domingo, 9 de julho de 2023

LIANA BADR | Una huerta sólo se riega con agua del cielo

 


Ocurrió hace exactamente cinco años. Todavía recuerda su primera visita. Se levantó temprano, como de costumbre. Estaba contenta, con la mente despierta, para cumplir las órdenes de aquel santo (al wali) que la había visitado en un sueño. Se presentó muy guapo con su hermosa y digna barba blanca. Se detuvo delante de ella portando su rosario de perlas doradas y brillantes. Y con cariño, señalando con sus largos dedos hacia el sur, dijo:

– Ve a la mezquita de Abraham en Hebrón.

La miró por el rabillo del ojo y se marchó. Estaba obligada a cumplir con la llamada del Sheikh Jalil, que le había aconsejado ir a la mezquita de Abraham. Ella había oído a las mujeres del barrio hablar del valor de aquel lugar, y no había tenido antes la oportunidad de visitarlo. Se levantó de madrugada y terminó la oración. Luego preparó la leche cuajada dentro de la bolsa blanca de tela colgada en el grifo de la cocina. Cogió un par de yusfi (fruta) en su paño y un trozo de pan untado con queso fresco que había preparado con la leche que le llevaba el lechero cada uno o dos días.

Estaba segura de que nadie se creía que la leche envasada en latas de plástico del supermercado no fuera falsa, y que llevaban agua u otros productos que sólo Dios o sus productores conocían. Se dirigió a su cesta y, después de dejar la botella pequeña de agua, salió vestida con una túnica campesina bordada y decorada con ramas rojas de los árboles de ciprés. Tapó su cara con una parte de su pañuelo protegiéndose del frío de la temprana mañana, que podría hacerla enfermar, y luego se dirigió a la estación de autobuses para ir a Hebrón.

No había estado en Hebrón en toda su vida, pero ella iba a visitar a Abraham, padre de los profetas, para pedirle que lloviera en su huerta dañada por la sequía. En su reciente visita al huerto, que se encontraba a las afueras de la ciudad, se encontró una hilera de piedras destruida, como si hubiera habido un terremoto durante la noche, y los troncos de los árboles frutales y sus hojas estaban secos. ¡Aquello era un desastre! Si no llovía, ¿cómo iba a pasar las próximas estaciones sin los frutos de la ciruela roja, de la que se hace la mermelada? ¿Qué iba a ser del desayuno sin ningún sabor a mermelada de albaricoque con color turquesa brillante, ni la dulzura que se mezcla con un pequeño punto de acidez, aderezado con el sabor del pan casero y del queso blanco Nabulsi? ¿Y cómo iba a tener un suministro suficiente de almendras AllAfrica y de frutos de los higos, y tarros de las grandes olivas verdes exprimidas con sal y agua para que duraran lo suficiente y así aguantar el largo invierno?

Tenía que ir y pedírselo, tal y como contaban las decenas de vecinas en los momentos en los que la buscaban con sus quejas para dar comienzo a la lectura de una taza de café. Se desesperaban por los hombres, por los niños y por las suegras, y la envidiaban por su capacidad de ver lo invisible, a pesar de que seguiría siendo siempre una soltera y de que nadie se casaría con ella.

Su baja estatura disuadía a sus posibles novios, a pesar de la belleza de sus grandes ojos almendrados. Creció con su madre y se quedaron juntas en la casa después de la marcha de sus hermanos. Lo más importante que podía hacer era cuidar una porción de tierra situada a las afueras del oeste de Ramallah. Aparte de esto, no tenía ningún entretenimiento, salvo leer el destino en los vasos de líneas finas de relieve de las mujeres cuando llegaban de visita por la mañana para tomar un café árabe mezclado con granos de cardamomo. Todas decían que tenía el don sobrenatural de hablar, aunque no le costaba nada, tan sólo tener consideración e interpretación en las puntuaciones.

Ella sabía exactamente la razón de sus creencias sobre la capacidad que Dios le había dado. Hablaban de ella por detrás por ser bajita, como los enanos. Lo que más llamaba la atención en su pequeñez era la altura de su madre. Era cierto que el envejecimiento de su madre la hacía casi ciega, pero de pie, cerca de la gigante vieja, incluso en conjunto, constituían el número diez: un palo largo enfrente de un cero.

