El agua y la noche
El alba sube…
El ángel inclinado
La rama hacia el este
El álamo y el viento
El aire conmovido
La mano infinita
La brisa profunda
El alma y las colinas
De las raíces y del cielo
En el aura del sauce
El paisaje va conmigo y es un hermoso habitante – dijo el poeta, también argentino,
Armando Tejada Gómez. Quizá sea esta una cita adecuada para viajar por la poesía
de Juan Laurentino Ortiz, hombre nacido en Puerto Ruiz, pequeña localidad de la
provincia de Entre Ríos, en 1896. Contemplar, meditar, vivir… Meditar la vida contemplándola
para escribir. Tal vez ese también sea el legado de Ortiz: su propia experiencia,
y una obra singular y uniforme, lo que hace que Juanele (apodo derivado de la costumbre de algunos lugares argentinos
de sumar solo la primera letra del segundo nombre a la firma) siga vigente y sea
un poeta capital de la tradición poética de América latina del siglo XX; quien desde
una provincia rebosante de verdes del norte del país al sur del continente habló
en su tiempo hacia la eternidad y de forma universal.
Hondura: distancia entre
el fondo de una cosa y un punto que se toma como referencia. Tal vez este concepto
sea otra clave para entender el bosquejo de un tejido de poemas que comenzó en su
primera juventud, aunque el poeta haya publicado su primer libro recién a los treinta
y siete años, con toda una vida transcurrida ya, pero también un camino largo aún
por andar hasta los ochenta y dos años, edad en que murió. La perfección de su lenguaje
tiene raigambre en la tradición rural de su país, lejos de la elite cultural citadina
con la que compartió inquietudes, pero de la que mantuvo prudente distancia para
producir —quizá sin advertirlo entonces— una estética particular, descubierta y
reconocida en sus últimos años de vida, y muchísimo más aún luego de su fallecimiento.
La ‘simple hondura’
en su trabajo es un acertijo para incautos o, mejor aún, una pista para quienes
se acerquen a su poesía por primera vez. Aparente contradicción, juego de opuestos,
casi oxímoron. Su propia figura y poética demuestran que no formó parte de quienes
prefieren reposar en la simpleza de las cosas. Poeta de figura frágil y cabellos
revueltos —como lo muestran las fotos y unos pocos videos de él entre árboles o
en la intimidad de su hogar—, ahondó en la luz, en el aura de los seres y las cosas,
en la sensibilidad ante las inequidades y el compromiso social. A decir de Hugo
Gola, amigo y discípulo, la preocupación por
la injusticia se presenta en el poema no de forma panfletaria, sino como una necesidad
estética de la que él mismo por su cosmovisión no puede eludir. También posó
su mirada en la delgadez de momentos de los que necesitó dejar registro; en la espiritualidad
personal reflejada en cada verso; en el goce de la belleza de lo dado para crearlo
—que no recrear— desde su propia visión; en la delicada sugerencia de sus propios
descubrimientos, en la duda eterna…
¿Para qué leer hoy a
Ortiz? Si acaso se necesitara una justificación con la poesía en tiempos, justamente,
en que cada acto pareciera requerir resultados y un porqué, intentemos posibles
respuestas: para reconectar con lo más puro; para sentir que no es lo mismo la levedad
del rocío que el peso de la lluvia; para detenerse un instante en un relato, el
relato vago (palabra del argot de Juanele)
que nada tiene de impreciso en su construcción artística toda. Oh, la infancia que era como estas hojas,/ gracia
viva del aire y los reflejos/ bajo la penetrante, mansa mirada de la tarde,
escribió en Domingo, primer poema de El agua y la noche. Y la danza de las estaciones
y sus ciclos que se van mezclando con la vida del poeta que también recorre con
mansa aceptación sus propios cursos vitales.
Del mismo libro: Los ángeles de Cocteau sentados
en las cornisas/ miraban caer la tarde con ojos violetas (…) Es dura la vida. La
vida es triste./ (…) Los ángeles bailan entre la hierba/ y sonríen con una sonrisa
filosa,/ un poco lúgubre ¿cierto?/ Sí, lúgubre, y breve.
