segunda-feira, 9 de janeiro de 2023

FERNANDO DE VILLENA | El escritor en acción

 


Mi experiencia como escritor desde hace más de treinta y cinco años y el trato con otros muchos cultivadores de las letras me ha enseñado que cada género literario exige su método y cada plumífero posee sus propias maneras y rarezas a la hora de vérselas con el papel en blanco o con la pantalla impoluta. Nada tiene que ver la épica con la lírica ni la dramaturgia con el ensayo. Empezaré hablando de la narrativa, hija privilegiada de la épica, y diré que quien desee escribir una novela necesitará como primer requisito la constancia. Se trata de sentarse todos los días, incluidos sábados y domingos, a la misma hora o a las más horas posibles desde el comienzo hasta el fin. Al menos ésta ha de ser la pauta para la primera redacción. El desarrollo de una novela suele ser muy largo y el mayor peligro del narrador radica en perder el hilo o la temperatura o la atmósfera. Necesita una concentración tal que durante el periodo en que trabaje esa primera redacción, todas las horas del día (y acaso también las del sueño) deben girar en torno al manuscrito que se está pergeñando. Y así, cuando se deja la pluma, el bolígrafo o el ordenador, mientras nos vestimos, paseamos, comemos, trabajamos…, nos resulta imposible apartar de nuestra mente esa trama de la novela que nos ocupa y nos será de gran utilidad tener siempre a mano un bolígrafo y un cuadernito de notas porque las ideas saltarán continuamente en nuestra imaginación. Nunca se avergüence el escritor de cansar durante estos meses de efervescencia a quienes lo rodean contándoles éste y aquel detalle de su obra. Digamos, en suma, que la creación de una obra definitiva (y esto con independencia del género elegido) supone un auténtico trance durante el cual el escritor necesita toda la concentración posible, pues de lo contrario arriesgará la unidad y el sentido de la obra.

Por lo general, esa primera redacción no debe durar más de seis meses ya que resulta casi imposible mantener la intensidad un tiempo más prolongado. ¿Habéis observado esos momentos en que llueve con auténtica violencia? Por lo común, entonces, nos resguardamos en un portal y, pocos minutos después, cuando vemos que ha decaído la fuerza del agua, salimos de nuevo a la calle para seguir nuestra andadura. Y es que la naturaleza misma no admite demasiado tiempo la intensidad. Cuando leía aquellas palabras de Fernando de Rojas en las que afirma que escribió la Celestina durante los quince días que le duraron unas vacaciones, pensé que nos estaba mintiendo, que él no era el autor de la obra porque nadie puede construir un libro tan complejo y denso en un par de semanas. Ahora tengo mis dudas al respecto. Una primera redacción pudo muy bien ser concluida en ese corto plazo.

Otro de los aspectos que debe tener muy presente el narrador y, desde luego, también el ensayista, sería el concepto mismo de lo que es la prosa, su delimitación y sus peculiaridades. Durante la Edad Media se escribieron textos en prosa rimada, pero los principales tratados de Retórica, ya desde el Renacimiento, nos aconsejan que la prosa debe alejarse todo lo posible de la estructura de los versos y por ende el narrador ha de intentar siempre huir de las rimas. Para ello nuestro hermoso idioma posee recursos extraordinarios como por ejemplo las alternancias entre los infinitivos de las tres conjugaciones, las de los pretéritos imperfectos acabados en “aba” o en “ía”, y las de los participios en “ado” o en “ido”.

Respecto al uso de neologismos y arcaísmos, en el primero de los casos, el escritor sólo debe crear palabras nuevas cuando exprese una realidad nueva para la que no existe todavía ningún término que la defina, o cuando la palabra recién nacida pueda, por su belleza y originalidad, sorprender gratamente a quien lee. Lo ideal, además, sería que el escritor se ajustase a los cánones del idioma para la creación de términos. Cuando Juan Ramón Jiménez califica a las avispas con el adjetivo “orinegras” está generando un neologismo no sólo lícito, sino plausible. Algo muy distinto me parecen los experimentos de los creacionistas y los de algunos otros ismos. Las vanguardias tuvieron su momento, pero ahora carece de sentido escribir como se hacía en las primeras décadas del siglo XX. Desde luego, yo considero que todas las estéticas resultan válidas y que el escritor que comienza su andadura debe asimilarlas todas o un gran número de las mismas para poseer su propia voz. Pero publicar ahora un libro con textos completamente surrealistas, por ejemplo, no aportaría mucho a la historia de la literatura. Y, sin embargo, el Surrealismo nos ha legado una enseñanza fundamental y perfectamente útil para los escritores de hoy: la renovación absoluta del concepto de metáfora. Acudir a la escritura automática ahora con fines literarios es una simpleza, pero utilizar imágenes como aquella de Aleixandre “tigres del tamaño del odio” resulta maravilloso.

