I. La cultura y el laberinto del poder
Desde siempre, el espejo ha tenido el efecto
de sobrecoger e inquietar al ser humano, y en gran medida le ha sido útil para determinar
los distintos períodos de su historia visible. También aquella invisible, cuando
se afirma que fue creado a imagen y semejanza, ¿de Dios?, ¿del cosmos? Lo humano
ha perseguido su reflejo y desde él ha dado origen a sus nociones del mundo y el
universo, tanto que se podría desenredar la madeja de las creencias de su fe siguiendo
los laberintos por los espejos en donde se ha reflejado. Lo mismo con el canon donde
su civilidad y su belleza se establecen y, con estas, la ética y la estética de
su cultura y su arte.
Ya, en el mundo de Occidente, en todo
cuanto determina su ser y su cultura, los espejos han permitido a los artistas la
aventura de cruzar a través de ellos por territorios sólo sospechados por la imaginación.
También los han convertido en oráculos para desentrañar parajes y misterios de su
realidad y de sus dogmas. Tal es el ascendente de los espejos en el imaginario de
la realidad humana, en cuanto a su presumible unidad histórica, como a su inevitable
fracturación, que en pleno siglo XIX, el de la consolidación de las luces y el ajetreo
industrial del liberalismo, los espejos son los llamados a reflejar las drásticas
dimensiones, las formas como todos estos efectos son asumidos por la creación de
los artistas de entonces. Espejos donde la realidad moral e histórica se ha roto,
quedando su presumible unidad, y por ende su belleza en pedazos, al tiempo que expuesta
a otras interpretaciones y definiciones. Prueba de ello son el Romanticismo en todas
sus diversas vertientes, el Simbolismo, el Impresionismo, los Modernismos que abrazan
las lenguas de América y Europa. Y como consecuencia de estos, iniciándose la segunda
década del siglo XX, el Futurismo, Dada, el Surrealismo, el Expresionismo, el Creacionismo.
Movimientos cuyas propuestas consiguieron expresar la ruptura con formas de leer
e interpretar la realidad, al tiempo que lograron la fundación para otros atributos
que se mantenían ocultos de esa misma realidad.
Lo anterior no es novedad, pero no
sobra recordarlo. En el siglo XIX se hace evidente el malestar acumulado por cuanto,
hasta entonces, se entendía como cultura, y ante todo, como imposición y norma para
las formas y disciplinas del arte que la representaban. Se podría sospechar que
hasta ese momento la cultura, en sus diversas experiencias y expresiones, era concebida
y aplicada como una realidad proyectándose en un espejo único. Un espejo que la
recogía del natural y en su presumida unidad de ideas y condicionamientos sagrados,
necesarios para ajustar al ser humano al destino que lo usurpaba en su presente,
convirtiéndolo, de paso, para su gloria y alivio eterno. De las crisis movilizadas
por este malestar se encuentran ejemplos en los escándalos y desconciertos causados
por las obras de pintores, poetas, novelistas, músicos, dramaturgos, filósofos y
demás personalidades de la cultura de entonces.
Es así como el siglo XX se inaugura
con la eclosión de todas las formas de pensar y concebir la cultura y, por lo mismo,
el arte. Nada debía permanecer en su canónico lugar, ese parecía ser el oxígeno
respirado en esos años. Al inicio de ese siglo las palabras se convierten en lava
de espejos festejando y asombrando el carnaval que anuncia el fin de una era, el
principio de una estampida. El aporte más radical de esos años se evidencia en el
comportamiento asumido por todos los idiomas y demás expresiones del arte y la cultura.
No quedó lengua que no fuera permeada en su decir por la candente lava de signos
interrogando e intentando descifrar el sentido ontológico que hace la condición
humana. Cada alfabeto fue forzado a expresar condiciones de lo humano hasta ese
momento no sospechadas, o no admitidas en los contenidos e imaginarios de la realidad.
Los poetas y los artistas se lanzan
al vacío donde se revientan las formas y el carisma hasta entonces concebidos de
la cultura. Sus existencias mismas se remuerden en los filos de ese vacío, van hasta
lo inaudito en pos de la quebrazón de cuanto consideran modales caducos, forzando
su voz, sus colores, sus líneas y cuanta forma involucra el arte, a decir lo que
consideran una nueva verdad. Empero, y esa es una atroz ironía, sólo están allanando
las raíces del camino que enmascara la memoria y lleva al olvido contemplado como
una leve y eterna brizna en el museo de la historia.