Poeta de las dudas,
comparte sus asombros y hace partícipe al lector, a la vez que ofrece sus íntimos
deslumbramientos para ser digeridos y completados por los otros (nosotros) en ideas
pasadas por amoroso tamiz; significantes y re significación desde los ojos de quien
cierra el ciclo del poema cuando lee y registra a través de imágenes potentes y
perpetuas, los delgados dibujos del poeta
de los ríos. La pertinencia de su estilo se da a través de la congruencia de
sus temas y obsesiones. Voz personalísima entre otros autores argentinos de su generación
que, bajo un manto de aparente desnudez discursiva, construye un cuerpo intelectual
complejo y de riqueza vasta. Seres etéreos son los suyos, como los que se advierten
en su misticismo extasiado. Quizá sea oportuno leer en estos días a Ortiz, detenerse
en la sutileza arcana de su pluma en estado de conciencia plena. Y pausa. En predisposición
de lectura activa, alejada de la bulla que abruma.
Abismo, otoño, ángeles,
sombras, azul… son algunas palabras de las nubes de sus inquietudes. En su lírica
se puede oler el cielo, detener casi el pulso junto a él en esos momentos magnos
en que el entorno contiene todo lo vívido ante nosotros. Lo paradojal es que se
vive la intensidad como un modo de transitar a tientas la existencia y las emociones,
al borde y junto a la naturaleza —la más incontinente de las manifestaciones en
el ámbito de las certezas—: Sí, las rosas/
y el canto de los pájaros./ Toda la hermosura del mundo,/ y la nobleza del hombre,/
y el encanto y la fuerza del espíritu, escribe invitando a una disposición de
entrega, como la que se necesita ante algo que a priori puede resultar extraño,
simplísimo, esquivo, pero que una vez superada la barrera de entrada a ese universo
es difícil no salir de allí otro; imposible, ojalá, abandonarlo.
FUI AL
RÍO…
Fui al río, y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.
Regresaba
—¿Era yo el que regresaba?—
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!
¿Cómo puede calificarse,
al fin, su impronta? Daniel Freidemberg, estudioso de la obra del poeta, lo expresa
de esta manera: El ajuste entre la temática,
la actitud espiritual y el lenguaje es preciso e indiscernible en Ortiz, quizá más
que en cualquier otro poeta argentino. Leer su poesía es oír mentalmente su música
y percibir sus visiones, pero también es ingresar en un modo de ver, pensar y sentir.
Se podría hablar de una filosofía orticiana, encarnada en los poemas y a veces expuesta en ellos. Se trata, en todo
caso —y Ortiz declaró en diversas entrevistas— de un pensamiento extremadamente
elaborado en el que tienen cabida desde Bergson y las religiones orientales hasta
los mitos de los indios americanos, los anarquistas, Heidegger, Rilke, el marxismo
y la física cuántica.
Quien se disponga a
leer a Juan L. Ortiz quizá pueda plantearse eso de volver a las fuentes. Apropiarse de la explosión de los verdes luego
de la lluvia, del canto de los pájaros que también increpan; pero más aún del viento
que siempre es melodía de las imágenes que arrastra, de la muerte eludida del verano
y la intensidad lánguida del otoño. Del río, que lleva siempre al espíritu hacia
alguna parte. Y saber, finalmente, que el silencio interior que logra atesorar la
belleza es un estado del alma, como así también lo es la poesía.
EL PUEBLO
BAJO LAS NUBES
Duerme el pueblo. ¿Es ello cierto bajo esta luz
casi nevada de un jardín algodonoso
que flota, se abre, y ciérrase sobre las calles solas
en una fantasía toda infantil de pura?
Yo sé, oh, que las cosas, sólo las cosas, sólo
se iluminan en esta irradiación alada
y cándida—Grandes cisnes efímeros
sobre un sueño de cal y de follajes?
