quarta-feira, 10 de maio de 2023

REMEDIOS SÁNCHEZ | Gabriela Mistral – Desolación, el desgarro existencial

 


Publicada en 1922 en Estados Unidos gracias al decidido entusiasmo de Federico de Onís, hablar de Desolación es referirse a una de las obras cumbre de la literatura latinoamericana. Más aún: para algunos como Volodia Teitelboim, Desolación es el libro capital de la poesía latinoamericana del siglo XX y uno de los más singularmente trágicos. Y es el primer libro que se edita de una autora a la que es inviable clasificar en corriente, tendencia o estética alguna. Así explica Onís en una conferencia en Puerto Rico cómo se produjo su conocimiento de la autora, algo que nos interesa a efectos de entender cómo una maestra rural alcanza a ser conocida en la Universidad de Columbia:

 

Mi primer contacto con ella fue la lectura de aquellas pocas poesías que hacia 1920 traspasaron las fronteras de Chile y se reprodujeron en periódicos de América y de España. Tuve al leerlas la impresión inequívoca de encontrarme ante un valor nuevo de primer orden en la literatura de nuestra lengua. Prueba de ello es que muy pronto, en febrero de 1921, di una conferencia en el Instituto Hispánico de la Universidad de Columbia acerca de esta escritora nueva, desconocida entonces para aquel público. Los estudiantes y maestros de español que lo formaban, al saber que las poesías de aquella escritora, amada de ellos desde el primer momento como escritora y como maestra, eran inaccesibles por no haberse publicado en forma de libro, decidieron espontáneamente hacer una edición de ellas, dando así expresión a su admiración y simpatía por la compañera del sur. Así nació la edición primera de sus poesías, juntas bajo el título de Desolación, hecha en 1922 con el consentimiento de la autora, que yo obtuve dirigiéndome a ella en nombre de los maestros norteamericanos de español.

 

Acierto pleno del crítico, por tanto, dando, como se dice en las “Palabras Preliminares”, no sólo el gran valor literario, sino el gran valor moral. La componen “Vida”, “La Escuela”, “Dolor”, “Naturaleza”, “Prosa” y “Prosa Escolar” al que hay que añadir, casi como parte autónoma, ese cierre capital que es “Voto” del que no debemos olvidarnos.

Me interesan esencialmente “Vida”, “La Escuela”, “Dolor”, “Naturaleza”, que, junto a “Voto”, conforman la sobriedad del dolor que es Desolación en estado puro, sin artificio ni arquitectura estética como es —y era— lo habitual en una obra literaria. Tal vez por eso la trilogía de “Los sonetos de la muerte” (parte medular de Desolación, para mí, la mejor, la más rompedora) fue premiada con la Flor Natural, el máximo galardón, de los Juegos Florales de Santiago de Chile en 1914. Gabriela Mistral tenía 25 años. Lo transcendental de esta publicación es que le solicitan los poemas desde el Instituto Español y ella los envía desde una postura inocente, desde su posición de docente ajena a las estrategias y estructuras literarias, aún sin plantearse lo que podía suponer dar a la imprenta una obra que es claramente revolucionaria precisamente porque no se somete a las imperantes vanguardias. Es decir: que no se plantea que la edición de Onís vaya a tener la trascendencia que tuvo y por eso envía lo que verdaderamente es para ella Desolación.

El poemario, sin ser unitario (las secciones son evidentes y se corresponden a diferentes etapas de ese periodo creativo que abarca más de una década), en su primitiva edición tiene, como brújula, dolor, sólo dolor y sangre derramada, que únicamente al final encuentra un consuelo, una esperanza como suerte de catarsis que revela el anhelo hacia un camino nuevo de vida y de literatura que se han vuelto la misma cosa en ese “Voto” de cierre en prosa. Constátese que ese sendero hacia la posibilidad de luz quiere dejarlo la autora escrito, por darle más fuerza:

 

En estos cien poemas queda sangrando un pasado doloroso en el cual la canción se ensangrentó para aliviarme. Lo dejo tras de mí como a la hondonada sombría y por laderas más clementes subo hacia las mesetas espirituales donde una ancha luz caerá sobre mis días. Yo cantaré desde ellas las palabras de la esperanza, cantaré, como lo quiso un misericordioso, para consolar a los hombres. A los treinta años, cuando escribí el Decálogo del artista, dije este voto. Dios y la vida me dejen cumplirlo.

