Mientras el hombre de pie produce una impresión
de autonomía y el hombre sentado una de duración, quien está yacente no ofrece ninguna
resistencia y, entregado al descanso –acaso duerme, acaso cayó o fue herido–, la
tarea de dominarlo se ofrece tan dócil a nuestro arbitrio como suave su piel y lánguidos
sus músculos a nuestro tacto. Sabemos que para algunos descansar no trae, por fuerza,
reposo; que el hombre erguido puede arrastrar además de su sombra la de otros cuerpos
y, entonces, a pesar de mantenerse parado por sí solo, libre para tomar cualquier
decisión, éstos le confieren su horizontalidad y aquella postura suya, erecta a
nuestros ojos, no es sino la fachada tras la cual ocurre un silencioso hundimiento,
el desliz puntuado hacia el grado cero, ahí donde se cancela la estatura. Si la
muerte es la interrupción del tiempo sobre la continuidad del espacio hay un estado
análogo en el que es el espacio lo que se detiene y, gélidamente inmóviles, presenciamos
cómo transcurre el mundo a pesar de nosotros.
Quizá nunca otras palabras han transmitido el absoluto
horror de sus implicaciones como la advertencia en Si esto es un hombre: Me parece superfluo añadir que ninguno de los
datos ha sido inventado. Primo Levi estuvo preso en uno de los campos de exterminio
nazi. Nadie tiene derecho a culparlo por su incapacidad para sobrellevar su supervivencia:
hace veinte años que en un edificio turinés el peso de su cuerpo, engrosado por
su sombra y otras tantas, irrumpió veloz por el claro de las escaleras. El tumulto
aéreo, la oscuridad fragrante. Hay quienes huyen de la muerte yendo a su encuentro.
Cuando ofrece su tipología de las posiciones humanas,
Elias Canetti dirige nuestra atención al momento de la sobrevivencia. Este momento,
la imagen del ser incólume sobre la masa de muertos, es el momento del poder. El
hombre ha logrado desviar la muerte sobre los otros, sus enemigos, y el haber conservado
su vida lo dota de un sentimiento de invulnerabilidad. Ahí, en ese afirmarse contra
o incluso a pesar de otros (porque el enfrentamiento cobra su precio entre los nuestros)
cristaliza la victoria. Superar el peligro, sobreponerse a las iniciativas enemigas
para destruirnos, nos confiere seguridad y sensación de fuerza. Y ambas tendencias,
el alejamiento a toda costa de las amenazas y la voluptuosidad de la subsistencia
se transforman en una pasión, pero en el sentido en que los griegos la tasaban,
a saber, al nivel de los desequilibrios y las manías. Por ello en su estudio acerca
de los poderosos, cuya potestad descansa en el derecho indiscutido de imponer la
muerte y asegurar sus vidas, Canetti se sirve de la figura del paranoico: alguien
a un tiempo con delirio de grandeza y de persecución.
Al vincular al poderoso con el sobreviviente efectúa
un cambio de paralaje y así nos permite observar el lado oscuro de la autoconservación.
Este concepto conocido desde la antigüedad, opina Canetti, enfatiza tres elementos:
la independencia del individuo, el sustento que éste debe procurar para su manutención,
y su obligada defensa contra cualquier ataque. Para él esta noción, además de soslayar
el gregarismo del hombre, lo imagina como una criatura rígida y pacífica que con una mano se alimenta y con la otra mantiene
a distancia al enemigo como si, de no ser molestada, sólo comiera su puñado
de yerbas preferidas y a nadie ocasionara daño. Pero el horror, el horror mundano,
es decir, el mal extremo que inflige el hombre al hombre, se hace presente. A cada
rato.
No hay por qué, tras superar la ingenuidad, darle
paso a la desconfianza. Reconozco nuestro natural apetito dominador, pero no todos
esconden, tras el ansia de la permanencia, la voluntad de aniquilamiento. Tal vez
Canetti acierte al asegurar que sobrevivir a nuestros coetáneos, consanguíneos o
correligionarios no puede cubrir una disimulada dicha, que ponerse sano y salvo
no maquilla nuestros ímpetus egoístas. Pero si la pulsión patológica del poderoso
es sobrevivir a todos, ser el Único, su camino es uno que lleva inexorablemente
al silenciamiento y, solo sobre la faz de la tierra, todo cuanto profiera no será
más que un flujo de sonido inconsecuente.
