Mi primer contacto con ella fue la lectura de aquellas pocas
poesías que hacia 1920 traspasaron las fronteras de Chile y se reprodujeron en periódicos
de América y de España. Tuve al leerlas la impresión inequívoca de encontrarme ante
un valor nuevo de primer orden en la literatura de nuestra lengua. Prueba de ello
es que muy pronto, en febrero de 1921, di una conferencia en el Instituto Hispánico
de la Universidad de Columbia acerca de esta escritora nueva, desconocida entonces
para aquel público. Los estudiantes y maestros de español que lo formaban, al saber
que las poesías de aquella escritora, amada de ellos desde el primer momento como
escritora y como maestra, eran inaccesibles por no haberse publicado en forma de
libro, decidieron espontáneamente hacer una edición de ellas, dando así expresión
a su admiración y simpatía por la compañera del sur. Así nació la edición primera
de sus poesías, juntas bajo el título de Desolación, hecha en 1922 con el consentimiento
de la autora, que yo obtuve dirigiéndome a ella en nombre de los maestros norteamericanos
de español.
Acierto pleno del crítico,
por tanto, dando, como se dice en las “Palabras Preliminares”, no sólo el gran valor literario, sino el gran
valor moral. La componen “Vida”, “La Escuela”, “Dolor”, “Naturaleza”, “Prosa”
y “Prosa Escolar” al que hay que añadir, casi como parte autónoma, ese cierre capital
que es “Voto” del que no debemos olvidarnos.
Me interesan esencialmente
“Vida”, “La Escuela”, “Dolor”, “Naturaleza”, que, junto a “Voto”, conforman la sobriedad
del dolor que es Desolación en estado
puro, sin artificio ni arquitectura estética como es —y era— lo habitual en una
obra literaria. Tal vez por eso la trilogía de “Los sonetos de la muerte” (parte
medular de Desolación, para mí, la mejor,
la más rompedora) fue premiada con la Flor Natural, el máximo galardón, de los Juegos
Florales de Santiago de Chile en 1914. Gabriela Mistral tenía 25 años. Lo transcendental
de esta publicación es que le solicitan los poemas desde el Instituto Español y
ella los envía desde una postura inocente, desde su posición de docente ajena a
las estrategias y estructuras literarias, aún sin plantearse lo que podía suponer
dar a la imprenta una obra que es claramente revolucionaria precisamente porque
no se somete a las imperantes vanguardias. Es decir: que no se plantea que la edición
de Onís vaya a tener la trascendencia que tuvo y por eso envía lo que verdaderamente
es para ella Desolación.
El poemario, sin ser
unitario (las secciones son evidentes y se corresponden a diferentes etapas de ese
periodo creativo que abarca más de una década), en su primitiva edición tiene, como
brújula, dolor, sólo dolor y sangre derramada, que únicamente al final encuentra
un consuelo, una esperanza como suerte de catarsis que revela el anhelo hacia un
camino nuevo de vida y de literatura que se han vuelto la misma cosa en ese “Voto”
de cierre en prosa. Constátese que ese sendero hacia la posibilidad de luz quiere
dejarlo la autora escrito, por darle más fuerza:
En estos cien poemas queda sangrando un pasado doloroso en el
cual la canción se ensangrentó para aliviarme. Lo dejo tras de mí como a la hondonada
sombría y por laderas más clementes subo hacia las mesetas espirituales donde una
ancha luz caerá sobre mis días. Yo cantaré desde ellas las palabras de la esperanza,
cantaré, como lo quiso un misericordioso, para consolar a los hombres. A los treinta
años, cuando escribí el Decálogo del artista, dije este voto. Dios y la vida me
dejen cumplirlo.
Mi percepción es que
Ureta y su suicidio a los veintisiete años trizándose
las sienes como vasos sutiles (“El ruego”) son el pretexto para trasferir su
sufrimiento personal al papel, su tragedia íntima, para ponerla negro sobre blanco.
En entrevista de 1954, ella misma exponía: Esos
versos —afirma Gabriela— fueron escritos
sobre una historia real. Pero Romelio Ureta no se suicidó por mí. Todo, aquello
ha sido novelería. Romelio era un empleado de la estación de ferrocarril de Coquimbo;
yo era profesora interina de una escuela de La Serena.
Efectivamente, tengo
la impresión de que, sin esa basamenta que es el suicidio y la nota, esta obra no
se hubiera escrito. O tal vez no se hubiera escrito alcanzando este tono, este grado
de desmesura que enlaza por momentos con el desvarío.
