sábado, 10 de junho de 2023

JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Alfredo Fressia: El bulevar es largo como un aprendizaje

 


Alfredo Fressia, poeta y crítico literario, reside desde 1976 en São Paulo, Brasil, donde es corresponsal cultural del diario El País de Montevideo y profesor de Lengua y Literatura Francesa. Como tantos otros sudamericanos, Fressia es víctima de un pasado de gobiernos militares y represiones brutales que socavaron la convivencia de sus pueblos e impusieron regímenes paranoicos contra formas de pensar y de concebir el porvenir de manera distinta. Todo ello en sociedades alfabetizadas y con fuertes tradiciones intelectuales, como Argentina, Chile, y por supuesto, Uruguay, país de Alfredo Fressia, al que a veces piensa que puede ir a morir y a veces siente lejana esa posibilidad. El arribo de gobiernos izquierdistas por primera vez en Uruguay y en su capital, hace sospechar a Fressia que no sólo podría regresar a su tierra para descansar los huesos, sino para emprender una nueva etapa creativa en la ciudad donde nació hace 57 años, Montevideo.

Conversamos en la Ciudad de México, una urbe que a Fressia se le aparece como un tumulto de signos del pasado indígena y criollo, una metrópoli donde las culturas se amasijan sin perder su gesto original. Hablamos de las enormes diferencias entre una y otra nación latinoamericana, de sus semejanzas, de sus distancias, de sus desconocimientos mutuos. Todo para Fressia es sorprendente en este país al que asiste, en octubre de 2004, por primera vez en su vida. Pero retornamos al Brasil de su exilio, a los recuerdos de juventud, a su descubrimiento como habitante de un bulevar llamado poesía. Su noble mirada y su larga figura emprenden la marcha.

 

JAL | “Será un destierro, conocerá /el destierro, verá, no verá nada.” (“Nada, la vida”) | Alfredo, me interesa el concepto que le otorgas a tu “Frontera móvil”. Por un lado, lo geográfico-vivencia-nacional y por otro la palabra y sus significados, sus posibles acepciones en movimiento. ¿Cuáles son las dimensiones donde estableces la movilidad de tus fronteras?

 

AF | Es cierto, toda vida humana se establece sobre fronteras, la condición primera para que se pueda hablar de un territorio, un espacio existencial, y es la palabra la que pone a esas fronteras “en movimiento”, esa “Frontera móvil” que es el título de mi libro de 1997. En mi caso, y por ser escritor, hice de ellas una parte de mi estética, tal vez porque el exilio me las exacerbó. Ser uruguayo ya es estar en una frontera delicada, y no sólo porque la Argentina y el Brasil están siempre a menos de dos o tres horas de distancia. Es pertenecer a una población descendiente de europeos extraviados en lo más descampado de América del Sur, ese territorio pequeño, raso, frío, golpeado por el viento y por la historia, que nació sin nombre y terminó por llamarse “República Oriental del Uruguay”. El poeta brasileño Murilo Mendes escribió un poema llamado “O Uruguai”, que cito en mi libro. Pertenece al libro “Poliedro” de Mendes, 1972. Te lo reproduzco porque me parece que lo dice todo:

 

O URUGUAI

 

O Uruguai é um belo país da América do Sul limitado ao norte por Lautréamont, ao sul por Laforgue, a leste por Supervielle. O país não tem oeste.

As principais produções do Uruguai são: Lautréamont, Laforgue, Supervielle.

O Uruguai conta três habitantes: Lautréamont, Laforgue, Supervielle, que formam um governo colegiado. Os outros habitantes acham-se exilados no Brasil visto não se darem nem com Lautréamont nem com Laforgue nem com Supervielle.