En cuanto a los arcaísmos, de los que yo usé con desmesura en mis primeros libros, recuerdo ahora como me previno el maestro Emilio Orozco de que, antes de poner una palabra antigua sobre el tapete de la escritura actual, era necesario que viviésemos esa palabra en nuestro interior durante algún tiempo. Porque, efectivamente, las palabras viven, saltan, vienen, se marchan, se imponen, o se duermen en nuestro interior. Y así como mostramos preferencias por algunos números, también hay palabras que nos parecen encantadoras y otras que nos resultan antipáticas, posiblemente a causa del modo y del momento en que las aprendimos. O sea que en nuestra mente todas las palabras que guardan un contenido más allá de lo puramente gramatical, como sucede con los sustantivos, los adjetivos y los verbos, tienen sus connotaciones positivas o negativas y la elección que nuestro cerebro realiza conforme hablamos o escribimos no es algo inocente, sino que responde, en milésimas de segundo, al recuerdo de nuestro aprendizaje de cada vocablo. Por ello podemos afirmar que el estilo es el autor o de otra manera: que el autor (y en general el hablante) es la suma de sus elecciones y sus desdenes dentro de la cauda léxica (y acaso también sintáctica) de un idioma. Pondré un ejemplo: el nombre de Vicente nunca me agradó y ello se debe solamente al hecho de que el primer Vicente que se cruzó en mi vida fue un niño pegón del colegio de monjas donde cursé mis años de parvulito.

Respecto a la sintaxis, sin desdeñar a escritores como Azorín que parecen escribir telegramas, confieso mis preferencias por la oración larga, llena de subordinaciones, esa oración que despierta en el lector la expectativa de su final. Resulta muchísimo más difícil que la breve y sólo la han llevado a su perfección algunos escritores latinos como Marco Tulio, Tácito, Salustio…, en España: Cervantes y a veces Pérez de Ayala y Martín Santos…, en Francia: Marcel Proust… Y con ello volvemos a un problema anterior: la gran dificultad de la frase larga radica en que en la misma es muy difícil evitar la rima.


En lo referente a la acción, descripción y diálogo, considero que el verdadero narrador ha de guardar siempre el necesario equilibrio para no caer en los riesgos que conllevan los abusos en cada caso. La acción debe ser ágil y ha de estar presente desde la primera página. El novelista que no atrapa a su lector desde el principio corre el riesgo de aburrir en la totalidad de la obra. Es la acción el nervio de todo relato o novela, pero en esta última resulta mucho más difícil mantenerla. El relato breve o el cuento siempre debe escribirse en función de su final sorpresivo; la novela, por el contrario, precisa del clímax y el anticlímax, o sea. Necesita modulaciones, momentos de sumo interés y momentos en los que se permita cierta relajación al lector. Y ahí entra en escena la descripción. Esos momentos de anticlímax pueden ser llenados con descripciones, pero, ¡cuidado con no extendernos o caeremos en la pesadez!

 Importantísimo considero también en la novela el recurso de la doble trama para conseguir el interés del lector pues simultaneando una y otra se puede cortar momentáneamente la acción en el punto culminante.

