Conversamos en la
Ciudad de México, una urbe que a Fressia se le aparece como un tumulto de signos
del pasado indígena y criollo, una metrópoli donde las culturas se amasijan sin
perder su gesto original. Hablamos de las enormes diferencias entre una y otra nación
latinoamericana, de sus semejanzas, de sus distancias, de sus desconocimientos mutuos.
Todo para Fressia es sorprendente en este país al que asiste, en octubre de 2004,
por primera vez en su vida. Pero retornamos al Brasil de su exilio, a los recuerdos
de juventud, a su descubrimiento como habitante de un bulevar llamado poesía. Su
noble mirada y su larga figura emprenden la marcha.
JAL | “Será
un destierro, conocerá /el destierro, verá, no verá nada.” (“Nada, la vida”) | Alfredo, me interesa el concepto que le otorgas
a tu “Frontera móvil”. Por un lado, lo geográfico-vivencia-nacional y por otro la
palabra y sus significados, sus posibles acepciones en movimiento. ¿Cuáles son las
dimensiones donde estableces la movilidad de tus fronteras?
AF | Es cierto,
toda vida humana se establece sobre fronteras, la condición primera para que se
pueda hablar de un territorio, un espacio existencial, y es la palabra la que pone
a esas fronteras “en movimiento”, esa “Frontera
móvil” que es el título de mi libro de 1997. En mi caso, y por ser escritor,
hice de ellas una parte de mi estética, tal vez porque el exilio me las exacerbó.
Ser uruguayo ya es estar en una frontera delicada, y no sólo porque la Argentina
y el Brasil están siempre a menos de dos o tres horas de distancia. Es pertenecer
a una población descendiente de europeos extraviados en lo más descampado de América
del Sur, ese territorio pequeño, raso, frío, golpeado por el viento y por la historia,
que nació sin nombre y terminó por llamarse “República Oriental del Uruguay”. El
poeta brasileño Murilo Mendes escribió un poema llamado “O Uruguai”, que cito en
mi libro. Pertenece al libro “Poliedro”
de Mendes, 1972. Te lo reproduzco porque me parece que lo dice todo:
O URUGUAI
O Uruguai é um belo país da América do Sul limitado ao
norte por Lautréamont, ao sul por Laforgue, a leste por Supervielle. O país não
tem oeste.
As principais produções do Uruguai são: Lautréamont, Laforgue,
Supervielle.
O Uruguai conta três habitantes: Lautréamont, Laforgue,
Supervielle, que formam um governo colegiado. Os outros habitantes acham-se exilados
no Brasil visto não se darem nem com Lautréamont nem com Laforgue nem com Supervielle.
Pero ahí entra tu pregunta sobre las acepciones
de la frontera, la palabra, esa impronta sólo humana. Hay fronteras entre lo público
y lo privado, hay fronteras sexuales, bajo las dictaduras (y no sólo las dictaduras
políticas) hay fronteras entre lo que se puede decir y lo que hay que callar o transfigurar
para que pueda ser dicho y entendido por quienes se dispongan a ello. Hay también
fronteras entre los idiomas que uno habla, que conllevan una visión del mundo, nunca
se traducen meramente, y a mí me tocó el español para escribir, el portugués para
que transcurriera en él la vida cotidiana, y el francés para trabajar, para dar
mis clases, pero no siempre las fronteras de esos territorios son tan obedientes
ni se dividen tan claramente. Sabes que un pedazo de la frontera entre Uruguay y
Brasil, sobre el océano, la constituye el arroyo Chuy, un arroyito en realidad.
