segunda-feira, 9 de janeiro de 2023

OMAR CASTILLO | El laberinto del arte en el siglo XXI

 


I. La cultura y el laberinto del poder

Desde siempre, el espejo ha tenido el efecto de sobrecoger e inquietar al ser humano, y en gran medida le ha sido útil para determinar los distintos períodos de su historia visible. También aquella invisible, cuando se afirma que fue creado a imagen y semejanza, ¿de Dios?, ¿del cosmos? Lo humano ha perseguido su reflejo y desde él ha dado origen a sus nociones del mundo y el universo, tanto que se podría desenredar la madeja de las creencias de su fe siguiendo los laberintos por los espejos en donde se ha reflejado. Lo mismo con el canon donde su civilidad y su belleza se establecen y, con estas, la ética y la estética de su cultura y su arte.

Ya, en el mundo de Occidente, en todo cuanto determina su ser y su cultura, los espejos han permitido a los artistas la aventura de cruzar a través de ellos por territorios sólo sospechados por la imaginación. También los han convertido en oráculos para desentrañar parajes y misterios de su realidad y de sus dogmas. Tal es el ascendente de los espejos en el imaginario de la realidad humana, en cuanto a su presumible unidad histórica, como a su inevitable fracturación, que en pleno siglo XIX, el de la consolidación de las luces y el ajetreo industrial del liberalismo, los espejos son los llamados a reflejar las drásticas dimensiones, las formas como todos estos efectos son asumidos por la creación de los artistas de entonces. Espejos donde la realidad moral e histórica se ha roto, quedando su presumible unidad, y por ende su belleza en pedazos, al tiempo que expuesta a otras interpretaciones y definiciones. Prueba de ello son el Romanticismo en todas sus diversas vertientes, el Simbolismo, el Impresionismo, los Modernismos que abrazan las lenguas de América y Europa. Y como consecuencia de estos, iniciándose la segunda década del siglo XX, el Futurismo, Dada, el Surrealismo, el Expresionismo, el Creacionismo. Movimientos cuyas propuestas consiguieron expresar la ruptura con formas de leer e interpretar la realidad, al tiempo que lograron la fundación para otros atributos que se mantenían ocultos de esa misma realidad.

Lo anterior no es novedad, pero no sobra recordarlo. En el siglo XIX se hace evidente el malestar acumulado por cuanto, hasta entonces, se entendía como cultura, y ante todo, como imposición y norma para las formas y disciplinas del arte que la representaban. Se podría sospechar que hasta ese momento la cultura, en sus diversas experiencias y expresiones, era concebida y aplicada como una realidad proyectándose en un espejo único. Un espejo que la recogía del natural y en su presumida unidad de ideas y condicionamientos sagrados, necesarios para ajustar al ser humano al destino que lo usurpaba en su presente, convirtiéndolo, de paso, para su gloria y alivio eterno. De las crisis movilizadas por este malestar se encuentran ejemplos en los escándalos y desconciertos causados por las obras de pintores, poetas, novelistas, músicos, dramaturgos, filósofos y demás personalidades de la cultura de entonces.

Es así como el siglo XX se inaugura con la eclosión de todas las formas de pensar y concebir la cultura y, por lo mismo, el arte. Nada debía permanecer en su canónico lugar, ese parecía ser el oxígeno respirado en esos años. Al inicio de ese siglo las palabras se convierten en lava de espejos festejando y asombrando el carnaval que anuncia el fin de una era, el principio de una estampida. El aporte más radical de esos años se evidencia en el comportamiento asumido por todos los idiomas y demás expresiones del arte y la cultura. No quedó lengua que no fuera permeada en su decir por la candente lava de signos interrogando e intentando descifrar el sentido ontológico que hace la condición humana. Cada alfabeto fue forzado a expresar condiciones de lo humano hasta ese momento no sospechadas, o no admitidas en los contenidos e imaginarios de la realidad.

Los poetas y los artistas se lanzan al vacío donde se revientan las formas y el carisma hasta entonces concebidos de la cultura. Sus existencias mismas se remuerden en los filos de ese vacío, van hasta lo inaudito en pos de la quebrazón de cuanto consideran modales caducos, forzando su voz, sus colores, sus líneas y cuanta forma involucra el arte, a decir lo que consideran una nueva verdad. Empero, y esa es una atroz ironía, sólo están allanando las raíces del camino que enmascara la memoria y lleva al olvido contemplado como una leve y eterna brizna en el museo de la historia.