DEJA
LAS LETRAS…
Deja las letras y deja la ciudad…
Vamos a buscar, amigo, a la virgen del aire…
Yo sé que nos espera tras de aquellas colinas
en la azucena del azul…
Yo quiero ser, amigo,
uno, el más mínimo, de sus sentimientos de cristal…
o mejor, uno, el más ligero, de sus latidos de perfume…
No estás tú también
un poco sucio de letras y un poco sucio de ciudad?
Sigue, sigue, por entre la bencina, sobre la lisa pesadilla
de las calles extremas, hacia la gracia de las huellas…
Ay, la ternura de Octubre, a las nueve,
ya hace, por aquí, flotar a la pesadilla
en celeste de agua…
Pero derivemos rápido, del lado de los caminos del rocío,
invisible, casi, lo adivino, en el seno mismo de la luz…
Sentémonos, mi amigo, entre estas niñas rubias
que suben y bajan, altas, por unas orillas de jardín,
apoyadas, contra los cercos, sobre un rumor de enredaderas…
El sol ha bebido sus propias perlas
y hay apenas de ellas una memoria por secarse…
No temas, no temas, y mira, mira hasta las islas…
¿Viste alguna vez la melodía de los brillos?
La viste ondular, todavía de gasa,
desde tus pies al cielo, sobre el río?
Oh, la misma ciudad, a lo lejos, es una música blanca
con unos silencios amatistas…
Y ahora, ahora, torna la vista alrededor…
Saluda como un aura a estas humildes gracias de miel,
capaces, sin embargo, de atraer hacia sí
a las abejas todas del día
y de volver de margaritas a la melancolía más flotante…
No las sientes curvarse bajo un amor transparente
en un hálito de alas?
O es sólo la cortesía más misteriosa
entre esa que inclina, alternadamente, a los otros finos tallos,
ante algo que al parecer es la respiración de un dios?
Saluda, también, a sus vecinas menos subidas y más pálidas:
qué delicadísimo sueño de amapolillas más pálidas,
sobre un rastreo de tases, serpentino?
Y a las apenas malvas, medio escondidas entre las espiguitas:
pétalos de alba, a su pesar, con sus secretos amarillos…
Y a las apenas níveas, por bordadas, del país de Liliput,
pero que visten, igual que a una novia, a toda la gramilla…
Y ah, a las más sin nombre que se van
con los alambres libres
en una fuga preciosa de piedritas…
Y al trébol de allí, loco de verde, y miniado de sol,
increíblemente miniado de sol en primores casi íntimos
pero que extenúan a la brisa…
Y a las verbenillas, por cierto, de aquí:
oh, la más dulce sangre labrada por los misterios
para los misterios de las hierbas…
Y a estos emblemas de llama, perdidos de los trigos
mas que blasonan, del mismo modo, todo el aire…
Y a esos recuerdos de la luna,
aparecidos de seda, ay, en una vigilia de espejo
que se busca, a su vez, en su infinito todavía…
Pero no olvidemos, mi amigo,
a las esbeltas criaturas que arden el azul, allá,
delante no se sabe qué sacramento etéreo:
no olvidemos, mi amigo, a las criaturas de los cardos…
Ni olvidemos a aquéllas que ya parecen abisales
con su “pasión” de cielo sobre el susurro trepador:
rêveries de qué abismo hacia otro abismo las de mburucuyá?
Y no habremos comprendido, es cierto, a todas…
Cómo abrazar, mi amigo, a estas miríadas del beso
que van estrellando, se diría, todos los minutos
con todos los pétalos y todos los fuegos del suspiro?
¿Y si nos corriéramos hasta el arroyito del otro lado de la loma?
Allí, lo veo, las redes hondas sin bautizo
con su penumbra colgada y su casi vía láctea de jazmines
sobre una huida de vidrios, poco menos que nocturna,
con las navecillas de cita…
Y los laberintos de los taludes, aún con su sin fin
de pequeñísimas miradas en los iris más inéditos,
dando no sé qué números de no sé qué otra noche
o qué mareo de gemas entre unos miedos de crepúsculo…
¿Mas no oyes al silencio, ahora, mi amigo?
Qué ave de diamante, di, sobre la línea del sueño,
se deshace dulcemente?
