sábado, 10 de junho de 2023

JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Miguel Donoso Pareja: De la imposibilidad de volver

 


Miguel Donoso vivió en México, como muchos otros intelectuales desterrados, la nostalgia de su origen, al mismo tiempo que el gusto y la sangre se le impregnaba de atmósferas y cocinas mexicanas. En Ecuador estudió la carrera de derecho y en su exilio fue periodista cultural, crítico, editor y dirigió revistas como Tierra Adentro y Cambio. Colegas suyos en esta aventura de las publicaciones periódicas fueron, entre otros, Juan Rulfo, José Revueltas, Pedro Orgambide, Eraclio Zepeda, Edmundo Valadés.

Fue en el Encuentro de Poetas del Mundo Latino, 2002, en la ciudad de Morelia, donde lo hallamos José Vicente Anaya y quien suscribe esta entrevista. Allí lo observamos cómo se movía entre viejos conocidos que alguna vez, de jóvenes, fueron sus fieles seguidores en los talleres literarios que impartió durante sus más de 18 años de residencia mexicana. Sabemos que ahora continúa esa labor pedagógica en su natal Guayaquil, abriendo los caminos de la escritura a nuevas generaciones que aspiran a ser poetas, o cuando menos a entenderlos y a leer sus escrituras. Donoso es un poeta que ha extendido su escritura al habla, lo percibe uno cuando conversa con él, pues sopesa las palabras, busca afanoso las respuestas que no vayan hecha girones, sino ordenadas y provistas del aliño de sugerencias semánticas, bien sonorizadas, expuestas con frases que le den sentido, peso, dimensión, textura al pensamiento y los recuerdos. Comenzamos.

 

JAL | La atmósfera y el paisaje de tu infancia ¿cómo resurgen en tus evocaciones y en tu poesía?

 

MDP | La atmósfera y el paisaje de mi infancia no son la atmósfera y el paisaje de Guayaquil, la ciudad y puerto donde nací. Me percato de esto ahora, al enfrentarme a tu pregunta, porque Guayaquil fue por muchos años un puerto fluvial, a orillas del Guayas, y al mismo tiempo una ciudad con ansiedad de mar, al que llegó a fines de la década de los 60, cuando se construyó el puerto marítimo en uno de los brazos salados que se abren buscándola ansiosamente, lo que le hizo escribir a Pepe Revueltas estas líneas: “¿Guayaquil? El Guayas, ese río, los horribles manglares, manglares, manglares y manglares, a babor y estribor, solo manglares y nada más manglares en cada ribera, por las dos bandas, una infinita cabeza de Medusa. Te enredas, te enredas, todo te enreda, no puedes salir de Guayaquil, has de morir en Guayaquil”. Así, Guayaquil es para Revueltas –y para muchos de los que se quedaron en ella: libaneses, italianos, chinos, coreanos, del resto de Sudamérica (en especial argentinos), y un casi mínimo etcétera– una especie de “El ángel exterminador” de Buñuel: te agarra, no te deja salir, terminas muriendo en Guayaquil. Esto en cuanto a los que llegan, porque los que somos de ahí tenemos la misma ansiedad de la ciudad, el viaje, irnos de vaporinos (trabajando en un vapor), pero siempre con la idea de regresar. Yo lo hice de joven y volví. Por eso, Guayaquil resulta casi mítica, desafía cualquier cronotopo. Así la ve Vonnegutt y escribe: “Hace un millón de años, en 1986 de C, Guayaquil era el principal puerto marítimo” (la ciudad ya había llegado al mar) “de la pequeña democracia sudamericana de Ecuador, cuya capital era Quito, en lo alto de la cordillera de los Andes. Guayaquil estaba situada a tres grados al sur del ecuador, la cintura imaginaria del planeta de la que el país tomó el nombre. Hacía siempre mucho calor allí, y también mucha humedad, porque la ciudad se levantaba en las calmas ecuatoriales sobre un marjal esponjoso en el que se mezclaban las aguas de varios ríos que bajaban de las montañas. Este puerto marítimo se encontraba a varios kilómetros del mar abierto. Balsas de materia vegetal a menudo atascaban las aguas turbias, ocultando pilotes y ancladeros”.