Pues bien, el Chuy tiene un recorrido bastante errático, según las lluvias y los
vientos, o tal vez el humor, de modo que nadie puede prever un día dónde empezará
un país y dónde acabará el otro al día siguiente. Pero, en fin, también está la
frontera, definitiva, entre lo tolerable y lo intolerable. Es verdad que he hablado
de todas esas fronteras reales, por más “metafóricas” que puedan parecer. Y traté
de incluir el humor. En aquel libro de 1997 hay un personaje que cambia de identidad
cada vez que cambia o le cambian el nombre. Nació Olegario, pero en su juventud
cambia su nombre en “Olga”, es un travesti de éxito, tanto que decide llamarse “Olga
del Córdoba”, con ese “del” que le sacaba, decía, la banalidad del “de”. Después
de un arrebatador romance con un pastor pentecostal, Olga entra a la vida religiosa
(como benedictino, por despecho hacia su antiguo amante) y se vuelve Fray Oliverio,
“acaso para enseñar que el nombre sí hace al monje”. Es la palabra la que multiplica
las fronteras y son los poetas los que transforman el material bruto de la vida
en arte. Ese era al menos su deber.
JAL | Montevideo ¿es la Ciudad de Cavafis o la Ítaca de Ulises? En
algún lugar de tu obra hablas de tu ciudad de origen como un espacio donde habita
la melancolía más profunda. No obstante me comentaste que deseas regresar y quizás
por ello escribes: “No moriré en Montevideo,/ pero las manos me
enseñan el camino(…)” (“Tarjeta postal”) Entonces, ¿un lugar para vivir o para morir?
AF | Lo que
te decía es que me gustaría morirme en Montevideo. Y más bien, con seis décadas
de vida, sería prudente ir tomando las medidas prácticas, que incluirían el regreso.
En cambio no tengo claro el por qué, por qué querría acabar allá. ¿Sería la pretensión
de hacer arte con la vida misma? Espero que no, porque esa pretensión, si uno no
tiene cuidado, puede acercarse en algo al hybris
griego, la ruptura del modus de los latinos.
Por otro lado, ¿cuál sería la estética de ese excesivo ars vivendi? ¿La del equilibrio
entre un comienzo y el fin? En “La Ciudad”, el poema de Cavafis, el hombre desea
irse de su ciudad natal pero le advierten que será en vano, que su ciudad lo perseguirá,
que nunca cesará de recorrer sus calles, aun lejos, y de malgastar su vida. Es tan
exacto ese poema, querido Ángel, asusta casi. Tal vez volver para morir en Montevideo
sea, en mi caso, un acto de humildad, el aceptar que nunca dejé de vivir entre aquellas
calles. Vivo hace tres décadas en San Pablo, que es una ciudad propicia para los
exiliados. Es infinitamente grande, como México, pero sin ese pasado que a ustedes
les otorga una identidad. San Pablo sufre el sino de las ciudades del Sur, tras
las cuales no hay nada que no sea una pampa, monte y culebra. Por eso mismo no es
en absoluto invasora, quiero decir, se puede vivir en San Pablo sin que el presente
deforme demasiado el trazado de las calles natales. Hay ciudades discretas, y San
Pablo, tan excesiva en muchas cosas, es una de ellas. El “No moriré en Montevideo” es un verso de “Tarjeta postal”, un poema de
1982, publicado en el ´84. Tenía entonces ocho años de exilio, y literal, en el
sentido estricto de no poder volver, y me parecía que nunca llegaría el día en que
pudiese volver. Y ya lo ves, desde hace unos veinte años vuelvo siempre, dos veces
por año. Arde, porque el exilio se vuelve una segunda piel, pero voy.
AF | No, al
contrario, ser periférico es tener una identidad tal vez más consciente de sí misma.
Lo seguro es que con la globalización no sucumbieron los centros y las periferias.