La novela decimonónica avanzaba con demasiada lentitud a causa de las descripciones, pero hay que comprender que entre aquella época y la nuestra media un abismo. En el XIX no existían los aviones ni los automóviles y las ciudades se hallaban hechas a la medida de los hombres. En las grandes urbes de entonces no resultaba difícil todavía salir a pie hasta el campo. Se gozaba del tiempo, en tanto que hoy el tiempo nos tiraniza. ¿Quién puede leer actualmente a Pereda? Desde luego, no es un mal novelista, pero es un novelista de su tiempo del mismo modo que podemos afirmar que Campoamor o Núñez de Arce son poetas de su tiempo. Hay artistas y escritores que son hijos de su época y sus obras reflejan su época, pero los artistas y escritores más grandes son aquellos que trascienden su propio tiempo y su propio espacio y nos dan creaciones atemporales, válidas para cualquier civilización y para cualquier momento histórico. Basten los ejemplos de Homero, Dante, Shakespeare o Cervantes. Pero no se me malinterprete; no quiero decir que en este siglo XXI o de las prisas todos tengan que escribir microrrelatos.

Volviendo sobre la descripción, existen casos muy especiales como el de Gabriel Miró que nos pueden confundir. En sus novelas y cuentos la acción pasa a un plano muy secundario y, sin embargo, el alicantino representa uno de los puntos cimeros de nuestra Literatura. ¿Cómo explicar esto? Pues muy sencillamente: Gabriel Miró, en realidad fue un magnífico poeta, un poeta que no escribía versos. El siglo XX nos ha dejado numerosos libros de prosa poética que nada tienen que ver con las novelas: “Ocnos” de Cernuda, “Helena o el mar de septiembre” de Julián Ayesta y, por supuesto, muchísimos títulos de Juan Ramón Jiménez.

Y en cuanto al diálogo, dentro de la narrativa cumple dos funciones importantísimas: la de caracterizar e ir descubriendo a los diversos personajes y la de contribuir a la variedad del conjunto sin menoscabo de la fluidez de la acción. En la novela del siglo XIX, el autor nos describía con todo detalle a sus personajes conforme iban apareciendo; en la novela de hoy los personajes deben desvelarse a sí mismos mediante sus palabras y sus acciones.

Otro gran riesgo para quien escribe novelas o cuentos consiste en que los personajes de su invención caigan en el hieratismo. Para evitarlo, el narrador debe acudir a personas reales, personas de carne y hueso. Ellas serán los modelos primeros de su inspiración, claro que esos modelos hay que ponerlos en marcha sobre el papel y ahí es donde entra la fantasía. Un escritor que trabaja en una novela sobre el siglo XVI tiene que saber conducir a su vecino o a su prima desde el tiempo actual hasta aquella época. Les trasmitirá los valores de la misma, los ha de vestir con arreglo a ese tiempo e incluso los llevará a situaciones extremas, pero en la base siguen siendo su vecino o su prima. Y, por supuesto, cada personaje principal tiene que estar sometido a una evolución psicológica como lo estamos las personas reales.

Si la narración que se emprende es histórica, se nos presentan dos riesgos de difícil superación: el escritor ha de reflejar el espíritu de la época; no puede ofrecernos unos personajes que piensen o hablen como los de hoy. El sentimiento sí puede ser el mismo, pues los humanos, en lo más hondo de nuestro corazón, no hemos cambiado en nada a través de la Historia: las mismas ambiciones, el mismo sentimiento amoroso, la misma inquietud metafísica, el mismo dolor… Lo que resulta ridículo, por ejemplo, es encontrar en una novela cuya acción transcurre en el siglo de Oro, a un protagonista que se opone a los inquisidores. En realidad, en esa época nadie se cuestionaba la Inquisición y mucho menos se atrevía a luchar contra sus ministros, pero no tanto por miedo como por respeto: ellos eran los portadores de la verdad de Cristo y enfrentárseles hubiera supuesto la condenación de su alma.

El segundo problema en las narraciones históricas consiste en hallar el perfecto equilibrio entre acción y erudición. La primera debe guiar siempre la obra, pero necesita de la segunda para dar verosimilitud al conjunto. Claro que la erudición puede ahogar el desarrollo de la trama y por ello hay que emplearla en su justa medida.