Yo fui criado frente al mar abierto y muy cerca de los barcos (mi padre era marino), en la península de Santa Elena, por lo que la atmósfera y el paisaje de mi infancia resurgen en mi poesía y en mis evocaciones con elementos contradictorios en los que junto a la asfixia de la ciudad que ansía el mar y el viaje conviven la amplitud del mar abierto, de lo que no tiene medida, el misterio de lo que puede estar más allá de ese espacio aparentemente infinito, la nostalgia del regreso, y la certeza angustiante de la vida como un viaje que nunca termina, que no debe terminar a pesar del deterioro, ese deterioro que se acentúa cada vez más.

 

JAL | El Guayaquil de tu niñez y el Ecuador de aquellos años que remontan hasta la juventud y la madurez, ¿cómo podrías describirlos si tuviéramos que hacer un paralelismo entre la visión de tierra adentro de Ramón López Velarde, cuando se refiere a su natal Zacatecas, sin dejar de lado por supuesto esa exaltación de la Suave Patria? El paralelismo lo sugiere tu larga estancia en México y tu seguro conocimiento de su poesía contemporánea en donde se rezuma inevitablemente lo mexicano.

 

MDP | De acuerdo, el paralelismo se impone y es justo, pero con una diferencia: Guayaquil no es “tierra adentro”, ni real ni metafóricamente. Guayaquil es “tierra afuera”, una ventana abierta al mundo, a pesar de su inserción abrigada e interior, entre brazos de mar, manglares envolventes, una ría rumorosa y su voluntad marítima a falta de la mar abierta. Como lo expresa Humberto E. Robles en Ports D’Amerique Latine (Caravelle, Toulouse, 1997), “a lo largo de su recorrido histórico, Guayaquil se enarbola, primero desde una perspectiva colonial europea para luego pasar a ser cronotopo histórico durante las lides de la emancipación, y después cimiento de disputas ideológicas nacionales y regionales hasta convertirse en el transcurso del presente siglo en escenario de luchas de clase, de tradiciones y cambios, de presencias extranjeras y de aceleración de migraciones locales que ubican al puerto entre lo regional y lo nacional, entre la identidad propia y la globalización (…)”. En este contexto, mi visión coincide con el sentido de Patria de López Velarde, pero no con su suavidad sino con lo áspero de su construcción a causa, como lo señala Leopoldo Benites Vinueza en Ecuador, drama y paradoja (Fondo de Cultura Económica, México DF., l950), de una geografía que no ha sido “un factor aglutinante, unificador, sino por el contrario, dispersante, centrífugo”. Frente a esto, Guayaquil ha sido aglutinador e integrador, desde la Colonia, cuando acogía a los indígenas que huían de las mitas y los obrajes de la Sierra, hasta la construcción del ferrocarril que une a las dos regiones del país, iniciativa y acción de dos hombres de la Costa, pasando por la organización de las Armas Defensoras de Quito, el 9 de octubre de 1820, cuando se independizó, lo que culminó con la Batalla de Pichincha, el 24 de mayo de 1822, que liberó al resto del país. En términos poéticos, lo que implica una forma de conocimiento emocional, me identifico más con Jorge Carrera Andrade (1903-1978) que con López Velarde, incluso reconociendo la belleza de La suave patria (1921). En efecto, Carrera rescata, como López Velarde, la poesía de lo cotidiano: “Las anticuadas sillas sueñan con el ausente, /oye la habitación los pasos de los muertos;/y el volumen que eleva su canto decreciente/llena de triste lluvia los ojos entreabiertos” (en El estanque inefable, Quito, 1922); pero reitera, al mismo tiempo, la idea del viaje: “La ventana nació de un deseo de cielo/y en la muralla negra se posó como un ángel. /Es amiga del hombre/ y portera del aire” (Boletines de mar y tierra, Barcelona, 1930). Ahí están la raíz y el desarraigo, la inevitable metáfora del viaje como la vida o de la vida como un viaje, la angustiante certeza de no saber qué fuimos antes y qué seremos después, el nacimiento y la muerte como experiencias siempre ajenas, del otro, de los otros. Y, por supuesto, Gorostiza y su Muerte sin fin (1939) resplandecen en el corpus admirable de la poesía mexicana, lo dicen todo, desde aquella “(…) inteligencia, soledad en llamas” hasta ese lugar “en donde nada es ni nada está, /donde el sueño no duele, /donde nada ni nadie, nunca, está muriendo/ y solo ya, sobre las grandes aguas, /flota el espíritu de Dios que gime/con un llanto más llanto aún que el llanto”, pasando por ese “ulises salmón de los regresos” y el desafío cargado de humor negro a esa muerte que lo está acechando: “¡Anda, putilla del rubor helado, /anda, vámonos al diablo!”

