domingo, 9 de julho de 2023

PAOLA VELASCO | El mundo en observación

 


I | De las muchas leyendas que aderezan la vida de Demócrito de Abdera –cuya parte de verdad histórica es difícil probar– Borges popularizó aquella de que se arrancó los ojos en un jardín para que las cosas del mundo no lo distrajeran del espectáculo que había en su pensamiento. En filosofía el debate es viejo: ¿nos engañan los sentidos haciéndonos tomar por real lo que es vana apariencia? Si las cosas no son más que las sombras danzantes de la caverna de Platón, lo que percibimos desvía al intelecto de la comprensión verdadera del mundo, sin duda; mas en qué lugar de fantasmas nos obliga a vivir el idealismo extremo: separado el mundo visible del mundo inteligible, estorbado éste por la fugacidad y cambio continuo de aquél. La manzana de mi frutero parece existir, lo mismo la manzana que cuelga en el árbol antes de la cosecha; pero ninguna de ellas es la idea, la forma eterna y perfecta Manzana. Si yo o cualquiera la pretendemos real es por el error al que nos llevan los sentidos. Sólo las ideas pueden ser objeto de conocimiento verdadero y la percepción de sus sombras accidentadas–lo que podemos ver, oír, sentir– es doxa, mera opinión, el grado inferior de conocimiento por utilizar los sentidos y referirse al mundo sensible. El atomista Demócrito diría que nada existe excepto átomos y espacio vacío; todo lo demás son opiniones.

Que la percepción es el mejor instrumento de conocimiento y el único conocimiento válido es aquel que se basa en la experiencia originó la idea contraria. Una que conoció su cima en los siglos XVII y XVIII con las ideas de Locke, Berkeley y Hume, aunque consideramos más a Aristóteles, con su Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu (Nada hay en la mente que no haya estado antes en los sentidos), como el precursor sistemático del empirismo. Si bien la educación media nos ha acostumbrado a separar claramente las filosofías de Platón y Aristóteles, el estagirita contraría menos de lo que se ha afirmado los principios de su maestro: acabará por tratar de probar la existencia de un mundo ideal en Dios, y no obviemos que a Platón también le interesaba el mundo concreto. Mas diciendo que toda la filosofía y la ciencia deben originarse en el conocimiento sensible, Aristóteles inserta las ideas, que para la escuela de Platón flotan en el vacío, en las cosas mismas de la realidad; esto, innegablemente, es la impugnación del idealismo metafísico e intelectualista del fundador de la Academia.

Del debate se desprenden las sabidas oposiciones: Platón creía que el alma nunca conocería la verdad sino hasta que la muerte la liberara de la cárcel del cuerpo sensible. También creía que las almas injustas volvían a la tierra y reencarnaban hasta alcanzar la perfección que las haría dignas del mundo de las ideas. El cuerpo con sus sentidos era, pues, condena y castigo. Aristóteles, por el contrario, pensaba al alma como el motor del cuerpo y a éste su guía en el camino del conocimiento. Al momento de la muerte el alma no sobrevivía al cuerpo, pero la nous inmortal permanecía como, imagino, algún éter flotando a placer por el espacio. En la tierra no hay cosa que tenga un solo lado. Tampoco en la esfera de las ideas. Los contrarios, por irreconciliables que parezcan, nos entregan una visión un poco menos incompleta del mundo. Es meramente fútil que algunos se obstinen y defiendan a ultranza la mitad con que comulgan, que otros intenten conciliar lo que está separado o que duden incluso de la necesidad de divisiones, de la división misma, de los opuestos o de sus partes. Aunque pueda juzgarse el escepticismo de la frase anterior, lo cierto es que la duda originaria de estas líneas no termina: ¿es la razón o la percepción el instrumento del conocimiento? Si existen dos formas de conocer ¿es necesariamente la que obedece al logos –a la razón–, verdadera, mientras la que se apoya en los sentidos, falsa?

En dos teorías se expresan dos sensibilidades, dos maneras de pensar el mundo, que con frecuencia dividen a los hombres: los que prefieren sentir y los que ponderan pensar; los hedonistas y los estoicos; los que aman la Naturaleza y los que ven en ella el enemigo más terrible del hombre; los idealistas y los empiristas; los partidarios de la fe y los devotos de la ciencia. Lo mismo sucede con otros conceptos que marchan parejos, aunque disociados, en una eterna repetición circular formada de opuestos. Así viviéramos cien años, que doscientos o que un tiempo infinito veríamos las mismas oposiciones, irreductibles, fundamentales, en el origen de toda discordia. Si en la circunferencia de un círculo se confunden el principio y el fin, y la Historia de los hombres es un círculo en movimiento constante, la comparación de un círculo actual con otro del pasado mostrará los mismos puntos, los mismos movimientos exactamente repetidos.