A través del marco de la llamada “bella
época” es posible entrever el humo de gigantescas chimeneas y objetos y vehículos
poniendo en acción la magia industrial, mientras los poetas y los artistas todos
se rinden ante estos nuevos íconos reveladores del mundo “moderno”. Poemas, pinturas
y demás formas del arte acompañan el girar de aeroplanos, de barcos semejando ciudades
flotantes y todo el esnob y el derroche estrafalario. Así hasta el inevitable estallar
de los obuses y las armas químicas produciendo las imágenes en blanco y negro que
recogen la carnicería y la sinrazón de una economía que inaugura su festín, su arte
moderno: la Primera Guerra.
Agregar que la Primera y la Segunda
Guerra, nombradas mundiales, contribuyeron para el ahondamiento de la crisis en
la cultura de Occidente y, por extensión bélica y económica, del resto del mundo,
es confirmar la malversación acumulada durante las interpretaciones culturales oficiadas
por las monarquías desfallecientes y las clases burguesas propiciadoras tanto de
la llamada Revolución Francesa, como de la llamada Revolución industrial, y por
extensión e ilusionismo del liberalismo. Lo cierto es que, desde entonces, la cultura
y el arte no son como hasta ese momento se concebían y explotaban para la discriminación
y el usufructo de lo humano. Y si es un hecho que quienes han ganado las guerras
e impuesto sus dogmas económicos presumen de implementar una cultura y un arte de
masas que los representa, la descomposición de las realidades y el agotamiento en
el cual viven quienes componen tales naciones demuestran lo contrario.
Después, clausuradas las décadas de
la llamada “Guerra Fría”, la cultura pasa a ser aplicada por los intereses económicos
y los gobiernos que los representan, como una herramienta social, es decir, una
herramienta útil para estrategias, ya de privatización, ya electorales. Es así como
hoy, en nombre de la diversidad, la inclusión, el reconocimiento de género, la protección
de la biodiversidad del planeta, etcétera, las naciones del mundo son gobernadas.
Mientras, en las rasgaduras de los espejos se reflejan despojos humanos apilados
por el hambre, o hacinados por el desplazamiento o la migración forzosa en medio
de las guerras y la conmiseración de quienes siempre sonríen en nombre de la lástima
humana.
Para la cultura de Occidente, y es
probable también para la del resto del mundo, en el siglo XIX se inicia una ruptura
entre quienes gobiernan en nombre de los derechos del hombre entendidos como códigos
sociales implementados para mejorar el progreso laboral y una civilidad de consumo
doméstico, y los artistas que ven en el establecimiento de tales códigos una herramienta
que permite a las políticas de estado oficializar unas formas y maneras de sometimiento.
Empero, si no se contextualiza el antagonismo producido por esta ruptura, no será
posible aprehender el porqué del comportamiento de los artistas y su arte en el
siglo XX, sus radicales propuestas y sus frustraciones.
Finalizando el siglo XX e iniciándose
el XXI, se hace inevitable reflexionar sobre el comportamiento y la conservación
del planeta y, por ende, del ser humano. Esto permite que muchos pretendan convertir
la realidad en un museo-zoológico donde nada distinto a la domesticidad resulte
posible, un mundo suspendido en una conservación infinita, en un nido de espejos
donde todo se refleja igual. Otros pretenden hacer tabla rasa y presumen que el
tiempo en el mundo se inicia con ellos, sin importarles cuántas veces su olvido
los lleve a repetir las tramas de siempre, las de nunca acabar. Unos y otros, anclados
en las máximas de sus dogmas fundamentalistas, justifican sus acciones en nombre
del bien, en contra del mal. Sin darse cuenta de cómo sus actos se vuelven coartadas
para quienes pretenden proseguir con el control de los réditos producidos por la
miseria y la usura. En la práctica neoliberal de estos días no debe resultar extraño
que el interés de las políticas de estado, cuando implementan una cultura y un arte
nacional o globalizado, no sea otro que el de propiciar un ser humano anulado en
sus condiciones para pensar y contextualizar las realidades donde es fundado. Lograr
un ser óptimo para lo laboral y el consumo irreflexivo son los réditos en los cuales
se establecen tales políticas. La uniformidad como expresión del arte, de la cultura.
El ser humano, en sus distintos periodos
históricos y culturas, ha vivido agazapado a la sombra del bien, sacrificándose
para alejar e ignorar el mal. El mayor reconocimiento que le ha otorgado al mal
ha sido el de hacerlo demonio para usarlo como correlato de la maldad, hasta terminar
confundiendo la maldad con el mal. Al mismo tiempo se ha impuesto la conmiseración
como don del bien. Algo así como cuando se confunde el sentido del humor con los
lugares comunes que dan pie para un chiste. Esto es de gran utilidad para quienes
alcanzaron y se mantienen en capacidad de dirimir y controlar los asuntos humanos.