No sé si tú, en un lugar central como México, me podrás entender. Te daré un ejemplo
muy simple, el más simple que se me ocurre. Cuando leo tu poesía, Ángel, y tu prosa
narrativa también, hay todo un entramado de alusiones que capto inmediatamente porque
desde siempre uno lee poesía y narrativa mexicana (cierta poesía mexicana), tiene
informaciones que no son sólo literarias, son históricas y hasta audiovisuales o
simplemente musicales. En cambio, cuando tú me lees, algunos niveles del sentido
se te perderán siempre. Son alusiones a informaciones uruguayísimas que constituyen
por supuesto la forma más acabada del secreto. Como prácticamente siempre escribí
para un público uruguayo, no tengo esa especie de gimnasia pedagógica que tienen
otros escritores, los que viven en España, por ejemplo, que van haciendo un texto
potable y “general” sin perder un cierto locus
que le es propio, claro. ¿Me entiendes? Es meramente un ejemplo, pero te puedo hablar
del problema de la “resonancia” de la obra que uno va creando en estas condiciones.
Personalmente han pasado años, décadas incluso, para que mi poesía fuera siendo
conocida fuera de Uruguay, contando además con ediciones de 500 o de 300 ejemplares,
lo que sería un chiste para quien tuviera pretensiones continentales. Más bien lo
sorprendente es que ese reconocimiento venga ocurriendo, y ha de deberse a ese lado
artesanal que tiene la poesía. Ciertamente, los poetas no somos sólo el genus irritabile vatum, la “raza irascible
de los poetas” que Horacio señalaba en aquella Epístola. Somos también, junto a
tantos lectores entusiastas, los agentes de resonancia con oídos privilegiados para
separar el trigo del resto. Personalmente es lo que hago en mi trabajo como crítico
de poesía del suplemento Cultural de El País de Montevideo: son años dedicados
a “oír” y difundir decenas de poetas. Y felizmente El País escapa un poquito al provincianismo uruguayo, circula en Buenos
Aires y en Porto Alegre, por ejemplo. Es el paradójico lado cosmopolita que el Río
de la Plata siempre tuvo en su literatura. (La literatura brasileña, central en
lengua portuguesa, nunca tuvo ese cosmopolitismo del que te hablo, por más paradójico
que pueda parecer).
JAL | Comentas que fuiste desterrado de la periferia uruguaya a la
periferia brasileña. La Tierra también es periférica con respecto del Sol. Como
terrícolas, para usar un término de películas de extraterrestres, ¿Eso nos hace
menos o más?
AF | ¡O tal
vez los terrícolas podamos enorgullecernos de tener un sol alrededor del cual poder
girar! Pero tú sabes que eso no nos hace ni menos ni más. Ya esto de salir de la
periferia uruguaya para entrar de cabeza en la periferia brasileña (una periferia
respecto a la poesía en lengua española, claro) es un destino, no hay otra explicación.
Supongo que, si en la vida las circunstancias nos dieran tiempo para reflexionar,
el Brasil sería un destino improbable para un poeta en lengua española. De hecho,
sólo conozco a otro poeta con un destino semejante, que fue el argentino Néstor
Perlongher, ya fallecido. Pero hablé de destino y de circunstancias, de esas que
no nos dan opción, incluso porque se van tejiendo muy poco a poco. Yo tenía amigos
brasileños en Río Grande, que habían vivido durante décadas en Montevideo. Conocía
el Brasil bastante bien, después de cierto viaje que hice en el ‘72, mi modesto
“on the road” sudamericano, cuando entré por el río Amazonas, desde Iquitos, un
viaje que entonces, en tiempos en que no había siquiera guerrilla ni narcotráfico,
era para muchos una extravagancia. Porque es cierto que literalmente no había nada,
además de aquella naturaleza espléndida. Ni siquiera barcos comerciales que me llevaran
hasta Manaus. Dependía de barqueros que transportaban gratis a cualquier viajero
porque les servía de contrapeso para sus cargas de castañas o sus barriles de goma,
¿te das cuenta? Tenía que volver a Montevideo y no era cosa de atravesar sólo la
Amazonia, era bajar todo el Brasil, ese continente. Algún tiempo después, cuando
tuve que dejar el Uruguay, mis amigos de Río Grande insistían en que debía quedarme
en el Brasil. Y así lo hice. Me quedé en San Pablo, porque fue donde los franceses
me ofrecieron un trabajo, que hoy me parece casi alegórico: crear una biblioteca,
y después dar clases, como siempre. Fui profesor en la Alianza Francesa de San Pablo
durante catorce años. Y fui feliz, y escribí, señal de que estaba, sí, cumpliendo
un destino.