A través del marco de la llamada “bella época” es posible entrever el humo de gigantescas chimeneas y objetos y vehículos poniendo en acción la magia industrial, mientras los poetas y los artistas todos se rinden ante estos nuevos íconos reveladores del mundo “moderno”. Poemas, pinturas y demás formas del arte acompañan el girar de aeroplanos, de barcos semejando ciudades flotantes y todo el esnob y el derroche estrafalario. Así hasta el inevitable estallar de los obuses y las armas químicas produciendo las imágenes en blanco y negro que recogen la carnicería y la sinrazón de una economía que inaugura su festín, su arte moderno: la Primera Guerra.

Agregar que la Primera y la Segunda Guerra, nombradas mundiales, contribuyeron para el ahondamiento de la crisis en la cultura de Occidente y, por extensión bélica y económica, del resto del mundo, es confirmar la malversación acumulada durante las interpretaciones culturales oficiadas por las monarquías desfallecientes y las clases burguesas propiciadoras tanto de la llamada Revolución Francesa, como de la llamada Revolución industrial, y por extensión e ilusionismo del liberalismo. Lo cierto es que, desde entonces, la cultura y el arte no son como hasta ese momento se concebían y explotaban para la discriminación y el usufructo de lo humano. Y si es un hecho que quienes han ganado las guerras e impuesto sus dogmas económicos presumen de implementar una cultura y un arte de masas que los representa, la descomposición de las realidades y el agotamiento en el cual viven quienes componen tales naciones demuestran lo contrario.


En el escenario mundial previo a la Segunda Guerra, tanto como en el mismo de su final, los intereses económicos vestidos de ideologías antagónicas asumen el papel de controladores de las expresiones del arte, para lo cual se sirven de voceros de impecable factura. Es así como el arte oficial, tanto el de masas como el de elite, pasa a regir desde los medios masivos que lo promueven e imponen. La propaganda conductista, tanto del llamado “arte socialista” como del llamado “arte capitalista”, es inoculada, impuesta. El pensamiento, la reflexión y la creación pasan a un último plano, dando total dominio al arte de la obediencia y el sometimiento. Entonces, los retos del arte, para sus creadores, se hacen cuestión de existencia o de muerte, de silencio o de ruido, de caer en el agasajo condicionado o en la impotencia absoluta. Algunos artistas lanzados al ostracismo social, pero sabedores de que la marginalidad no es algo que les puedan imponer sino una decisión propia, opusieron la desfiguración de dichos contenidos y de los dogmas que los imponían, como retos de creación y de vida. A la figura depredadora y acumulativa manejada por el poder de quienes decían mantener e implementar una cultura y un arte, oponen la desfiguración posible a través de un arte hecho para confrontar los reflejos del ser humano amordazado por “feroces consignas” económicas y de consumo.

Después, clausuradas las décadas de la llamada “Guerra Fría”, la cultura pasa a ser aplicada por los intereses económicos y los gobiernos que los representan, como una herramienta social, es decir, una herramienta útil para estrategias, ya de privatización, ya electorales. Es así como hoy, en nombre de la diversidad, la inclusión, el reconocimiento de género, la protección de la biodiversidad del planeta, etcétera, las naciones del mundo son gobernadas. Mientras, en las rasgaduras de los espejos se reflejan despojos humanos apilados por el hambre, o hacinados por el desplazamiento o la migración forzosa en medio de las guerras y la conmiseración de quienes siempre sonríen en nombre de la lástima humana.

Para la cultura de Occidente, y es probable también para la del resto del mundo, en el siglo XIX se inicia una ruptura entre quienes gobiernan en nombre de los derechos del hombre entendidos como códigos sociales implementados para mejorar el progreso laboral y una civilidad de consumo doméstico, y los artistas que ven en el establecimiento de tales códigos una herramienta que permite a las políticas de estado oficializar unas formas y maneras de sometimiento. Empero, si no se contextualiza el antagonismo producido por esta ruptura, no será posible aprehender el porqué del comportamiento de los artistas y su arte en el siglo XX, sus radicales propuestas y sus frustraciones.

