Nuestra
conversación comenzó entonces, en el 2002, entre el ruido de la plancha de Zócalo
avivada por las actividades de la Feria del libro, “La Ciudad, un libro abierto”,
y los desplazamientos en la urbe donde el peatón encuentra escasas oportunidades
de recorrer su ciudad. El transeúnte, el hombre de la vida cotidiana, nos condujo
a la lectura de sus significados. Una lectura pausada y abierta me empujó hacia
los espacios interiores de su escritura, cuyas fibras nerviosas están hechas de
un lirismo evocador e invocante.
JAL | Rogelio, comencemos
por lo que tú representas hoy para los lectores y los escritores colombianos. Eres
un poeta que por sobre todas las cosas –es evidente cuando uno conoce tu entorno–
goza del cariño de la gente, incluso, cosa extraña, en los gremios literarios. Tu
caso es semejante al de Alí Chumacero en México, con una escasa publicación poética
ha alcanzado grandes alturas, y un reconocimiento amplio. Tu obra poética está reunida
en una antología titulada El Transeúnte, que
consta de 110 páginas.
¿Cómo has logrado tanto reconocimiento con una obra tan breve?
Me adelanto a pensar en el fenómeno que Gabriel Zaid llama los demasiados libros,
Pero cuéntame ¿Cuáles son tus reflexiones en este sentido?
RE | Si te acepto que he tenido “tanto reconocimiento” sería pedante.
Si te digo que no es tanto, sería ambicioso o peor, desagradecido. Y ya que mencionas
a Gabriel Zaid (quien no es tan viejo amigo como Gabo o Mutis, pues apenas vinimos
a conversar un rato en esta visita a México) y sus opiniones sobre “los muchos libros”,
te cito textualmente una de sus obras, que tan gentilmente me obsequiara: “Se escribe
mucho por ignorancia: por qué se ha leído poco. Por no saber que ya estaba escrito
algo que uno necesitaba.” Sí, algo que uno cree que es original, si no, no lo escribiría,
pero ya había sido dicho antes por otros, sólo que mucho mejor de lo que uno podría
hacerlo. Por eso uno va escribiendo cada día menos. Recuerdo el título que le pusieron
a una entrevista que me publicó el suplemento literario de El Tiempo, con comillas porque fue la misma respuesta que ahora te doy:
“Mientras más leo, menos escribo.” Pero no fue siempre así. En mi niñez –yo comencé
a escribir versos a los diez años– y en mi adolescencia lo hice compulsivamente
hasta cuando acepté que esa no era la forma de conquistar un amor imposible. Varias
veces recogí en cuadernillos alguna selección de aquello, pero afortunadamente las
ediciones fracasaron. Eran versos ingenuos y simples –como lo siguen siendo–, “poesía
elemental” la llamó mi primer crítico. Cuando me encontré, en las calles de Bogotá,
con la soledad de frente y por todos los lados, ya mayor de edad, empecé a escribir
los poemas que se fueron agrupando lentamente y que integraron mi primer libro,
o sea el único, El transeúnte (yo no llamo
libro un cuadernito que en 1948 me publicaron con el título de Edad sin tiempo). Fue bien acogido, no me
preguntes a mí por qué, esa pregunta debería ser para los lectores… y aunque mi
producción siguió siendo mínima aparecieron nuevas del mismo, a las cuales agregaba
los pocos poemas inéditos, que nunca me dieron para otro libro. La primera edición
tuvo quince poemas y la última, en 1998, setenta. Parece mucho, pero la proporción
es de un poema por año, porque entonces yo ya era septuagenario.
JAL | No puedo dejar tras bambalinas la malsana curiosidad de los escépticos
¿Cuánto interviene en ello tu posición social como periodista, ¿cuánto
las relaciones públicas y cuánto el cariño de los amigos a tu persona?