JAL | ¿Crees en la globalización como fenómeno cultural o como expresión
del mercado?
AF | Lo que
empezó como expresión de un mercado tiene a dejar algunas marcas culturales, era
inevitable, pero no creo que debamos inquietarnos. Como los centros siguen imperando,
uno se encuentra en todos lados con esos “down town” a lo yanqui, con edificios
intercambiables habitados por personajes también relativamente intercambiables,
yuppies –en realidad hoy post-yuppies muy venidos a menos–. Es triste, pero mira
que afortunadamente estamos lejos de la uniformidad cultural. Iré más lejos: esa
uniformidad nunca existirá, las periferias, las minorías, los menores grupos culturales
se aferran cada vez más a su identidad, incluso como reacción a la globalización.
Y siempre habrá algo que llamaremos “poesía mexicana”, no lo dudes. Y poesía uruguaya,
lo que es decir.
AF | Es cierto,
la frontera es un lugar destinado a ser atravesado, existe para eso. Ya el límite
es el non plus ultra, digamos, el punto
final e inmodificable. Cuando uno habla de tantas fronteras –como lo he hecho-,
eso no implica la tragedia y la elegía, porque más bien uno queda muchas veces instigado,
retado a atravesar la valla a cualquier precio, a transgredir si es necesario. Ya
el límite, que es por naturaleza irremediable, tiene la naturaleza de la tragedia,
es el poder sobrehumano contra el cual ni siquiera serviría la rebelión. La frontera
llama a la aventura y la osadía, el límite es más bien un llamado a la humildad.
El paso del tiempo es un límite. La muerte es otro límite que todos conoceremos.
Pero los hay “privados”, de esos que no todos deben compartir. Yo tengo la experiencia
de haber tenido un padre alcohólico. Era de una familia de inmigrantes italianos
–los Fressia son del lago de Como–, obreros que ascendieron socialmente en un Uruguay
que ofrecía condiciones confortables para ello. Mi padre fue el único de ellos que
no obedeció a ese movimiento de ascenso social, y al mismo tiempo era el único que
amaba la poesía, recitaba poemas de ciertos poetas populares y gauchescos. Con los
años creo que lo entiendo en muchas cosas, incluso en el alcoholismo. Sólo quedó
para siempre, instalado frente a mí, como una pregunta gigante, el desamor, ese
que acompaña tantas veces a los alcohólicos, y que lo acompañó a él frente a su
hijo. Fue un límite y un enigma, o acaso fue un límite por ser un enigma, por mi
imposibilidad de entenderlo. Demoré en aceptar que frente a los límites no hay nada
que entender, se trata de aceptarlos con humildad. Y esa humildad sólo la dan los
años. A mí, por lo menos, sólo los años me la dieron.
JAL | Tengo la impresión de que el exilio, el destierro, funge muchas
veces en tu trabajo como la imagen del ángel caído, la desgracia de un personaje
rebelde. ¿Es así y por qué?
AF | Sí, es
exacto, me creé un personaje, rebelde, naturalmente, y ese personaje juvenil reapareció
en Frontera móvil. Ya ves que no estaba
muerto, aunque en mis últimos libros ya esté desterrado, ¿verdad? Pero me parece
que no recurrí a él por el tema del exilio, grave y colectivo, sino por otras diferencias.
Ya en 1968 –y escribí mi primer poemario en ese tiempo, tenía entonces 20 años–
ese personaje me ayudaba a sobrevivir. Yo era un muchacho muy grande, muy flaco
y muy masculino, y decía con desdén: “Soy homosexual”. Provocaba el horror del Partido
Comunista y naturalmente militaba con los anarquistas, de quienes estaba mucho más
próximo, porque el Partido veía en los homosexuales una especie de forma final de
decadencia burguesa (lo que en mi caso era casi cómico, vista mi extracción proletaria).