 

Pero ahí entra tu pregunta sobre las acepciones de la frontera, la palabra, esa impronta sólo humana. Hay fronteras entre lo público y lo privado, hay fronteras sexuales, bajo las dictaduras (y no sólo las dictaduras políticas) hay fronteras entre lo que se puede decir y lo que hay que callar o transfigurar para que pueda ser dicho y entendido por quienes se dispongan a ello. Hay también fronteras entre los idiomas que uno habla, que conllevan una visión del mundo, nunca se traducen meramente, y a mí me tocó el español para escribir, el portugués para que transcurriera en él la vida cotidiana, y el francés para trabajar, para dar mis clases, pero no siempre las fronteras de esos territorios son tan obedientes ni se dividen tan claramente. Sabes que un pedazo de la frontera entre Uruguay y Brasil, sobre el océano, la constituye el arroyo Chuy, un arroyito en realidad. Pues bien, el Chuy tiene un recorrido bastante errático, según las lluvias y los vientos, o tal vez el humor, de modo que nadie puede prever un día dónde empezará un país y dónde acabará el otro al día siguiente. Pero, en fin, también está la frontera, definitiva, entre lo tolerable y lo intolerable. Es verdad que he hablado de todas esas fronteras reales, por más “metafóricas” que puedan parecer. Y traté de incluir el humor. En aquel libro de 1997 hay un personaje que cambia de identidad cada vez que cambia o le cambian el nombre. Nació Olegario, pero en su juventud cambia su nombre en “Olga”, es un travesti de éxito, tanto que decide llamarse “Olga del Córdoba”, con ese “del” que le sacaba, decía, la banalidad del “de”. Después de un arrebatador romance con un pastor pentecostal, Olga entra a la vida religiosa (como benedictino, por despecho hacia su antiguo amante) y se vuelve Fray Oliverio, “acaso para enseñar que el nombre sí hace al monje”. Es la palabra la que multiplica las fronteras y son los poetas los que transforman el material bruto de la vida en arte. Ese era al menos su deber.

 

JAL | Montevideo ¿es la Ciudad de Cavafis o la Ítaca de Ulises? En algún lugar de tu obra hablas de tu ciudad de origen como un espacio donde habita la melancolía más profunda. No obstante me comentaste que deseas regresar y quizás por ello escribes: “No moriré en Montevideo,/ pero las manos me enseñan el camino(…)” (“Tarjeta postal”) Entonces, ¿un lugar para vivir o para morir?

 

AF | Lo que te decía es que me gustaría morirme en Montevideo. Y más bien, con seis décadas de vida, sería prudente ir tomando las medidas prácticas, que incluirían el regreso. En cambio no tengo claro el por qué, por qué querría acabar allá. ¿Sería la pretensión de hacer arte con la vida misma? Espero que no, porque esa pretensión, si uno no tiene cuidado, puede acercarse en algo al hybris griego, la ruptura del modus de los latinos. Por otro lado, ¿cuál sería la estética de ese excesivo ars vivendi? ¿La del equilibrio entre un comienzo y el fin? En “La Ciudad”, el poema de Cavafis, el hombre desea irse de su ciudad natal pero le advierten que será en vano, que su ciudad lo perseguirá, que nunca cesará de recorrer sus calles, aun lejos, y de malgastar su vida. Es tan exacto ese poema, querido Ángel, asusta casi. Tal vez volver para morir en Montevideo sea, en mi caso, un acto de humildad, el aceptar que nunca dejé de vivir entre aquellas calles. Vivo hace tres décadas en San Pablo, que es una ciudad propicia para los exiliados. Es infinitamente grande, como México, pero sin ese pasado que a ustedes les otorga una identidad. San Pablo sufre el sino de las ciudades del Sur, tras las cuales no hay nada que no sea una pampa, monte y culebra. Por eso mismo no es en absoluto invasora, quiero decir, se puede vivir en San Pablo sin que el presente deforme demasiado el trazado de las calles natales. Hay ciudades discretas, y San Pablo, tan excesiva en muchas cosas, es una de ellas. El “No moriré en Montevideo” es un verso de “Tarjeta postal”, un poema de 1982, publicado en el ´84. Tenía entonces ocho años de exilio, y literal, en el sentido estricto de no poder volver, y me parecía que nunca llegaría el día en que pudiese volver. Y ya lo ves, desde hace unos veinte años vuelvo siempre, dos veces por año. Arde, porque el exilio se vuelve una segunda piel, pero voy.