Con Desolación, considera Saavedra Molina que
su lirismo hunde las raíces en una tragedia
vivida y en los sentimientos derivados. No es producto de la imaginación servida
por una sensibilidad feliz; es la sensibilidad misma de una neurosis, exteriorizada
casi sin imaginación: es poesía y no es arte de artífice.
A la joven Lucila, la
muerte de Ureta teniendo entre sus cosas su nota, la perturba mientras escribe estos
poemas en los que desarrolla un sentimiento de absoluta tribulación y abatimiento
emocional que trasciende a ese amado en concreto para alcanzar a un Amado (con mayúscula,
aunque no nos refiramos a Dios, no confundamos con San Juan de la Cruz, que es cosa
bien distinta) idealizado, a un amor superior, no por perfecto, sino por su arrebatada
imperfección. Es decir, la poeta, Gabriela Mistral, se enamora de su propio amor
radicalmente poetizado y por eso lo puede llevar hasta las más altas cotas de desesperado
tormento para que resuene el eco de su furia desde el punto más alto de las cordilleras
de la montaña, esa palabra áspera y desnuda es la mirada traspasando el tiempo,
desintegrando los guijarros del suelo en minúsculos fragmentos de arcilla con una
dureza violenta de brazo de río desbordado en una naturaleza silente. Ese es el
germen primigenio de la Desolación, el
punto de partida donde se asoma la esencia de la materia, la sombra última de lo
inerte que reelabora la poeta vinculada al sentimiento religioso, pero no sometido
a la moral cristiana, téngase esto en cuenta. Porque la poeta considera que:
La materia está delante de nosotros, extendida en este inmenso
panorama que es la naturaleza con la intención aparente de hacernos olvidar lo invisible,
apegándonos a su hermosura; y nuestro cuerpo está susurrándonos que él es nuestra
única realidad [..] la materia está transida del espíritu, y se halla absolutamente
religada a Dios.
La primera parte, “Vida”,
se abre con “El pensador de Rodin”, una reflexión sobre la muerte —aún desde la
serenidad— revelando, desde el inicio, su sentimiento trágico de la vida con un
Dios triste y doliente, herido, sufriente y mancillado ante la flaqueza humana:
Con el mentón caído sobre la mano ruda,
el Pensador se acuerda que es carne de la huesa,
carne fatal, delante del destino desnuda,
carne que odia la muerte, y tembló de belleza,
Y tembló de amor, toda su primavera ardiente,
y ahora, al otoño, anégase de verdad y tristeza.
El “de morir tenemos” pasa sobre su frente,
en todo agudo bronce, cuando la noche empieza.
Luego, pasada la “Cruz
de Bistolfi” (Cruz que ninguno mira y que
todos sentimos), alcanzamos la trilogía “Al oído de Cristo” en la ella le habla
al Cristo doliente de la cruz, no al triunfante de la muerte, y esto es importante;
va profundizando con mayor desabrimiento en esta reflexión sobre la ausencia de
humanidad en una sociedad podrida a imitación de Sodoma y Gomorra, impávida ante
los acontecimientos de destrucción del otro y ajena a los valores cristianos:
Porque como Lázaro ya hieden, ya hieden,
por no disgregarse, mejor no se mueven.
¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!
Por eso, al único que
puede acudir para expresarle al oído su
desaliento y su rabia es a este Cristo sufriente, capaz de comprender el desamparo
de quien ve, pero no puede cambiar las cosas, el fatum inexorable:
Cristo, el de las carnes en gajos abiertas; [1]
Cristo, el de las venas vaciadas en ríos:
estas pobres gentes del siglo están muertas
de una laxitud, de un miedo, de un frío!
¡Retóñalos desde las entrañas, Cristo!
Si ya es imposible, si tú bien lo has visto,
si son paja de eras… ¡desciende a aventar!
Ha de llegar la muerte
que no es esperanza sino justicia, que no es conclusiva sino más amargura, más desolación
ya eternizada, como se revela en “Gotas de hiel”:
Y no llames la muerte por clemente,
pues en las carnes de blancura inmensa,
un jirón vino quedará que siente
la piedra que te ahoga,
el gusano voraz que te destrenza.
Seguidamente, en la
segunda parte, “La Escuela”, sitúa a la maestra rural en comunión con la naturaleza,
una naturaleza en la que de forma dominante habita la muerte. La maestra era pura, dice en el primero de
los versos; ella era la insigne flor de santidad,
avanza más adelante, para ir luego desplegando la crudeza con voz de mármol gris
y crisantemos blancos en un grito que funde palabra e imagen:¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso,/
largamente abrevaba sus tigres el dolor!. El destino es el mismo, la herida
que lleva a una muerte que no llega:
Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta
púrpura de rosales de violento llamear.