Tengo nostalgia de ese personaje rebelde, estudiosísimo, militante, criatura de
un tiempo en que teníamos confianza en la Revolución y proyectos tan claros, Ángel,
tan claros.
JAL | ¿La maldad despeña al bien o el bien empuja al mal hacia el abismo?
¿Funcionan en tu obra estas fuerzas?
AF | Sí, y
cada vez me parece más importante el tema ético. San Agustín pensaba que el mal
no es una fuerza sino una ausencia, la ausencia de bien. No es mi experiencia. Vi
más bien el mal hacer su obra y el bien resistir a cualquier precio, cuánta gente
de mi generación dio su vida o su libertad. En gran parte la crisis que atravesamos
es de naturaleza ética. La corrupción y la falta de principios andan por supuesto
juntas. El arte ajeno a cualquier moral, la artesanía de ciertas vanguardias que
dicen potenciar el significante, pero oscurecen paradójicamente el significado me
resulta intolerable.
JAL | Hay otro tópico en general en tu poesía, la percepción de que
habitas un cuerpo extraño, ajeno de algún modo, y por tanto la idea fija en que
desde que naciste te hallas exiliado. “Yo estoy donde no soy”. ¿Será la conciencia
de lo diferente?
AF | Sí, ese
tema es obsesivo, sobre todo en mis primeros libros, aquello de “Padre, yo me espanto/
de estar preso en mi cuerpo, el condenado/ umbral, perfecto, este retorno, padre”.
Se reiteraba el tema, porque era un tópico, un lugar al que yo volvía siempre. No
me parece que haya allí ninguna connotación de diferencia, no, y la cosa tampoco
venía por el lado sexual. Por otro lado, mi cuerpo físico me pareció siempre relativamente
bonito, o por lo menos, por la litote, no me pareció nunca feo, pero sí extraño
a mí. Freud trabajó el concepto de unheimilich,
lo opuesto a lo “familiar” (heimlich)
Literalmente yo era una cosa y mi cuerpo otra, sin familiaridad. Y me sentía atrapado
en él. Es algo adolescente, dicen, que me acompañó toda la vida, las ganas de salir
de él, de abandonarlo, de volar sin el peso de la materia. Son esas cosas que lo
componen a uno y que definitivamente no se explican.
JAL | Y el miedo, Alfredo, ¿también corre paralelamente a la extrañeza?
¿Es el poeta o el hombre-poeta, o ambos los que tienen miedo de ser, de reconocerse
en –como dijera el compositor mexicano, José Alfredo Jiménez– un Mundo raro? Un
mundo que nos causa espanto.
AF | Sí, muchas
veces se siente miedo, la contracara de mi personaje rebelde de 1968. Los poetas
lo admiten y lo tematizan. Es muy difícil acostumbrarse al Mundo raro (por eso me
pregunto al ver que me olvidaste…). Lo peor es que el mundo da cada vez más miedo,
no pienso tanto en nosotros, que al fin y al cabo ya nos acercamos al fin, sino
en los jóvenes, que son los que quedan para reproducir la especie. Precisarán a
alguien muy sutil -para seguir con el bolero– que les “enseñe” sin domesticarlos.
Pero cada generación es la única responsable por ese ser “sutil”, ese ángel que
enseña y abandona.