 


JAL | Hablemos del centro y de la periferia y del principio y el fin. ¿No fue Ducasse un ejemplo de trasplante cultural primero del centro a la periferia y luego de la periferia al centro, si atendemos a un criterio eurocentrista cada vez menos valido en lo estético y más contundente en lo económico? La decadencia de Lautréamont se vuelve reveladora para el surrealismo, que lleva a Breton a reconocer en México un país surrealista por naturaleza. ¿Ser periférico es ser desconocido o sin conciencia de identidad?

 

AF | No, al contrario, ser periférico es tener una identidad tal vez más consciente de sí misma. Lo seguro es que con la globalización no sucumbieron los centros y las periferias. No sé si tú, en un lugar central como México, me podrás entender. Te daré un ejemplo muy simple, el más simple que se me ocurre. Cuando leo tu poesía, Ángel, y tu prosa narrativa también, hay todo un entramado de alusiones que capto inmediatamente porque desde siempre uno lee poesía y narrativa mexicana (cierta poesía mexicana), tiene informaciones que no son sólo literarias, son históricas y hasta audiovisuales o simplemente musicales. En cambio, cuando tú me lees, algunos niveles del sentido se te perderán siempre. Son alusiones a informaciones uruguayísimas que constituyen por supuesto la forma más acabada del secreto. Como prácticamente siempre escribí para un público uruguayo, no tengo esa especie de gimnasia pedagógica que tienen otros escritores, los que viven en España, por ejemplo, que van haciendo un texto potable y “general” sin perder un cierto locus que le es propio, claro. ¿Me entiendes? Es meramente un ejemplo, pero te puedo hablar del problema de la “resonancia” de la obra que uno va creando en estas condiciones. Personalmente han pasado años, décadas incluso, para que mi poesía fuera siendo conocida fuera de Uruguay, contando además con ediciones de 500 o de 300 ejemplares, lo que sería un chiste para quien tuviera pretensiones continentales. Más bien lo sorprendente es que ese reconocimiento venga ocurriendo, y ha de deberse a ese lado artesanal que tiene la poesía. Ciertamente, los poetas no somos sólo el genus irritabile vatum, la “raza irascible de los poetas” que Horacio señalaba en aquella Epístola. Somos también, junto a tantos lectores entusiastas, los agentes de resonancia con oídos privilegiados para separar el trigo del resto. Personalmente es lo que hago en mi trabajo como crítico de poesía del suplemento Cultural de El País de Montevideo: son años dedicados a “oír” y difundir decenas de poetas. Y felizmente El País escapa un poquito al provincianismo uruguayo, circula en Buenos Aires y en Porto Alegre, por ejemplo. Es el paradójico lado cosmopolita que el Río de la Plata siempre tuvo en su literatura. (La literatura brasileña, central en lengua portuguesa, nunca tuvo ese cosmopolitismo del que te hablo, por más paradójico que pueda parecer).

 

JAL | Comentas que fuiste desterrado de la periferia uruguaya a la periferia brasileña. La Tierra también es periférica con respecto del Sol. Como terrícolas, para usar un término de películas de extraterrestres, ¿Eso nos hace menos o más?

 

AF | ¡O tal vez los terrícolas podamos enorgullecernos de tener un sol alrededor del cual poder girar! Pero tú sabes que eso no nos hace ni menos ni más. Ya esto de salir de la periferia uruguaya para entrar de cabeza en la periferia brasileña (una periferia respecto a la poesía en lengua española, claro) es un destino, no hay otra explicación. Supongo que, si en la vida las circunstancias nos dieran tiempo para reflexionar, el Brasil sería un destino improbable para un poeta en lengua española. De hecho, sólo conozco a otro poeta con un destino semejante, que fue el argentino Néstor Perlongher, ya fallecido. Pero hablé de destino y de circunstancias, de esas que no nos dan opción, incluso porque se van tejiendo muy poco a poco. Yo tenía amigos brasileños en Río Grande, que habían vivido durante décadas en Montevideo. Conocía el Brasil bastante bien, después de cierto viaje que hice en el ‘72, mi modesto “on the road” sudamericano, cuando entré por el río Amazonas, desde Iquitos, un viaje que entonces, en tiempos en que no había siquiera guerrilla ni narcotráfico, era para muchos una extravagancia. Porque es cierto que literalmente no había nada, además de aquella naturaleza espléndida. Ni siquiera barcos comerciales que me llevaran hasta Manaus. Dependía de barqueros que transportaban gratis a cualquier viajero porque les servía de contrapeso para sus cargas de castañas o sus barriles de goma, ¿te das cuenta? Tenía que volver a Montevideo y no era cosa de atravesar sólo la Amazonia, era bajar todo el Brasil, ese continente. Algún tiempo después, cuando tuve que dejar el Uruguay, mis amigos de Río Grande insistían en que debía quedarme en el Brasil. Y así lo hice. Me quedé en San Pablo, porque fue donde los franceses me ofrecieron un trabajo, que hoy me parece casi alegórico: crear una biblioteca, y después dar clases, como siempre. Fui profesor en la Alianza Francesa de San Pablo durante catorce años. Y fui feliz, y escribí, señal de que estaba, sí, cumpliendo un destino.