RE | El hecho de ser periodista –siempre directivo en la que en Colombia
llaman “La gran prensa”– no me ayudó para nada, sino que me perjudicó. Me sentí
siempre inhibido para la más mínima publicidad propia, y siempre fue respetada mi
discreta conducta en el diario, casi ignoraban que yo fuera poeta. Pero en otros
medios, revistas y suplementos literarios (entre ellos el Excelsior de México) los buenos amigos, que nunca faltan divulgaron
mis versos y se refirieron a ellos siempre generosamente, lo que hizo que las ediciones
se repitieran, por diferentes editoriales, hasta la octava, que aparecerá en el
2003. O sea, para contestarte con tus propias palabras: sí han influido mi posición
(no social sino profesional) como periodista, las relaciones públicas, discretas
pero insoslayables, la promoción de las mismas editoriales a pesar de mis reticencias,
y el cariño de tantos amigos, sobre todo de grandes poetas como Aurelio Arturo y
Fernando Charry Lara y mis compañeros de la revista Mito, Alvaro Mutis, Jorge Gaitán Durán y Fernando Arbeláez… y los que
siguen nuestros pasos hasta hoy, que me rodean y me dan sus libros, hasta el punto
de que por ello he podido hacer varias antologías de poesía colombiana.
JAL | Compartes el origen con el poeta Porfirio Barba Jacob, ampliamente
conocido en México por su imagen de poeta maldito y por su gran amistad con Salvador
Novo, ¿Qué peso le reconoces en tu poesía a este personaje que, como tú, nació en
Santa Rosa de Osos, Antioquia? No puedo dejar de mencionar que Darío Jaramillo,
quien te reconoce como figura tutelar, es del mismo pueblo.
JAL | Las “Elegías prematuras” revelan un ser atormentado y reflexivo,
en los dominios metafísicos de la ausencia de la musa o del ser encarnado en ella.
Amar es morir en una vida intensa. Hay en ti un fulgor oximorónico ¿a qué lo atribuyes?
RE | La muerte ha sido una obsesión mía desde mucho antes de conocerla
cara a cara, y su sola mención me arrancaba lágrimas. En mi tierna infancia lloraba
porque no venía a visitarme mi tío predilecto (porque había muerto). En la bendita
edad de los hallazgos prodigiosos, lloraba cuando leía poemas como “La cuna vacía”,
“La muerte de la tórtola” de mi paisano Epifanio Mejía, “El rosario de mi madre”
de …(Gabriel Zaid debe saberlo, yo no lo recuerdo, es aquel soneto que comienza
así: “De la pobreza de tu herencia triste / sólo me queda, madre, tu rosario./ Sus
cuentas me recuerdan el calvario/ que en tu vida de penas recorriste”). También
me emocionaba “Qué solos se quedan los muertos” –a Becquer lo leía a escondidas
en un seminario de Bogotá de donde, por haberme pillado, me expulsaron–. Y una fábula
que ahora veo que fue decisiva para el resto de mi vida, pues me descubrió la fragilidad
de la ilusión y la profundidad de la pérdida: “La lechera” (aquella poesía que comienza
así: “Llevaba en la cabeza una lechera/ el cántaro al mercado/ con aquella presteza,
aquel aire sencillo, aquel agrado/ que va diciendo a todo el que le advierte: /
yo sí que estoy contenta con mi suerte”. Fábula a la que siempre se refieren, creo,
cuando dicen “llorar sobre la leche de ramada”. Sí, la pérdida: perdí a un vecinito
en mi calle de la Ronda, me impresionó el multitudinario entierro del santo párroco
de Santa Rosa (el Padre Mejía) y, sobre todo, a los seis años, perdí a mi madre…
lo que fue acontecimiento decisivo para mi vida literaria, pues cuatro años después,
cuando tenía diez, escribí mi primer poema: “Nos falta ella”, que con el título
de “Así sería mi madre” aparecerá en canciones de un niño triste que me edita la
Biblioteca Pública Piloto para América Latina, de Medellín, por iniciativa del amigo
Darío Jaramillo, lo que me tiene nervioso, casi temblando por este salto al vacío
que no di cuando era un niño irresponsable y ahora lo hago cuando soy un viejo responsable…
de semejante delito!