AF | Estoy
totalmente de acuerdo. Es un sector relativamente pequeño de mi obra, y son poemas
muy “hablados”, de sexo paradójico porque no resulta de hecho muy sensual. Lo que
más me importó siempre fue la injusticia, histórica, que se abatió sobre la libertad
del amor, digamos. Fue por indignación que milité en el movimiento homosexual brasileño,
allá por 1977, y que me interesé en el tema “gay”. También tuvo algo de “militante”
el collage de poesía homoerótica (masculina) que creé sobre la obra de nueve poetas
uruguayos, aquel “Amores impares”, de
1998. Tengo la teoría de que la literatura “gay” no existe, pero que existió, y
eso dentro de fechas bastante fijas –sigo en eso el pensamiento de Dominique Fernandez–,
a saber, entre 1869, que es el momento de la invención de la palabra “homosexualidad”
y del personaje homosexual, según nos enseñaba Foucault, y 1968, con cierta “liberalización”
de las costumbres. Uno piensa en Verlaine, Loti, Rimbaud, Wilde, Gide Proust, Mann, Montherlant,
Forster, Martin du Gard, Zweig…. Estos
autores constituyen la verdadera literatura gay, una literatura creada sobre el
doble juego de la culpa y la justificación, que teje una red infinita de alusiones,
que trabaja sobre la máscara y el travestimiento, que se complace en remisiones
al universo mítico, con frecuencia greco-romano, que “milita” explícita o implícitamente
y oscurece (y a veces alegoriza) el significado para burlar a la censura pero también
se sabe y se quiere decodificada por la parte del público dispuesta a entenderla.
Balzac no necesitaba recurrir a estos juegos del estilo y de la sensibilidad cuando
crea a Vautrin y a Lucien de Rubempré. En principio, los autores que hoy día crean
literatura de tema homoerótico tampoco. Las feroces condiciones de la represión
en ese “siglo oscuro” dieron a estos productos culturales un conjunto de características
que nos permite considerarlos como un corpus
bastante coherente. Hoy no me parece que se deba hablar de literatura gay. Lo que
hay es una locuaz literatura de tema homoerótico, casi perpleja con las libertades
adquiridas (pero que todavía están lejos de estar garantizadas, y de ahí la importancia
de la militancia).
JAL | El travestismo es recurrente en tu escritura. Supongo que va
más allá del simple hecho de ponerse ropas del sexo contrario, pues mi lectura me
sugiere un asunto de identidad más profunda. La propia heteronimia podría funcionar
de esa manera. Háblame un poco de esto y del por qué muy pocas veces los escritores
asumen como Flaubert, que son Madame Bovary.
AF | En general
mis travestis son “siniestros”, en el sentido que se le da a esa noción de un parecer
lo que no se es. Y suelen estar tras ciertos telones teatrales. Entre el mero parecer
y el coraje de un ser, el travesti es una bomba de tiempo, lista para estallar en
el mismo seno del ser. Dicho todo con el mayor respeto por los travestis. Dicen
que, en un momento en que los papeles sexuales bipolares se desvanecen, los travestis
funcionarían como agentes reaccionarios, en el sentido que afirmarían la imagen
de la hiper-mujer con su larga lista de atributos “femeninos”. Hace unos años un
travesti brasileño conoció un gran éxito local. Cierto discurso feminista recordaba
entonces que los hombres se imaginan siempre más eficientes que las mujeres. Cuando
son cocineros, decían, son mejores que las mujeres, y ahora la mejor y más hermosa
mujer del Brasil es hombre… Yo tiendo a pensar lo contrario de ese discurso que
ve a los travestis como los representantes jurásicos de los papeles sexuales. Si
los travestis parodian a la hiper-mujer, hay que recordar que la naturaleza de la
parodia es la de la ironía (un significado, dos significantes), y que tal vez los
travestis hayan bombardeado más que nadie los papeles sexuales impuestos. De ahí
ese explosivo lado “siniestro” que les atribuyen algunos poemas míos.
JAL | ¿Hay dolor en ese reconocimiento? ¿Por qué a veces mi oído escucha
en tus versos tono vallejianos, de huesos lamentables y de golpes recibidos sin
que tú les hagas nada?
