Un libro es siempre
muchas cosas, y también elige no ser unas cuantas. Pero La timidez de los árboles nos hace pensar que un libro debe ser el resultado
de un individuo —en este caso una poeta, Carolina Zamudio— que escribe con la lucidez
de quien ha visto la vida y ha obtenido de esa observación una pizca del entendimiento
que le ayudará a resistir.
Me inquieta utilizar
la palabra entendimiento, pero acaso no
exista una mayor precisión. La escritura ha estado con nosotros para revelarnos
cosas; seguimos hallando en las viejas leyendas y en los mitos inmortales un sitio
para identificarnos, un espejo que nos desnuda. Y recurrimos a ellos; buscamos esas
narraciones que nos sobreviven. En esta obra es posible sentir cómo vibra el pensamiento
de María Zambrano: aquella certeza de que en la poesía está un posible conocimiento
y una reconocible verdad a nuestro alcance. Quizás haciendo coro con María Negroni
cuando supone al libro como el lugar donde se esconde la música de un saber que
se ignora; un saber que llega a nosotros desde una herencia desgarradora. Pero ¿qué
nos revelan los pasajes de este libro que transitan del poema a la narración, al
retrato, a la historia?
Al leer a Carolina Zamudio
sentimos que su escritura es una forma de herencia, a veces entregada con crueldad,
otras, con blandura. Al principio, La timidez
de los árboles parece ser un álbum familiar, un libro que quiere sostener en
la memoria ciertas personalidades, voces y genealogías amenazadas por el olvido
y a quienes la poeta pretende conservar dentro de los límites de la página. Este
libro podría fácilmente ser una obra que busca recordar los paisajes de una siempre
lejana niñez y rescatar del olvido los cielos rurales y empolvados de una infancia
atrapada en los matorrales de los años perdidos. Es la escritura, como sostenía
Blanchot, la huella de la pérdida; pero de aquellas pérdidas, la poeta hace una
apuesta por lo que permanece, un intento por conservar aquello que la muerte no
se ha llevado.
Cuando se trata de ejercer
este tipo de escritura, Zamudio demuestra que la domina y que tiene una plena conciencia
del peligro que implica la romantización del pasado, lo perdido y lo rural. Recuerda
mucho a la claridad de Jorge Teillier —quien aparece, no casual, en un epígrafe—
y su reconocimiento de la aspereza y la dureza del campo; algo que la autora de
este libro rehace muy bien en su magistral poema titulado “La Abuela”, donde conviven
los miedos, las amenazas, las rutinas, los dolores, la vejez y una abrumadora presencia
de la muerte, rural, empolvada, marginal y anónima. El poema no cae en el error
de un campo idílico: hay un gallinero poderosamente simbólico que es juego para
la niña y martirio para la abuela.
Pero, a pesar de que
Carolina Zamudio hubiera logrado hacer un libro más que poderoso que hablase sobre
la experiencia del pasado y lo perdido, el verdadero valor de La timidez de los árboles —me atrevo a sostener—
radica en su consciencia explícita de la existencia de muchos y diversos otros que, como esos distantes mensajeros de los que hablaba Olga
Orozco, traen palabras y rituales y entendimientos.
La escritura de Zamudio
es un palimpsesto, un intertexto interminable de vidas que se superponen hasta dar
origen a —cito a Carolina— esa sinfonía de
todos los tiempos que nos emparenta y nos hace similares. Sinfonía que se oye
más allá de los sentidos, que se sospecha y que se intuye. Llevo también un lunar, del lado derecho de la cintura, sobre el que algunas
tardes me recuesto a mirar la vida, dice Carolina. El propósito del verso es
claro: no importa la herida, la cicatriz, la forma del pelo, el lunar, sino lo que
estas marcas significan, lo que han enseñado, la forma en que esa mujer le enseñó
a contemplar la vida y la muerte.
Hay una voz que articula
cada texto, que escribe para unir a las otras voces: una raíz central cuya importancia
radica en su conocimiento de que al escribir no puede limitarse a recordar lo personal
y lo pasado. Abre los ojos para expandir el espectro familiar y se permite recibir
la herencia de unos ojos desconocidos, darle a lo común el espacio de lo íntimo.