 


JAL | ¿Cómo y por qué ocurre tu exilio? ¿Por qué llegas a México y permaneces en este país durante18 años participando intensamente en su vida cultural?

 

MDP | No llegué, me llegaron. Salí de la cárcel al aeropuerto y de ahí a México, tras un año de estar preso, víctima del golpe militar de 1963 en mi país. Este golpe fue, en mi opinión, un ensayo del que se daría contra el Brasil de Goulart y los que vendrían después dentro de la llamada Alianza para el Progreso y el terror del “mal ejemplo” de la revolución cubana. Pude regresar al Ecuador pocos años después, pero México me agarró, podría decir que me sedujo con todo lo que me ofrecía generosamente su desarrollo cultural. Aquí aprendí mucho. Llegué de 32 años de edad y volví cumplidos los 50. Esos años en la vida de un hombre marcan su mayor receptividad –también su mayor capacidad de dar–, de manera que pienso que equivalen a 40, y esa es la razón por la que me siento mitad ecuatoriano y mitad mexicano. En mi tiempo no había la doble nacionalidad y me produce una sana envidia que Alex Aguinaga pueda compartirlas legalmente. Pero no importa, me siento bien con mi amasiato.

 

JAL | El exilio, además de una experiencia que sufres en carne propia, adquiere una conceptualización poética, una especie de cosmovisión literaria por la que transcurre tu propia mitología y la mitología del mundo exterior. ¿Qué piensas al respecto?

 

MDP | A partir de la lengua todos tenemos una modelización primaria del mundo, lo que nos identifica y al mismo tiempo nos diferencia. Este Encuentro de poetas del mundo latino (2002) es un ejemplo, todos con el latín como origen de nuestras lenguas y presidiendo nuestra modelización del mundo. Franceses, belgas, italianos, quebecuas, catalanes, portugueses, rumanos, españoles latinoamericanos, etcétera, somos cada uno portador de una segunda, compleja y profunda modelización del mundo que es la literatura. En esta dimensión, en los latinoamericanos el exilio es una constante, la mayor parte por pobreza y en busca de mejores condiciones de vida (de mi país han salido y salen por miles, unos a Estados Unidos, durante un tiempo a Australia, ahora a Italia y España) y en menor número, pero intermitente, por motivos políticos. El exilio, entonces, forma parte de nuestra manera de conceptualizar el mundo, y ese estado de yecto del hombre, del que nos hablaba Heidegger, o de no estar del todo, que decía Cortázar, se agudiza en nosotros. Este estado de expulsión (del vientre materno hacia la muerte y del país hacia el olvido o la nostalgia) es parte de la condición humana, de la vida como un viaje, de la imposibilidad de volver. Esto me recuerda la letra de una canción popular de mi país que dice que vivimos con la “nostalgia de vivir un sueño hermoso”, o la de Atahualpa Yupanqui que compara la vida del hombre con un río y exclama: “Tú que puedes vuelveté, me dijo el río llorando”. También ese “sitiado en mi epidermis” de Gorostiza, ese “torpe andar” suyo, “a tientas por el lodo”.

 

JAL | ¿Qué escritores e intelectuales de tu país te acompañaron y acompañan como referencias o soportes de tu escritura y tu pensamiento dentro y fuera de Ecuador?

