– Ve a la mezquita
de Abraham en Hebrón.
La miró por el rabillo del ojo y se marchó. Estaba obligada a cumplir con
la llamada del Sheikh Jalil, que le había aconsejado ir a la mezquita de Abraham.
Ella había oído a las mujeres del barrio hablar del valor de aquel lugar, y no había
tenido antes la oportunidad de visitarlo. Se levantó de madrugada y terminó la oración.
Luego preparó la leche cuajada dentro de la bolsa blanca de tela colgada en el grifo
de la cocina. Cogió un par de yusfi (fruta) en su paño y un trozo de pan untado
con queso fresco que había preparado con la leche que le llevaba el lechero cada
uno o dos días.
Estaba segura de que nadie se creía que la leche envasada en latas de plástico
del supermercado no fuera falsa, y que llevaban agua u otros productos que sólo
Dios o sus productores conocían. Se dirigió a su cesta y, después de dejar la botella
pequeña de agua, salió vestida con una túnica campesina bordada y decorada con ramas
rojas de los árboles de ciprés. Tapó su cara con una parte de su pañuelo protegiéndose
del frío de la temprana mañana, que podría hacerla enfermar, y luego se dirigió
a la estación de autobuses para ir a Hebrón.
No había estado en Hebrón en toda su vida, pero ella iba a visitar a Abraham,
padre de los profetas, para pedirle que
lloviera en su huerta dañada por la sequía. En su reciente visita al huerto, que
se encontraba a las afueras de la ciudad, se encontró una hilera de piedras destruida,
como si hubiera habido un terremoto durante la noche, y los troncos de los árboles
frutales y sus hojas estaban secos. ¡Aquello era un desastre! Si no llovía, ¿cómo
iba a pasar las próximas estaciones sin los frutos de la ciruela roja, de la que
se hace la mermelada? ¿Qué iba a ser del desayuno sin ningún sabor a mermelada de
albaricoque con color turquesa brillante, ni la dulzura que se mezcla con un pequeño
punto de acidez, aderezado con el sabor del pan casero y del queso blanco Nabulsi? ¿Y cómo iba a tener un suministro
suficiente de almendras AllAfrica y de
frutos de los higos, y tarros de las grandes olivas verdes exprimidas con sal y
agua para que duraran lo suficiente y así aguantar el largo invierno?
Tenía que ir y pedírselo, tal y como contaban las decenas de vecinas en los
momentos en los que la buscaban con sus quejas para dar comienzo a la lectura de
una taza de café. Se desesperaban por los hombres, por los niños y por las suegras,
y la envidiaban por su capacidad de ver lo invisible, a pesar de que seguiría siendo
siempre una soltera y de que nadie se casaría con ella.
Su baja estatura disuadía a sus posibles novios, a pesar de la belleza de
sus grandes ojos almendrados. Creció con su madre y se quedaron juntas en la casa
después de la marcha de sus hermanos. Lo más importante que podía hacer era cuidar
una porción de tierra situada a las afueras del oeste de Ramallah. Aparte de esto,
no tenía ningún entretenimiento, salvo leer el destino en los vasos de líneas finas
de relieve de las mujeres cuando llegaban de visita por la mañana para tomar un
café árabe mezclado con granos de cardamomo. Todas decían que tenía el don sobrenatural
de hablar, aunque no le costaba nada, tan sólo tener consideración e interpretación
en las puntuaciones.
Ella sabía exactamente la razón de sus creencias sobre la capacidad que Dios
le había dado. Hablaban de ella por detrás por ser bajita, como los enanos. Lo que
más llamaba la atención en su pequeñez era la altura de su madre. Era cierto que
el envejecimiento de su madre la hacía casi ciega, pero de pie, cerca de la gigante
vieja, incluso en conjunto, constituían el número diez: un palo largo enfrente de
un cero.