Finalizando el siglo XX e iniciándose el XXI, se hace inevitable reflexionar sobre el comportamiento y la conservación del planeta y, por ende, del ser humano. Esto permite que muchos pretendan convertir la realidad en un museo-zoológico donde nada distinto a la domesticidad resulte posible, un mundo suspendido en una conservación infinita, en un nido de espejos donde todo se refleja igual. Otros pretenden hacer tabla rasa y presumen que el tiempo en el mundo se inicia con ellos, sin importarles cuántas veces su olvido los lleve a repetir las tramas de siempre, las de nunca acabar. Unos y otros, anclados en las máximas de sus dogmas fundamentalistas, justifican sus acciones en nombre del bien, en contra del mal. Sin darse cuenta de cómo sus actos se vuelven coartadas para quienes pretenden proseguir con el control de los réditos producidos por la miseria y la usura. En la práctica neoliberal de estos días no debe resultar extraño que el interés de las políticas de estado, cuando implementan una cultura y un arte nacional o globalizado, no sea otro que el de propiciar un ser humano anulado en sus condiciones para pensar y contextualizar las realidades donde es fundado. Lograr un ser óptimo para lo laboral y el consumo irreflexivo son los réditos en los cuales se establecen tales políticas. La uniformidad como expresión del arte, de la cultura.

El ser humano, en sus distintos periodos históricos y culturas, ha vivido agazapado a la sombra del bien, sacrificándose para alejar e ignorar el mal. El mayor reconocimiento que le ha otorgado al mal ha sido el de hacerlo demonio para usarlo como correlato de la maldad, hasta terminar confundiendo la maldad con el mal. Al mismo tiempo se ha impuesto la conmiseración como don del bien. Algo así como cuando se confunde el sentido del humor con los lugares comunes que dan pie para un chiste. Esto es de gran utilidad para quienes alcanzaron y se mantienen en capacidad de dirimir y controlar los asuntos humanos. Empero, si algo resulta necesario para el conocimiento y el restablecimiento de la condición humana, es el poder explorar qué es el bien y qué es el mal, raíces donde se funda la condición liberadora del ser humano, también aquella que lo hace presa posible de ser sometido. Este es uno de los retos más poderosos para los artistas y el arte de nuestros días.


En el tránsito comprendido como modernidad, y más estrictamente para el de la posmodernidad, las patentes de propiedad intelectual se han convertido en un impuesto para manipular y controlar el tema de la originalidad, del origen como un eje desde donde los intereses políticos y de consumo imparten condiciones para la existencia. Los monopolios económicos no sólo quieren apropiarse de la biodiversidad de la tierra para controlar sus usos y beneficios, también de la diversidad en la cultura y en el pensamiento. Los lenguajes que la expresan corren el riesgo de dejar de ser públicos y convertirse en insumos con patente de propiedad privada. En este punto es pertinente no confundir derechos de autor con ese esperpento producto del mercado global. La capacidad de ser creador está siendo anulada, puesta en el olvido de los museos-zoológicos, y en su lugar se está imponiendo la producción de un arte recreativo, un arte respetuoso de las reglas de mercado, es decir, paga el impuesto por el uso de la materia intelectual transgénica. Dichas prácticas se han ido estableciendo como hitos de civilización. Ejercida y amputada así una tradición, una cultura, ¿cómo no sospecharse víctima de un laberinto de espejos plantados como un no tiempo creativo desde donde es propuesta una inmortalidad? Es evidente que las influencias tramadas desde las patentes de propiedad intelectual, son una artimaña maquinada para afectar el ego creador en un mundo sistematizado, privatizado. Todo esto propicia el suicidio de una tradición cultural, o, peor aún, el sometimiento de esta a quienes dicen saber regir sus causas y efectos, transformando al ser humano en una propiedad explotable.

Como otra línea para el tránsito de la posmodernidad, aparece el perplejo vértigo de las tecnologías virtuales e informáticas retando las condiciones comunicativas humanas. Retándolas hasta una capacidad rayana con el despilfarro de una inmediatez antes inconcebible, casi de ficción. También como el sutil filo de un “oscurantismo” sin límite. Los formatos anteriores de comunicación quedan obsoletos ante los avances de tales tecnologías. Esto replantea todo el espectro comunicativo y hace necesaria una reflexión sin tapujos conservacionistas y sin el delirio de quienes ven en estas el “ábrete sésamo” del conocimiento sin esfuerzos ni responsabilidad. Para las respuestas de dichas reflexiones no debemos faltar los artistas, pues muchos de los próximos perfiles de lo entendido como humano se cuecen desde ahí.