 


No lo logrará porque el sufrimiento, la amargura siempre la rondan. La poeta, escribe Alone, afirma que amó al suicida con pasión vehemente y dijo su dolor en versos inmortales. Así se percibe. Ahora bien, ¿quién es el protagonista del lamento? Muchos críticos han convertido en protagonista a Romelio Ureta, aquel amor que nunca me ha parecido que fuera tan profundo como se ha hecho creer.

Mi percepción es que Ureta y su suicidio a los veintisiete años trizándose las sienes como vasos sutiles (“El ruego”) son el pretexto para trasferir su sufrimiento personal al papel, su tragedia íntima, para ponerla negro sobre blanco. En entrevista de 1954, ella misma exponía: Esos versos —afirma Gabriela— fueron escritos sobre una historia real. Pero Romelio Ureta no se suicidó por mí. Todo, aquello ha sido novelería. Romelio era un empleado de la estación de ferrocarril de Coquimbo; yo era profesora interina de una escuela de La Serena.

Efectivamente, tengo la impresión de que, sin esa basamenta que es el suicidio y la nota, esta obra no se hubiera escrito. O tal vez no se hubiera escrito alcanzando este tono, este grado de desmesura que enlaza por momentos con el desvarío.

Con Desolación, considera Saavedra Molina que su lirismo hunde las raíces en una tragedia vivida y en los sentimientos derivados. No es producto de la imaginación servida por una sensibilidad feliz; es la sensibilidad misma de una neurosis, exteriorizada casi sin imaginación: es poesía y no es arte de artífice.

A la joven Lucila, la muerte de Ureta teniendo entre sus cosas su nota, la perturba mientras escribe estos poemas en los que desarrolla un sentimiento de absoluta tribulación y abatimiento emocional que trasciende a ese amado en concreto para alcanzar a un Amado (con mayúscula, aunque no nos refiramos a Dios, no confundamos con San Juan de la Cruz, que es cosa bien distinta) idealizado, a un amor superior, no por perfecto, sino por su arrebatada imperfección. Es decir, la poeta, Gabriela Mistral, se enamora de su propio amor radicalmente poetizado y por eso lo puede llevar hasta las más altas cotas de desesperado tormento para que resuene el eco de su furia desde el punto más alto de las cordilleras de la montaña, esa palabra áspera y desnuda es la mirada traspasando el tiempo, desintegrando los guijarros del suelo en minúsculos fragmentos de arcilla con una dureza violenta de brazo de río desbordado en una naturaleza silente. Ese es el germen primigenio de la Desolación, el punto de partida donde se asoma la esencia de la materia, la sombra última de lo inerte que reelabora la poeta vinculada al sentimiento religioso, pero no sometido a la moral cristiana, téngase esto en cuenta. Porque la poeta considera que:

 

La materia está delante de nosotros, extendida en este inmenso panorama que es la naturaleza con la intención aparente de hacernos olvidar lo invisible, apegándonos a su hermosura; y nuestro cuerpo está susurrándonos que él es nuestra única realidad [..] la materia está transida del espíritu, y se halla absolutamente religada a Dios.

 

La primera parte, “Vida”, se abre con “El pensador de Rodin”, una reflexión sobre la muerte —aún desde la serenidad— revelando, desde el inicio, su sentimiento trágico de la vida con un Dios triste y doliente, herido, sufriente y mancillado ante la flaqueza humana:

 

Con el mentón caído sobre la mano ruda,

el Pensador se acuerda que es carne de la huesa,

carne fatal, delante del destino desnuda,

carne que odia la muerte, y tembló de belleza,

Y tembló de amor, toda su primavera ardiente,

y ahora, al otoño, anégase de verdad y tristeza.

El “de morir tenemos” pasa sobre su frente,

en todo agudo bronce, cuando la noche empieza.