¡Si supieran las vecinas las preocupaciones que sentía cuando las recibía
con una sonrisa y falsas palabras! Se reía y se burlaba de ellas, vengándose de
los pensamientos que la acusaban de estar en contacto con el rey de los diablos
por la belleza de sus ojos, y su iris raro, por el color dividido en su interior,
no era verde, ni gris, ni azul. También su estatura poco frecuente la dejaba más
cercana a los diablos en el nombre de dios,
el Misericordioso, el Compasivo (se pronuncian estas palabras para no pronunciar
el nombre del diablo).
Cogió un autobús público. No se olvidó de comprar pasteles con sésamo con
varios huevos cocidos en el horno. Podría haber retraso y tendría que desayunar
allí, por lo que guardó el pan relleno de queso para el camino de regreso. El trayecto
no duró demasiado. Aparte del olor de las emisiones de diesel que salía de la panza
del autobús que volatizaba su estómago por la mañana, llegó sin demorarse, y tomó
la iniciativa de ir a la mezquita.
Subió muchas escaleras llamando y pidiendo perdón a Dios. Se mudó para adentro
mientras murmuraba oraciones por la vida de los mártires que fueron asesinados a
sangre fría a manos de un colono judío fanático durante el mes sagrado del Ramadán,
cuando estaban orando en el interior de la mezquita. Fue a la sección dedicada al
pueblo de Hebrón. El ejército lo había dividido en dos partes y prohibió la presencia
de los palestinos en una de ellas. Tomó la iniciativa de rezar para no perder su
ablución y, cuando cumplió las dos reverencias, recibió un golpe inesperado. ¡No
se lo podía imaginar!
Se golpeó con un bloque pesado de hierro. Nunca lo habría esperado. No se
le había ocurrido que uno de los soldados la golpearía y que el golpe estaría dirigido
a su nuca. Se cayó. Sintió que la tierra temblaba. No entendía nada en absoluto,
hasta que se sintió encogida en la alfombra, con la cabeza colgando del cuello.
La tierra se mantenía estable en sentido inverso cuando vio unos zapatos militares
gigantes y la culata de un rifle extendido a lo largo de su cabeza. Sólo entonces
empezó a comprender lo que estaba pasando. Trató de cubrir sus piernas porque la
tela del vestido se subió cuando fue agredida. El soldado la miraba y se burlaba
de ella a través de sus ojos azules. Aquel loco la pateó y la golpeó de arriba a
debajo de manera gratuita sonriendo con desprecio. Ella no se movió. No había hecho
nada. ¿Cómo podía ocurrirle aquello entonces? ¿Cómo podía ser?
Se tapó el cuerpo con la tela de su ropa mientras se ponía en pie. El golpe
la dejó ensimismada en su silencio. Quién sabía si el hombre armado que cometió
una masacre en el Templo podía hacer lo
mismo con ella y desaparecer de la faz de la tierra sin dar señales de vida. No
le podía reprender, y tampoco ignorar. Recogió sus ropas, terminó de colocarse su
pañuelo blanco en la cabeza y trató de levantarse, pero se sorprendió del dolor
que le sobrevenía de la parte superior de la cabeza y de la frente. El soldado permanecía
en su campo visual con una sonrisa dura y seca, y después desapareció. Entonces
salió una abuela de Hebrón que llevaba su vestido tradicional Aldraa, y dijo:
– Tranquila, no te
preocupes. Están todos locos. Ven, hermana. Relájate un poco en mi casa.
Después averiguó que aquella mujer, que le ayudó a levantarse y luego la
invitó a su casa, se llamaba Umm Abdullah (la madre de Abdullah). Llegaron a una
de las casas viejas con paredes gruesas situada en una colina con vistas al Monte de la Mezquita. Entraron a una habitación
con techo alto cercada con barras de hierro y un borde ancho. Umm Abdullah la invitó
a sentarse en el borde de la alfombrilla. Entre los jarrones de cerámica colocados
en la cornisa metálica de la ventana y los agujeros de las hojas verdes estilizadas
con terminaciones suaves de la planta Hawa, Umm Abdullah señaló el edificio de la
mezquita y dijo:
– No se cansan de
ver sangre. Todos los días lo mismo. Nos atacan constantemente –luego se acercó y continuó– ¿Cómo te llamas, hija?