 

JAL | ¿Crees en la globalización como fenómeno cultural o como expresión del mercado?

 

AF | Lo que empezó como expresión de un mercado tiene a dejar algunas marcas culturales, era inevitable, pero no creo que debamos inquietarnos. Como los centros siguen imperando, uno se encuentra en todos lados con esos “down town” a lo yanqui, con edificios intercambiables habitados por personajes también relativamente intercambiables, yuppies –en realidad hoy post-yuppies muy venidos a menos–. Es triste, pero mira que afortunadamente estamos lejos de la uniformidad cultural. Iré más lejos: esa uniformidad nunca existirá, las periferias, las minorías, los menores grupos culturales se aferran cada vez más a su identidad, incluso como reacción a la globalización. Y siempre habrá algo que llamaremos “poesía mexicana”, no lo dudes. Y poesía uruguaya, lo que es decir.

 


JAL | “Y conoció el límite de esferas y de hombres/ y para siempre fue el patrón definitorio/ de las fronteras de mi piel y el mundo” | Junto a la frontera se halla tu insistencia en el límite, dos conceptos, me parece, que desempeñan un papel o papeles distintos en tu poesía. En un caso está la existencia de aduanas culturales e institucionales y en otro funciona como referencias que no necesariamente implican pasaporte o vallas, sino situaciones o deseos. ¿Cómo utilizas ambos términos en tu sistema simbólico-poético?

 

AF | Es cierto, la frontera es un lugar destinado a ser atravesado, existe para eso. Ya el límite es el non plus ultra, digamos, el punto final e inmodificable. Cuando uno habla de tantas fronteras –como lo he hecho-, eso no implica la tragedia y la elegía, porque más bien uno queda muchas veces instigado, retado a atravesar la valla a cualquier precio, a transgredir si es necesario. Ya el límite, que es por naturaleza irremediable, tiene la naturaleza de la tragedia, es el poder sobrehumano contra el cual ni siquiera serviría la rebelión. La frontera llama a la aventura y la osadía, el límite es más bien un llamado a la humildad. El paso del tiempo es un límite. La muerte es otro límite que todos conoceremos. Pero los hay “privados”, de esos que no todos deben compartir. Yo tengo la experiencia de haber tenido un padre alcohólico. Era de una familia de inmigrantes italianos –los Fressia son del lago de Como–, obreros que ascendieron socialmente en un Uruguay que ofrecía condiciones confortables para ello. Mi padre fue el único de ellos que no obedeció a ese movimiento de ascenso social, y al mismo tiempo era el único que amaba la poesía, recitaba poemas de ciertos poetas populares y gauchescos. Con los años creo que lo entiendo en muchas cosas, incluso en el alcoholismo. Sólo quedó para siempre, instalado frente a mí, como una pregunta gigante, el desamor, ese que acompaña tantas veces a los alcohólicos, y que lo acompañó a él frente a su hijo. Fue un límite y un enigma, o acaso fue un límite por ser un enigma, por mi imposibilidad de entenderlo. Demoré en aceptar que frente a los límites no hay nada que entender, se trata de aceptarlos con humildad. Y esa humildad sólo la dan los años. A mí, por lo menos, sólo los años me la dieron.

 

JAL | Tengo la impresión de que el exilio, el destierro, funge muchas veces en tu trabajo como la imagen del ángel caído, la desgracia de un personaje rebelde. ¿Es así y por qué?