¡Si supieran las vecinas las preocupaciones que sentía cuando las recibía con una sonrisa y falsas palabras! Se reía y se burlaba de ellas, vengándose de los pensamientos que la acusaban de estar en contacto con el rey de los diablos por la belleza de sus ojos, y su iris raro, por el color dividido en su interior, no era verde, ni gris, ni azul. También su estatura poco frecuente la dejaba más cercana a los diablos en el nombre de dios, el Misericordioso, el Compasivo (se pronuncian estas palabras para no pronunciar el nombre del diablo).


Nada de todo esto le satisfizo. Llegó el colonialismo y su bolsillo se resintió por la subida de los precios, la sequía de la tierra y el colapso de las cadenas del campo que habían resistido decenas de años y que habían protegido el suelo de la erosión. No quedaba nada del mundo del pasado, sólo pequeñas parcelas de tierra que no estaban incluidas en la planificación de los asentamientos a pesar de que muchos de los olivares se morían debido a la falta de cuidado de sus dueños, o las confiscaciones continuadas de los militares a la tierra. Suspiró mientras se quejaba de sus temores a Dios. ¡Sí! Irá al padre de los profetas, a Abraham, y se quejará de su gran desastre. Que Dios la bendiga con un poco de agua bendita del cielo para su terreno situado en las afueras de la ciudad.

Cogió un autobús público. No se olvidó de comprar pasteles con sésamo con varios huevos cocidos en el horno. Podría haber retraso y tendría que desayunar allí, por lo que guardó el pan relleno de queso para el camino de regreso. El trayecto no duró demasiado. Aparte del olor de las emisiones de diesel que salía de la panza del autobús que volatizaba su estómago por la mañana, llegó sin demorarse, y tomó la iniciativa de ir a la mezquita.

Subió muchas escaleras llamando y pidiendo perdón a Dios. Se mudó para adentro mientras murmuraba oraciones por la vida de los mártires que fueron asesinados a sangre fría a manos de un colono judío fanático durante el mes sagrado del Ramadán, cuando estaban orando en el interior de la mezquita. Fue a la sección dedicada al pueblo de Hebrón. El ejército lo había dividido en dos partes y prohibió la presencia de los palestinos en una de ellas. Tomó la iniciativa de rezar para no perder su ablución y, cuando cumplió las dos reverencias, recibió un golpe inesperado. ¡No se lo podía imaginar!

Se golpeó con un bloque pesado de hierro. Nunca lo habría esperado. No se le había ocurrido que uno de los soldados la golpearía y que el golpe estaría dirigido a su nuca. Se cayó. Sintió que la tierra temblaba. No entendía nada en absoluto, hasta que se sintió encogida en la alfombra, con la cabeza colgando del cuello. La tierra se mantenía estable en sentido inverso cuando vio unos zapatos militares gigantes y la culata de un rifle extendido a lo largo de su cabeza. Sólo entonces empezó a comprender lo que estaba pasando. Trató de cubrir sus piernas porque la tela del vestido se subió cuando fue agredida. El soldado la miraba y se burlaba de ella a través de sus ojos azules. Aquel loco la pateó y la golpeó de arriba a debajo de manera gratuita sonriendo con desprecio. Ella no se movió. No había hecho nada. ¿Cómo podía ocurrirle aquello entonces? ¿Cómo podía ser?

Se tapó el cuerpo con la tela de su ropa mientras se ponía en pie. El golpe la dejó ensimismada en su silencio. Quién sabía si el hombre armado que cometió una masacre en el Templo podía hacer lo mismo con ella y desaparecer de la faz de la tierra sin dar señales de vida. No le podía reprender, y tampoco ignorar. Recogió sus ropas, terminó de colocarse su pañuelo blanco en la cabeza y trató de levantarse, pero se sorprendió del dolor que le sobrevenía de la parte superior de la cabeza y de la frente. El soldado permanecía en su campo visual con una sonrisa dura y seca, y después desapareció. Entonces salió una abuela de Hebrón que llevaba su vestido tradicional Aldraa, y dijo:

– Tranquila, no te preocupes. Están todos locos. Ven, hermana. Relájate un poco en mi casa.

