Y yo
que me soñaba nube, agua,
aire
sobre la hoja,
fuego
de mil cambiantes llamaradas.
ROSARIO CASTELLANOS
Una niña de amplios ojos negros camina
por la ciudad de Comitán de Domínguez, Chiapas. No recuerda la gran urbe en la que
nació un 25 de mayo de 1925. México D. F., fue para ella, como alguna vez lo aclaró,
una ciudad de paso. Su vista observa minuciosamente las baldosas y adoquines por
las que camina junto a su nana que la lleva a escondidas al parque. Sus padres han
salido a visitar sus haciendas. Su mirada se vuelve de vez en cuando a observar
los detalles del empedrado de las calles, los muros de las casas, donde en sus hendiduras
imagina seres misteriosos; las mecedoras y los ajuares, los ancianos y las mujeres
platicando sobre asuntos cotidianos. Cuando ve de espaldas a un chiquillo que entra
corriendo a una casa, recuerda a su hermanito recién muerto, quien a veces la acompaña
en juegos imaginarios, por los amplios corredores o en el traspatio de la casa.
Rosario le dice que lo siente tan lejos, que la perdone. Él le dice al oído que
no se sienta culpable, que él nunca estará solo porque siempre está a su lado, aunque
ella no pueda verlo.
Rosario sale de sus
cavilaciones cuando su nana le dice que ya jugó mucho rato y que deben volver a
la casa. De la mano de su nana indígena vuelve a su casa mientras observa con detalle
los rostros de los indígenas con los que se topan. Su nana le hace ver lo elegante
de sus trajes, el orgullo de su raza y lo entrañable de las costumbres y tradiciones
del mundo indígena. Mientras la trenza le enseña oraciones en su lengua. Ella aprende
así a respetarlos y admirarlos. No comprende cómo los ladinos, comerciantes, sobre
todo, les impiden la entrada a sus tiendas mientras están atendiendo a algún ladino
o caxlán. Ese mundo confuso en el que
vive, tratando de entender dos realidades, la vida de los ladinos y la de los indígenas
se va ordenando y adquiriendo lucidez, al acercarse, a fuerza de vivir sobreprotegida
y aislada, a la biblioteca paterna que había ido conformando, poco a poco, luego
de sus estudios de ingeniero en los Estados Unidos, Don César Castellanos, su padre,
un hombre culto de gran posición social, casado con una sencilla mujer dedicada
al hogar, Adriana Figueroa. Rosario toma los libros cada vez que sus padres viajan
a los ranchos El Rosario y Chapatengo, que formaron parte de las propiedades que
se perderían en gran parte por la repartición de tierras en la época de Lázaro Cárdenas.
Rosario ha dejado ya la escuela primaria donde todas las niñas estudian en una misma
aula y ha entrado a su primer año de secundaria. Cada día lee más. Huye de los bailes
de quinceañeras. Comienza a escribir poemas llenos de ingenuidad y pequeños poemas
de amor que más tarde publicará: “Inútil aturdirse
y convocar a fiesta pues cuando regresamos, inevitablemente, alta la noche, al entreabrir
la puerta la encontramos inmóvil esperándonos”.
Rosario no sabe por
qué se inscribió en la carrera de leyes. Pocos meses después, decide cambiarse,
en 1944 a la Facultad de Filosofía. Ahí coincide primeramente con Dolores Castro,
Augusto Monterroso, Otto Raúl González y Carlos Illescas, de Guatemala, Ernesto
Cardenal y Ernesto Mejía Sánchez de Nicaragua y con Manuel Durán Gili, un español.
Vuelve más tarde a Chiapas acompañada de sus amigos y participa en un recital poético.
Poco antes había enviado poemas que se publicaron en El estudiante de Tuxtla Gutiérrez y en el periódico Acción de Comitán. Rosario se reúne en el
café de la Facultad, en el edificio de Mascarones, con otros destacados escritores:
Fernando Salmerón, Luis Villoro, Sergio Galindo, Emilio Carballido, Jaime Sabines,
Luisa Josefina Hernández, Miguel Guardia y Sergio Magaña. Con Sabines la une el
hecho de ser de Chiapas y de que sus familias se conocen desde que eran niños: “En Jaime Sabines admiro la sensibilidad, la
capacidad de ternura, que es muy rara de encontrar entre los poetas mexicanos. Admiro
su musicalidad…”
Empieza a publicar en
las revistas América, Litterae, Barco de papel, La palabra y el hombre y Estaciones. Encuentra en sus amigos, el
cariño, la compresión a sus intereses literarios y el reconocimiento a su talento
creativo. El café en Mascarones era obligado punto de reunión donde se discutía
y se aprendía muchísimo. Fue la época más feliz de su vida. Pero más adelante, observará
el bosque de Chapultepec, se llenará de melancolía al recordar los bosques de los
Lagos de Montebello, en Chiapas. Las aves traídas de su tierra le traerán recuerdos
lejanos que querrá olvidar, pequeños silbidos que romperán de cuando en cuando el
silencio y la soledad. Surgirá en ellos la ternura de los indios, en especial, la
de su nana que la acompaña siempre. Una voz le repite mientras camina por los senderos
del Bosque de Chapultepec: “Nunca olvides
el bosque, ni el viento, ni los pájaros”. Vuelven a su mente los acontecimientos
tristes de la muerte de su hermano y el despojo de sus tierras. Tampoco le ayuda
a sobreponerse la relación fría que ha mantenido siempre con sus padres. Eran épocas
de incertidumbre económica para su familia. Se refugia en la lectura luego de la
muerte súbita de su madre en 1948, y de su padre, con pocos días de diferencia.