 

MDP | Tres poetas: Alfredo Gangotena (Quito, 1904-1944), César Dávila Andrade (Cuenca, 1918-1967) y Jorge Carrera Andrade. Los tres fueron exiliados voluntarios, los dos primeros en un país determinado y por largos años (Gangotena en Francia; Dávila Andrade en Venezuela), el tercero capturado por el viaje, de país en país, siempre con breves regresos, hasta el regreso final, poco antes de su muerte. Para Alfredo Gangotena, su país de origen fue una nostalgia mientras vivió en París, y eso fue su poesía escrita en francés, uno de cuyos libros Absence (1932), está cargado, son palabras de Max Jacob, “de un mal atroz, la nostalgia (el mal del país), mal que nos legó el gran poeta Ovidio y otros exiliados. Esta voz nos llega (…) desolada como los 6.530 metros (sic) del Chimborazo, y roja de dolor como sus piedras comidas por los soles odiosos e implacables (…)” un “libro fundamental que ya no me abandonará en la vida”. Hasta que retornó a Quito y Tempestad secreta (1940), único libro que escribió en castellano, fue de nostalgia por Francia. Este “no estar del todo” se convierte en una conceptualización para Dávila Andrade –el “Fakir” según sus amigos, porque nadie recuerda haberlo visto comer, tan dominante era su tesitura angélica–, quien vivió lo que él llamaba “el enigma de las dos patrias”, Ecuador y Venezuela. Y dos narradores: Pablo Palacio (Loja, 1906-1947), exiliado en su propio país y muerto de locura, cuyos libros Un hombre muerto a puntapiés, de relatos, y sus novelas breves Débora y Vida del ahorcado, según escribió Hernán Lavín Cerda en 1970, “escritos hace 40 años, son precursores de lo que habría de escribir, treinta año después, en la década de los 60, un Cortázar, un Revueltas, incluso un García Márquez”; y José de la Cuadra (Guayaquil, 1903-1941), de cuya novela corta Los Sangurimas, subraya Jacques Gilard, de la Universidad de Toulouse, que es “una obra maestra”.

 

JAL | ¿Cuáles fueron los escritores que descubriste al abandonar tu país y cuáles consideras, por el trato directo, personal, cotidiano, contribuyeron de algún modo en tu escritura y en tu visión del mundo?

 

MDP | Muchas veces los autores y los libros que escriben resultan antípodas. Un gran libro puede haber sido escrito por alguien de poco o ningún interés en su trato personal; hay otros, en cambio, que parecerían andar buscando quién los escriba, tan interesantes son en su trato y en su conducta: Juan de la Cabada era uno de ellos. Por eso prefiero remitirme a los libros que a los autores, y he conocido a pocos de los famosos, Rulfo, por ejemplo, o Cortázar, quienes en las pocas veces que hablamos –el segundo varias ocasiones por teléfono y sólo una en persona-– me parecieron magníficas personas. A García Márquez lo conocí antes de que publicara Cien años de soledad, en la casa de un amigo común. Después lo vi dos o tres veces y en alguna ocasión hablé por teléfono con él. Tropical y efusivo, me pareció un tipo chévere, aunque un poco sobreactuado. Monterroso, otro gran escritor, me lució siempre sencillo y generoso, un buen amigo, como lo fueron José Agustín –muy valiente en los tres tomos de su Tragicomedia mexicana–, Pepe Revueltas, Carlitos Illescas (campeón del palindroma y otras exquisiteces), Otto Raúl González, Juan Bañuelos, Poli Délano, Saúl Ibargoyen, Edmundo Valadés (tuve una columna en su revista El Cuento, ahora de nostálgica recordación), Pedro Orgambide, Lisandro Chávez Alfaro, Mempo Giardinelli, José Emilio Pacheco, Gustavo Sáinz, Óscar Oliva, Thelma Nava, Sergio Mondragón, Eraclio Zepeda, Javier Wimer (me recomendó a don Enrique Ramírez y Ramírez –-nunca pude tratarlo de otra manera-– para que me diera trabajo en El Día), Efraín Huerta (el Gran Cocodrilo), Fedro Guillén (me presentó a Marcué Pardiñas, quien me permitió colaborar con pseudónimo en la revista Política), Emmanuel Carballo (me ayudó para que escribiera en el dominical de Ovaciones y editó en Diógenes mi primera novela), Carlos Montemayor, Orlando Ortiz, Tomás Mojarro (hincha a muerte del Guadalajara, “el rebaño sagrado”) , Luis Guillermo Piazza, René Avilés Fabila, Carlos Monsiváis, Jesús Luis Benítez (el Bucker), Humberto Musacchio, Mario Santiago Papasquiaro (lo de Papasquiaro es en homenaje a la población en que nació Pepe Revueltas, lo que me parce muy bien), Marco Antonio Campos, Orlando Ortiz, Margarita Paz Paredes, Parménides García Saldaña, Margarita Dalton, Víctor Sandoval, Gloria Gervitz, Elena Jordana y varios más, de cada uno de los cuales aprendí algo. También me enseñaron mucho los libros de aquellos que no conocí (o conocí muy poco, Elizondo, digamos, y su admirable Farabeuf; o Marco Antonio Montes de Oca): de Sabines, los de ensayo de Octavio Paz, los de Juan García Ponce, de quien maltraté, pienso ahora que injustamente, Figura de paja, una de sus primeras novelas; y de otros de la literatura latinoamericana y universal que llegaban a México mucho antes que al Ecuador cuando no eran tan determinantes la globalización y la comunicación electrónica. También de algunos que conocí después, como Hernán Lara Zavala, Sergio Pitol y Alain Derbez, igual que de mis compañeros de trabajo en El Día, como Javier Romero, uno de los subdirectores; el señor Múzquiz, jefe de Redacción; Aureliano López, quien me dio una lección de solidaridad humana y comprensión cuando me hicieron jefe de la Sección Internacional y quise renunciar porque, habiendo sido mi jefe, de pronto lo convertían en mi ayudante, y él, conociendo mi necesidad y mis circunstancias, me dijo que no lo hiciera), Arturo Cantú, y casi todos los demás. En pocas palabras: México fue fundamental para mi crecimiento como persona y para el desarrollo de mi escritura.