Empero, si algo resulta necesario para el conocimiento y el restablecimiento de
la condición humana, es el poder explorar qué es el bien y qué es el mal, raíces
donde se funda la condición liberadora del ser humano, también aquella que lo hace
presa posible de ser sometido. Este es uno de los retos más poderosos para los artistas
y el arte de nuestros días.
Como otra línea para el tránsito de
la posmodernidad, aparece el perplejo vértigo de las tecnologías virtuales e informáticas
retando las condiciones comunicativas humanas. Retándolas hasta una capacidad rayana
con el despilfarro de una inmediatez antes inconcebible, casi de ficción. También
como el sutil filo de un “oscurantismo” sin límite. Los formatos anteriores de comunicación
quedan obsoletos ante los avances de tales tecnologías. Esto replantea todo el espectro
comunicativo y hace necesaria una reflexión sin tapujos conservacionistas y sin
el delirio de quienes ven en estas el “ábrete sésamo” del conocimiento sin esfuerzos
ni responsabilidad. Para las respuestas de dichas reflexiones no debemos faltar
los artistas, pues muchos de los próximos perfiles de lo entendido como humano se
cuecen desde ahí.
Ante tal laberinto en espejos cruzados
por una cultura con evidentes definiciones de estado, es difícil no perder el aliento
necesario para mantenerse alerta y no ser atomizados por los réditos que tales políticas
culturales brindan. La red está echada y el escenario dispuesto para el circo del
entretenimiento y la obediencia. En perspectiva pareciera no quedar nada distinto
a esta oferta, quienes la ofrecen dicen que las utopías han muerto y, sin ningún
reparo, todos parecen aceptar tal acta de defunción. La máxima preocupación es lo
laboral, estar enganchados a un salario. Al grueso de la población del planeta pareciera
no importarle estas prácticas de sometimiento, este posmoderno ejercicio de esclavitud.
Ante escenarios así, los artistas
nos vemos en la necesidad de sacudirnos de todos los logros y esquemas aprehendidos
por el arte, y con la necesidad de mudar de la desfiguración iniciada en el siglo
XIX y consolidada en gran medida por el arte del siglo XX, a un arte deconstructor
que fortalezca nuestra capacidad de confrontación. Intuimos cómo desde el arte es
imperativo deconstruir esos actos impuestos como únicas formas de ver y representar
la realidad. Por lo mismo el nuestro es un arte informe, si se entiende por informe
aquello que no es reflejo de las tendencias culturales propuestas por los estados.
Pues es un arte necesitado de sopesar cada una de las herramientas empleadas para
su crear, para sus prácticas y diálogos con un público por seducir. Un público por
convocar y sensibilizar para un arte fundamentado en la desobediencia civil. Los
retos son complejos, máxime si se tiene en cuenta que los sistemas de educación
son monopolio de los estados y lo privado. Y ante todo, de la presumible comodidad
humana. Los artistas, todo cuanto esta palabra pueda involucrar, debemos prepararnos
para estos tiempos de fascinantes políticas globales y depredadoras de cultura.
La dignidad humana no es una marca propiedad de ninguna religión, ni de ninguna
ideología. Ni la utopía algo a lo que se le pueda decretar una prematura muerte.
La dignidad y una utopía por construir son atributos del ser humano, son su responsabilidad
y su patrimonio, y es preciso que los artistas no ignoremos estas fortalezas, claves
para nuestro arte.
II. El signo de la trama
En la Revolución Francesa fue costumbre
llamar a las personas ciudadanos y ciudadanas, pretendiendo así arroparlos con los
ideales de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Mientras por el filo de la
guillotina, mellado por el extenuante uso, rodaban cabezas bajo las miradas de quienes,
en largas filas, esperaban su turno.
Cuando la Revolución de Octubre en
Rusia, la costumbre fue llamar camarada a unos y otras, creyendo así que la clase
popular y obrera por fin alcanzaba el poder y estaba cerca de conseguir todos sus
derechos sociales, hasta entonces usurpados por la burguesía. Mientras este sueño
recorría todos los rincones del mundo, en Siberia, por órdenes de la nueva dirigencia
en el poder, el frío y los trabajos forzados calaban los huesos de los millones
que allí fueron recluidos, so pretexto del beneficio colectivo.