Me
alargo demasiado, pero tengo que rematar lo que ya estaba muerto:
Siempre hablé de la muerte / estaba vivo…”
digo en algún poema, porque ¿con qué experiencia propia se puede hablar de la muerte,
sin estar muerto? La conocemos sólo por “referencias”… Retomo mi adolescencia, para
darte unos indicios, no culteranos sino vivenciales, míos. Cuando vi, en plena pubertad,
la película “Cuesta abajo” o, mejor, cuando oí la canción “Sus ojos se cerraron”
de Carlos Gardel, sentí la misma opresión en el pecho que acababa de sentir al leer
el primer capítulo de “La tumba de hierro” de Henry Conscience, aquel en que cuenta
la visita del artista a la tumba de su amada. Todo eso era para mí, sin yo saberlo,
como premonitorio. Porque llegó el momento en que me anunciaron la muerte inminente
de una niña a quien no dejaron ser mi novia por oposición de su padre. Entonces
fue cuando escribí aquellas “elegías prematuras”.
JAL | ¿Cuánto del entorno de tu infancia y de tu juventud representa
esa carga emotiva envuelta en redes conceptuales?
RE | Mucho, pero más rescatables como expresiones emotivas que conceptuales,
como lo dejo manifiesto en lo que te acabo de contar.
RE | Me parece que tú, como mis más generosos críticos, encuentras
en ese poema mucho más de lo que yo pude decir. Porque son los buenos lectores los
que completan el trabajo del poeta, con sus variadas y sorprendentes interpretaciones.
Ahora bien, coincido contigo en que el paraíso perdido es irrecuperable, porque
el paraíso no es el descanso eterno, la jubilación definitiva, sino el claustro
materno, es decir, antes de nacer. El poema sólo quiso referirse a mi soledad en
medio de todos, y a la soledad de todos, cada uno con su pena a cuestas. Así que
de una queja lírica pasó a ser un reclamo social. Por eso, tal vez, está tan vivo
entre las gentes de ahora.
JAL | Supongo que algunas obras y autores establecieron los linderos
donde debías fundar y construir tu obra poética ¿reconoces algunos ascendientes?
RE | El único ascendiente visible, porque fue el único que en mi adolescencia
leí completamente, fue Barba-Jacob. Pero entre los diez y los quince años sólo conocí
poemas sueltos de españoles como Núñez de Arce, mexicanos como Juan de Dios Peza
y colombianos, claro, como José Asunción Silva, porque venían en los “libros de
lectura” que nos prestaban en las escuelas públicas en aquel entonces. En mi pueblo
no había más que una librería, que era del obispo, y por tanto no tenía sino literatura
confesional e historias religiosas. Fue entrar al liceo –bachillerato– de la capital
del departamento (estado), en Medellín, cuando empecé a descubrir a los autores
vedados, aunque muy parcialmente, porque no tenía con qué comprar libros ni revistas.
Me salvó que entré a trabajar en un radioperiódico que los sábados transmitía sólo
poesía en lugar de noticias y su director me prestaba los libros, así conocí al
primer Neruda (de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”), a Bernárdez
(de “Estar enamorados”), a Whitman y a tantos otros. Pero a mí no me interesaba
la literatura como tal (cuando también leía a Mann, a Gide, a Messe, a Barbusse)
sino la coincidencia de los autores románticos con la situación sentimental en que
vivía, siempre soñando en imposibles (como Barba, que alimentaba mis complejos de
adolescente con versos como este: “No tuve amor, y huían las hermosas/ delante de
mis furias monstruosas”).