Después averiguó que aquella mujer, que le ayudó a levantarse y luego la invitó a su casa, se llamaba Umm Abdullah (la madre de Abdullah). Llegaron a una de las casas viejas con paredes gruesas situada en una colina con vistas al Monte de la Mezquita. Entraron a una habitación con techo alto cercada con barras de hierro y un borde ancho. Umm Abdullah la invitó a sentarse en el borde de la alfombrilla. Entre los jarrones de cerámica colocados en la cornisa metálica de la ventana y los agujeros de las hojas verdes estilizadas con terminaciones suaves de la planta Hawa, Umm Abdullah señaló el edificio de la mezquita y dijo:

– No se cansan de ver sangre. Todos los días lo mismo. Nos atacan constantemente –luego se acercó y continuó– ¿Cómo te llamas, hija?

– Najah… No sé… –contestó. Hubiera dicho la bajita, como era conocida a sus espaldas, pero prosiguió– De la casa de Abu Azzam, del barrio de la Bera.

– ¡Buena gente! –dijo Umm Abdullah, y comenzó a buscar los orígenes comunes de las dos familias a través de parientes lejanos.


La instó a descansar y le hizo pasar a una cama cubierta con una alfombra de piel de cordero cerca de otro lecho de cobre ubicado en la entrada de la habitación. Najah empezó a contar a Umm Abdullah lo que le había pasado desde que llegó de madrugada. Le describió lo sucedido con mucho detalle y cómo se comprometió a venir a ver a Abraham con la esperanza de que su huerta dañada por la sequía fuera recompensada. Umm Abdullah la invitó a cenar y sugirió limpiar la herida de su cabeza con crema. No hizo caso a sus excusas y la invitó a pasar la noche con ella.

Najah no se dio cuenta de lo rápido que había pasado el tiempo. Había caído la tarde y su mirada seguía pendiente de las plantas del Hawa que dibujaban extrañas sombras cuando se movían encima de los barrotes de la ventana. En ese momento llamaron a la puerta y asomó la cara de un hombre extranjero. Umm Abdullah fue a recibirle y le oyó decir:

– Constitución.

Najah se asustó porque no estaba preparada para aquella presencia masculina, pero Umm Abdullah no tardó mucho en regresar y le presentó a su hijo. El joven dejó algunas bolsas y suministros y se marchó. Ni siquiera le había visto la cara cuando su madre empezó a contarle el milagro de que estuviera vivo después de los combates en El Líbano. Pero Najah no comprendió la historia. Sólo se enteró de todo cuando el hombre regresó por la noche y se quedó con ellas hasta la madrugada encima del colchón que había en el suelo, delante de los platos con frutos secos que había traído.

Con el chisporroteo de la piel de las almendras y de los pistachos iba de un cuento a otro. Succionaba y disfrutaba de la rica dosis de té y continuaba la historia como si le hubiera pasado a otra persona y no a él, mirándola con cariño con sus ojos marrones pequeños y brillantes de manera amable, e íntimamente cuando se movía por la casa. Entonces les contó que se unió a los comandos en El Líbano y que regresó a su país hacía pocos años.

Había sido herido una vez en la invasión del ejército israelí de Sidón en 1982, y sus colegas pensaron que había sido martirizado. Estaba sangrando y arrastrándose en la esquina del campo para ocultarse cuando perdió el conocimiento y se halló agrupado entre los muertos. Estuvo tumbado inmóvil entre ellos más de un día y una noche, hasta que se retiró el ejército. Lo encontraron las enfermeras en el hospital entre los cuerpos sin vida, manchado de cuarterones de sangre seca en la piel.

– ¡Y vivo!

Umm Abdullah reía, brillaba su diente de oro y las arrugas en sus mejillas destellaban. Sus ojos brillaban como debían haberlo hecho durante su infancia.

– ¡Ahora estás aquí con nosotros! – exclamó.

Por primera vez en su vida Najah sintió que su corazón se henchía entre sus costillas. Entonces se dio cuenta de que su compromiso no sería correcto si no iba a la mezquita de Abraham por la mañana para rezar la oración de agradecimiento a Dios Todopoderoso por todo lo que da a sus siervos. Aquel era el soldado que se sacrificó por su alma, y sin embargo Dios lo había resucitado de entre los muertos. Puso su mano izquierda en su corazón con alegría imaginándose en el santuario de Rehabilitación del Profeta. Pero su horror no la abandonó. Tal vez todavía estuviera allí aquel soldado. Guardaría la alegría y la satisfacción de sobrevivir de Abdullah, y a la mañana siguiente decidiría si volvería a visitar la mezquita de Abraham para no perder su primer compromiso.