O qué llamado para el sacrificio, di
de campanillas de humo?
Oh, todo dorado de misivas sobre las alas del azar
es el mismo amor que no teme perderse
como la propia gracia ya, libre, sobre su propio cielo de
corolas…
Y no oyes en este momento, di, al silencio o al amor más allá
de las lianas que tejiera para vencer su abismo,
asumiendo justamente la muerte con los modos de un espíritu?
Sí, en los amantes invisibles está asimismo la otra flor
o el otro lado de esa flor,
llama, serena llama, que viviría de su sombra…
¿Dónde, entonces, aquí, nuestras debilidades hechas dioses?
Aquí, lo que llamamos “horror”, o lo que llamamos
“amenaza”,
sonriendo desde la semilla, se diría,
o equilibrando a las mariposas, si quieres,
con un frío que nos duele, es cierto, en lo uno de la sangre…
Pero aquí también enfrentando a lo innombrable,
algo como los honores de un ángel…
Mas es en nosotros, mi amigo, que la agonía es dividida,
terriblemente dividida, y expedida a la ventura…
¿Y aquella música blanca con unos silencios de jacarandaes?
Allí y aquí, a la vez, la condena “de la rueda”,
desde las madres del río y desde las madres de las zanjas…
Y aquí, ay, asimismo, lo que vinimos a buscar..
Si el lirio da a los precipicios, qué le vamos a hacer?
Hay que perder a veces “la ciudad” y hay que perder a veces
“las letras”
para reencontrarlas sobre el vértigo, más puras
en las relaciones de los orígenes…
O más ligeras, si prefieres, como en ese domingo
y en esa fantasía que serán…
Hay que perder los vestidos y hay que perder la misma identidad
para que el poema, deseablemente anónimo,
siga a la florecilla que no firma, no, su perfección
en la armonía que la excede…
O para ser el arpa de Lungmen
eligiendo ella sola los temas de su música,
lejos de los tañedores que se cantan a sí mismos
o que no oyen con los suyos a los recuerdos de las ramas
ni lo que dice el viento…
ni menos ven lo que el viento, por ahí, pone de pie. ..
Y aquí, además, las rimas entre los escalofríos de las briznas,
con los hilos temblando, siempre más allá de nuestra luz..
Y el rostro de Ella no escrito,
oh, recién nacido, con unos signos por hallar
y que serán, oh amigo, los que han de llevarte hasta su esencia
como las mismas, las mismas letras de tu alma…
Pero la viste a Ella,
amaneciendo aquí, Ella, de la espuma de las matas,
Venus de las colinas. Ella, sobre un flujo de jardín,
virgen profunda ésta toda aún de cabellos?
DULCE
ES ESTAR TENDIDO…
Dulce es estar tendido
fundido en el espíritu del cielo
a través de la ventana
abierta
sobre los soplos oscuros…
Dulce, dulce…
El pensamiento amarillo de allá
es nuestro mismo silencio casi póstumo
libre
sobre los abismos…
Dulce, dulce haber en alguna manera muerto
hasta el primer jazmín de arriba
que titila de súbito
en la misma brisa del poema que leemos…
Dulce, dulce…
¿Pero has olvidado, alma, has olvidado?
Dulce, dulce, bajo el vértigo
de las enredaderas celestes
estar solo con Keats,
bajo Keats, mejor bajo otra liana eterna…
Oh melancolía, oh melancolía que se enciende como un jardín
sobre la terraza que flota en una luz pequeña…
¿En qué urnas etéreas, alma,
olvidaste tu tiempo y tu piedad?
Bajo la breve dicha algo en el aire:
las ramas de la angustia, alma, que llaman…
Una angustia que quiere dejar de ser en todas partes,
en todos, en todos los grados de la soledad…
desde la piedra, acaso, alma,
hasta el ángel que se contrae herido…
La vida quiere unirse, alma, de nuevo, por encima de los
suplicios…
¿No oyes los gritos profundos del edén que quiere ser
con la lucecita desvelada, sí pero tierna, sin el fruto de la
muerte
y libre al fin de sí misma?