 


JAL | ¿Cómo podrías describir tus encuentros y desencuentros con un país en el que los propios mexicanos buscan su identidad en el espesor de su cultura, en el recargamiento de sus formas y sus fondos?

 

MDP | No fue miel sobre hojuelas. El carácter del mexicano, por el espesor de su cultura y el recargamiento de sus formas y sus fondos, especialmente el del mexicano del centro y hacia el sur, pero sobre todo el del DF, es decir los chilangos, es complejo. Al principio me resultaba muy difícil comunicarme: decía, por ejemplo, “deme una coca cola, por favor” y era como si hablara en japonés, nadie me contestaba, hasta que descubrí la forma negativa de pedir algo en una tienda o en lugar que fuera: ¿No me da una coca cola, por favor?, giro de los más sofisticado para pedir algo dejándole la iniciativa al que debe satisfacer el pedido. Descubrir estas sutilezas del trato me costó tiempo y trabajo. También tenía que superar mis prejuicios en relación al estereotipo del mexicano, supuestamente chovinista y machista, cargado de un, también supuesto, rechazo al estranjero, lo que jamás sentí. Luego la comida, ciertos sabores que me eran extraños, el del mole negro, por ejemplo, o el de las tortillas, que no podía comprender que fueran para comer y ponía el vaso sobre ellas como si fueran tapetes. Pero aprendí, y el mole negro y las tortillas llegaron a gustarme tanto que serían una nostalgia muy dolorosa si no fuera porque mi hijo cocina muy bien y cada cierto tiempo prepara mole, enchiladas y otras delicias. Así, poco a poco, fui entendiendo cómo era México, hasta que hubo un momento en que me sentí partido en dos, viviendo ese enigma de las dos patrias del que hablaba Dávila Andrade, sin saber bien a cuál pertenecía. Supe, finalmente, que a las dos; ahora, después de mi regreso al Ecuador, siento a veces que soy de todas partes, de ningún lugar en particular. Eso se lo debemos al exilio, eso es lo que, sin darse cuenta, nos dieron los milicos.

 

JAL | Enseñar a escribir y a leer, formar literatos. Los talleres literarios son una marca distintiva en tu biografía. ¿Qué enseñanzas y experiencia –digamos utilidad– le deja al escritor dicha actividad?