 

AF | Sí, es exacto, me creé un personaje, rebelde, naturalmente, y ese personaje juvenil reapareció en Frontera móvil. Ya ves que no estaba muerto, aunque en mis últimos libros ya esté desterrado, ¿verdad? Pero me parece que no recurrí a él por el tema del exilio, grave y colectivo, sino por otras diferencias. Ya en 1968 –y escribí mi primer poemario en ese tiempo, tenía entonces 20 años– ese personaje me ayudaba a sobrevivir. Yo era un muchacho muy grande, muy flaco y muy masculino, y decía con desdén: “Soy homosexual”. Provocaba el horror del Partido Comunista y naturalmente militaba con los anarquistas, de quienes estaba mucho más próximo, porque el Partido veía en los homosexuales una especie de forma final de decadencia burguesa (lo que en mi caso era casi cómico, vista mi extracción proletaria). Tengo nostalgia de ese personaje rebelde, estudiosísimo, militante, criatura de un tiempo en que teníamos confianza en la Revolución y proyectos tan claros, Ángel, tan claros.

 

JAL | ¿La maldad despeña al bien o el bien empuja al mal hacia el abismo? ¿Funcionan en tu obra estas fuerzas?

 

AF | Sí, y cada vez me parece más importante el tema ético. San Agustín pensaba que el mal no es una fuerza sino una ausencia, la ausencia de bien. No es mi experiencia. Vi más bien el mal hacer su obra y el bien resistir a cualquier precio, cuánta gente de mi generación dio su vida o su libertad. En gran parte la crisis que atravesamos es de naturaleza ética. La corrupción y la falta de principios andan por supuesto juntas. El arte ajeno a cualquier moral, la artesanía de ciertas vanguardias que dicen potenciar el significante, pero oscurecen paradójicamente el significado me resulta intolerable.

 

JAL | Hay otro tópico en general en tu poesía, la percepción de que habitas un cuerpo extraño, ajeno de algún modo, y por tanto la idea fija en que desde que naciste te hallas exiliado. “Yo estoy donde no soy”. ¿Será la conciencia de lo diferente?

 

AF | Sí, ese tema es obsesivo, sobre todo en mis primeros libros, aquello de “Padre, yo me espanto/ de estar preso en mi cuerpo, el condenado/ umbral, perfecto, este retorno, padre”. Se reiteraba el tema, porque era un tópico, un lugar al que yo volvía siempre. No me parece que haya allí ninguna connotación de diferencia, no, y la cosa tampoco venía por el lado sexual. Por otro lado, mi cuerpo físico me pareció siempre relativamente bonito, o por lo menos, por la litote, no me pareció nunca feo, pero sí extraño a mí. Freud trabajó el concepto de unheimilich, lo opuesto a lo “familiar” (heimlich) Literalmente yo era una cosa y mi cuerpo otra, sin familiaridad. Y me sentía atrapado en él. Es algo adolescente, dicen, que me acompañó toda la vida, las ganas de salir de él, de abandonarlo, de volar sin el peso de la materia. Son esas cosas que lo componen a uno y que definitivamente no se explican.

 

JAL | Y el miedo, Alfredo, ¿también corre paralelamente a la extrañeza? ¿Es el poeta o el hombre-poeta, o ambos los que tienen miedo de ser, de reconocerse en –como dijera el compositor mexicano, José Alfredo Jiménez– un Mundo raro? Un mundo que nos causa espanto.

 

AF | Sí, muchas veces se siente miedo, la contracara de mi personaje rebelde de 1968. Los poetas lo admiten y lo tematizan. Es muy difícil acostumbrarse al Mundo raro (por eso me pregunto al ver que me olvidaste…). Lo peor es que el mundo da cada vez más miedo, no pienso tanto en nosotros, que al fin y al cabo ya nos acercamos al fin, sino en los jóvenes, que son los que quedan para reproducir la especie. Precisarán a alguien muy sutil -para seguir con el bolero– que les “enseñe” sin domesticarlos. Pero cada generación es la única responsable por ese ser “sutil”, ese ángel que enseña y abandona.