– Najah… No sé… –contestó. Hubiera dicho la bajita,
como era conocida a sus espaldas, pero prosiguió– De la casa de Abu Azzam, del barrio de la Bera.
– ¡Buena gente! –dijo Umm Abdullah, y comenzó a
buscar los orígenes comunes de las dos familias a través de parientes lejanos.
Najah no se dio cuenta de lo rápido que había pasado el tiempo. Había caído
la tarde y su mirada seguía pendiente de las plantas del Hawa que dibujaban extrañas
sombras cuando se movían encima de los barrotes de la ventana. En ese momento llamaron
a la puerta y asomó la cara de un hombre extranjero. Umm Abdullah fue a recibirle
y le oyó decir:
– Constitución.
Najah se asustó porque no estaba preparada para aquella presencia masculina,
pero Umm Abdullah no tardó mucho en regresar y le presentó a su hijo. El joven dejó
algunas bolsas y suministros y se marchó. Ni siquiera le había visto la cara cuando
su madre empezó a contarle el milagro de que estuviera vivo después de los combates
en El Líbano. Pero Najah no comprendió la historia. Sólo se enteró de todo cuando
el hombre regresó por la noche y se quedó con ellas hasta la madrugada encima del
colchón que había en el suelo, delante de los platos con frutos secos que había
traído.
Con el chisporroteo de la piel de las almendras y de los pistachos iba de
un cuento a otro. Succionaba y disfrutaba de la rica dosis de té y continuaba la
historia como si le hubiera pasado a otra persona y no a él, mirándola con cariño
con sus ojos marrones pequeños y brillantes de manera amable, e íntimamente cuando
se movía por la casa. Entonces les contó que se unió a los comandos en El Líbano
y que regresó a su país hacía pocos años.
Había sido herido una vez en la invasión del ejército israelí de Sidón en
1982, y sus colegas pensaron que había sido martirizado. Estaba sangrando y arrastrándose
en la esquina del campo para ocultarse cuando perdió el conocimiento y se halló
agrupado entre los muertos. Estuvo tumbado inmóvil entre ellos más de un día y una
noche, hasta que se retiró el ejército. Lo encontraron las enfermeras en el hospital
entre los cuerpos sin vida, manchado de cuarterones de sangre seca en la piel.
– ¡Y vivo!
Umm Abdullah reía, brillaba su diente de oro y las arrugas en sus mejillas
destellaban. Sus ojos brillaban como debían haberlo hecho durante su infancia.
– ¡Ahora estás aquí
con nosotros! – exclamó.
Por primera vez en su vida Najah sintió que su corazón se henchía entre sus
costillas. Entonces se dio cuenta de que su compromiso no sería correcto si no iba
a la mezquita de Abraham por la mañana para rezar la oración de agradecimiento a
Dios Todopoderoso por todo lo que da a sus siervos. Aquel era el soldado que se
sacrificó por su alma, y sin embargo Dios lo había resucitado de entre los muertos.
Puso su mano izquierda en su corazón con alegría imaginándose en el santuario de
Rehabilitación del Profeta. Pero su horror no la abandonó. Tal vez todavía estuviera
allí aquel soldado. Guardaría la alegría y la satisfacción de sobrevivir de Abdullah,
y a la mañana siguiente decidiría si volvería a visitar la mezquita de Abraham para
no perder su primer compromiso.
Finalmente decidió posponer su visita a la mezquita y regresar a Ramallah
por la mañana, temprano, no sólo por el miedo a ese soldado, sino por temor a que
su vieja madre sufriera por su ausencia. Volvería a aparecer después de una semana,
cuando se curara el dolor de su espalda.
