Que la percepción es el mejor instrumento de conocimiento y el único conocimiento
válido es aquel que se basa en la experiencia originó la idea contraria. Una que
conoció su cima en los siglos XVII y XVIII con las ideas de Locke, Berkeley y Hume,
aunque consideramos más a Aristóteles, con su Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu (Nada hay en
la mente que no haya estado antes en los sentidos), como el precursor sistemático
del empirismo. Si bien la educación media nos ha acostumbrado a separar claramente
las filosofías de Platón y Aristóteles, el estagirita contraría menos de lo que
se ha afirmado los principios de su maestro: acabará por tratar de probar la existencia
de un mundo ideal en Dios, y no obviemos que a Platón también le interesaba el mundo
concreto. Mas diciendo que toda la filosofía y la ciencia deben originarse en el
conocimiento sensible, Aristóteles inserta las ideas, que para la escuela de Platón
flotan en el vacío, en las cosas mismas de la realidad; esto, innegablemente, es
la impugnación del idealismo metafísico e intelectualista del fundador de la Academia.
Del debate se desprenden las sabidas oposiciones: Platón creía que el alma nunca
conocería la verdad sino hasta que la muerte la liberara de la cárcel del cuerpo
sensible. También creía que las almas injustas volvían a la tierra y reencarnaban
hasta alcanzar la perfección que las haría dignas del mundo de las ideas. El cuerpo
con sus sentidos era, pues, condena y castigo. Aristóteles, por el contrario, pensaba
al alma como el motor del cuerpo y a éste su guía en el camino del conocimiento.
Al momento de la muerte el alma no sobrevivía al cuerpo, pero la nous inmortal permanecía como, imagino, algún
éter flotando a placer por el espacio. En la tierra no hay cosa que tenga un solo
lado. Tampoco en la esfera de las ideas. Los contrarios, por irreconciliables que
parezcan, nos entregan una visión un poco menos incompleta del mundo. Es meramente
fútil que algunos se obstinen y defiendan a ultranza la mitad con que comulgan,
que otros intenten conciliar lo que está separado o que duden incluso de la necesidad
de divisiones, de la división misma, de los opuestos o de sus partes. Aunque pueda
juzgarse el escepticismo de la frase anterior, lo cierto es que la duda originaria
de estas líneas no termina: ¿es la razón o la percepción el instrumento del conocimiento?
Si existen dos formas de conocer ¿es necesariamente la que obedece al logos –a la
razón–, verdadera, mientras la que se apoya en los sentidos, falsa?
En dos teorías se expresan dos sensibilidades, dos maneras de pensar el mundo,
que con frecuencia dividen a los hombres: los que prefieren sentir y los que ponderan
pensar; los hedonistas y los estoicos; los que aman la Naturaleza y los que ven
en ella el enemigo más terrible del hombre; los idealistas y los empiristas; los
partidarios de la fe y los devotos de la ciencia. Lo mismo sucede con otros conceptos
que marchan parejos, aunque disociados, en una eterna repetición circular formada
de opuestos. Así viviéramos cien años, que doscientos o que un tiempo infinito veríamos
las mismas oposiciones, irreductibles, fundamentales, en el origen de toda discordia.
Si en la circunferencia de un círculo se confunden el principio y el fin, y la Historia
de los hombres es un círculo en movimiento constante, la comparación de un círculo
actual con otro del pasado mostrará los mismos puntos, los mismos movimientos exactamente
repetidos.
Antes que Descartes, el filósofo y médico español Gómez Pereira había escrito
en su Antoniana Margarita (tan parecidamente que Voltaire acusó a su paisano de
plagio): Nosco me aliquid noscere, et quidquid
noscit, est, ergo ego sum (conozco que conozco algo, todo lo que conozco existe,
luego yo existo). Una de las dianas de Gómez Pereira era el magister dixit, empleado
sobre todo por la escolástica, que daba autoridad incuestionable a los viejos maestros
aun por encima de la experiencia y la razón; pero en el extremo de su empirismo,
Gómez Pereira niega la distinción entre la facultad sensitiva y la intelectiva e
identifica la posibilidad de sentir, de percibir, con la cualidad de pensar. Mi
gato –que como todo gato observa disciplinadamente su propia filosofía (lo sabemos
por Eliot)– piensa que Gómez Pereira se equivocaba en su razonamiento y que su argumento
es sólo justificación de la impiedad con los indios de la Nueva España y con los
animales: éstos, puesto que no pensaban, o no por lo menos con un pensamiento racional,
tampoco veían, oían, olían, sentían, deseaban, sufrían o padecían ninguna otra cosa
propia de un ser sensible. Además de las evidentes acusaciones humanitarias hechas
a Gómez Pereira que desprestigiaron su trabajo durante mucho tiempo, alcanzo a entrever
otro de los puntos flacos que mi gato arguye en su contra: al decir que sentidos,
pensamiento y conocimiento son la misma cosa, implica el silogismo inverso: en el
mundo existe sólo aquello que se conoce y percibe mediante los sentidos y el intelecto
es capaz de pensar sólo lo que los sentidos le dejan percibir.