 


JAL | “Bello amor, bellos amantes,/ porque el amor no pasa/ de un memorial de hombres que me amaron,/ el sexo idéntico, idéntico(…)” (“Bello amor”) | En su magnífico ensayo de presentación de tu Eclipse (cierta poesía 1973-2003), Luis Bravo menciona tu valentía o sinceridad al exponer la poesía homoerótica. Que por cierto no aparece en la muestra que Harold Alvarado hace en el número 29 de la revista Alforja. Más que erotismo advierto el descubrimiento amoroso entre seres del mismo sexo. Quiero decir que no la encuentro muy corporal, sino espiritual. ¿Qué opinas al respecto?

 

AF | Estoy totalmente de acuerdo. Es un sector relativamente pequeño de mi obra, y son poemas muy “hablados”, de sexo paradójico porque no resulta de hecho muy sensual. Lo que más me importó siempre fue la injusticia, histórica, que se abatió sobre la libertad del amor, digamos. Fue por indignación que milité en el movimiento homosexual brasileño, allá por 1977, y que me interesé en el tema “gay”. También tuvo algo de “militante” el collage de poesía homoerótica (masculina) que creé sobre la obra de nueve poetas uruguayos, aquel “Amores impares”, de 1998. Tengo la teoría de que la literatura “gay” no existe, pero que existió, y eso dentro de fechas bastante fijas –sigo en eso el pensamiento de Dominique Fernandez–, a saber, entre 1869, que es el momento de la invención de la palabra “homosexualidad” y del personaje homosexual, según nos enseñaba Foucault, y 1968, con cierta “liberalización” de las costumbres. Uno piensa en Verlaine, Loti, Rimbaud, Wilde, Gide Proust, Mann, Montherlant, Forster, Martin du Gard, Zweig…. Estos autores constituyen la verdadera literatura gay, una literatura creada sobre el doble juego de la culpa y la justificación, que teje una red infinita de alusiones, que trabaja sobre la máscara y el travestimiento, que se complace en remisiones al universo mítico, con frecuencia greco-romano, que “milita” explícita o implícitamente y oscurece (y a veces alegoriza) el significado para burlar a la censura pero también se sabe y se quiere decodificada por la parte del público dispuesta a entenderla. Balzac no necesitaba recurrir a estos juegos del estilo y de la sensibilidad cuando crea a Vautrin y a Lucien de Rubempré. En principio, los autores que hoy día crean literatura de tema homoerótico tampoco. Las feroces condiciones de la represión en ese “siglo oscuro” dieron a estos productos culturales un conjunto de características que nos permite considerarlos como un corpus bastante coherente. Hoy no me parece que se deba hablar de literatura gay. Lo que hay es una locuaz literatura de tema homoerótico, casi perpleja con las libertades adquiridas (pero que todavía están lejos de estar garantizadas, y de ahí la importancia de la militancia).

 

JAL | El travestismo es recurrente en tu escritura. Supongo que va más allá del simple hecho de ponerse ropas del sexo contrario, pues mi lectura me sugiere un asunto de identidad más profunda. La propia heteronimia podría funcionar de esa manera. Háblame un poco de esto y del por qué muy pocas veces los escritores asumen como Flaubert, que son Madame Bovary.

 

AF | En general mis travestis son “siniestros”, en el sentido que se le da a esa noción de un parecer lo que no se es. Y suelen estar tras ciertos telones teatrales. Entre el mero parecer y el coraje de un ser, el travesti es una bomba de tiempo, lista para estallar en el mismo seno del ser. Dicho todo con el mayor respeto por los travestis. Dicen que, en un momento en que los papeles sexuales bipolares se desvanecen, los travestis funcionarían como agentes reaccionarios, en el sentido que afirmarían la imagen de la hiper-mujer con su larga lista de atributos “femeninos”. Hace unos años un travesti brasileño conoció un gran éxito local. Cierto discurso feminista recordaba entonces que los hombres se imaginan siempre más eficientes que las mujeres. Cuando son cocineros, decían, son mejores que las mujeres, y ahora la mejor y más hermosa mujer del Brasil es hombre… Yo tiendo a pensar lo contrario de ese discurso que ve a los travestis como los representantes jurásicos de los papeles sexuales. Si los travestis parodian a la hiper-mujer, hay que recordar que la naturaleza de la parodia es la de la ironía (un significado, dos significantes), y que tal vez los travestis hayan bombardeado más que nadie los papeles sexuales impuestos. De ahí ese explosivo lado “siniestro” que les atribuyen algunos poemas míos.