Finalmente decidió posponer su visita a la mezquita y regresar a Ramallah por la mañana, temprano, no sólo por el miedo a ese soldado, sino por temor a que su vieja madre sufriera por su ausencia. Volvería a aparecer después de una semana, cuando se curara el dolor de su espalda.

Y volvió muchas veces después, demasiado numerosas para enumerarlas o contarlas. Formó parte de la pequeña familia y siguió de cerca las dificultades que hubo para el regreso de la esposa de Abdullah y de sus hijos al país. Umm Abdullah le explicó que su hijo no había podido traer a su familia debido a algunos problemas con los documentos del empadronamiento, el mismo problema que muchos otros tenían.


– Ese es el tema –le dijo Si no tienes los certificados oficiales de nacimiento y los documentos de viaje reconocidos no puedes venir aquí. Gente como mi hijo se vio forzada a abandonar el campamento, Ain al halwa, durante la invasión de El Líbano sin poder obtener sus documentos de identidad.

Najah recordaba bien esos momentos de su vida, porque su nostalgia no dejaba de crecer en cada visita, y ansiaba escuchar sus historias. Ella también le habló de su huerta donde crecían higueras, espinos blancos, robles y ciruelas. Le habló de las excavadoras que comenzaron a acercarse a la colina cerca de la huerta, excavando su territorio con el pretexto de que iban a abrir un camino que enlazaría sus colonias y los puntos militares. Tragó saliva y le miró a los ojos.

– ¡Todavía están lejos! No se han acercado a la huerta –decía el hombre con la cabeza agachada, y a veces delirando- Nuestras casas y nuestra tierra se han perdido, y no ha quedado nada. Esta habitación fue de mi abuela.

Regresó al cabo de una semana, y después lo hizo al cabo de dos. De historias nacen historias, y la añoraba con sus ojos marrones pequeños y brillantes, con cariño. ¡Eso significaba que estaba flirteando con ella! Oh, Najah, por primera vez en tu vida alguien no te mira fijamente culpándote porque mides aproximadamente un palmo. Hablaban todo el tiempo y no parecían aburrirse.

Una vez, mientras le estaba contando alguna anécdota, la cogió bromeando en brazos. Se sintió ligera. Salieron lágrimas de sus ojos. Su corazón estaba a punto de escaparse y salírsele por la garganta. Era un sentimiento que no podía declarar. Ni siquiera se atrevía a mencionarlo. ¡Y él! Repitió varias veces en su presencia que tenía sus propias necesidades. Una vez le cogió la mano y le agarró de la muñeca. La atrajo para sí y le llegó una fragancia que no olvidaría nunca. Había muchas otras cosas que no podía recordar sin sentir un temblor en todo su cuerpo, como el calor que asciende durante una tormenta de invierno.

Él quería que dejara a su familia y se casaran. ¿Y ella? Ella sabía el resultado. Su familia no aceptaría un matrimonio como ese. Y no debía arriesgarse a contar algo sobre el tema para evitar que le prohibieran volver allí otra vez. Ponía siempre como pretexto la tierra de su huerto y argumentaba que acudía al rezo para pedir que terminara la sequía. Y así pasaron los días, las semanas, los meses.

Cuando estaba convencida de que su familia no iba a regresar y se veía dispuesta a darle su conformidad, los esfuerzos dieron resultado porque la familia consiguió los documentos. La esposa, los cuatro hijos y la hija habían tenido problemas por la aparición de los enfrentamientos que acompañaron a la sublevación Intifada. Tuvieron que esperar hasta que la situación se calmara un poco, pero al final lo consiguieron.

Las visitas tocaron a su fin. Buscaba argumentos sin cesar cuando hablaba con él por su teléfono móvil. Lo llevaba siempre con él, debajo de la cintura del pantalón. Solía preguntarle por la huerta. Hablaba con él, e imaginaba que estaba de pie, a su lado, en la luz de la puesta de sol, recortándose su silueta al trasluz dorado y brillante. Hebrón tiene unas puestas de sol de un color distinto debido a su gran cantidad de viñedos.