 

MDP | Siempre he dicho –y en verdad lo creo– que coordinar talleres literarios me fue más útil a mí que a mis coordinados, y que a final de cuentas me pagaban (me pagan aún, ahora en Guayaquil) para aprender. Lo digo sin falsas humildades (no tengo un pelo de humilde, palabra): el contacto con los jóvenes me da una vitalidad que, sin ellos, yo no tendría, peor ahora que cargo con este puto mal de Parkinson –que es idiopático según lo médicos, terminajo que debe venir de idiota– que se agrega a mi vejez y me limita mucho. Otra enseñanza que me ha dado ese contacto es que lo jóvenes no son tontos por ser jóvenes según creen los viejos tontos, y que los viejos no son inteligentes ni son sabios por ser viejos como creen algunos jóvenes tontos.

 

JAL | Hablemos de tu trabajo poético. Vicente Robalino expresa en el prólogo de tu Adagio en G mayor para una letra difunta, siguiendo una afirmación crítica de Fernando Itúrburu, [1] que hay una constante en tu obra que se basa en la dicotomía búsqueda/encuentro del objeto deseado. ¿En qué medida aceptas esta aseveración?

MDP | En su totalidad, y casi me parece una verdad de Pero Grullo, porque es evidente que lo vital, lo verdaderamente hermoso, está en el deseo y en la búsqueda, tal vez en el punto en que se encuentran el buscador y lo buscado (Dávila Andrade dixit), contacto que es instantáneo y, por lo mismo eterno, pero es obvio también que cuando un sueño se cumple deja de ser un sueño, se acaba, es grunt, ese vacío y plenitud, al mismo tiempo, que es humanamente insoportable, por lo que es mejor que desaparezca, que sea fungible. Lo triste de las aspiraciones –no es una frase mía, creo que la escribió o la dijo alguna vez Sergio Fernández– es que a veces se cumplen.

 

JAL | Percibo una preocupación esencial por el ritmo y la sonoridad en tu poesía, por lo menos eso refleja Adagio en g mayor, que la aproxima a intenciones semejantes en Oliverio Girondo o a la búsqueda musical de Altazor de Huidobro. ¿Buscas estos efectos o nacen de tu natural tendencia al canto? “Canto y señal, /gorjeo único, /regurgitar absurdo/ sin destino”.

 

MDP | Creo que nace de una tendencia natural: nunca leo poesía en voz baja; creo que no debe leérsela de ese modo, porque al hacerlo así corremos el riesgo de eliminar lo que la caracteriza: el ritmo. Un ritmo que no debe ser de campanitas, como es el caso de la poesía rimada –subterfugio preceptivo para evitar enfrentarse al ritmo de la lengua de uno y conseguir una caricatura de las posibilidades rítmicas del griego (en castellano nadie puede escribir en anfibráicos o anapésticos)– sino el posible en la lengua en que hablamos y escribimos. Comparto el criterio de Tinianov –quien no hablaba todavía de estructuras sino de sistemas–, criterio según el cual el factor constructivo dominante en el sistema poesía es el ritmo. A Girondo lo admiro, pero en lo que respecta a la pequeña cita de Adagio que haces al terminar tu pregunta, me siento más cerca de Huidobro y su Altazor, guardando, por supuesto, las distancias. Me parece oportuno señalar aquí que a Huidobro lo indignaban los poetas que querían tener “voces de canario monocorde” y “lengua de príncipe” cuando lo que deberían buscar era una “lengua de hombre”. Para mí Huidobro es a la poesía contemporánea lo que James Joyce es a la narrativa, también contemporánea.

 


JAL |  El Juego. En tu poesía la forma y el contenido se deslizan en movimientos paronomásicos, en extravasaciones formales y semánticas, en las cuales uno como lector puede descubrir sustancias temáticas muy definidas, como la soledad carnal, el anhelo erótico, y allí mismo, al lado o entremezclado, la plenitud amorosa y de la belleza, el gozo de vivir. ¿Qué papel le otorgas a la palabra en este juego de la razón y los sentimientos, las emociones?