 

JAL | ¿Hay dolor en ese reconocimiento? ¿Por qué a veces mi oído escucha en tus versos tono vallejianos, de huesos lamentables y de golpes recibidos sin que tú les hagas nada?

 

AF | Bueno, esa ha sido mi experiencia, y creo que no me equivoco si digo que es la de casi todos los hombres, la de esas fatalidades que nos caen encima sin apelación posible. Me asusta pensar en lo pequeño que resulta el margen de libertad en una vida humana. Nos habíamos acostumbrado a despreciar a Lombroso y los deterministas, en gran parte con razón, pero de repente ahora llega la Genética a recordarnos que la maldición puede venirnos literalmente desde otras vidas, navegando por los cuerpos, por la especie. Lo que escuchas de vallejiano en mi poesía es lo que el crítico peruano Pedro Granados también ha detectado. Y yo agregaría que todo verdadero poeta latinoamericano lleva esos ecos de Vallejo en su propio genoma poético.

 

JAL | El amor y el humor, ¿cómo conviven en tu vida y en tu obra?

 

AF | Creo que el humor ocupa un espacio como de resonancia para los temas graves. Pero cuando uno escribe no piensa ciertamente en la posible unidad del conjunto de una obra ni nada que le valga. Cuando hay humor, como en “El futuro”, el librito que salió en Lisboa, bilingüe, en 1998, es porque uno tuvo ganas de reírse, incluso con temas graves. Me reía con aquello de que el futuro es perjudicial para la salud como el cigarrillo, con aquel señor Pi que salió de su radio, penetró en el futuro antes que los demás y volvió tan asustado, con aquella creación del mundo en que, cuando el futuro empezará a existir, Lucho Gatica cantaba Quizás, quizás, quizás. O las historias de Olga del Córdoba en “Frontera móvil”, que cantaba “Alma, que en pena vas errando”, una canción que habla de “cartas marchitas/ que en tantas lecturas/ con llanto desteñí” porque en ese libro había una carta que Dios recibía, enviada por una parte Trina a la que no podía identificar sin dejar de ser Uno. Uno ya sabe que tantas veces en la vida hay que reírse, incluso y sobre todo de sí mismo, jugar al oxímoron, buscar el contrario del contrario de “la suspensión voluntaria del descreimiento”, te acuerdas, “the willing suspension of disbelief”, la fórmula de Coleridge, dejar siempre vivo, en la vida y en la poesía, un cierto cálido espíritu burlón.

 

JAL | “Al morir lo comprendieron: morimos/ de un eclipse, eternos como el zafiro,/ y seguiremos el retorno de las lunas” (“Los Persas”) | El tiempo, la historia, ejercen un influjo en tu pluma para inventar el futuro, algo que me parece no encuentras adelante, sino atrás, en la antigüedad, en el ayer. ¿Qué opinas al respecto?

 

AF | Sí, el tiempo se pulveriza según la mirada que lances sobre él. Mirado desde otro espacio –por un no terrícola, según decíamos hace poco– es como una cinta de Moebius, sin un adentro y un afuera definidos, donde el antes y el después se reubican incesantemente. La poesía puede permitirse esas miradas “sideralmente” desterritorializadas (y pienso en mis poemas de “Veloz eternidad”, 1999, pero no sólo en ellos). San Agustín lo pulveriza en las Confesiones (el pasado no existe, el futuro tampoco y el presente es el instante virtual en que el no ser del futuro se desvanece en el no ser del pasado) y admite su perplejidad: “Pero, ¿qué cosa es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, yo lo sé, para entenderlo; pero si quiero explicarlo a quien me lo pregunte no lo sé para explicarlo”. En “Eclipse” (2003) revisité varios eventos históricos ubicados bajo un eclipse (el de Jerjes antes de la batalla de Salamina, el cristiano del Viernes Santo, el de Margarita de Angulema cerca de las Guerras de Religión, el eclipse que aterrorizaba a Píndaro, el del general ateniense Nicias, además de otros eclipses más íntimos, digamos) y el resultado no es una sucesión histórica, es un único eclipse, una luz enrarecida bajo la cual la ordenación cronológica se pulveriza, como te decía. De ahí lo que me dices: el pasado está lleno de futuro.