Durante la planificada repartición
geopolítica del mundo tras el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra mundial,
y de la sistemática creación de la Guerra Fría para la polarización y el sometimiento
del ser humano a los intereses esgrimidos en nombre de la democracia, de un lado,
y de la voluntad y los intereses del pueblo, del otro, se sofisticaron los controles
para arrancarle a la conciencia humana sus registros de dignidad para la vida. Así,
el mundo era convertido en un escenario de seres vueltos caretas satisfechas tras
las rejas de su sumisión.
Hoy, cuando las prácticas económicas
y sus extensiones políticas se amparan en las máximas de la globalización donde
cunden la ficción de la inclusión y el reconocimiento de la diversidad étnica, sexual
y multicultural, es preciso, ante tal escenario, no perder de vista los recorridos
por las distintas tramas de las revoluciones y guerras fundamentadas en los reclamos
y derechos humanos. Porque cuando la humanidad admite ser determinada bajo un signo
que presume representar sus intereses y necesidades, está admitiendo ser usurpada
por máximas cercanas al filo de la guillotina, al frío de la ignominia comunitaria,
o a un proteccionismo establecido sobre la sumisión y la obediencia.
Quienes escribimos poesía no debemos
ignorar tales acontecimientos, pues de hacerlo corremos el riesgo de quedar entrampados
en el esperpento mediático donde se representan tales escenas, tan útiles para el
sostenimiento “cultural” de la actual globalización. En el orden de consumo como
es condicionada la realidad en el mundo, los artistas y los poetas nos encontramos
con un muro que nos quiere poner al servicio de espectáculos donde se dicen vivenciar
los sentimientos acumulados por la humanidad en toda su historia. Sentimientos que
suenan como enlatados empacados al vacío, o como espiritualidades hechas vísceras
para exponer en una carnicería que el márquetin promociona.
Los poetas no podemos olvidar que
las palabras para la escritura del poema resultan de años y años de historias humanas
que, como vetas de realidades éditas e inéditas en sus muchas acepciones históricas,
han enriquecido las lenguas y las posibilidades humanas de significarse en ellas
y desde ellas. Tampoco podemos olvidar el carácter revelador y subversivo que la
poesía significa para confrontar cuanta ideología o fe pretende apresar, y someter
al ser humano a una única línea de conducta: una única forma de conocer el mundo
y de comportarse en él. Los poetas no debemos olvidar el estado de alerta que funda
nuestra existencia y su presencia en una comunidad, y, por ende, en una lengua.
Olvidarlo sería aceptar convertirnos en cómplices de quienes procuran el sometimiento
y la indignidad del incógnito humano.
Por ello, los poetas no podemos caer
en la trama que tienden las organizaciones gubernamentales o no gubernamentales,
cuando quieren hacernos creer que la poesía hace parte de las estrategias para el
entretenimiento, para el recreo laboral de sus adeptos. Reducida así, la poesía
queda como un eslogan o máxima más donde se condiciona la existencia, pasando el
poeta a formar parte de los publicistas y recreacionistas que contribuyen a la actualidad
y su consumo. Con estas prácticas, la condición de alerta que nos permite como poetas
allanar lo inaudito de la realidad, queda reducida a la de simples informantes del
consumo laboral y sus lúdicos instantes de recreo.
¿Qué sucede con los poetas que no
nos sometemos a las doctrinas del espectáculo y el entretenimiento? Pasamos, ante
los réditos sociales amparados en el consumo, a figurar como tontos que no han entendido
cómo el mundo y sus intereses han cambiado y, por lo tanto, nos quedamos a la intemperie,
en la periferia de las realidades del ideal globalizado. Ideal que, de los poetas
aceptarlo tal como la oferta lo presenta, nos garantizaría el beneficio del reconocimiento
mediático y, a través de este, el de seguidores que nos verían como un producto
para el encantamiento de su domesticidad social.
Hora tras hora los medios de comunicación
emiten noticias sobre millones de usuarios que así creen mantenerse informados de
lo que sucede en el mundo. Una tras otra cada noticia se impone sobre la anterior,
generando la sensación de que el acontecimiento informado por una noticia termina
con la aparición de una nueva. Así, la cotidiana realidad viene y pasa por los noticieros
como la envoltura de un dulce del cual sólo se recuerda su marca. De los poetas
también se espera verlos convertidos en emisores de sentimientos y realidades de
impacto ocasional, de las que, al final de su voceo, sólo se recuerden los intereses
de las organizaciones gubernamentales o no gubernamentales que representan en tal
emisión.