Y volvió muchas veces después, demasiado numerosas para enumerarlas o contarlas.
Formó parte de la pequeña familia y siguió de cerca las dificultades que hubo para
el regreso de la esposa de Abdullah y de sus hijos al país. Umm Abdullah le explicó
que su hijo no había podido traer a su familia debido a algunos problemas con los
documentos del empadronamiento, el mismo problema que muchos otros tenían.
Najah recordaba bien esos momentos de su vida, porque su nostalgia no dejaba
de crecer en cada visita, y ansiaba escuchar sus historias. Ella también le habló
de su huerta donde crecían higueras, espinos blancos, robles y ciruelas. Le habló
de las excavadoras que comenzaron a acercarse a la colina cerca de la huerta, excavando
su territorio con el pretexto de que iban a abrir un camino que enlazaría sus colonias
y los puntos militares. Tragó saliva y le miró a los ojos.
– ¡Todavía están
lejos! No se han acercado a la huerta –decía el hombre con la cabeza agachada, y a veces delirando- Nuestras casas y nuestra tierra se han perdido,
y no ha quedado nada. Esta habitación fue de mi abuela.
Regresó al cabo de una semana, y después lo hizo al cabo de dos. De historias
nacen historias, y la añoraba con sus ojos marrones pequeños y brillantes, con cariño.
¡Eso significaba que estaba flirteando con ella! Oh, Najah, por primera vez en tu
vida alguien no te mira fijamente culpándote porque mides aproximadamente un palmo.
Hablaban todo el tiempo y no parecían aburrirse.
Una vez, mientras le estaba contando alguna anécdota, la cogió bromeando
en brazos. Se sintió ligera. Salieron lágrimas de sus ojos. Su corazón estaba a
punto de escaparse y salírsele por la garganta. Era un sentimiento que no podía
declarar. Ni siquiera se atrevía a mencionarlo. ¡Y él! Repitió varias veces en su presencia que tenía sus propias necesidades.
Una vez le cogió la mano y le agarró de la muñeca. La atrajo para sí y le llegó
una fragancia que no olvidaría nunca. Había muchas otras cosas que no podía recordar
sin sentir un temblor en todo su cuerpo, como el calor que asciende durante una
tormenta de invierno.
Él quería que dejara a su familia y se casaran. ¿Y ella? Ella sabía el resultado.
Su familia no aceptaría un matrimonio como ese. Y no debía arriesgarse a contar
algo sobre el tema para evitar que le prohibieran volver allí otra vez. Ponía siempre
como pretexto la tierra de su huerto y argumentaba que acudía al rezo para pedir
que terminara la sequía. Y así pasaron los días, las semanas, los meses.
Cuando estaba convencida de que su familia no iba a regresar y se veía dispuesta
a darle su conformidad, los esfuerzos dieron resultado porque la familia consiguió
los documentos. La esposa, los cuatro hijos y la hija habían tenido problemas por
la aparición de los enfrentamientos que acompañaron a la sublevación Intifada. Tuvieron que esperar hasta que
la situación se calmara un poco, pero al final lo consiguieron.
Las visitas tocaron a su fin. Buscaba argumentos sin cesar cuando hablaba
con él por su teléfono móvil. Lo llevaba siempre con él, debajo de la cintura del
pantalón. Solía preguntarle por la huerta. Hablaba con él, e imaginaba que estaba
de pie, a su lado, en la luz de la puesta de sol, recortándose su silueta al trasluz
dorado y brillante. Hebrón tiene unas puestas de sol de un color distinto debido
a su gran cantidad de viñedos.
Siempre estaba poniendo pretextos para salir. Estaba preocupada por las marchas
organizadas por los dueños de la tierra que temían la confiscación. Participaba
en la marcha y luego se escapaba y se alejaba cuando los soldados empezaban a mandar
bombas de gas con la infantería. Le retiraba el miedo con una cinta de acero fuera
de la marcha, antes del comienzo de los golpes y de las balas de arrastre y de gas
que llenaban la garganta de áspero cardo, y el pecho con trozos de rocas. Y no le
decía que tenía miedo porque sentía vergüenza de hablar del miedo. Definitivamente,
habían comenzado a acercarse a su tierra.