Alma, dulce es el sueño,
pero no se roba ahora, ahora, a la memoria del amor?
Ay, el amor, ahora, con los ojos abiertos sobre el infierno,
sin poder alzarlos, serenos, hacia el cielo de todos,
o bajarlos, serenos, hacia su cielo íntimo para más puramente
devolver…
ES OTOÑO,
MUCHACHOS…
Es Otoño, muchachos. Salid a caminar.
Otoño en su momento inicial, más hermoso.
¿No os engañará este azul casi alegre?
¿Alegre?
¿La profundidad tiene alguna vez alegría?
¿No os engañará este verde joyante por momentos?
¿O esta invitación alada de la tarde?
No, una honda presencia deshace las azules sombras
y apaga la alegría del campo
—un luminoso, puro sueño que tiembla.
¿Cómo, y la tarde no se corona de flores
como de un fuego quieto de ángeles guardianes?
Ya está el viento, muchachos, el viento del otoño, del otoño,
violento o suave casi como un suspiro,
una enfermiza alma
de qué oscuros reinos?
que revela en las cosas
un herido pensamiento
de sorprendidas criaturas.
El viento,
niño fúnebre que juega con las últimas ilusiones del cielo
hasta darle una aguda limpieza de extraña agua final.
El viento, muchachos, el viento infinito.
AH, ESTA
TARDE ENCENDIDA…
Ah, esta tarde encendida, amigos, esta tarde,
de un oro vegetal iluminada toda
y toda penetrada de la gracia celeste
qué dulce, ah, ¡qué dulce! entre el follaje frágil:
lluvia pálida o fluido casi primaveral
con una muy secreta y fragante nostalgia
de alma. Luz celeste y sensible mirando
entre la irradiación de la muerte suntuosa.
…Fue en Abril, sí, en Abril, en los primeros días
en que empieza a reinar un orden aún tierno
en las cosas. Venía distraído. De pronto
al volver de una esquina suburbana aquel árbol
me sorprendió con una presencia tan perfecta,
tan acabada, que, en un milagro hube
de creer. Parecía destacado con un
equilibrio, un ritmo, del todo musical,
en la plenitud grave y frágil de sus formas.
Y todo al punto se ordenó en torno de él
en una paz que hubiera madurado el sensible
pensamiento latente ya del mediodía.
CAROLINA ZAMUDIO (Argentina, 1973). Poeta y ensayista, Carolina es uno de los referentes de la poesía argentina de su generación. Ha publicado: Seguir al viento (2013), La oscuridad de lo que brilla (2015), Doble fondo XII (2016), Rituales del azar (2017), Teoría sobre la belleza (2017), La timidez de los árboles (2018), El propio río (2020), Vértice (2020) y Las Certezas son del sol (2021). Máster en Comunicación Institucional y Relaciones Públicas, además de Periodista. Creó y dirige la Fundación Esteros y la revista que lleva su mismo nombre (www.esteros.org). La suma de sus logros nos llevó a homenajear a la poeta, reuniendo en esta edición de Agulha Revista de Cultura, una mezcla de destacados ensayos publicados por la revista Esteros, así como una serie afectiva de testimonios sobre la poeta que le pedimos a personajes destacados de la escena cultural de la que ella es una admirable activista.
XUL SOLAR (Argentina, 1887-1963). Su pintura visionaria traspasa los límites de la pura abstracción, al ver surgir de ella el mito transfigurado, figura esencial de su interpretación del mundo. Es una pintura en la que se produce la fusión de narración y espejismo. Xul Solar también fue músico, místico y astrólogo. En su pasión por la invención, nos trajo ejemplos insólitos, como un teatro de marionetas con personajes sacados de los signos del zodiaco, la creación de un lenguaje artificial y un intrigante piano de 28 notas. En gran parte, la originalidad de la obra de Xul Solar proviene precisamente de su permanente debate entre tradición y modernidad.
Agulha Revista de Cultura
Número 229 | maio de 2023
Artista convidado: Xul Solar (Argentina, 1887-1963)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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