 

Luego, pasada la “Cruz de Bistolfi” (Cruz que ninguno mira y que todos sentimos), alcanzamos la trilogía “Al oído de Cristo” en la ella le habla al Cristo doliente de la cruz, no al triunfante de la muerte, y esto es importante; va profundizando con mayor desabrimiento en esta reflexión sobre la ausencia de humanidad en una sociedad podrida a imitación de Sodoma y Gomorra, impávida ante los acontecimientos de destrucción del otro y ajena a los valores cristianos:

 

Porque como Lázaro ya hieden, ya hieden,

por no disgregarse, mejor no se mueven.

¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!

 

Por eso, al único que puede acudir para expresarle al oído su desaliento y su rabia es a este Cristo sufriente, capaz de comprender el desamparo de quien ve, pero no puede cambiar las cosas, el fatum inexorable:

 

Cristo, el de las carnes en gajos abiertas; [1]

Cristo, el de las venas vaciadas en ríos:

estas pobres gentes del siglo están muertas

de una laxitud, de un miedo, de un frío!

 


Son, por tanto, seres indignos de la Creación porque le dan la espalda al dolor de Cristo y que sólo con el dolor puedan —acaso— redimirse; y, una mayoría ni siquiera así, con lo que no cabe otra solución que la muerte, que sus osamentas se fundan con la aridez del terreno y sean humo, polvo, sombra, nada, desde una perspectiva gongorina de destrucción de la materia a la que antes aludíamos. Por eso reclama a Cristo en el tercero de los sonetos que conforman “Al oído de Cristo”:

 

¡Retóñalos desde las entrañas, Cristo!

Si ya es imposible, si tú bien lo has visto,

si son paja de eras… ¡desciende a aventar!

 

Ha de llegar la muerte que no es esperanza sino justicia, que no es conclusiva sino más amargura, más desolación ya eternizada, como se revela en “Gotas de hiel”:

 

Y no llames la muerte por clemente,

pues en las carnes de blancura inmensa,

un jirón vino quedará que siente

la piedra que te ahoga,

el gusano voraz que te destrenza.

 

Seguidamente, en la segunda parte, “La Escuela”, sitúa a la maestra rural en comunión con la naturaleza, una naturaleza en la que de forma dominante habita la muerte. La maestra era pura, dice en el primero de los versos; ella era la insigne flor de santidad, avanza más adelante, para ir luego desplegando la crudeza con voz de mármol gris y crisantemos blancos en un grito que funde palabra e imagen:¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso,/ largamente abrevaba sus tigres el dolor!. El destino es el mismo, la herida que lleva a una muerte que no llega:

 

Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta

púrpura de rosales de violento llamear.

¡Y el cuidador de tumbas, cómo aroma, me cuenta,

las plantas del que huella sus huesos, al pasar!

 

Y así, Mistral nos lleva a la tercera parte, “Dolor”, donde está la substancia, el momento culminante de Desolación conformado por los “Los sonetos de la muerte”. Antes vinieron el encuentro con la muerte (Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras/ ¡que eso para en morir!) y “Éxtasis”, donde se percibe claramente la influencia de sor Juana Inés de la Cruz:

 

Ahora, Cristo, bájame los párpados,

pon en la boca escarcha,

que están de sobra ya todas las horas

y fueron dichas todas las palabras.

 

Ciertamente. Ya no queda nada, sólo sangre ya derramada en la tierra estéril porque Dios así lo quiere (Dios no quiere que tengas/sol si conmigo no marchas, principia el tercer poema de esta serie). Y tribulación, y lamento y muerte:

 

Si te vas y mueres lejos,

tendrás la mano ahuecada

diez años bajo la tierra

para recibir mis lágrimas,

sintiendo cómo te tiemblan

las carnes atribuladas,

¡Hasta que te espolvoreen

mis huesos sobre la cara!