Ante tal laberinto en espejos cruzados por una cultura con evidentes definiciones de estado, es difícil no perder el aliento necesario para mantenerse alerta y no ser atomizados por los réditos que tales políticas culturales brindan. La red está echada y el escenario dispuesto para el circo del entretenimiento y la obediencia. En perspectiva pareciera no quedar nada distinto a esta oferta, quienes la ofrecen dicen que las utopías han muerto y, sin ningún reparo, todos parecen aceptar tal acta de defunción. La máxima preocupación es lo laboral, estar enganchados a un salario. Al grueso de la población del planeta pareciera no importarle estas prácticas de sometimiento, este posmoderno ejercicio de esclavitud.

Ante escenarios así, los artistas nos vemos en la necesidad de sacudirnos de todos los logros y esquemas aprehendidos por el arte, y con la necesidad de mudar de la desfiguración iniciada en el siglo XIX y consolidada en gran medida por el arte del siglo XX, a un arte deconstructor que fortalezca nuestra capacidad de confrontación. Intuimos cómo desde el arte es imperativo deconstruir esos actos impuestos como únicas formas de ver y representar la realidad. Por lo mismo el nuestro es un arte informe, si se entiende por informe aquello que no es reflejo de las tendencias culturales propuestas por los estados. Pues es un arte necesitado de sopesar cada una de las herramientas empleadas para su crear, para sus prácticas y diálogos con un público por seducir. Un público por convocar y sensibilizar para un arte fundamentado en la desobediencia civil. Los retos son complejos, máxime si se tiene en cuenta que los sistemas de educación son monopolio de los estados y lo privado. Y ante todo, de la presumible comodidad humana. Los artistas, todo cuanto esta palabra pueda involucrar, debemos prepararnos para estos tiempos de fascinantes políticas globales y depredadoras de cultura. La dignidad humana no es una marca propiedad de ninguna religión, ni de ninguna ideología. Ni la utopía algo a lo que se le pueda decretar una prematura muerte. La dignidad y una utopía por construir son atributos del ser humano, son su responsabilidad y su patrimonio, y es preciso que los artistas no ignoremos estas fortalezas, claves para nuestro arte.

 

II. El signo de la trama


Ningún tiempo ha sido negado para la poesía. Ningún tiempo ha sido propicio para la poesía. La poesía ha permanecido y persiste porque el ser humano permanece y persiste para la vida. Los acontecimientos vivenciados en los recientes 400 años de su historia dan testimonio de ello. Los poetas que mantenemos la presencia de la poesía en medio de los aciertos y desaciertos de estos acontecimientos, somos parte de las huellas de resistencia donde los seres humanos se han plantado para mantener su existencia.

En la Revolución Francesa fue costumbre llamar a las personas ciudadanos y ciudadanas, pretendiendo así arroparlos con los ideales de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Mientras por el filo de la guillotina, mellado por el extenuante uso, rodaban cabezas bajo las miradas de quienes, en largas filas, esperaban su turno.

Cuando la Revolución de Octubre en Rusia, la costumbre fue llamar camarada a unos y otras, creyendo así que la clase popular y obrera por fin alcanzaba el poder y estaba cerca de conseguir todos sus derechos sociales, hasta entonces usurpados por la burguesía. Mientras este sueño recorría todos los rincones del mundo, en Siberia, por órdenes de la nueva dirigencia en el poder, el frío y los trabajos forzados calaban los huesos de los millones que allí fueron recluidos, so pretexto del beneficio colectivo.

Durante la planificada repartición geopolítica del mundo tras el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra mundial, y de la sistemática creación de la Guerra Fría para la polarización y el sometimiento del ser humano a los intereses esgrimidos en nombre de la democracia, de un lado, y de la voluntad y los intereses del pueblo, del otro, se sofisticaron los controles para arrancarle a la conciencia humana sus registros de dignidad para la vida. Así, el mundo era convertido en un escenario de seres vueltos caretas satisfechas tras las rejas de su sumisión.