Antes que Descartes, el filósofo y médico español Gómez Pereira había escrito en su Antoniana Margarita (tan parecidamente que Voltaire acusó a su paisano de plagio): Nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum (conozco que conozco algo, todo lo que conozco existe, luego yo existo). Una de las dianas de Gómez Pereira era el magister dixit, empleado sobre todo por la escolástica, que daba autoridad incuestionable a los viejos maestros aun por encima de la experiencia y la razón; pero en el extremo de su empirismo, Gómez Pereira niega la distinción entre la facultad sensitiva y la intelectiva e identifica la posibilidad de sentir, de percibir, con la cualidad de pensar. Mi gato –que como todo gato observa disciplinadamente su propia filosofía (lo sabemos por Eliot)– piensa que Gómez Pereira se equivocaba en su razonamiento y que su argumento es sólo justificación de la impiedad con los indios de la Nueva España y con los animales: éstos, puesto que no pensaban, o no por lo menos con un pensamiento racional, tampoco veían, oían, olían, sentían, deseaban, sufrían o padecían ninguna otra cosa propia de un ser sensible. Además de las evidentes acusaciones humanitarias hechas a Gómez Pereira que desprestigiaron su trabajo durante mucho tiempo, alcanzo a entrever otro de los puntos flacos que mi gato arguye en su contra: al decir que sentidos, pensamiento y conocimiento son la misma cosa, implica el silogismo inverso: en el mundo existe sólo aquello que se conoce y percibe mediante los sentidos y el intelecto es capaz de pensar sólo lo que los sentidos le dejan percibir.


Siglos después de Gómez Pereira, Berkeley formulará la ilustrativa y manoseada imagen del árbol en el bosque: si un árbol cae en medio de un bosque desierto y nadie hay que vea su caída, ¿puede decirse que existió el árbol?, ¿qué existió la caída?; ¿se produjo algún sonido si no hubo un oído que escuchara? Esta perplejidad ha dado por lo menos una ficción asombrosa cuyo final sostiene la existencia de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro. (Como se ve, aquí nadie niega a los animales la capacidad de percepción; explicación de por qué mi gato prefiere a Borges sobre Gómez Pereira).

El ejemplo del árbol y su caída agotó mis pensamientos durante una adolescencia retraída y desdibujada que se escondió en suéteres amplios y cabello sobre el rostro aun cuando ignoraba que antes de Berkeley, Gómez Pereira y muchos otros, Protágoras ya había dicho: El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son, permitiendo con ello que fuese mi mirada la que creara el mundo y no que mi existencia dependiera de la percepción de nadie más: así, pasar inadvertida habría garantizado una calma que no se transformaría en asfixia cuando pensaba si esta invisibilidad no era también garantía de mi desaparición social, racional, moral, incluso física. Sólo había vuelto a tener esos pensamientos en los vagones del metro, donde nadie mira a nadie, creando un tren lleno de fantasmas de sudor y angustias inexistentes.

 

II | Hace unos días pasé frente a una cochera en la que una mendicante anciana ciega tanteaba el piso con su bastón buscando la salida de lo que, en su mundo informe, adiviné una trampa. Era claro que para orientarse caminaba sobre la acera usando la pared de las construcciones como guía, y que el ángulo de la cochera abierta debió hacerle creer que llegaba a una esquina en la que dobló. Su desesperado bastoneo ofrecía un espectáculo desolador. Parecía, efectivamente, un ratoncillo encerrado en un laberinto, dando tumbos sin tino, retrocediendo, girando y alejándose de la invisible luz. La vejez y la ceguera la empequeñecían, la volvían titubeante, acrecentaban su soledad. Pensé cuánto tiempo tardaría en hallar la salida sin auxilio; el ojo ajeno sabía que se encontraba en una cochera, pero para ella ese recuadro de cinco por cinco metros debió ser el espacio vacío de una oquedad inmensurable.