En las pantallas ofrecidas por quienes
condicionan la visión de realidad que prevalece en el mundo, han sucumbido infinidad
de poetas cuya estela verbal ya engrosa el esperpento en donde se presenta al consumo
como el gran dogma, principio y fin de la existencia humana.
El carácter es cuanto distingue a
un poeta y a cualquier ser humano que se respete. El carácter no es una baratija
que se puede conseguir en un bazar o en un centro comercial. El carácter es una
razón para la existencia, ya de un individuo, ya de una comunidad. Y una razón de
existencia no transa ni se somete a los intereses de quienes quieren desfigurar
la alegría de vivir para convertirla en una mueca óptima para el consumo delirante.
Entiéndase consumo en todas sus representaciones, inclusive el consumo ideológico
y el espiritual.
Entonces, es claro que los poetas
no nos negamos ni nos oponemos a la alegría ni a la plenitud que nutren la real
realidad de la vida. Nuestras actitudes surgen del carácter donde se funda el respeto
por la existencia, y este respeto no nos permite someternos a quienes proponen,
como única línea para la existencia, el carnaval de la usura. Carnaval para el cual
exigen vestir el traje de la indignidad y la obediencia. Y es en ese rebelarse cuando
los poetas nos conectamos con el principio que da razón a nuestra presencia en distintas
épocas de la humanidad. Ese principio no es otro que el de ser una voz de alerta.
Una voz cuya palabra advierte.
Tal como el ser humano, la poesía es incógnita. Ir a su encuentro es vivir en estado de alerta. La riqueza de lo incógnito se mantiene en su ser inagotable. Querer someter lo incógnito a una sola línea de comprensión, de comportamiento, es ignorar su naturaleza diversa e impredecible. Es proponer su extinción.
OMAR CASTILLO (Colombia, 1958). Poeta, ensayista y narrador. Algunos de sus libros de poemas publicados son: Huella estampida, obra poética 2012-1980 (2012), Tres peras en la planicie desierta (2018), Limaduras del sol y otros poemas, Antología (2018) y Jarchas & Escrituras (2020). Su obra también incluye el libro Relatos instantáneos (2010), la novela Serafín (2022) y los libros de ensayos: En la escritura de otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana (2014 y 2018), Al filo del ojo (2018) y Asedios, nueve poetas colombianos (2019). De 1984 a 1988 dirigió la Revista de poesía, cuento y ensayo otras palabras, de la que se publicaron 12 números. De 1989 a 1993 dirigió la colección Cuadernos de otras palabras, de los que se publicaron 10 títulos. Y de 1991 a 2010, dirigió la Revista de poesía Interregno, de la que se publicaron 20 números. En 1985 fundó y dirigió, hasta 2010, Ediciones otras palabras. Poemas, ensayos, narraciones y artículos suyos son publicados en libros, revistas y periódicos impresos y digitales de Colombia y de otros países. Contacto: om.castillo58@gmail.com.
JEAN GOURMELIN (Francia, 1920-2011). Magnífico diseñador cuya línea abarcó desde el absurdo y el humor negro hasta un enfoque metafísico. En todo momento, sin embargo, su obra se caracterizó por un intenso espíritu rebelde. Trabajó con dibujos animados, historietas, vestuario y escenografías, además de embarcarse incansablemente en el grabado, el dibujo técnico, la escultura, los vitrales, el diseño de papel tapiz, en cualquiera de estas motivaciones por el brillo de su inquietud creativa siempre encontró un lugar para el reconocimiento, y cerca de su muerte, fue honrado con una gran retrospectiva de su obra en la Biblioteca del Centro Pompidou de París en 2008, titulada “Los mundos de los dibujos de Jean Gourmelin”. Y de eso se trataba, pues de su pluma saltaban a la realidad infinidad de personajes, formando un mundo único propio de su visión fantástica, sin que en modo alguno pudiera enmarcarse en una línea plástica determinada. Entre lo erótico y lo bizarro, el surrealismo visionario y lo fantástico, especialmente en su dibujo en blanco y negro, Gourmelin fue un auténtico artista del siglo XX cuya obra evoca un universo personal donde se mezclan el horror y la belleza, en cuyas formas a veces imágenes distorsionadas interpelan conceptos de tiempo y espacio. Tenerlo como nuestro artista invitado, siguiendo la hermosa sugerencia del periodista João Antonio Buhrer, trae a Agulha Revista de Cultura una grandeza que ilumina mucho esta primera edición de 2023.
Agulha Revista de Cultura
Número 221 | janeiro de 2023
Artista convidado: Jean Gourmelin (França, 1920-2011)
editor | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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