¡Y el cuidador de tumbas, cómo aroma, me cuenta,
las plantas del que huella sus huesos, al pasar!
Y así, Mistral nos lleva
a la tercera parte, “Dolor”, donde está la substancia, el momento culminante de
Desolación conformado por los “Los sonetos
de la muerte”. Antes vinieron el encuentro con la muerte (Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras/ ¡que eso para en morir!)
y “Éxtasis”, donde se percibe claramente la influencia de sor Juana Inés de la Cruz:
Ahora, Cristo, bájame los párpados,
pon en la boca escarcha,
que están de sobra ya todas las horas
y fueron dichas todas las palabras.
Ciertamente. Ya no queda
nada, sólo sangre ya derramada en la tierra estéril porque Dios así lo quiere (Dios no quiere que tengas/sol si conmigo no marchas,
principia el tercer poema de esta serie). Y tribulación, y lamento y muerte:
Si te vas y mueres lejos,
tendrás la mano ahuecada
diez años bajo la tierra
para recibir mis lágrimas,
sintiendo cómo te tiemblan
las carnes atribuladas,
¡Hasta que te espolvoreen
mis huesos sobre la cara!
De esta forma entramos
en los “Los sonetos de la muerte”, suma de alegorías y símbolos de profundidad rotunda,
inaprehensible por momentos. Todo parte de este cristianismo contradictorio y sobrecogedor,
un cristianismo desgarrado que revela una lucha heroica frente a la derrota anticipada,
frente al horror, la locura angustiosa y la soledad que son sombra (dos versos de
“Tribulación”: ¡Todo se me ha llenado de sombras
el camino/ y el grito de pavor!). Entonces la unión con el amado en la tierra
a la que ella lo ha de bajar; es decir, los huesos se confundirán en la tierra para
que, en el cenit del delirio, afirme:
Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,
y en la azulada y leve polvareda de luna,
los despojos livianos irán quedando presos.
Me alejaré cantando mis venganzas hermosas,
¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna
bajará a disputarme tu puñado de huesos!
Gastón von dem Bussche,
a propósito de esto, escribe algo que viene muy a cuento en relación a lo que venimos
exponiendo:
Efectivamente es la
tragedia llevada a su clímax, la locura pasional de amor/odio en el que vence el
amor, pero sin que el remordimiento le permita alcanzar la paz que necesita el alma,
esa liberación necesaria que le permita elevarse como espíritu, junto al amado,
hacia el Dios redentor que es luz, calma, anhelo último inalcanzable. Alone escribió
en su reseña sobre Desolación:
¡Cómo ama al suicida! Pone a contribución al mundo entero nombres,
lo llama, le habla, lo increpa, se alegra bajo tierra, porque allá "nadie irá
a disputarle su huesos", desnudase de todos los pudores para gritarle su pasión,
lo sigue a través de la tierra, se abraza a él delante de Dios, lo rechaza cuando
recuerda sus desvíos, maldice el día en que nació, pide para él la muerte, y la
obtiene, y pregunta si nunca, nunca más volverá de los astros, ni en la fontana
trémula, lóbrega y quiere “¡oh!”, volverlo a ver, no importa dónde, en remansos
de cielo o en vórtice hervidor, bajo las lunas plácidas o entre el cárdeno horror,
y ser con él todas las Primaveras y los Inviernos en un angustiado nudo en torno
a su cuello ensangrentado!.
Con el tiempo ella confía
(aquí la esperanza) en que lo acompañará y será una eternidad compartida a pesar
del mundo, a pesar de todos. Y sí, ahí ya su voz se cumple en el dolor que es el
camino para alcanzar una paz resignada, siempre a la espera:
Sentirás que a tu lado cavan briosamente,
que otra dormida llega a la quieta ciudad.
Esperaré que me hayan cubierto totalmente…
¡y después hablaremos por una eternidad!
Pero no acaba de llegar
tal momento, la espera se alarga porque Cristo no lo quiere así, no estamos ante
un Señor de bondad, de perdón o de clemencia ante el pecado sino todo lo contrario:
es un Dios que no perdona los pecados del alma, que juzga; y entonces se desespera:
Le he dicho que deseo/ morir, y él no lo quiere,/
por palparme en los vientos,/ por cubrirme en las nieves […]. Es un amor maldito
según los preceptos de la Biblia (el suicidio
aquí es clave) y no debe tener eternidad. Ahí no hay ya consuelo, sólo dudas, ese
preguntar aun respondiéndose atormentada:¿Qué
no sé del amor, que no tuve piedad?/ ¡Tú, que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!).