Sin embargo, hay otra clase de sobrevivientes, otras
conciencias y sensibilidades que se perfilan en oposición al silenciamiento del
mundo mediante el testimonio. Frente a los principales elementos del poder de que
habla Canetti (condenar, conocer e interrogar) destacan al menos tres figuras del
testigo: la del salvado, quien escapa a las sentencias de muerte; la del espía,
quien revela los secretos, y la del poeta, quien se abroga el derecho de preguntar
y responder.
La importancia del espía para nuestros fines es
que trae a cuenta el problema moral del sobreviviente, cuya benignidad siempre damos
por sentada. En los casos del salvado y el poeta, al identificar la culpa con el
mal, recubrimos sus testimonios con el velo fino de la veracidad. Aunque no debiéramos,
como testigos, deslindarlos de toda responsabilidad, es decir, ahorrarles el trámite
de contrastar sus dichos filtrando cada una de sus aseveraciones por la apretada
urdimbre de la duda, nuestra única tela de juicio.
Es aquí donde nos enfrentamos al problema del valor
de verdad del testimonio, un valor que pretendemos sustraer de la experiencia y
basarlo en su capacidad para reparar el daño sufrido. Depositario de una “autenticidad”
inseparable del suceso vivido, el testigo sobreviviente está exento de cualquier
crítica. Nadie puede cuestionar a quien haya presenciado el horror sin ser calificado
de insensible.
Por la asertiva complicidad de la razón en su planeación
y cumplimiento, el Holocausto fue la pena capital del siglo XX. Cada uno de quienes
fueron rescatados del Lager es un testigo, un salvado radical. Pero que el genocidio
judío sea un suceso incomparable con cualquier otro crimen masivo no debe impedirnos,
cuando leemos los testimonios de sus sobrevivientes, el único deber de la lectura,
a saber, el de la interpretación. Permítanme compartir con ustedes la lectura de
la obra que Primo Levi dedicó a la experiencia concentracionaria.
De inicio sorprende su sabiduría disfrazada de ingenuidad
o inocencia como cuando repasa su llegada a la estación de Carpi, de donde salió
su tren rumbo a Polonia y recibió los primeros ultrajes, y se pregunta si es posible
golpear sin cólera a un hombre. O cuando, queriendo evitar hacernos pasar una mala
noche, nos informa que, así como no existe la felicidad perfecta, tampoco existe
su opuesto pues nuestra condición se opone a cualquier infinitud y para su alivio
inventó la esperanza y la incertidumbre. O la seguridad de la muerte.
Levi presenta esa transformación cuando repara en
el hecho de que su lengua no tiene palabras para nombrar ese yacer en el fondo donde
todo lo que has sido te fue arrebatado. La voluntad no existe en el campo. Los prisioneros
no piensan y no quieren; andan. Son gente sin memoria ni coherencia que oscilan
entre el pesimismo de la derrota y el optimismo de la salvación según sus interlocutores.
De ellos no hay nada que temer, ni rebeldías, ni desafíos ni siquiera miradas recriminatorias.
Y esa calma no debe confundirse con sabia resignación pues no era sino el opaco
estupor de las bestias domadas a palos, a las que ya ni siquiera les duelen los
palos. Por eso no es un exceso retórico en él decir que ciertos Kapos los golpeaban
amorosamente como hacen los carreteros con los buenos caballos cuando acompañan
los azotes con palabras de aliento. O que en el campo no había ni criminales ni
locos porque no había ley moral para infringir y porque, programados como estaban,
cada una de sus acciones era la única posible. Si pensar fue un día la prueba fehaciente
de la existencia de un yo, ese yo fue precisamente lo que Auschwitz eliminó:
Habíamos decidido reunirnos los italianos
todos los domingos en un rincón del Lager: pero pronto lo hemos dejado de hacer
porque era demasiado triste contarnos y ver que cada vez éramos menos, y más deformes,
y más escuálidos. Y era tan cansado andar aquel corto camino: y además, al encontrarnos,
recordábamos y pensábamos, y era mejor no hacerlo.