La voz poética se entrega al trabajo de mirar a esos que son infinitamente extraños,
que aparecen en los rincones menos esperados del tiempo y que emprenden, en la escritura,
un devenir hacia lo íntimo y conocido. Por eso, en La timidez de los árboles, lo familiar se amplía más allá de los límites
de la sangre y la memoria recorre más allá de los campos de la infancia. Los otros son profundamente extraños y distantes,
pero, a la vez, asombrosamente familiares para la poeta porque los ve enfrentarse
a estados o momentos de la vida a los que ella ya se ha enfrentado o a los que,
inevitablemente —lo reconoce— tendrá que enfrentarse. Los ve moverse bajo esa sinfonía
misteriosa que ella también percibe.
La lucidez que alumbra
el libro de Zamudio está, precisamente, en hacer una escritura coral, una escritura
que contiene otras voces y extrae de ellas aquello que las une de manera inseparable.
Es la lucidez de observar, con igual precisión, entusiasmo, dolor, compasión y gratitud
a la mujer que pasa sin mirar por la acera de enfrente o a la abuela que pasó, insistente
y firme, en los primeros años de la juventud. Es una lucidez gamonediana de sentarse a contemplar la muerte, como diría
el español, en sus muchas formas y manifestaciones, en otros que algo tienen de
parecido con nosotros mismos; una entrega a observar, por lo tanto, la vida, lo
que hace comunes a un puñado de seres dispersos: la hierba que crece en la juventud,
la pureza de la compañía.
Susana Reisz se preguntaba
si era posible hablar por otras; la respuesta,
que ella misma sostiene, no es solo un sí, se puede; es también un se debe. Zamudio se aleja de la mera intención
de recordar personas, se aleja de una
escritura profética, se aleja del deber —acaso imposible— de inmortalizar individuos
y entiende que la respuesta a la pregunta de Reisz y de tantas teóricas de la escritura
radica en la naturaleza del gesto hacia esas otras que pueblan las palabras. La
poeta entiende en este libro que el verdadero acto de la poesía no es prestar la
voz, no es escribir para otras o por otras, sino hablar desde otras y con otras. Esta
sutil pero enorme diferencia nace del reconocimiento, de la voluntad de escribir
desde esas experiencias y lugares que las vuelve iguales, y con la certeza de compartir
instantes, intuiciones y aprendizajes que impedirá, para siempre, la distancia y
la indiferencia.
Y porque Carolina Zamudio
sabe que un libro que emprende esta tarea compleja requiere también de un registro
igual de complejo, ha creado —con enorme pericia y astucia— un poemario que fácilmente
podría transitar entre los límites del género, saltar al territorio de la narración,
recoger la precisión del cuentista y hacer uso de la experiencia de la cronista
sin descuidar el preciosismo lírico y el asombro de la metáfora. Un libro que tensiona
el lenguaje y los registros narrativos. Una escritura que la acerca —y lo digo sin
temor— a la narración primigenia, al mito, a la historia que referí al principio
de esta reseña. Ese cuento que nos enseña una verdad, que nos prepara para la supervivencia.
Pero esta escritora sabe que es momento de abandonar las historias que nos enfrentan
a seres dotados de una virtud que quizás
desconocemos, y enfrentarnos a una épica de los comunes: a la narración de vivir,
a la narración de reconocernos parte del coro, parte de la comunidad, parte de las
pérdidas y hallazgos que otros y otras viven.
La timidez de los árboles nos reafirma que la escritura es esa gran
mano que busca lo familiar en los otros, que se extiende hacia un entendimiento,
hacia una intuición de verdad, como ella
misma dice; una verdad que nos impedirá salir intactos, ilesos, indiferentes y nos
enseñará que somos la suma de experiencias compartidas y heredadas, que la vida
y la muerte se pueden experimentar desde
y con los brazos de otro.
LA ABUELA
LA DOÑA
Entonces pasaban los trenes. Ojos cerrados, tendida en el suelo,
veo el relieve de unas raíces. Nervaduras de un árbol de distinto grosor, entrelazados
en la tierra por la que me filtro. Entonces ella. Entonces pasaban, pero eso fue
mucho antes. Faldas largas, llegaba puntual a las siete. Abría puertas y ventanas;
en el rocío, la evidencia del nuevo día. Sus manos comenzaban a quitar el polvo
a cada rincón de la casa. Manos macizas que continuaban lo que había dejado ayer,
y antes de ayer. Toda una vida. Cargaba, casi siempre, una bolsa verde con la tenacidad
de su huerta. El aroma del perejil sobresalía de entre la frescura de las lechugas,
que impregnaban nuevas, cada vez, las sombras con las que el sol cortaba la mesada
de la cocina. Ciertas saltaban las fuerzas de sus piernas ofrendadas a la tierra.
En sobre relieve a través de la piel, las venas en las que se leía una historia.