El ejemplo del árbol y su caída agotó mis pensamientos durante una adolescencia
retraída y desdibujada que se escondió en suéteres amplios y cabello sobre el rostro
aun cuando ignoraba que antes de Berkeley, Gómez Pereira y muchos otros, Protágoras
ya había dicho: El hombre es la medida de
todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son,
permitiendo con ello que fuese mi mirada la que creara el mundo y no que mi existencia
dependiera de la percepción de nadie más: así, pasar inadvertida habría garantizado
una calma que no se transformaría en asfixia cuando pensaba si esta invisibilidad
no era también garantía de mi desaparición social, racional, moral, incluso física.
Sólo había vuelto a tener esos pensamientos en los vagones del metro, donde nadie
mira a nadie, creando un tren lleno de fantasmas de sudor y angustias inexistentes.
II | Hace unos días pasé frente a una cochera en la que una mendicante anciana ciega
tanteaba el piso con su bastón buscando la salida de lo que, en su mundo informe,
adiviné una trampa. Era claro que para orientarse caminaba sobre la acera usando
la pared de las construcciones como guía, y que el ángulo de la cochera abierta
debió hacerle creer que llegaba a una esquina en la que dobló. Su desesperado bastoneo
ofrecía un espectáculo desolador. Parecía, efectivamente, un ratoncillo encerrado
en un laberinto, dando tumbos sin tino, retrocediendo, girando y alejándose de la
invisible luz. La vejez y la ceguera la empequeñecían, la volvían titubeante, acrecentaban
su soledad. Pensé cuánto tiempo tardaría en hallar la salida sin auxilio; el ojo
ajeno sabía que se encontraba en una cochera, pero para ella ese recuadro de cinco
por cinco metros debió ser el espacio vacío de una oquedad inmensurable.
¿Carecían de realidad para la vieja la puerta, las bolsas en el piso y la escoba
en un rincón que claramente yo veía en el interior de la cochera? Sin ver ni tocar
nada más que aire, ¿qué imágenes se habrán formado en su mente? Si era ciega de
nacimiento no sólo la cochera, sino el resto del mundo le reportaba una imagen bien
distinta a la que mi retina ofrecía a mi cerebro. Su mundo no era el mundo en el
que yo vivía. Entonces vino Berkeley: Si la
anciana no puede verte, entonces tampoco tú existes. Me apresuré a encontrar
los ojos de un transeúnte que dieran fe de mi existencia y con el valor recobrado,
le espeté a Berkeley que, según su propia teoría, ahí estaba Dios, omnividente,
para darme cuerpo y realidad con su mirada, creyera o no en Él.
Para la anciana entonces, en vista de que carecía de ésta, ¿no existía la cochera,
ni yo ni ella misma? Aunque Descartes la habría convencido tautológicamente de que
bastaba su pensamiento para atestiguar su realidad, cierta vanidad irresponsable
–la misma que me hizo falta en la adolescencia por no conocer a Protágoras– me persuadió
de que eran mis ojos los que otorgaban concreción a la cochera y a lo que había
en su interior, incluida la anciana. La parte de vanidad no requiere mayor explicación:
todos, desde Adán y Eva, queremos ser como dioses capaces de crear y negar existencias.
La que toca a la irresponsabilidad sí: uno no debería andar creando espectáculos
de indigencia y soledad como ése con la impunidad de una mirada.
III | Esaú fue el primero en conocer el valor de una lenteja. Dio a su hermano Jacob
su primogenitura a cambio de un plato de éstas. En el Génesis el pasaje es irónico
y en cierto modo despectivo hacia los edomitas, descendencia de Esaú –semejante
a las bestias más que a los hombres por su aspecto peludo y su fuerza bruta– que
pone en relieve a Jacob como símbolo de la astucia, como ejemplo del hombre sereno,
amante del hogar. Al agreste Esaú no le sirve de nada la primogenitura, sí el alimento
que repondrá sus fuerzas luego de la caza. Más próximo en temperamento a Jacob,
el apacible Roger Bacon estimó tanto como Esaú las lentejas. Observó su forma biconvexa
y dedujo de ella las propiedades amplificadoras de un cristal tallado a semejanza.