Antonio Muñoz Molina ha escrito acerca de cómo la
química era para Levi una vocación que implicaba una ética, la del trabajo bien
hecho, y una estética, la de la claridad y la precisión. Dice en el prólogo a Trilogía
de Auschwitz: El horror no necesita ser enfatizado
ni subrayado: la eficacia del relato… resiste precisamente en el contraste entre
las experiencias que cuenta y la limpidez pudorosa de su escritura.
Levi explica que ha utilizado el lenguaje del testigo,
mesurado y sobrio, lejos del lamento de la víctima y la ira del vengador para que
su palabra, en tanto más objetiva, fuera más creída. Sólo así el testigo prepara
el terreno a los jueces, en este caso nosotros, a quienes les corresponde juzgar.
Pero su lenguaje no es objetivo sino desubjetivizado. Esta diferencia no es trivial
y podemos reconocer su importancia en la opinión de Levi sobre Piero Sonnino, otro sobreviviente: …en sus narraciones, que a menudo se convierten
casi en monólogos, tiende a poner de manifiesto las aventuras de que ha sido protagonista
antes que los hechos trágicos que presenció pasivamente. Levi admitió que los
problemas de estilo siempre le parecieron ridículos, que el tono de Si esto es un
hombre fue tomado de los informes que debía redactar en la fábrica donde encontró
trabajo después de la guerra y donde, robándole horas al sueño, escribió su testimonio.
Pero cuando confiesa que fue la experiencia del Lager lo que lo obligó a escribir,
que sin esa temporada en el infierno es probable que nunca en su vida habría escrito
algo, se emparienta con todos los grandes memorialistas, quienes se vieron obligados
por las circunstancias a contar la historia de una época, una generación o un gran
acontecimiento desde la única trinchera que les era posible: la del rol que les
tocó en el teatro del mundo.
No reduzco el mal de Auschwitz a una discusión acerca
de géneros literarios, sino que propongo, mediante las letras, asomarnos a la historia
de las mentalidades, al menos la de un hombre, pero no un hombre cualquiera sino
ejemplar. No utilizo este adjetivo para calificar una intachable conducta. Habríamos
de hacerle caso a Levi cuando declara que no fueron los mejores quienes sobrevivieron.
Uno mismo, al recorrer sus páginas, puede sentir disgusto con la admiración de Levi
a los hombres cultos y su desdén hacia compañeros de constitución más rústica como
cuando critica la absurda honestidad de empleadillo
de Kraus, ese pobre húngaro que trabaja demasiado y se empeña demasiado en disculparse
mientras marchan de regreso a las barracas por el palazo de lodo con que sin querer
lo ensució. No, lo ejemplar de Levi es que, siendo parte de esa muestra común de
la humanidad que llegó al Lager, su escrito se aleje del testimonio ejemplar, esos
relatos teleológicos incapaces de extraerse a la lógica de la causalidad y el moralismo
edificante. Su acierto, quizá fortuito, está en haber mostrado las contradicciones
del campo como sólo puede hacerlo cualquier verdadera literatura cuya materia sea
la vida.
Cuando una escritora rusa afirmó que todo poeta
era un judío pudo querer señalar tres cosas: que el poeta es siempre el extraño
entre nosotros; que la poesía era la forma más íntima, sanguínea, de religión, o
que el poeta es el único hombre capaz de cuestionar a Dios.
Había dicho líneas arriba que la de hacer hablar
y hacer callar era una de las facultades del poderoso. Suyo es el derecho de adelantar
preguntas y elicitar respuestas. Ese interrogar simula la incisión de un bisturí
–el interrogador sabe lo que puede encontrar provocando dolor. El caso más extremo
de este ejercicio es la tortura. Para John Berger (The Hour of Poetry) la tortura es contraria a la poesía pues se opone
a la presunción de entendimiento mutuo, premisa sobre la que se basa todo lenguaje.