Hoy, cuando las prácticas económicas y sus extensiones políticas se amparan en las máximas de la globalización donde cunden la ficción de la inclusión y el reconocimiento de la diversidad étnica, sexual y multicultural, es preciso, ante tal escenario, no perder de vista los recorridos por las distintas tramas de las revoluciones y guerras fundamentadas en los reclamos y derechos humanos. Porque cuando la humanidad admite ser determinada bajo un signo que presume representar sus intereses y necesidades, está admitiendo ser usurpada por máximas cercanas al filo de la guillotina, al frío de la ignominia comunitaria, o a un proteccionismo establecido sobre la sumisión y la obediencia.

Quienes escribimos poesía no debemos ignorar tales acontecimientos, pues de hacerlo corremos el riesgo de quedar entrampados en el esperpento mediático donde se representan tales escenas, tan útiles para el sostenimiento “cultural” de la actual globalización. En el orden de consumo como es condicionada la realidad en el mundo, los artistas y los poetas nos encontramos con un muro que nos quiere poner al servicio de espectáculos donde se dicen vivenciar los sentimientos acumulados por la humanidad en toda su historia. Sentimientos que suenan como enlatados empacados al vacío, o como espiritualidades hechas vísceras para exponer en una carnicería que el márquetin promociona.

Los poetas no podemos olvidar que las palabras para la escritura del poema resultan de años y años de historias humanas que, como vetas de realidades éditas e inéditas en sus muchas acepciones históricas, han enriquecido las lenguas y las posibilidades humanas de significarse en ellas y desde ellas. Tampoco podemos olvidar el carácter revelador y subversivo que la poesía significa para confrontar cuanta ideología o fe pretende apresar, y someter al ser humano a una única línea de conducta: una única forma de conocer el mundo y de comportarse en él. Los poetas no debemos olvidar el estado de alerta que funda nuestra existencia y su presencia en una comunidad, y, por ende, en una lengua. Olvidarlo sería aceptar convertirnos en cómplices de quienes procuran el sometimiento y la indignidad del incógnito humano.

Por ello, los poetas no podemos caer en la trama que tienden las organizaciones gubernamentales o no gubernamentales, cuando quieren hacernos creer que la poesía hace parte de las estrategias para el entretenimiento, para el recreo laboral de sus adeptos. Reducida así, la poesía queda como un eslogan o máxima más donde se condiciona la existencia, pasando el poeta a formar parte de los publicistas y recreacionistas que contribuyen a la actualidad y su consumo. Con estas prácticas, la condición de alerta que nos permite como poetas allanar lo inaudito de la realidad, queda reducida a la de simples informantes del consumo laboral y sus lúdicos instantes de recreo.

¿Qué sucede con los poetas que no nos sometemos a las doctrinas del espectáculo y el entretenimiento? Pasamos, ante los réditos sociales amparados en el consumo, a figurar como tontos que no han entendido cómo el mundo y sus intereses han cambiado y, por lo tanto, nos quedamos a la intemperie, en la periferia de las realidades del ideal globalizado. Ideal que, de los poetas aceptarlo tal como la oferta lo presenta, nos garantizaría el beneficio del reconocimiento mediático y, a través de este, el de seguidores que nos verían como un producto para el encantamiento de su domesticidad social.

Hora tras hora los medios de comunicación emiten noticias sobre millones de usuarios que así creen mantenerse informados de lo que sucede en el mundo. Una tras otra cada noticia se impone sobre la anterior, generando la sensación de que el acontecimiento informado por una noticia termina con la aparición de una nueva. Así, la cotidiana realidad viene y pasa por los noticieros como la envoltura de un dulce del cual sólo se recuerda su marca. De los poetas también se espera verlos convertidos en emisores de sentimientos y realidades de impacto ocasional, de las que, al final de su voceo, sólo se recuerden los intereses de las organizaciones gubernamentales o no gubernamentales que representan en tal emisión.

En las pantallas ofrecidas por quienes condicionan la visión de realidad que prevalece en el mundo, han sucumbido infinidad de poetas cuya estela verbal ya engrosa el esperpento en donde se presenta al consumo como el gran dogma, principio y fin de la existencia humana.