 

De esta forma entramos en los “Los sonetos de la muerte”, suma de alegorías y símbolos de profundidad rotunda, inaprehensible por momentos. Todo parte de este cristianismo contradictorio y sobrecogedor, un cristianismo desgarrado que revela una lucha heroica frente a la derrota anticipada, frente al horror, la locura angustiosa y la soledad que son sombra (dos versos de “Tribulación”: ¡Todo se me ha llenado de sombras el camino/ y el grito de pavor!). Entonces la unión con el amado en la tierra a la que ella lo ha de bajar; es decir, los huesos se confundirán en la tierra para que, en el cenit del delirio, afirme:

 

Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,

y en la azulada y leve polvareda de luna,

los despojos livianos irán quedando presos.

Me alejaré cantando mis venganzas hermosas,

¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna

bajará a disputarme tu puñado de huesos!

 

Gastón von dem Bussche, a propósito de esto, escribe algo que viene muy a cuento en relación a lo que venimos exponiendo:

 


Ante la imposibilidad de reconquistar la presencia del ser perdido, imaginarán salvajemente la pertenencia celosa de los cuerpos muertos, soñarán casi con locura el momento en que puedan reunírseles. Pedirán la eternidad del remordimiento, del pesar, de la desolación. Se castigarán a sí mismas. Porque lo que antes sentían ardiente pero confusamente ahora es una evidencia trágica: quieren ser amor y están presas en una carne culpable condenada sólo a existir. Surge la evidencia de los límites, el más fuerte de los cuales es la muerte. El que emerjan en tal estado de obsesividad alucinada les da su tonalidad aterradora y rotunda.

 

Efectivamente es la tragedia llevada a su clímax, la locura pasional de amor/odio en el que vence el amor, pero sin que el remordimiento le permita alcanzar la paz que necesita el alma, esa liberación necesaria que le permita elevarse como espíritu, junto al amado, hacia el Dios redentor que es luz, calma, anhelo último inalcanzable. Alone escribió en su reseña sobre Desolación:

 

¡Cómo ama al suicida! Pone a contribución al mundo entero nombres, lo llama, le habla, lo increpa, se alegra bajo tierra, porque allá "nadie irá a disputarle su huesos", desnudase de todos los pudores para gritarle su pasión, lo sigue a través de la tierra, se abraza a él delante de Dios, lo rechaza cuando recuerda sus desvíos, maldice el día en que nació, pide para él la muerte, y la obtiene, y pregunta si nunca, nunca más volverá de los astros, ni en la fontana trémula, lóbrega y quiere “¡oh!”, volverlo a ver, no importa dónde, en remansos de cielo o en vórtice hervidor, bajo las lunas plácidas o entre el cárdeno horror, y ser con él todas las Primaveras y los Inviernos en un angustiado nudo en torno a su cuello ensangrentado!.

 

Con el tiempo ella confía (aquí la esperanza) en que lo acompañará y será una eternidad compartida a pesar del mundo, a pesar de todos. Y sí, ahí ya su voz se cumple en el dolor que es el camino para alcanzar una paz resignada, siempre a la espera:

 

Sentirás que a tu lado cavan briosamente,

que otra dormida llega a la quieta ciudad.

Esperaré que me hayan cubierto totalmente…

¡y después hablaremos por una eternidad!

 

Pero no acaba de llegar tal momento, la espera se alarga porque Cristo no lo quiere así, no estamos ante un Señor de bondad, de perdón o de clemencia ante el pecado sino todo lo contrario: es un Dios que no perdona los pecados del alma, que juzga; y entonces se desespera: Le he dicho que deseo/ morir, y él no lo quiere,/ por palparme en los vientos,/ por cubrirme en las nieves […]. Es un amor maldito según los preceptos de la Biblia (el suicidio aquí es clave) y no debe tener eternidad. Ahí no hay ya consuelo, sólo dudas, ese preguntar aun respondiéndose atormentada:¿Qué no sé del amor, que no tuve piedad?/ ¡Tú, que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!). Pero Dios no lo comprende y entonces el dolor es inmisericorde, mantiene abierta la laceración, esa tragedia desasosegante que conlleva la duda metafísica irresoluble en una noche que no acaba y que es un charco de betún tan inmenso como un océano que la lleva hacia a un agónico vivir que revela nuestra fragilidad. A un existencialismo desgarrado.