AF | Bueno,
esa ha sido mi experiencia, y creo que no me equivoco si digo que es la de casi
todos los hombres, la de esas fatalidades que nos caen encima sin apelación posible.
Me asusta pensar en lo pequeño que resulta el margen de libertad en una vida humana.
Nos habíamos acostumbrado a despreciar a Lombroso y los deterministas, en gran parte
con razón, pero de repente ahora llega la Genética a recordarnos que la maldición
puede venirnos literalmente desde otras vidas, navegando por los cuerpos, por la
especie. Lo que escuchas de vallejiano en mi poesía es lo que el crítico peruano
Pedro Granados también ha detectado. Y yo agregaría que todo verdadero poeta latinoamericano
lleva esos ecos de Vallejo en su propio genoma poético.
JAL | El amor y el humor, ¿cómo conviven en tu vida y en tu obra?
AF | Creo
que el humor ocupa un espacio como de resonancia para los temas graves. Pero cuando
uno escribe no piensa ciertamente en la posible unidad del conjunto de una obra
ni nada que le valga. Cuando hay humor, como en “El futuro”, el librito que salió en Lisboa, bilingüe, en 1998, es porque
uno tuvo ganas de reírse, incluso con temas graves. Me reía con aquello de que el
futuro es perjudicial para la salud como el cigarrillo, con aquel señor Pi que salió
de su radio, penetró en el futuro antes que los demás y volvió tan asustado, con
aquella creación del mundo en que, cuando el futuro empezará a existir, Lucho Gatica
cantaba Quizás, quizás, quizás. O las
historias de Olga del Córdoba en “Frontera
móvil”, que cantaba “Alma, que en pena
vas errando”, una canción que habla de “cartas
marchitas/ que en tantas lecturas/ con llanto desteñí” porque en ese libro había
una carta que Dios recibía, enviada por una parte Trina a la que no podía identificar
sin dejar de ser Uno. Uno ya sabe que tantas veces en la vida hay que reírse, incluso
y sobre todo de sí mismo, jugar al oxímoron, buscar el contrario del contrario de
“la suspensión voluntaria del descreimiento”, te acuerdas, “the willing suspension of disbelief”, la
fórmula de Coleridge, dejar siempre vivo, en la vida y en la poesía, un cierto cálido
espíritu burlón.
JAL | “Al morir
lo comprendieron: morimos/ de un eclipse, eternos como el zafiro,/ y seguiremos
el retorno de las lunas” (“Los Persas”) | El
tiempo, la historia, ejercen un influjo en tu pluma para inventar el futuro, algo
que me parece no encuentras adelante, sino atrás, en la antigüedad, en el ayer.
¿Qué opinas al respecto?
AF |
Sí, el tiempo se pulveriza según la mirada
que lances sobre él. Mirado desde otro espacio –por un no terrícola, según decíamos
hace poco– es como una cinta de Moebius, sin un adentro y un afuera definidos, donde
el antes y el después se reubican incesantemente. La poesía puede permitirse esas
miradas “sideralmente” desterritorializadas (y pienso en mis poemas de “Veloz eternidad”, 1999, pero no sólo en ellos).
San Agustín lo pulveriza en las Confesiones
(el pasado no existe, el futuro tampoco y el presente es el instante virtual en
que el no ser del futuro se desvanece en el no ser del pasado) y admite su perplejidad:
“Pero, ¿qué cosa es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, yo lo sé, para entenderlo;
pero si quiero explicarlo a quien me lo pregunte no lo sé para explicarlo”. En “Eclipse”
(2003) revisité varios eventos históricos ubicados bajo un eclipse (el de Jerjes
antes de la batalla de Salamina, el cristiano del Viernes Santo, el de Margarita
de Angulema cerca de las Guerras de Religión, el eclipse que aterrorizaba a Píndaro,
el del general ateniense Nicias, además de otros eclipses más íntimos, digamos)
y el resultado no es una sucesión histórica, es un único eclipse, una luz enrarecida
bajo la cual la ordenación cronológica se pulveriza, como te decía. De ahí lo que
me dices: el pasado está lleno de futuro.