¿Carecían de realidad para la vieja la puerta, las bolsas en el piso y la escoba en un rincón que claramente yo veía en el interior de la cochera? Sin ver ni tocar nada más que aire, ¿qué imágenes se habrán formado en su mente? Si era ciega de nacimiento no sólo la cochera, sino el resto del mundo le reportaba una imagen bien distinta a la que mi retina ofrecía a mi cerebro. Su mundo no era el mundo en el que yo vivía. Entonces vino Berkeley: Si la anciana no puede verte, entonces tampoco tú existes. Me apresuré a encontrar los ojos de un transeúnte que dieran fe de mi existencia y con el valor recobrado, le espeté a Berkeley que, según su propia teoría, ahí estaba Dios, omnividente, para darme cuerpo y realidad con su mirada, creyera o no en Él.

Para la anciana entonces, en vista de que carecía de ésta, ¿no existía la cochera, ni yo ni ella misma? Aunque Descartes la habría convencido tautológicamente de que bastaba su pensamiento para atestiguar su realidad, cierta vanidad irresponsable –la misma que me hizo falta en la adolescencia por no conocer a Protágoras– me persuadió de que eran mis ojos los que otorgaban concreción a la cochera y a lo que había en su interior, incluida la anciana. La parte de vanidad no requiere mayor explicación: todos, desde Adán y Eva, queremos ser como dioses capaces de crear y negar existencias. La que toca a la irresponsabilidad sí: uno no debería andar creando espectáculos de indigencia y soledad como ése con la impunidad de una mirada.

 

III | Esaú fue el primero en conocer el valor de una lenteja. Dio a su hermano Jacob su primogenitura a cambio de un plato de éstas. En el Génesis el pasaje es irónico y en cierto modo despectivo hacia los edomitas, descendencia de Esaú –semejante a las bestias más que a los hombres por su aspecto peludo y su fuerza bruta– que pone en relieve a Jacob como símbolo de la astucia, como ejemplo del hombre sereno, amante del hogar. Al agreste Esaú no le sirve de nada la primogenitura, sí el alimento que repondrá sus fuerzas luego de la caza. Más próximo en temperamento a Jacob, el apacible Roger Bacon estimó tanto como Esaú las lentejas. Observó su forma biconvexa y dedujo de ella las propiedades amplificadoras de un cristal tallado a semejanza. En el germen de la lente que condujo a la versión moderna –la que permitió la invención del microscopio y el telescopio– de su etimología, incluso de su forma, se halla la desdeñada, insignificante lenteja.


La imputación que suele hacerse de conocimiento o inteligencia a quienes usan anteojos para mejorar su visión es un prejuicio cultural cuyas anclas se hunden en razones añejas, arrastradas de siglos muy anteriores, más allá de la evidente asociación entre un tipo de personalidad de ratón de biblioteca y los lentes. Es cierto que las primeras lentes creadas por el hombre no tenían como propósito amplificar las imágenes ni convertirse en una prótesis del ojo. Griegos, árabes y romanos utilizaban las lentes para cauterizar heridas y esferas de vidrio llenas de agua como la versión más antigua del encendedor. En su origen la lente está relacionada con el fuego. Casi todos lo descubrimos en la infancia al incendiar un montoncito de hojas secas o a una sociedad de hormigas usando los cristales de unos anteojos. El registro de la Historia presume que la primera lente fue construida por Aristófanes en el año 424 con un globo de vidrio soplado lleno de agua. Su creador, que menciona el invento en su comedia Las nubes, buscaba concentrar en él la luz solar. Imaginamos que una esfera de este tipo, contenedora de la fuerza del astro, estaba más próxima a ser un arma o un medio de condensación de la divinidad que un instrumento de visión.

Bacon mismo se concentró en el perfeccionamiento de los lentes porque consideraba indispensable que los ojos del cuerpo funcionaran al cien por ciento para que los ojos del alma pudieran comprender las escrituras, la obra de Dios y diferenciaran lo blanco de lo negro. Idea un tanto contraria a la de Mateo que afirma si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo y tíralo lejos, y que Santa Lucía de Jerez acató obediente cuando se extirpó los ojos para evitar un amorío y envió los globos al culpable de su distracción. En el cristianismo hallamos también esta oposición fundamental, la misma que llevó a Demócrito a sacarse los ojos: por una parte, están los que creen que contemplar la obra divina, representarla y tratar de imitarla llevará a su mejor comprensión y homenaje; por otra, los que afirman que el mundo con sus visiones aparentes distraen al alma, que toda copia es incitación de los sentidos, desviación hacia el error, y que a la divinidad no se le puede representar sin que esto sea una pagana ofensa. De ahí las conocidas diferencias entre el arte de la iglesia de Lutero y la de Pedro; entre la grandilocuencia de la arquitectura y decorados de las catedrales católicas y las adustas construcciones protestantes, adornadas sólo por la luz.