Otros muchos son los peligros del narrador, pero la intuición le será de gran utilidad para sortearlos. Y, desde luego, lo último que deseo es robar la espontaneidad con tantas advertencias y preceptos a los escritores que comienzan su andadura. Existe un momento en la creación en que el autor se olvida de todo lo aprendido y se deja conducir por la propia obra. No sabe hasta donde lo llevará. En esos momentos, el que escribe es sólo un médium, un trasmisor entre el mundo nebuloso de las posibilidades y el de la realidad. Digiérase, entonces, que la obra ya estaba escrita en ese otro mundo y que alguien se la va dictando al oído al autor. Es el momento más feliz para él. Nada en la vida le resulta comparable a ese tiempo misterioso en que va engendrando personajes, situaciones, desenlaces… La imaginación se atropella y a la vez que se escribe se teme no poder expresar la catarata de sugerencias que llegan al cerebro.


Y con estas reflexiones llegamos a la poesía donde ese tipo de experiencias mediúmnicas son aún más frecuentes. Por lo común, la gestación de un poema parte de una sensación fugaz que nos produce una sacudida. A veces se trata de algún recuerdo; otras, de una intuición; en muchas, de un sentimiento. Esa sacudida emocional puede estar provocada por un aroma que nos sale al paso, por la visión de algo hermoso o terrible, por un sabor, por una música…, y el poeta tiene que permanecer siempre alerta pues la sensación dura sólo unos instantes y en su adentro, mediante un inefable proceso químico, se transforma en una oración gramatical, o sea en el primer verso, ese que se afirma lo otorgan los ángeles. Después vendrá el desarrollo de todo el poema como una consecuencia lógica, pero lo sublime, repito, es ese instante inicial en que pareciera que se encienden de repente todas las luces de nuestro ser.

Respecto a las formas, el poeta que comienza su andadura, si desea que sus versos no recuerden a los de todos sus contemporáneos, deberá buscarse modelos más lejanos en el tiempo. Yo fijé mis ojos en los clásicos del siglo de Oro. Nadie nace sabiendo y, para alcanzar una voz propia, se empezará caminando del brazo de otros muchos autores; lo importante es saber elegirlos y darle vida nueva a la tradición.

De cualquier modo, yo estoy abierto a todas las estéticas y considero que un poeta que lo sea de verdad nos dará grandes obras con independencia de la corriente literaria a la que se adscriba. Ese concepto fue el que defendió en su momento contra la demagogia de los poetas oficiales la “Poesía de la Diferencia”: que fueran escuchadas todas las tendencias y que no se primara una de ellas desde los organismos públicos.

El auténtico poeta lo es desde su nacimiento, pero la sensibilidad por sí sola no basta; hace falta formación y cuanto mejor sea ésta más fácil le resultara al escritor expresar su sentir. Puede que ese primer verso lo concedan las musas o la inspiración, pero el poema completo lo tiene que realizar el autor con los recursos que posee a su alcance: el lenguaje, su léxico, su sintaxis, sus tropos y figuras…

He explicado en otro lugar que existen tres posibles visiones de este mundo y de la realidad y que cada persona se inclina hacia una de ellas: algunos poseen una captación de cuanto les rodea basada en los colores y su sentir en principio es dionisiaco. Otros ven su entorno mediante líneas o a través del dibujo, y su perspectiva resulta apolínea. Y otros perciben el mundo a través de la luz y las sombras y su punto de vista se halla presidido por el misterio. Claro que no siempre lo apolíneo se presenta en estado puro ni tampoco lo dionisiaco ni lo misterioso. En la percepción que un hombre tiene de la realidad preside un componente –la luz, el color o el dibujo-, pero se dan también los otros dos. Decimos por ejemplo que la escuela veneciana representa el color frente a la romana representada por el dibujo. Pero bien quisieran muchos pintores de toda la historia haber dibujado como Pablo Veronés o haber sabido manejar el color con la sutilidad de Rafael. Sin embargo, es cierto que la captación de aquél es prioritariamente colorista o dionisiaca y la de éste dibujística o apolínea, al igual que la de Rembrandt es lumínica y misteriosa.

Pues bien, en la escritura también existen autores del color, autores del dibujo y autores de la luz. Homero, Shakespeare, Góngora, D´Annunzio, Aleixandre o Miguel Hernández gozaron una visión predominantemente colorista o dionisiaca; Horacio, Gracilaso, Shelley, Salinas, Cernuda o Agustín de Foxá, una visión ante todo dibujística o apolínea; Jehudá Ha-Leví, San Juan de la Cruz, Bécquer, Hofmamnsthal, Rilke o García Lorca, una visión lumínica o misteriosa.