 

MDP | En tu pregunta-afirmación –tal vez debería decir en tu lectura y como parte del signo literario al que te enfrentas enriqueciéndolo– dices juego, pero de inmediato le otorgas dimensión a lo que dices. Juego, señalas, pero enseguida haces saber que se trata de un juego a muerte, hasta las últimas consecuencias, entre los significantes y los significados, entre lo significante y la significancia, entre lo vital y lo agónico, entre la felicidad de vivir y la cercanía de la muerte, la plenitud amorosa y su ausencia. Yo diría que es una especie de réquiem. Por lo demás no es necesario saber qué signifca “guilladura” o “gurruminia”, “lengua gulusmeante”, “guita en el cuello”, “grunt”, ”Gudrum” o “Krelko”, “gatuperio” o “gurgitis” para leer el texto que, desde lo fónico y su posición en el discurso, devuelve o cambia los sentidos de las palabras que, según cada lector, pueden resultar unisémicas, o polisémicas según el número y calidad de los lectores. El boliviano Óscar Rivera Rodas, en Cinco momentos de la lírica hispanoamericana, historia literaria de un género (1978), dice, refiriéndose a Huidobro –insisto en que siempre guardando las distancias que imponen su enorme talento y calidad–, que en su poesía “impulsa el juego dinámico de conjuntos imaginativos, pues muestra las partes de un todo: las percepciones que definen un significante, cuyo sentido puede ser uno o varios. Esta forma de comunicación (…) se basa en la sugestión, que empieza a mostrar los indicios de la interacción entre el poeta y el lector”. Esto es lo que he intentado en Adagio y ese es el papel que conllevan, no que les otorgó, las palabras.

 

JAL | ¿Hasta qué punto tu poesía y tu narrativa son fiel reflejo de Miguel Donoso Pareja?

 

MDP | No creo en la teoría del reflejo sino en la multiplicidad de mediaciones.

No creo en el autor individual sino, como Lucien Goldman, en un autor plural. Además, “persona” significa en griego “máscara que suena” (per-sona) y, más allá de nuestras máscaras, no somos sino una invención de los demás, diferente cada vez, como los demás son una invención nuestra, una tergiversación equivalente. Por eso no hay reflejo que valga, menos aún uno que sea fiel.

 

NOTA

1. Fernando Itúrburu: Guayaquil 1959, profesor de la Plattsburgh State University of New York. Ha publicado: De matines y laúdes, Vástagos y El cambio tomado, libros de poesía; Donde crecen las arañas, Funes en los portales y El cholo Cepeda, investigador primado, de narrativa; y los de ensayo: La palabra invadida y Lecturas prohibidas de la literatura ecuatoriana. 

 



 


MIGUEL DONOSO PAREJA (Ecuador, 1931-2015). Estudió la carrera de Derecho, pero nunca la ejerció. Ha publicado cuatro libros de poemas: Primera canción del exiliado, Cantos para celebrar una muerte, Última canción del exiliado y Adagio en G mayor para una letra difunta; seis novelas: Henry Black, Día tras día, Nunca más el mar, Hoy empiezo a acordarme, La muerte de Tyrone Power en el Monumental del Barcelona y A río revuelto, memorias de un Yo mentiroso; así como cuatro colecciones de cuentos: Krelko, El hombre que mataba a sus hijos, Lo mismo que el olvido y Todo lo que inventamos es cierto.
 

 

 


JOSÉ ÁNGEL LEYVA (México, 1956). Poeta, narrador, periodista, editor y promotor cultural. Fundador y director de la editorial y la revista literaria La Otra. Responsable de Publicaciones de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Ha publicado más de 25 libros de poesía, narrativa, divulgación de la ciencia, periodismo y ensayo. Sus obras más recientes son Voz que madura, entrevistas a poetas iberoamericanos (tres volúmenes), BUAP, 2018; Luz y cenizas, FOEM, 2019, Enrique Arturo Diemecke. Biografía con música de Mahler, 2020, Exorbitant, Francia, 2020 y Anacrónicas, FCE 2021. Libros suyos han sido traducidos íntegros al francés, italiano, serbio, polaco y parcialmente al sueco, portugués, inglés y al rumano.

 


Agulha Revista de Cultura

Número 231 | junho de 2023

Artista convidado: José Ángel Leyva (México, 1956)

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023 

 


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