JAL | Me encanta ese verso: “Y el futuro dijo: yo soy el futuro. Y/
fue una ópera. Pero todavía sin cantantes.” ¿Puedes imaginarlos?
AF | Bueno,
sí. Yo veo esa escena tras cierto Tristán
e Isolda al que asistí en los ‘80 en la Ópera de París (adonde nunca había entrado),
durante el Preludio del primer acto… Es con esa música que veo al futuro, entrando
como una gaffe, cuando no debía, cuando
nadie lo espera y no debía entrar. Pero cada uno debe imaginarlo a su manera, ¿no
es verdad?
JAL | Los futuristas, es cierto, cantaban a su presente veloz, hoy
una carcacha de museo. ¿Habrá perdido su lugar el futuro en las artes, en la poesía?
Termino entonces preguntándote, ¿qué es más cercano a un hombre políglota y viajero
como tú, el bulevar o el aeropuerto?: “El exilio es un aeropuerto. Yo ya tuve mis
años de aeropuerto.”
AF | No sé
responderte, ¡pero espero que no sea el aeropuerto! (“Los aeropuertos son catedrales. Sin Dios”, decía también mi texto).
Eso sí, quien te oye debe pensar que tu entrevistado es un globe-trotter, y no este pobre profesor sedentario y de economías cortas.
Como a ti, como a todos los poetas, los vuelos que realmente importan, calmos o
turbulentos, ocurren desde ciertos versos y, ya se sabe, son de destino imprevisible.
¿O en tu poesía Catulo no andaba en el metro de México?
ALFREDO FRESSIA (Montevideo, Uruguay, 1948). Es poeta y traductor. Enseñó letras francesas durante 44 años. Profesor de Literatura, fue destituido de la enseñanza por la dictadura uruguaya. Se instala entonces en São Paulo, Brasil, donde reside desde 1976. Ha ejercido la crítica literaria en medios de Uruguay, Brasil y México. Su obra poética ha sido traducida al portugués, inglés, francés, rumano, italiano, griego y turco. Su primer poemario fue publicado en 1973 y los más recientes en 2013, cuando completó cuarenta años de poesía. Recibió varias distinciones y fue jurado del Premio internacional Pablo Neruda junto a Ernesto Cardenal. Ha sido editor de la revista mexicana de poesía La Otra en su versión impresa. Dictó clases en Marshal University, WV, Ohio State University de Columbus, entre otras instituciones. Ha presentado su obra en Uruguay, Brasil, Argentina, Chile, Colombia, Nicaragua, República Dominicana, México, EEUU, Francia y Turquía. Sus poemarios más recientes son Poeta en el Edén (Montevideo/México, 2012, reeditado en 2016 Argentina), Cuarenta años de poesía (Montevideo, 2013), la edición bilingüe Clandestin (Harmattan, París, 2013) y Susurro Sur (Valparaíso, México, 2016).
JOSÉ ÁNGEL LEYVA (México, 1956). Poeta, narrador, periodista, editor y promotor cultural. Fundador y director de la editorial y la revista literaria La Otra. Responsable de Publicaciones de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Ha publicado más de 25 libros de poesía, narrativa, divulgación de la ciencia, periodismo y ensayo. Sus obras más recientes son Voz que madura, entrevistas a poetas iberoamericanos (tres volúmenes), BUAP, 2018; Luz y cenizas, FOEM, 2019, Enrique Arturo Diemecke. Biografía con música de Mahler, 2020, Exorbitant, Francia, 2020 y Anacrónicas, FCE 2021. Libros suyos han sido traducidos íntegros al francés, italiano, serbio, polaco y parcialmente al sueco, portugués, inglés y al rumano.
Agulha Revista de Cultura
Número 231 | junho de 2023
Artista convidado: José Ángel Leyva (México, 1956)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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