“¡Qué tremendo es el rostro del amor cuando
lo contemplamos con los ojos sin lágrimas! su visión nos destruye. Sólo queda una
ceniza oscura como la de un papel escrito por el fuego”. Días de tristeza y
soledad. Vuelve a releer Muerte sin fin
de Gorostiza, la que le produjo “una conmoción de la que no me he repuesto nunca”,
según sus propias palabras. Bajo su influjo escribió Trayectoria del polvo. Poco después se editan sus dos primeros libros:
Apuntes para una declaración de fe y Trayectoria del polvo. Rosario se gradúa
como Maestra en Filosofía en 1950 con su tesis “Sobre cultura femenina”.
Luego de breves encuentros
con su amado del que sentía no le correspondía, regresa durante el verano de 1950
a Chiapas donde la espera su medio hermano Raúl. Le escribe cartas donde se percibe
a una Rosario completamente enamorada. Regresa a la ciudad de México y consuma su
amor con Ricardo. Se da el anuncio de su beca que le permitirá irse a España. Prosigue
sus estudios de Filosofía y estilística en Madrid, España, donde comparte la beca
del Instituto de Cultura Hispana con Dolores Castro desde septiembre de 1950 a fines
de 1951. Rosario sueña con que Ricardo la alcanzará, terminará su tesis y pedirá
una beca como ella. Lolita y ella viven tiempos difíciles, de hambruna y carestía,
pero conocen España, Francia, Italia, Suiza, Austria (donde pasan frío y penurias);
al fin regresan por Nueva York donde permanecen un mes. Escribe en esos viajes los
libros de poesía: De la vigilia estéril
y Dos poemas. A su regreso, se hospeda en casa de Lolita, y un mes después,
enferma de tuberculosis. Sin saberlo, en 1952, retorna a Chiapas donde es promotora
de cultura del Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas. Publica Presentación al templo y Tablero de Damas.
Vuelve a México un año
después y pasa varios meses en un Hospital y luego se muda a un departamentito en
la casa de un tío suyo. En Chiapas ordenan quemar algunos objetos, documentos y
libros que habían estado en contacto con la escritora. Dedica casi todo su tiempo
a la lectura de Gabriela Mistral y de la Biblia, Jorge Guillén, Saint-John Perse
y Paul Claudel. Así se ve impulsada a crear una obra rica y vasta. Obtiene la beca
Rockefeller del Centro Mexicano de Escritores en 1953. En esa época, forma también
parte del grupo literario de “Los Ocho” donde coincide semanalmente con otros escritores
y con Dolores Castro. En 1953 y 1954 sigue escribiendo poesía y ensayo. Se publican
Misterios gozosos y El resplandor del ser en la Antología Ocho poetas mexicanos. Escribe “Lamentación
de Dido”, reconocido como uno de los grandes poemas mexicanos del Siglo XX: “Y cada primavera, cuando el árbol retoña, Es
mi espíritu, no el viento sin historia es mi espíritu el que estremece y el que
hace cantar su follaje”.
Juan Domingo Arguelles
ha dicho que “Rosario Castellanos es, sin duda, uno de los más altos nombres de
la literatura mexicana, sin que en ello haya que distinguir entre escritores y escritoras,
pues en talento igualó, y aún superó, a muchos hombres de letras y, junto con ese
talento, mostró una inteligencia y una modestia poco frecuentes. Su muerte, prematura
y por demás extraña, ha sido un momento doloroso en la cultura mexicana de siglo
XX”.
Rosario Castellanos
fue nombrada embajadora de México en Israel, en 1971 donde murió trágicamente en
1974, a 49 años, según versión oficial, al conectar una lámpara fulminada por una
descarga eléctrica. Curiosamente, decía Dolores Castro, por primera vez se sentía
libre de su relación tormentosa con Ricardo Guerra, luego de su divorcio en 1968,
estaba tranquila y feliz, mantenía una relación mejor con su hijo, a la vez que
reunía sus ensayos y escritos, impartiendo clases de literatura en la Universidad
de Tel Aviv y preparando nuevas publicaciones. Siempre nos quedará la duda sobre
su temprana muerte. Aquella voz que buscaba “otro
modo de ser humano y libre. Otro modo de ser”. En sus palabras persiste la humanidad,
en ellas, permanecemos todos. Rosario Castellanos, escritora, poeta comprometida
con Chiapas, un día de agosto, quiso morirse de amor y llamarse "árbol de muchos
pájaros: "Voy a morir de amor, voy a
entregarme al más hondo regazo… En los labios del viento he de llamarme árbol de
muchos pájaros”.
Otro estudio sobre la poesía de Rosario Castellanos se puede encontrar en nuestra Conexión Hispana:
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2020/12/conexao-hispanica-rosario-castellanos.html
Número 34 | julho de 2023
Artista convidada: Aby Ruiz (Puerto Rico, 1971)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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