En el germen de la lente que condujo a la versión moderna –la que permitió la invención
del microscopio y el telescopio– de su etimología, incluso de su forma, se halla
la desdeñada, insignificante lenteja.
Bacon mismo se concentró en el perfeccionamiento de los lentes porque consideraba
indispensable que los ojos del cuerpo funcionaran al cien por ciento para que los
ojos del alma pudieran comprender las escrituras, la obra de Dios y diferenciaran
lo blanco de lo negro. Idea un tanto contraria a la de Mateo que afirma si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo
y tíralo lejos, y que Santa Lucía de Jerez acató obediente cuando se extirpó
los ojos para evitar un amorío y envió los globos al culpable de su distracción.
En el cristianismo hallamos también esta oposición fundamental, la misma que llevó
a Demócrito a sacarse los ojos: por una parte, están los que creen que contemplar
la obra divina, representarla y tratar de imitarla llevará a su mejor comprensión
y homenaje; por otra, los que afirman que el mundo con sus visiones aparentes distraen
al alma, que toda copia es incitación de los sentidos, desviación hacia el error,
y que a la divinidad no se le puede representar sin que esto sea una pagana ofensa.
De ahí las conocidas diferencias entre el arte de la iglesia de Lutero y la de Pedro;
entre la grandilocuencia de la arquitectura y decorados de las catedrales católicas
y las adustas construcciones protestantes, adornadas sólo por la luz.
En la tradición judeocristiana, el origen del mundo se funda en un solo hecho que desencadenará toda la Creación. Las tinieblas, los mares, la tierra, los cielos y la luz fueron creados porque Dios vio que era bueno. El hacedor se convirtió en el espectador de una obra que más tarde entregaría al hombre para el deleite de sus sentidos. Paradójicamente, en el mundo natural la mayoría de las criaturas nacen ciegas y muchas de ellas no alcanzan el sentido de la vista sino varias semanas de su –curioso término aquí– alumbramiento. El hombre mismo nace con los ojos cerrados, tarda algunas horas en abrirlos y pasa más tiempo aún para que su capacidad ocular alcance la perfección suficiente que le dejará diferenciar profundidad, colores, rasgos. Para suplir esta falta que hace vulnerable a toda criatura, el resto de los sentidos principia más afinado. Pero la vista no siempre alcanza todo su potencial. Malformaciones, maltratos o el solo tiempo que avanza deterioran el funcionamiento del ojo dejando entrar a la bruma, a las manchas, a la ausencia de colores o a la percepción de uno solo, a los bultos, a la aureola de indefinición que rodea los objetos hasta que la capacidad ocular termina atrofiada por completo. Tal vez haya algo de razón en Berkeley: para quienes necesitamos lentes como prótesis de nuestros ojos la mañana no comienza –porque la luz nada define–, los objetos son indescifrables plastas de colores mezclados y apenas distinguimos una mancha confusa del color de un rostro humano, hasta que colocamos los lentes sobre los ojos y descubrimos que, en efecto, aquel indefinido, inexistente borrón café, es el tronco de un árbol caído.
PAOLA VELASCO (México, 1977). Ensayista. Estudió lengua y literatura hispánicas en la Universidad Veracruzana. Realizó la maestría en literatura latinoamericana en la UNAM. Autora de Las huellas del gato (2006). Coautora de José Emilio Pacheco, perspectivas críticas (2005), Nélida Piñón, Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (2005), El hacha puesta en la raíz (2006), Dos escritores secretos. Ensayos sobre Efrén Hernández y Francisco Tario (2006), entre otros. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas (2003-2005) y del FONCA (2006-2007).
IO ANGELI (Grecia, 1960). Estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes de Atenas y continuó sus estudios de maestría con una beca en Londres en el Royal College of Art y Central – Saint Martin’s School of Art & Design (1988-1991). Ha presentado su trabajo en 17 exposiciones individuales y ha participado en muchas exposiciones colectivas en Grecia y en el extranjero y ha colaborado con la Galería Zoumboulakis desde 2013. Entre las muestras individuales más recientes se encuentran: Boundaries (2015); Is it a trap? (2019); y Slalom (2023), todas ellas en Zoumboulakis Galleries, en Atenas. Sus obras se encuentran en colecciones públicas y privadas. Trabaja como profesora en la Universidad de West Attica. Io Angeli es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Agulha Revista de Cultura
Número 233 | julho de 2023
Artista convidada: Io Angeli (Grécia, 1960)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2023
∞ contatos
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ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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