JAL | Percibo en mi lectura diversos momentos que van desde la pesadumbre
existencial, el culto al amor, la convicción implacable de tu pertenencia a la poesía,
el humor callejero, el juego con las palabras, a veces incluso de una manera ingenua,
y como escribiera San Juan de la Cruz “Un no sé qué que quedan balbuciendo”; es
decir, un sentimiento místico que no termina por desatarse, por elevar su voz. Concreto
mi intención: Advierto diversas etapas con posibilidades crecer de manera formidable
y otras que se quedan en el umbral de la puerta. ¿Qué opinas al respecto?
RE | Que tienes razón. Y por eso mi respuesta será más breve que tu
pregunta, porque tú resumes, con tanta propiedad como agudeza, lo que puede ser
mi poesía, pero que yo mismo no alcanzo a definir.
JAL | La muerte-la vida. Tu mirada de periodista ha captado el acontecer
local en relación con el mundo. La violencia y supongo que también el júbilo que
provoca la esperanza, luego de nuevo la rabia y la ola destructora de la frustración
y el odio. Tu poesía destaca la fragilidad humana, su condición efímera en la vida,
pero sin el desgarramiento ni los resentimientos que podrían generar una historia
sangrienta como la de tu país. La muerte tiene algo de positivo, de esencia renovadora,
que en mucho reconozco en los poetas mexicanos desde la época de Nezahualcóyotl.
En ti ¿cómo justificas esa obsesión?
Me
preguntas que cómo se justifica esa obsesión. Tal vez literariamente. Siempre fui,
o soy, un poeta elegíaco. El último poema, que acabo de escribir después de años,
es precisamente sobre la muerte de uno de mis poetas y de mis amigos del alma, José
Manuel Arango, quien poco antes de morir había escrito un poema sobre su propia
muerte, que lo perseguía: “Y si voy va detrás, / si vengo viene, / si me detengo
se detiene. / Siento sus artejos sobre mi nuca, / su acezo en mi oreja”. Con un
epígrafe mío: “Cien pasos doy de para atrás / pero la muerte los advierte”. Aquí
llego, y pienso que si lo hubieras sabido antes me hubieras preguntado por él, a
la muerte de mi hijo mayor, sin duda el golpe más rudo que me ha dado la vida (y
aprovecho para agradecerte la dedicatoria de tu bello ensayo sobre “La muerte de
la rosa” en tu magnífica revista Alforja).
¿Qué puede uno decir cuando un “golpe como de la ira de Dios” nos deja mudos? Alguien
me dijo que “ahora si vas a hacer tu mejor poema”… y le repuse: “Pues si ni lo había
hecho ya, se quedará sin hacer”. No he intentado escribir ni una palabra. Pero ya
había publicado un poema que resultó premonitorio pues siempre que lo leí en público
–en vida suya y la última vez a su lado, dos semanas antes de su desaparición, personas
que lo oían no podían ocultar una furtiva lágrima–. Es aquel que en El transeúnte aparece con el nombre de “Sombra
avante” y que termina así: “No quise de tu cielo estar distante / y te dejé en un
limbo desdichado”.
Me preguntas cómo justifico la obsesión (de la
muerte). No, no la justifico, simplemente se lleva, se sufre. No puedo darte una
respuesta prosaica. Como casi todos los poetas, soy heterodoxo, no heterodocto.
JAL | Nunca liberaste del todo a los versos de la rima y de una musicalidad
que te sujeta al canto, no obstante, la senda reflexiva que trabajas.