La bondad o calidad de una obra no tiene nada que ver con el punto de vista de su autor: se puede llegar de igual modo a una creación extraordinaria mediante el color, el dibujo o la luz. Autores hay que, poseyendo un determinado punto de vista, buscan después, mediante su formación, equilibrar su obra impregnándose de las de otros con un diferente enfoque. Mondrian posee una visión marcada por el dibujo y, sin embargo, quiso equilibrar su obra mediante el estudio del color. Otros creadores, en cambio, nos ofrecen su obra por exageración o profundización en su propio punto de vista como es el caso de Van Gogh respecto a la luz. Muchas de las batallas entre escritores o entre pintores de todos los tiempos han tenido como origen el menos precio que uno de ellos experimentaba hacia las obras de otros. En realidad, se trataba de un problema de incomprensión. El que originaba la polémica no entendía que se poseyera por naturaleza un punto de vista, una captación de la realidad diferente a la suya. Sirva de ejemplo el ataque de Miguel Ángel a la escuela veneciana.

Por lo que a mí respecta, creo poseer una visión predominantemente regida por la luz y por ello, a fin de equilibrar mi obra, he intentado que en mi formación pese más el color y el dibujo. El ejemplo máximo de equilibrio –hasta el extremo de que no podemos determinar fácilmente cuál fue su punto de vista- lo representa Dante.

De todos los géneros literarios es la lírica el que posee una mayor intensidad. Fernando Quiñones afirmaba que si la novela, el teatro o el ensayo podían parangonarse con el vino o la cerveza, la lírica era semejante a un whisky añejo. El poeta no debe nunca olvidar que ese es el requisito primero que tienen que contener sus escritos: intensidad emocional.

Y hablemos algo del teatro y también del ensayo. En una época en la que sastres y modistas han tomado el nombre de diseñadores y en la que hasta el último artesano se pretende artista, el mundo del teatro ha padecido la vanidad de escenógrafos, actores, técnicos de luz y sonido, tramoyistas…, todos los cuales, con su afán de protagonismo, han arrinconado lo fundamental de la dramaturgia: el texto literario sobre el que se sustenta cualquier representación. Esto es lo imperecedero y, aunque en las últimas décadas el teatro en España ha dado más importancia a la puesta en escena que al argumento, no tardaremos en ver como todo vuelve a su caso. Algo semejante ha ocurrido con el cine: si en los años treinta o cuarenta del pasado siglo los diálogos y el argumento de cualquier película constituían un prodigio de ingenio, ahora todo el protagonismo corresponde a los “efectos especiales”. Y algo análogo ha ocurrido también con el ensayo. La Historia, por ejemplo, desde Herodoto hasta Quintana, siempre se consideró un género literario más. Pero en nuestro tiempo cualquier profesor “a la violeta” se atreve a opinar sobre lo divino y lo humano sin saber juntar dos palabras. El ensayo tiene que ser Literatura o de lo contrario no resistirá un par de generaciones. Hoy seguimos leyendo a Hipólito Taine no porque sus teorías hayan prevalecido sino porque sus libros resultaban extremadamente amenos y su prosa es de gran calidad. Otro tanto nos ocurre con los ensayos de Dámaso Alonso…


Existen otros factores que es necesario tener muy en cuenta cuando el escritor entra en acción, factores que, en principio, pueden considerarse externos a la obra misma, pero que no dejan de parecer curiosos. Me refiero a las rarezas y manías de los escritores. Existen, por ejemplo, los que utilizan el ordenador para su trabajo y los que para la primera redacción acuden todavía al modesto bolígrafo o a la pluma. Yo, desde luego, me adscribo a éstos últimos. Mi amigo Antonio Enrique cada vez que se sienta a escribir tiene ante él pliegos de papel desmesurados, de tamaño doble folio, que previamente ha pegado, y ello porque su obra es de largo aliento. Juan Eslava me contó que lo fundamental es que la mano del escritor no se canse, pues cuando ello ocurre la imaginación empieza a enflaquecer, y así buscaba siempre bolígrafos ligeros y también grandes pliegos. Otro amigo mío, Ignacio Caparrós, ha escrito casi toda su obra en los bares, aunque esto no es novedad: ya lo hacía Vicente Núñez en el “Tuta” de Aguilar de la Frontera. El caso más extremo lo vi en el malogrado poeta Manolo Carrasco que improvisaba sus composiciones incluso en un envoltorio de patatas fritas. Yo, desde luego, recomendaría a cualquier escritor que llevase siempre consigo un pequeño cuaderno y un lápiz por si se le presentase la inspiración.