 

JAL | Me encanta ese verso: “Y el futuro dijo: yo soy el futuro. Y/ fue una ópera. Pero todavía sin cantantes.” ¿Puedes imaginarlos?

 

AF | Bueno, sí. Yo veo esa escena tras cierto Tristán e Isolda al que asistí en los ‘80 en la Ópera de París (adonde nunca había entrado), durante el Preludio del primer acto… Es con esa música que veo al futuro, entrando como una gaffe, cuando no debía, cuando nadie lo espera y no debía entrar. Pero cada uno debe imaginarlo a su manera, ¿no es verdad?

 

JAL | Los futuristas, es cierto, cantaban a su presente veloz, hoy una carcacha de museo. ¿Habrá perdido su lugar el futuro en las artes, en la poesía? Termino entonces preguntándote, ¿qué es más cercano a un hombre políglota y viajero como tú, el bulevar o el aeropuerto?: “El exilio es un aeropuerto. Yo ya tuve mis años de aeropuerto.”

 

AF | No sé responderte, ¡pero espero que no sea el aeropuerto! (“Los aeropuertos son catedrales. Sin Dios”, decía también mi texto). Eso sí, quien te oye debe pensar que tu entrevistado es un globe-trotter, y no este pobre profesor sedentario y de economías cortas. Como a ti, como a todos los poetas, los vuelos que realmente importan, calmos o turbulentos, ocurren desde ciertos versos y, ya se sabe, son de destino imprevisible. ¿O en tu poesía Catulo no andaba en el metro de México?

 

 


ALFREDO FRESSIA (Montevideo, Uruguay, 1948). Es poeta y traductor. Enseñó letras francesas durante 44 años. Profesor de Literatura, fue destituido de la enseñanza por la dictadura uruguaya. Se instala entonces en São Paulo, Brasil, donde reside desde 1976. Ha ejercido la crítica literaria en medios de Uruguay, Brasil y México. Su obra poética ha sido traducida al portugués, inglés, francés, rumano, italiano, griego y turco. Su primer poemario fue publicado en 1973 y los más recientes en 2013, cuando completó cuarenta años de poesía. Recibió varias distinciones y fue jurado del Premio internacional Pablo Neruda junto a Ernesto Cardenal. Ha sido editor de la revista mexicana de poesía La Otra en su versión impresa. Dictó clases en Marshal University, WV, Ohio State University de Columbus, entre otras instituciones. Ha presentado su obra en Uruguay, Brasil, Argentina, Chile, Colombia, Nicaragua, República Dominicana, México, EEUU, Francia y Turquía. Sus poemarios más recientes son Poeta en el Edén (Montevideo/México, 2012, reeditado en 2016 Argentina), Cuarenta años de poesía (Montevideo, 2013), la edición bilingüe Clandestin (Harmattan, París, 2013) y Susurro Sur (Valparaíso, México, 2016).
 

 

 


JOSÉ ÁNGEL LEYVA (México, 1956). Poeta, narrador, periodista, editor y promotor cultural. Fundador y director de la editorial y la revista literaria La Otra. Responsable de Publicaciones de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Ha publicado más de 25 libros de poesía, narrativa, divulgación de la ciencia, periodismo y ensayo. Sus obras más recientes son Voz que madura, entrevistas a poetas iberoamericanos (tres volúmenes), BUAP, 2018; Luz y cenizas, FOEM, 2019, Enrique Arturo Diemecke. Biografía con música de Mahler, 2020, Exorbitant, Francia, 2020 y Anacrónicas, FCE 2021. Libros suyos han sido traducidos íntegros al francés, italiano, serbio, polaco y parcialmente al sueco, portugués, inglés y al rumano.

  


Agulha Revista de Cultura

Número 231 | junho de 2023

Artista convidado: José Ángel Leyva (México, 1956)

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

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