Luego se cerraron las carreteras con barreras de las fuerzas armadas. En
todos los lugares hubo marchas de protesta, manifestaciones y golpes con piedras,
y los niños eran lanzados por las barreras mientras los rifles los estaban esperando.
¿Cómo podía ser?
Un día llegó a un terreno cercano y se encontró que su huerta estaba decomisada
y cercada con alambre de púas. Llegó al borde de la carretera que habían arreglado
después de que llegaran para establecer carreteras generales en sus asentamientos.
Todo lo que estaba a los lados de la carretera fue confiscado, aunque los propietarios
no habían recibido notificación de la confiscación. ¡Malditos sean los ladrones de la tierra!
Cada tarde, cuando terminaba sus tareas en el hogar, recordaba su primer
viaje a Hebrón. Solía hacerlo tras la cena, tumbada en el sofá de su cuarto, mientras
su ciega madre dormía. Como todas las noches, sacó de debajo de la cama una página
de un periódico local doblado en pliegues pequeños. Lo abrió, y vio entre muchas
arrugas la foto de la madre de Abdullah agachada sobre el cadáver de su único hijo
con sus facciones tensas y los ojos llorosos. Al igual que todas las noches, afloraron
sus lágrimas y suspiró porque no pudo llegar después de que el ejército ocupase
Ramallah.
Volvió a mirar las letras pequeñas escritas debajo de donde decía que el
ejército disparó por error a un civil que estaba delante de una tienda para mover
el tractor del gas cerca de las casas del casco antiguo en la calle Tel Rumeida,
después de que los soldados pensaran que tenía malas intenciones. Miró la foto y
pensó en su huerta, a la que ya no podía cuidar, y en si la lluvia la regaría aquel
invierno.
LIANA BADR (Jerusalém, 1950) é uma escritora palestina. Ela é romancista, escritora de histórias, jornalista, poeta e diretora de cinema. Trabalhou no Ministério da Cultura da Palestina (PMC) como diretora geral de artes, assim como no Arquivo Cinematic através do seu departamento Audiovisual. Foi a editora de Dafater Thaqafiyya. Badr publicou seu primeiro romance em Beirut em 1979, A Compass for the Sunflower. Desde então, ela produziu outros mais, como The White Tent (2016), além de coletâneas de contos, novelas, poesias, ensaios, obras de não ficção e 12 livros infantis. Suas obras foram traduzidas para vários idiomas, incluindo inglês, francês, holandês, italiano, espanhol, búlgaro e norueguês. Entre 1999 e 2007, Liana também dirigiu sete documentários, que receberam vários prêmios internacionais, e escreveu vários roteiros de cinema. Seus trabalhos se concentram principalmente em temas de mulheres, guerra e exílio.
IO ANGELI (Grecia, 1960). Estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes de Atenas y continuó sus estudios de maestría con una beca en Londres en el Royal College of Art y Central – Saint Martin’s School of Art & Design (1988-1991). Ha presentado su trabajo en 17 exposiciones individuales y ha participado en muchas exposiciones colectivas en Grecia y en el extranjero y ha colaborado con la Galería Zoumboulakis desde 2013. Entre las muestras individuales más recientes se encuentran: Boundaries (2015); Is it a trap? (2019); y Slalom (2023), todas ellas en Zoumboulakis Galleries, en Atenas. Sus obras se encuentran en colecciones públicas y privadas. Trabaja como profesora en la Universidad de West Attica. Io Angeli es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Agulha Revista de Cultura
Número 233 | julho de 2023
Artista convidada: Io Angeli (Grécia, 1960)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2023
∞ contatos
https://www.instagram.com/agulharevistadecultura/
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/
ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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