las grandes editoriales –Planeta, Mondadori, Anagrama…-
porque ya cuentan con sus plantillas de escritores mediocres y no se molestarán
en leer tu envío. Mediante la publicidad pueden vender los productos de los autores
de su cuadra y no necesitan vender talentos. Observad, por ejemplo, que los premios
que convocan o a los que están vinculados, aunque los convoque cualquier banco,
van a parar a escritores que ya han publicado antes varios libros en esa misma editorial.
¿Qué solución
le queda al escritor que comienza? Desde luego, si es hábil para desenvolverse en
“el reino de este mundo” puede buscar uno o varios padrinos dentro de las altas
esferas de la política para que lo introduzca en los cotos cerrados o puede pedir
que lo acepten como botones en la organización mafiosa de escritores que controla
la cultura española contemporánea. Puede, si hace esto último que, a base de reverencias
y adulaciones a los superiores, vaya ascendiendo y que cuando alcance los cincuenta
años ya pueda publicar donde quiera y sea a él a quien lo adulen, claro que con
la pérdida de su dignidad puede haber acabado también con su talento. Contra toda
esta corrupción del mundo de la cultura nos levantamos en los años noventa del pasado
siglo los escritores del grupo de la Diferencia.
Pero no seamos tan derrotistas. Afortunadamente en España existen hoy muchas pequeñas editoriales que apuestan por la calidad. Quienes se encuentran al frente de las mismas exponen su dinero y ofrecen su trabajo para sacar adelante los libros en los que creen. En ellos está el futuro de la Literatura española y a ellos deben acudir los escritores libres. Las obras valiosas, una vez publicadas, permanecen y si no se las justiprecia en su tiempo, día llegará en que algún crítico avispado consiga resucitarlas. El presente pertenece a los impostores, pero el futuro corresponde sólo a la Literatura auténtica.
FERNANDO DE VILLENA (Granada, 1956) ha publicado veinticuatro libros de narrativa con títulos como: “Relox de peregrinos”, “La casa del indiano”, “El hombre que delató a Lorca”, “Sueño y destino”, “Iguazú”, “El testigo de los tiempos”, “Udaipur”, “Mundos cruzados”, “Valparaíso. El secreto del Sacromonte”, “Los conciertos”, “El rostro de San Juan”, “El reloj de la vida”, “El cautivo de su paraíso”, “Ubi sol occidit”, “Las siete edades” y “Los nueve círculos”... Como poeta ha desarrollado una extensa producción agrupada en los volúmenes “Poesía 1980-
JEAN GOURMELIN (Francia, 1920-2011). Magnífico diseñador cuya línea abarcó desde el absurdo y el humor negro hasta un enfoque metafísico. En todo momento, sin embargo, su obra se caracterizó por un intenso espíritu rebelde. Trabajó con dibujos animados, historietas, vestuario y escenografías, además de embarcarse incansablemente en el grabado, el dibujo técnico, la escultura, los vitrales, el diseño de papel tapiz, en cualquiera de estas motivaciones por el brillo de su inquietud creativa siempre encontró un lugar para el reconocimiento, y cerca de su muerte, fue honrado con una gran retrospectiva de su obra en la Biblioteca del Centro Pompidou de París en 2008, titulada “Los mundos de los dibujos de Jean Gourmelin”. Y de eso se trataba, pues de su pluma saltaban a la realidad infinidad de personajes, formando un mundo único propio de su visión fantástica, sin que en modo alguno pudiera enmarcarse en una línea plástica determinada. Entre lo erótico y lo bizarro, el surrealismo visionario y lo fantástico, especialmente en su dibujo en blanco y negro, Gourmelin fue un auténtico artista del siglo XX cuya obra evoca un universo personal donde se mezclan el horror y la belleza, en cuyas formas a veces imágenes distorsionadas interpelan conceptos de tiempo y espacio. Tenerlo como nuestro artista invitado, siguiendo la hermosa sugerencia del periodista João Antonio Buhrer, trae a Agulha Revista de Cultura una grandeza que ilumina mucho esta primera edición de 2023.
Agulha Revista de Cultura
Número 221 | janeiro de 2023
Artista convidado: Jean Gourmelin (França, 1920-2011)
editor | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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