Conozco escritores que semejan aves nocturnas y otros que encuentran su inspiración al amanecer, pero eso es cuestión de biorritmos. Hay personas especialmente activas por la mañana y otras que lo son por la tarde. También existen los escritores que se acompañan de música cuando trabajan tal le sucede a mi amigo José Antonio López Nevot que no desdeña ni a “Deep Purple” ni a los “Who” cuando lo visitan las musas, y hay otros plumíferos fanáticos del silencio como Juan Ramón Jiménez que se clausuraba en una habitación acorchada para concebir sus textos. Confieso que yo, en ocasiones, he escrito un poema rodeado por treinta alumnos que rugían y se tiraban papeles unos a otros, y es que necesidad obliga.

Me falta hablar del a posteriori de la escritura. ¿Qué hará el escritor que ha culminado una novela, un ensayo, una obra de teatro o un libro de poemas y se muestre satisfecho de los resultados? Está claro que intentará publicar su obra, pero ahí se le presenta el verdadero calvario. Al menos esto ocurre en España; no sé lo que sucederá en Francia o en Mongolia. Y, sin embargo, en nuestro país aparecen anualmente miles y miles de títulos nuevos. ¿Cómo se comprende esto?

Gran parte de los libros recién publicados se los costean los propios escritores que, por supuesto, viven de cualquier otro oficio y con sus ahorritos se permiten el capricho de sacar a la luz sus obras. No me parece mal esta actuación, porque hoy los editores rarísimamente vez apuestan por desconocidos. Lorca y Juan Ramón pagaron de sus bolsillos o de los de sus padres las ediciones de sus primeros libros. Yo hice lo mismo. Si uno confía en sus propios escritos, no resulta afrentoso apostar por ellos. Gabriel Miró proclamaba que “la Literatura nos da tanto que sería una barbaridad pedirle además que nos diese dinero.”

Y, sin embargo, la Literatura en nuestros días da dinero…, a unos cuantos granujas. No desde luego a los que escriben mejor, sino a los más listillos, a los más hábiles para cazar subvenciones oficiales, ejercer el control de los premios literarios y el tráfico de influencias, y conseguir la aquiescencia de todos los políticos de turno. Se han creado para ello en nuestro país auténticas mafias de escritores que lo dominan todo: suplementos literarios, editoriales de ámbito nacional con sus suculentos premios, otros premios oficiales del estado, presupuestos para cultura de ayuntamientos y diputaciones, giras por congresos internacionales, ponencias en universidades de verano… No me preguntéis quienes son los que mangonean. Seguid durante medio año los suplementos culturales de los periódicos más conocidos –“ABC”, “El País”…- , y veréis sus nombres repetidos una y otra vez. Por supuesto, la calidad de sus obras no responde a esa fama.

Por ello, al lector que comienza le recomendaría que no perdiese su tiempo y su dinero enviando sus manuscritos a premios amañados y a editoriales cerradas a cal y canto. -¿Y cuáles son esos premios y esas editoriales? –Me preguntará el joven escritor. –Pues sencillamente debes olvidarte de todo premio cuya dotación supere los cinco mil euros, pues en cuanto la cifra sube, ya lo han controlado los expertos del tongo. Y debes abstenerte de mandar tus escritos a las grandes editoriales –Planeta, Mondadori, Anagrama…- porque ya cuentan con sus plantillas de escritores mediocres y no se molestarán en leer tu envío. Mediante la publicidad pueden vender los productos de los autores de su cuadra y no necesitan vender talentos. Observad, por ejemplo, que los premios que convocan o a los que están vinculados, aunque los convoque cualquier banco, van a parar a escritores que ya han publicado antes varios libros en esa misma editorial.