Siempre estaba poniendo pretextos para salir. Estaba preocupada por las marchas organizadas por los dueños de la tierra que temían la confiscación. Participaba en la marcha y luego se escapaba y se alejaba cuando los soldados empezaban a mandar bombas de gas con la infantería. Le retiraba el miedo con una cinta de acero fuera de la marcha, antes del comienzo de los golpes y de las balas de arrastre y de gas que llenaban la garganta de áspero cardo, y el pecho con trozos de rocas. Y no le decía que tenía miedo porque sentía vergüenza de hablar del miedo. Definitivamente, habían comenzado a acercarse a su tierra.

Luego se cerraron las carreteras con barreras de las fuerzas armadas. En todos los lugares hubo marchas de protesta, manifestaciones y golpes con piedras, y los niños eran lanzados por las barreras mientras los rifles los estaban esperando. ¿Cómo podía ser?

Un día llegó a un terreno cercano y se encontró que su huerta estaba decomisada y cercada con alambre de púas. Llegó al borde de la carretera que habían arreglado después de que llegaran para establecer carreteras generales en sus asentamientos. Todo lo que estaba a los lados de la carretera fue confiscado, aunque los propietarios no habían recibido notificación de la confiscación. ¡Malditos sean los ladrones de la tierra!

Cada tarde, cuando terminaba sus tareas en el hogar, recordaba su primer viaje a Hebrón. Solía hacerlo tras la cena, tumbada en el sofá de su cuarto, mientras su ciega madre dormía. Como todas las noches, sacó de debajo de la cama una página de un periódico local doblado en pliegues pequeños. Lo abrió, y vio entre muchas arrugas la foto de la madre de Abdullah agachada sobre el cadáver de su único hijo con sus facciones tensas y los ojos llorosos. Al igual que todas las noches, afloraron sus lágrimas y suspiró porque no pudo llegar después de que el ejército ocupase Ramallah.

Volvió a mirar las letras pequeñas escritas debajo de donde decía que el ejército disparó por error a un civil que estaba delante de una tienda para mover el tractor del gas cerca de las casas del casco antiguo en la calle Tel Rumeida, después de que los soldados pensaran que tenía malas intenciones. Miró la foto y pensó en su huerta, a la que ya no podía cuidar, y en si la lluvia la regaría aquel invierno.

 

 

 



LIANA BADR
(Jerusalém, 1950) é uma escritora palestina. Ela é romancista, escritora de histórias, jornalista, poeta e diretora de cinema. Trabalhou no Ministério da Cultura da Palestina (PMC) como diretora geral de artes, assim como no Arquivo Cinematic através do seu departamento Audiovisual. Foi a editora de Dafater Thaqafiyya. Badr publicou seu primeiro romance em Beirut em 1979, A Compass for the Sunflower. Desde então, ela produziu outros mais, como The White Tent (2016), além de coletâneas de contos, novelas, poesias, ensaios, obras de não ficção e 12 livros infantis. Suas obras foram traduzidas para vários idiomas, incluindo inglês, francês, holandês, italiano, espanhol, búlgaro e norueguês. Entre 1999 e 2007, Liana também dirigiu sete documentários, que receberam vários prêmios internacionais, e escreveu vários roteiros de cinema. Seus trabalhos se concentram principalmente em temas de mulheres, guerra e exílio.

 

 

IO ANGELI (Grecia, 1960). Estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes de Atenas y continuó sus estudios de maestría con una beca en Londres en el Royal College of Art y Central – Saint Martin’s School of Art & Design (1988-1991). Ha presentado su trabajo en 17 exposiciones individuales y ha participado en muchas exposiciones colectivas en Grecia y en el extranjero y ha colaborado con la Galería Zoumboulakis desde 2013. Entre las muestras individuales más recientes se encuentran: Boundaries (2015); Is it a trap? (2019); y Slalom (2023), todas ellas en Zoumboulakis Galleries, en Atenas. Sus obras se encuentran en colecciones públicas y privadas. Trabaja como profesora en la Universidad de West Attica. Io Angeli es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.

 


Agulha Revista de Cultura

Número 233 | julho de 2023

Artista convidada: Io Angeli (Grécia, 1960)

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023 

 


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