La tortura aplasta al lenguaje porque su motivo es arrancarle la voz quebrando cuerpos.
Por eso el acondicionamiento del torturador debe comenzar con una rasgadura fatal,
la que separa a ellos de nosotros, hace de esa separación una diferencia
ineludible y de esa diferencia una amenaza.
La gracia del lenguaje radica en que puede atrapar
la totalidad de la experiencia humana; incluso aquello de lo que no se puede hablar.
Uno es capaz, en mayor o menor medida, de decir cualquier cosa con el lenguaje.
Esa abertura puede transformarse en indiferencia, pero la poesía se dirige a él
de una manera que cierra la brecha por donde se introduce el desdén al equiparar
el alcance de un sentimiento particular con el alcance del universo, reuniendo íntimamente
a la lengua y a cada acto, cada nombre, evento y perspectiva a la que se refiere
un poema. Además, la poesía desafía todo espacio que separa mediante el impulso
de la metáfora –que no es comparar sino develar las correspondencias del mundo.
Por eso cobra especial relevancia que, según los enterados, en la poesía de Paul
Celan, alguien para quien escribir un poema era lanzar una botella al mar, la palabra
más repetida sea tú y que una de sus contribuciones
al alemán fuera el giro que dio a las preposiciones, elementos lingüísticos cuya
función primordial, sabemos, es la de relacionar.
Romper el silencio, dice Berger muy cerca de Primo
Levi, es guardar la esperanza de que esas palabras sean escuchadas y que una vez
escuchados los eventos sean juzgados. Esta esperanza, continua, es el origen de
la oración y la oración quizá se encuentre en el origen del lenguaje. Porque la
lengua del hombre no es la lengua adánica sino la lengua después de la caída, que
sabe del bien y del mal, es decir de la diferencia, o de otro modo, de la contradicción.
Y esa lengua que distingue tiene sed de Dios o lo Absoluto, pero también del Otro.
Aseguré antes que en oposición al poderoso y su
silencio había otra clase de sobrevivientes, otras conciencias y sensibilidades
que se perfilan en oposición al silenciamiento del mundo. Su camino contra la muerte
es un camino rumbo al encuentro. Sea esta meta inmediata o futura, su norte es trazado
por el tenaz anhelo de testimoniar. Con o sin palabras; incluso desprovisto de habla,
el testigo, al indiciar, cumple su cometido pues señalar dónde, quién, cuándo es
ya una forma de dar cuenta.
El testigo quizá sea la vacuna de la civilización
contra su propio exterminio; y comparecer, tal vez por eso, es el más compasivo
de los actos.
JULIÁN ETIENNE (México, 1981). Escritor, editor y polemista. Fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Tamaulipas y la Fundación para las Letras Mexicanas. Sus textos han aparecido en revistas como Oráculo, La Tempestad, Picnic, Replicante y Hoja por Hoja. Actualmente coordina la colección Versus de Tumbona Ediciones y prepara un libro sobre las memorias literarias.
IO ANGELI (Grecia, 1960). Estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes de Atenas y continuó sus estudios de maestría con una beca en Londres en el Royal College of Art y Central – Saint Martin’s School of Art & Design (1988-1991). Ha presentado su trabajo en 17 exposiciones individuales y ha participado en muchas exposiciones colectivas en Grecia y en el extranjero y ha colaborado con la Galería Zoumboulakis desde 2013. Entre las muestras individuales más recientes se encuentran: Boundaries (2015); Is it a trap? (2019); y Slalom (2023), todas ellas en Zoumboulakis Galleries, en Atenas. Sus obras se encuentran en colecciones públicas y privadas. Trabaja como profesora en la Universidad de West Attica. Io Angeli es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Agulha Revista de Cultura
Número 233 | julho de 2023
Artista convidada: Io Angeli (Grécia, 1960)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2023
∞ contatos
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ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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