¿Qué solución le queda al escritor que comienza? Desde luego, si es hábil para desenvolverse en “el reino de este mundo” puede buscar uno o varios padrinos dentro de las altas esferas de la política para que lo introduzca en los cotos cerrados o puede pedir que lo acepten como botones en la organización mafiosa de escritores que controla la cultura española contemporánea. Puede, si hace esto último que, a base de reverencias y adulaciones a los superiores, vaya ascendiendo y que cuando alcance los cincuenta años ya pueda publicar donde quiera y sea a él a quien lo adulen, claro que con la pérdida de su dignidad puede haber acabado también con su talento. Contra toda esta corrupción del mundo de la cultura nos levantamos en los años noventa del pasado siglo los escritores del grupo de la Diferencia.

Pero no seamos tan derrotistas. Afortunadamente en España existen hoy muchas pequeñas editoriales que apuestan por la calidad. Quienes se encuentran al frente de las mismas exponen su dinero y ofrecen su trabajo para sacar adelante los libros en los que creen. En ellos está el futuro de la Literatura española y a ellos deben acudir los escritores libres. Las obras valiosas, una vez publicadas, permanecen y si no se las justiprecia en su tiempo, día llegará en que algún crítico avispado consiga resucitarlas. El presente pertenece a los impostores, pero el futuro corresponde sólo a la Literatura auténtica. 

 

 


FERNANDO DE VILLENA (Granada, 1956) ha publicado veinticuatro libros de narrativa con títulos como: “Relox de peregrinos”, “La casa del indiano”, “El hombre que delató a Lorca”, “Sueño y destino”, “Iguazú”, “El testigo de los tiempos”, “Udaipur”, “Mundos cruzados”, “Valparaíso. El secreto del Sacromonte”, “Los conciertos”, “El rostro de San Juan”, “El reloj de la vida”, “El cautivo de su paraíso”, “Ubi sol occidit”, “Las siete edades” y “Los nueve círculos”... Como poeta ha desarrollado una extensa producción agrupada en los volúmenes “Poesía 1980-1990”, “Poesía 1990-2000”, “Los siete libros del Mediterráneo” (2009), “Los colores del mundo (penúltimos libros de poesía)” (2014) y “Acerca de los días” (2020). Profesor de Literatura, ha dedicado también algunas obras al estudio de la producción literaria en los siglos de Oro y en el siglo XX y ha escrito ensayos como el titulado “127 libros para una vida”. Pertenece a la Academia de Buenas Letras de Granada, a la Academia Hispanoamericana de las Buenas Letras y al Instituto Patafísico Granatense.
 

 


JEAN GOURMELIN (Francia, 1920-2011). Magnífico diseñador cuya línea abarcó desde el absurdo y el humor negro hasta un enfoque metafísico. En todo momento, sin embargo, su obra se caracterizó por un intenso espíritu rebelde. Trabajó con dibujos animados, historietas, vestuario y escenografías, además de embarcarse incansablemente en el grabado, el dibujo técnico, la escultura, los vitrales, el diseño de papel tapiz, en cualquiera de estas motivaciones por el brillo de su inquietud creativa siempre encontró un lugar para el reconocimiento, y cerca de su muerte, fue honrado con una gran retrospectiva de su obra en la Biblioteca del Centro Pompidou de París en 2008, titulada “Los mundos de los dibujos de Jean Gourmelin”. Y de eso se trataba, pues de su pluma saltaban a la realidad infinidad de personajes, formando un mundo único propio de su visión fantástica, sin que en modo alguno pudiera enmarcarse en una línea plástica determinada. Entre lo erótico y lo bizarro, el surrealismo visionario y lo fantástico, especialmente en su dibujo en blanco y negro, Gourmelin fue un auténtico artista del siglo XX cuya obra evoca un universo personal donde se mezclan el horror y la belleza, en cuyas formas a veces imágenes distorsionadas interpelan conceptos de tiempo y espacio. Tenerlo como nuestro artista invitado, siguiendo la hermosa sugerencia del periodista João Antonio Buhrer, trae a Agulha Revista de Cultura una grandeza que ilumina mucho esta primera edición de 2023.




Agulha Revista de Cultura

Número 221 | janeiro de 2023

Artista convidado: Jean Gourmelin (França, 1920-2011)

editor | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023

 


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