Uno de mis mayores temores adultos es la ceguera. Cualquiera diría que es un miedo comprensible en alguien cuya actividad primordial y de la que obtiene el sustento consiste en leer y escribir. Pero ahí están los casos de Milton, Joyce y Borges –a cuya sombra me cobijo sólo para que me sirvan de ejemplo, no de comparación– para recordar que cuando la determinación es auténtica ni ésta ni otra adversidad es insalvable. Temo, más bien, perder el mundo. Hay algo de cursilería en ello, sin duda. Mi ideal de retiro contempla una casita en un pueblo tranquilo donde mirar desde la ventana los cambios de luz, la sucesión de estaciones. Las congregaciones dedicadas a la vida contemplativa despiertan la mayor de mis envidias; me asombra hasta la admiración que Heráclito haya podido renunciar al trono para dedicarse a ella. Prefiero vivir en sitios altos con grandes ventanales desde donde observar el día. En suma, amo demasiado las sombras de la caverna como para resignarme a no verlas más.

En la tradición judeocristiana, el origen del mundo se funda en un solo hecho que desencadenará toda la Creación. Las tinieblas, los mares, la tierra, los cielos y la luz fueron creados porque Dios vio que era bueno. El hacedor se convirtió en el espectador de una obra que más tarde entregaría al hombre para el deleite de sus sentidos. Paradójicamente, en el mundo natural la mayoría de las criaturas nacen ciegas y muchas de ellas no alcanzan el sentido de la vista sino varias semanas de su –curioso término aquí– alumbramiento. El hombre mismo nace con los ojos cerrados, tarda algunas horas en abrirlos y pasa más tiempo aún para que su capacidad ocular alcance la perfección suficiente que le dejará diferenciar profundidad, colores, rasgos. Para suplir esta falta que hace vulnerable a toda criatura, el resto de los sentidos principia más afinado. Pero la vista no siempre alcanza todo su potencial. Malformaciones, maltratos o el solo tiempo que avanza deterioran el funcionamiento del ojo dejando entrar a la bruma, a las manchas, a la ausencia de colores o a la percepción de uno solo, a los bultos, a la aureola de indefinición que rodea los objetos hasta que la capacidad ocular termina atrofiada por completo. Tal vez haya algo de razón en Berkeley: para quienes necesitamos lentes como prótesis de nuestros ojos la mañana no comienza –porque la luz nada define–, los objetos son indescifrables plastas de colores mezclados y apenas distinguimos una mancha confusa del color de un rostro humano, hasta que colocamos los lentes sobre los ojos y descubrimos que, en efecto, aquel indefinido, inexistente borrón café, es el tronco de un árbol caído. 

 

 


PAOLA VELASCO (México, 1977). Ensayista. Estudió lengua y literatura hispánicas en la Universidad Veracruzana. Realizó la maestría en literatura latinoamericana en la UNAM. Autora de Las huellas del gato (2006). Coautora de José Emilio Pacheco, perspectivas críticas (2005), Nélida Piñón, Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (2005), El hacha puesta en la raíz (2006), Dos escritores secretos. Ensayos sobre Efrén Hernández y Francisco Tario (2006), entre otros. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas (2003-2005) y del FONCA (2006-2007).

 

 


IO ANGELI (Grecia, 1960). Estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes de Atenas y continuó sus estudios de maestría con una beca en Londres en el Royal College of Art y Central – Saint Martin’s School of Art & Design (1988-1991). Ha presentado su trabajo en 17 exposiciones individuales y ha participado en muchas exposiciones colectivas en Grecia y en el extranjero y ha colaborado con la Galería Zoumboulakis desde 2013. Entre las muestras individuales más recientes se encuentran: Boundaries (2015); Is it a trap? (2019); y Slalom (2023), todas ellas en Zoumboulakis Galleries, en Atenas. Sus obras se encuentran en colecciones públicas y privadas. Trabaja como profesora en la Universidad de West Attica. Io Angeli es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.

 


Agulha Revista de Cultura

Número 233 | julho de 2023

Artista convidada: Io Angeli (Grécia, 1960)

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023 

 


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