Anudadas, pegadas a mis ojos. Cartografía de horas de pie que disimulaba con faldas
de algodón, a veces con flores. Imposible calcular su edad. Sí el brillo de sus
ojos, el tamaño de su sonrisa: un moño que se achicaba más y más con cada diente
perdido. Y sus brazos. Ay, sus brazos una red que me rescataba en las mañanas de
las usuales pesadillas de saltar al vacío. Nunca terminaba de caer. Despertaba en
el aire. Lo recordaba en su abrazo. De ida al trabajo, a unas pocas cuadras de casa,
la Doña —como respetuosos la llamábamos— caminaba primero por las vías de un tren
que un día, sin aviso, dejó de pasar. Silbando, hacía un trecho de calles de tierra
y se detenía, meticulosa, en la exuberancia de las sultanas paraguayas. Lo supe
por sus cuentos. Ella era para mí, toda ella, y sus leyendas, la fuerza. La de la
tierra. La madre tierra. La diosa de las flores y los frutos. La rutina era maravilla
en la cara de esa mujer que nunca vio su partida de nacimiento y calculaba, por
algunos indicios, su tiempo. Madre sin hijos, propios, con que medir el destino.
Algunas veces hice con ella el camino de regreso. Por veredas irregulares y luego
calles de barro, hasta la aventura de las vías: un camino sin fin. Llegábamos cansadas
a la intimidad de su casa de techo bajo y piso de tierra. Me metía en su huerta
como en sus brazos. Allí fue donde aprendí para siempre de los colores. En los pimientos
y tomates del cerco imaginario de siembra. Y cerqué a las gallinas, les quité los
huevos. Me fasciné —con ese asombro aún intacto— con el árbol de mamón de frutos
verdes en racimos, como enormes uvas, y más arriba las estrellas. Las hojas del
árbol en forma de estrellas que daban la sombra. Una vez salimos de la casa, del
patio, de la huerta y nos paramos —un pie casi en las vías y la fe ciega de quien
busca un milagro— a ver el tren. Pasaron perros flacos. Cantó un gallo. El cielo
del pueblo nos miró burlón. El tren nunca llegó.
EL ABUELO
EL ENFERMO
Imagina que algo te atenaza la cabeza, desde la nuca hacia arriba.
Dos pinzas gigantes a punto de comprimirte. Fácil sería decir: exprimirte las ideas.
No hay chance de pensar. ¿Será químico? El cerebro cabe en una mano. Pesa menos
que el dolor. Imagina que tu cuerpo tiembla un espanto tan profundo que es como
tener, conocer el alma, tintineante y húmeda, debajo de cada pedazo de piel. Escapar
por esos cables verdes que sigues con la mirada bajo la palidez de tu cuerpo. ¿Será
físico? Un hombre cansado y sudoroso ante un espejo. Puede dibujar un plano de sus
venas. Si fueran vías, él sería un tren. Podría descarrilar. Algo cede. Todo él.
El hombre se arroja a las vías. El reflejo de su cuerpo está borroso. Sube la mirada.
Siente alivio en la humedad de sus ojos. Intenta meterse también en ellos. Se contempla
ante el espejo como en una ermita. Reza. No por él. A él. ¿Acaso voy a morirme?
El hombre mira el cristal queriendo entrar por otra ventana a sí mismo. Hacer foco.
Atravesar solo una de las ventanas. Íntegro y vivo. La de color más pleno. Y ya
no volver.
JUAN SUÁREZ PROAÑO (Ecuador, 1993). Poeta, editor. Máster en Teoría Literaria por la Universidad de Salamanca. Ha publicado 5 poemarios. Su libro Las cosas negadas obtuvo el Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2021. Es editor en El Ángel Editor (Quito) y en la revista Esteros.
XUL SOLAR (Argentina, 1887-1963). Su pintura visionaria traspasa los límites de la pura abstracción, al ver surgir de ella el mito transfigurado, figura esencial de su interpretación del mundo. Es una pintura en la que se produce la fusión de narración y espejismo. Xul Solar también fue músico, místico y astrólogo. En su pasión por la invención, nos trajo ejemplos insólitos, como un teatro de marionetas con personajes sacados de los signos del zodiaco, la creación de un lenguaje artificial y un intrigante piano de 28 notas. En gran parte, la originalidad de la obra de Xul Solar proviene precisamente de su permanente debate entre tradición y modernidad.
Agulha Revista de Cultura
Número 229 | maio de 2023
Artista convidado: Xul Solar (Argentina, 1887-1963)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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