Pero Dios no lo comprende y entonces el dolor es inmisericorde, mantiene abierta
la laceración, esa tragedia desasosegante que conlleva la duda metafísica irresoluble
en una noche que no acaba y que es un charco
de betún tan inmenso como un océano que la lleva hacia a un agónico vivir que
revela nuestra fragilidad. A un existencialismo desgarrado.
La cuarta parte, “Naturaleza”,
la inaugura la serie “Paisajes de la Patagonia” con Desolación: La tierra a la que
vine no tiene primavera:/tiene su noche larga que cual madre me esconde[…] Miro
bajar la nieve como el polvo en la huesa;/miro crecer la niebla como el agonizante,/y
por no enloquecer no cuento los instantes,/ porque la noche larga ahora tan sólo
empieza. Se percibe la lectura atenta de los “Salmos” y del Libro de Job, referencias ineludibles de
la tradición judeocristiana ambientadas en ese ambiente infecundo que se describe,
yermo e inhóspito:
El espino prende a una roca
su enloquecida contorsión,
y es el espíritu del yermo,
retorcido de angustia y sol.
Es la soledad inmensa
e inmisericorde en un lugar de piedra y cielo, de lluvia y nieve homicida, con rumor
de Ibsen, del joven aldeano Peer, metáfora del amado atormentado, perdido en las
montañas:
La nube negra va cerrando el cielo
y un viento humano hace gemir los pinos;
la nube negra ya cubrió la tierra;
¡cómo vendrá Peer Gynt, por los caminos!
Luego viene la prosa,
que no suma, en mi opinión, sino que resta a esa unidad. Yo me quedo con las otras
cuatro partes que son la verdadera Desolación,
según mi criterio, la constatación de que Gabriela Mistral surgió como un torrente
andino (¿Qué otra cosa es el mundo sino eso:
un torrente ininterrumpido de gestos, hechos y formas huyentes? Todo escapa, pero
dejando su imagen, cogida o desperdiciada por nosotros, escribe en “Cuatro sorbos
de agua”) con una voz personalísima donde se percibe un aliento bíblico, una voz
nunca hasta entonces escuchada, enajenada de todo lo que era la poesía de ese momento,
en tanto en cuanto, utilizando un lenguaje áspero y directo que llama a la tierra
y su dureza, al amor no consumado, al dolor infinito y a la muerte como expiación,
como único camino a la esperanza que supondría la posibilidad de eternidad. El cierre
con “Voto” es la esperanza, una oportunidad siquiera para la vida, que acaba por
resultar inalcanzable. Esa es la aportación para el mundo de esta nueva y joven
poeta, ignorada por los literatos de salón, desde su magisterio rural allá en Los
Andes. Nada más. Y nada menos.
NOTA
La versión original y completa de este ensayo
se encuentra en https://esteros.org/2022/06/29/desolacion-el-desgarro-existencial/.
[1] Gajo, tal y como ha visto Santandreu (1958:
130) es una porción de la carne que se separada,
“símbolo de disgregación de la materia”. Pero a nuestro entender hay que aportar
el valor simbólico que igualmente percibimos asociado a la naturaleza: nos da la
impresión de que identifica el cuerpo con una fruta y se atiene a la definición
del Diccionario de la Lengua Española que lo define como “Cada una de las partes en que está naturalmente dividido el interior de
algunos frutos, como la naranja, el limón, la granada etc.”
REMEDIOS SÁNCHEZ (España, 1975). Es Profesora del Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Granada y Miembro del Grupo de Investigación “Didáctica de la Lengua y la Literatura”. Ha publicado más de 40 artículos científicos y de crítica literaria. Ha participado en múltiples congresos nacionales e internacionales de estudio de Lengua y Literatura Española como comunicante o ponente. Ha editado, y dirigido varias publicaciones entre antologías, estudios e investigaciones sobre poesía.
XUL SOLAR (Argentina, 1887-1963). Su pintura visionaria traspasa los límites de la pura abstracción, al ver surgir de ella el mito transfigurado, figura esencial de su interpretación del mundo. Es una pintura en la que se produce la fusión de narración y espejismo. Xul Solar también fue músico, místico y astrólogo. En su pasión por la invención, nos trajo ejemplos insólitos, como un teatro de marionetas con personajes sacados de los signos del zodiaco, la creación de un lenguaje artificial y un intrigante piano de 28 notas. En gran parte, la originalidad de la obra de Xul Solar proviene precisamente de su permanente debate entre tradición y modernidad.
Agulha Revista de Cultura
Número 229 | maio de 2023
Artista convidado: Xul Solar (Argentina, 1887-1963)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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