El carácter es cuanto distingue a un poeta y a cualquier ser humano que se respete. El carácter no es una baratija que se puede conseguir en un bazar o en un centro comercial. El carácter es una razón para la existencia, ya de un individuo, ya de una comunidad. Y una razón de existencia no transa ni se somete a los intereses de quienes quieren desfigurar la alegría de vivir para convertirla en una mueca óptima para el consumo delirante. Entiéndase consumo en todas sus representaciones, inclusive el consumo ideológico y el espiritual.

Entonces, es claro que los poetas no nos negamos ni nos oponemos a la alegría ni a la plenitud que nutren la real realidad de la vida. Nuestras actitudes surgen del carácter donde se funda el respeto por la existencia, y este respeto no nos permite someternos a quienes proponen, como única línea para la existencia, el carnaval de la usura. Carnaval para el cual exigen vestir el traje de la indignidad y la obediencia. Y es en ese rebelarse cuando los poetas nos conectamos con el principio que da razón a nuestra presencia en distintas épocas de la humanidad. Ese principio no es otro que el de ser una voz de alerta. Una voz cuya palabra advierte.

Tal como el ser humano, la poesía es incógnita. Ir a su encuentro es vivir en estado de alerta. La riqueza de lo incógnito se mantiene en su ser inagotable. Querer someter lo incógnito a una sola línea de comprensión, de comportamiento, es ignorar su naturaleza diversa e impredecible. Es proponer su extinción. 

 

 


OMAR CASTILLO (Colombia, 1958). Poeta, ensayista y narrador. Algunos de sus libros de poemas publicados son: Huella estampida, obra poética 2012-1980 (2012), Tres peras en la planicie desierta (2018), Limaduras del sol y otros poemas, Antología (2018) y Jarchas & Escrituras (2020). Su obra también incluye el libro Relatos instantáneos (2010), la novela Serafín (2022) y los libros de ensayos: En la escritura de otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana (2014 y 2018), Al filo del ojo (2018) y Asedios, nueve poetas colombianos (2019). De 1984 a 1988 dirigió la Revista de poesía, cuento y ensayo otras palabras, de la que se publicaron 12 números. De 1989 a 1993 dirigió la colección Cuadernos de otras palabras, de los que se publicaron 10 títulos. Y de 1991 a 2010, dirigió la Revista de poesía Interregno, de la que se publicaron 20 números. En 1985 fundó y dirigió, hasta 2010, Ediciones otras palabras. Poemas, ensayos, narraciones y artículos suyos son publicados en libros, revistas y periódicos impresos y digitales de Colombia y de otros países. Contacto: om.castillo58@gmail.com.

 

 


JEAN GOURMELIN (Francia, 1920-2011). Magnífico diseñador cuya línea abarcó desde el absurdo y el humor negro hasta un enfoque metafísico. En todo momento, sin embargo, su obra se caracterizó por un intenso espíritu rebelde. Trabajó con dibujos animados, historietas, vestuario y escenografías, además de embarcarse incansablemente en el grabado, el dibujo técnico, la escultura, los vitrales, el diseño de papel tapiz, en cualquiera de estas motivaciones por el brillo de su inquietud creativa siempre encontró un lugar para el reconocimiento, y cerca de su muerte, fue honrado con una gran retrospectiva de su obra en la Biblioteca del Centro Pompidou de París en 2008, titulada “Los mundos de los dibujos de Jean Gourmelin”. Y de eso se trataba, pues de su pluma saltaban a la realidad infinidad de personajes, formando un mundo único propio de su visión fantástica, sin que en modo alguno pudiera enmarcarse en una línea plástica determinada. Entre lo erótico y lo bizarro, el surrealismo visionario y lo fantástico, especialmente en su dibujo en blanco y negro, Gourmelin fue un auténtico artista del siglo XX cuya obra evoca un universo personal donde se mezclan el horror y la belleza, en cuyas formas a veces imágenes distorsionadas interpelan conceptos de tiempo y espacio. Tenerlo como nuestro artista invitado, siguiendo la hermosa sugerencia del periodista João Antonio Buhrer, trae a Agulha Revista de Cultura una grandeza que ilumina mucho esta primera edición de 2023.




Agulha Revista de Cultura

Número 221 | janeiro de 2023

Artista convidado: Jean Gourmelin (França, 1920-2011)

editor | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023

 


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