RE | La senda reflexiva también resiste pasos acompasados. Yo sí libere
mis versos de la rima, la prueba son los primeros poemas de El transeúnte. Pero últimamente (es decir,
los que aparecen al final) son regresivos en varios sentidos, no sólo en la utilización
de la rima. Es una especie de reacción contra tanta poesía “antipoética”. No quiero
rehuir el son (sin sonete) para parecer “moderno”, cuando surge espontánea y necesariamente
como consecuencia de eso que llamamos inspiración, cuando nos llega tan fácil como
no lo era cuando escribíamos los primeros versos. Sin embargo, tú ves cómo es de
variada mi retórica. Nunca me he puesto a clasificar los poemas, sino que los publico
en el orden cronológico en que los he escrito, aunque no sean uniformes ni en el
fondo ni en la métrica, y muchas veces contrastantes. Los retornos no son siempre
nocivos, pero tampoco son definitivos. Mi último poema (en el libro que tienes,
publicado por Norma) denominado “No olvidan nunca su canción” los pájaros, es tan
libre como ellos.
JAL | ¿El amor mundano o el platónico?
RE | Ambos. Eros y Platón me perdonen.
JAL | Tu labor antologante ¿nace de alguna razón o causas específicas?
¿Qué respuestas sueles dar a los que no están incluidos y reclaman sitio?
RE | Todas las antologías que he hecho han sido por encargo del Ministerio
de Cultura, de la Presidencia de la República, de Planeta, de Círculo de Lectores
(Intermedio), de Panamericana. La antología de poemas al hijo, que sigue, naturalmente
a las de la madre y del padre, la acabo de entregar a la imprenta, seguramente la
tendremos a fines de año. Y creo que así cierro el ciclo, pues hacer antologías
es un trabajo que no agradecen ni siquiera quienes son incluidos. ¿Que respondo
a los que no? Que esperen las nuevas antologías, ya entonces tendrán escritos sus
mejores poemas.
JAL | Dos últimas preguntas en una sola ¿Qué te le ha aportado la poesía
a tu vida y esas calles que repasan los transeúntes hacia dónde nos conducen?
RE | Dos últimas respuestas en una sola: la poesía me ha abierto un
camino, y esas calles conducen a ninguna parte. Mejor tal vez lo dice el final de
mi poema “Tránsito”:
¿Qué soy sino, por fin, el que viaja con
otros
que
no saben de dónde vienen
más
que evacuados de una mujer,
ni
a donde van
si
no a ocupar el sitio que su sombra señala?
ROGELIO ECHAVARRÍA (Colombia, 1926-2017). Periodista desde los 15 años de edad, ha trabajado en los diarios de Bogotá: El Tiempo y El Espectador. Su poesía fue publicada en los libros Edad del tiempo (1948, 1988, 1990 y 1992) y El transeúnte (1964, 1977, 1984, 1985, 1992, 1994 y 1999). Ha publicado las antologías de poesía y periodismo: Versos memorables (1989 y 1998), Lira de amor (1990), Los mejores versos a la madre (1992), Selecciones de sucesos: Crónicas de otras muertes y otras vidas y El asesinato de Gaitán (1993 y 1998), Mil y una notas (1995), Antología de poesía colombiana, siglo XX (1996 y 1997), Antología de la poesía colombiana, siglos XVII a XX (1997 y 1998), Quién es quién en la poesía colombiana (1998).
JOSÉ ÁNGEL LEYVA (México, 1956). Poeta, narrador, periodista, editor y promotor cultural. Fundador y director de la editorial y la revista literaria La Otra. Responsable de Publicaciones de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Ha publicado más de 25 libros de poesía, narrativa, divulgación de la ciencia, periodismo y ensayo. Sus obras más recientes son Voz que madura, entrevistas a poetas iberoamericanos (tres volúmenes), BUAP, 2018; Luz y cenizas, FOEM, 2019, Enrique Arturo Diemecke. Biografía con música de Mahler, 2020, Exorbitant, Francia, 2020 y Anacrónicas, FCE 2021. Libros suyos han sido traducidos íntegros al francés, italiano, serbio, polaco y parcialmente al sueco, portugués, inglés y al rumano.
Agulha Revista de Cultura
Número 231 | junho de 2023
Artista convidado: José Ángel Leyva (México, 1956)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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