La cuarta parte, “Naturaleza”, la inaugura la serie “Paisajes de la Patagonia” con Desolación: La tierra a la que vine no tiene primavera:/tiene su noche larga que cual madre me esconde[…] Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;/miro crecer la niebla como el agonizante,/y por no enloquecer no cuento los instantes,/ porque la noche larga ahora tan sólo empieza. Se percibe la lectura atenta de los “Salmos” y del Libro de Job, referencias ineludibles de la tradición judeocristiana ambientadas en ese ambiente infecundo que se describe, yermo e inhóspito:

 

El espino prende a una roca

su enloquecida contorsión,

y es el espíritu del yermo,

retorcido de angustia y sol.

 

Es la soledad inmensa e inmisericorde en un lugar de piedra y cielo, de lluvia y nieve homicida, con rumor de Ibsen, del joven aldeano Peer, metáfora del amado atormentado, perdido en las montañas:

 

La nube negra va cerrando el cielo

y un viento humano hace gemir los pinos;

la nube negra ya cubrió la tierra;

¡cómo vendrá Peer Gynt, por los caminos!

 

Luego viene la prosa, que no suma, en mi opinión, sino que resta a esa unidad. Yo me quedo con las otras cuatro partes que son la verdadera Desolación, según mi criterio, la constatación de que Gabriela Mistral surgió como un torrente andino (¿Qué otra cosa es el mundo sino eso: un torrente ininterrumpido de gestos, hechos y formas huyentes? Todo escapa, pero dejando su imagen, cogida o desperdiciada por nosotros, escribe en “Cuatro sorbos de agua”) con una voz personalísima donde se percibe un aliento bíblico, una voz nunca hasta entonces escuchada, enajenada de todo lo que era la poesía de ese momento, en tanto en cuanto, utilizando un lenguaje áspero y directo que llama a la tierra y su dureza, al amor no consumado, al dolor infinito y a la muerte como expiación, como único camino a la esperanza que supondría la posibilidad de eternidad. El cierre con “Voto” es la esperanza, una oportunidad siquiera para la vida, que acaba por resultar inalcanzable. Esa es la aportación para el mundo de esta nueva y joven poeta, ignorada por los literatos de salón, desde su magisterio rural allá en Los Andes. Nada más. Y nada menos.

 

 

NOTA

La versión original y completa de este ensayo se encuentra en https://esteros.org/2022/06/29/desolacion-el-desgarro-existencial/.

[1] Gajo, tal y como ha visto Santandreu (1958: 130) es una porción  de la carne que se separada, “símbolo de disgregación de la materia”. Pero a nuestro entender hay que aportar el valor simbólico que igualmente percibimos asociado a la naturaleza: nos da la impresión de que identifica el cuerpo con una fruta y se atiene a la definición del Diccionario de la Lengua Española que lo define como “Cada una de las partes en que está naturalmente dividido el interior de algunos frutos, como la naranja, el limón, la granada etc.”

 

 


REMEDIOS SÁNCHEZ (España, 1975). Es Profesora del Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Granada y Miembro del Grupo de Investigación “Didáctica de la Lengua y la Literatura”. Ha publicado más de 40 artículos científicos y de crítica literaria. Ha participado en múltiples congresos nacionales e internacionales de estudio de Lengua y Literatura Española como comunicante o ponente. Ha editado, y dirigido varias publicaciones entre antologías, estudios e investigaciones sobre poesía.

 

 

 


XUL SOLAR (Argentina, 1887-1963). Su pintura visionaria traspasa los límites de la pura abstracción, al ver surgir de ella el mito transfigurado, figura esencial de su interpretación del mundo. Es una pintura en la que se produce la fusión de narración y espejismo. Xul Solar también fue músico, místico y astrólogo. En su pasión por la invención, nos trajo ejemplos insólitos, como un teatro de marionetas con personajes sacados de los signos del zodiaco, la creación de un lenguaje artificial y un intrigante piano de 28 notas. En gran parte, la originalidad de la obra de Xul Solar proviene precisamente de su permanente debate entre tradición y modernidad.



Agulha Revista de Cultura

Número 229 | maio de 2023

Artista convidado: Xul Solar (Argentina, 1887-1963)

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