Después de
haber recorrido las coloridas aguas de un modernismo y simbolismo vernáculos, y,
en forma casi contemporánea, los arrebatos de un surrealismo tardío (recién con
la posguerra este movimiento llegó a nuestras orillas), no es extraño que una fuerza
de signo contrario llevara la poesía argentina al extremo opuesto del distanciamiento
objetivo. Este cometido lo cumple Alberto Girri (1919-1991), aunque no en soledad,
ya que un aire de época y algunos otros (pocos) poetas de cenáculo lo acompañan
en este costado eliotiano de la poesía –crítico, culto, reflexivo–, con tendencia
a la impersonalidad y atento a los descubrimientos de la psicología profunda. Corren
las décadas del ‘60 y ‘70 y en un marco de austeridad expresiva y de lecturas del
budismo y del taoísmo, de P.D.Ouspensky y Krishnamurti, pero también de Thomas Merton,
esos cultores abren una ventana a la inflexión esotérica. Baste señalar entre ellos
al escritor H.A.Murena (1923-1975), quien también supo hacer de la poesía una escuela
de iniciación y un instrumento para pensar. Y no ha de sorprender que esto ocurra
en Buenos Aires (con puntuales acólitos en las ciudades de Rosario, La Plata, Córdoba,
y no mucho más), pues nos situamos en una época en que el intercambio cultural se
daba en los ámbitos universitarios y, principalmente, en torno de las revistas de
vanguardia en las que se debatían las nuevas ideas. Este es el espacio en el que
ubicamos los desplazamientos de Girri y no distinto es el barrio que también elige
para vivir –calle Viamonte casi 25 de Mayo, donde se emplazaba la vieja Facultad
de Filosofía y Letras–, zona que hoy parece menos proclive a las expresiones del
arte, atravesada –como se encuentra– por su fuerte impronta comercial y bancaria.
Sabemos
que un porteño –y Girri lo era, por nacimiento y costumbres: nació en cercanías
del parque Centenario, o sea, en el centro geográfico de la ciudad, y vivió toda
su vida en la urbe capitalina– es rehén de dos atributos que lo marcan de cuerpo
entero: la nostalgia y el extrañamiento. El añorar algo que no se tiene del todo
claro y el pertenecer a un lugar al que se lo siente refractario y hasta desconocido.
Lo cual lo lleva a vivir en un continuo alerta, en una sumida perplejidad, volviendo
de continuo sobre los mismos temas, investigando el cómo y los porqué de su papel
en el mundo. No es extraño, entonces, que atravesado por tales sentimientos y dichas
pulsiones, afirmado en su condición de vecino, pero sin dejar de añorar lo otro desconocido, tanto sea de orden artístico,
metafísico o religioso, y aun antes de haber hecho de la lengua extranjera uno de
sus estímulos (tradujo a los principales poetas norteamericanos del siglo XX y a
no pocos ingleses), Girri convirtiera el examen y la reflexión en su modo de ser
y estar en el mundo. De ahí a darle cabida a todo ello en su poesía fue sólo un
paso. Desde su primer libro Playa sola
(1946), en el que se vale de un lenguaje algo críptico para la época, aunque todavía
recorrido por reflejos de la estética neorromántica entonces en boga, se proyectará
hacia una poesía de fuerte introspección y decidida tendencia a la abstracción,
mediante la cual se dio a la tarea de ir cerrando la construcción idealista de la
subjetividad, con miras en alcanzar lo que él daba en llamar “la real realidad”.
Es decir, lo que está allí en su inmediación, pero sin la intervención artificiosa
de la costumbre, poblada –como se encuentra- de tropos, ilusionismo y brumas proféticas
heredadas de la cultura. De ello dan mérito los sucesivos títulos que, en imperiosa
labor, va publicando durante esta primera etapa –Examen de nuestra causa (1956), La
penitencia y el mérito (1957), Propiedades
de la magia (1959), La condición necesaria
(1960), Elegías italianas (1962),
El ojo (1963)–, con los que deja en claro
la naturaleza especulativa del camino elegido, cuyo principal objetivo es, por un
lado, la deconstrucción del yo y de los mecanismos con que este ordena la experiencia
y, por otro, la atenuación de los resabios melódicos presentes en la literatura.
La poesía será para él universo de palabras y no música verbal, tal como contemporáneamente
entroniza Borges luego de apostrofar su anterior “error ultraísta” en favor de la
metáfora.
Hay
un poema de este último libro que expresa dicho cometido: “Cuando la idea del yo
se aleja”. En él señala que se deshace de toda esa rémora recorrida por epítetos
y temperaturas emotivas (“De lo que va delante/ y de lo que sigue atrás, /de lo
que dura y de lo que cae”), para proyectarse y poder, de este modo, comprender.
“Antes hacía, ahora comprendo”, afirma en el verso final, produciendo el reemplazo
de la idea del yo por la transparencia de lo que podríamos denominar “la idea del
poema”. Extremada objetividad que habrá de recorrer en los libros siguientes, tanto
en los de poesía como en los esclarecedores diálogos con quien fuera su alter ego en la teoría y, sin duda, su mejor
intérprete: Enrique Pezzoni. Casa de la mente
(1970), Valores diarios (1970), En la letra, ambigua selva (1972), son otros
de sus títulos emblemáticos. ¿Cuál es esa casa de la mente? No sería temerario señalar
que es la inteligencia de la poesía en general y de cada poema en particular. En
ellos se gesta la verdadera realidad. Allí se transforman los sucesos interiores
en palabras que son fuente de conocimiento y no meros reverberos de episodios personales.
Como dice Jorge A. Paita, quien fue otro de los animadores de la estética: “Girri
no sólo es un espíritu clásico sino un antirromántico, comparable en otros órdenes
a un pintor abstracto de la corriente geométrica o dodecafonista”. Precisando, más
adelante: “Y qué significa una voz sin inflexiones? Desde luego, una exaltación
del objeto. El poeta renuncia a todo ademán elocutivo, a todo comentario exterior.
No quiere decir el poema; quiere que él
se diga” (del prólogo de Poemas elegidos (1965).
De
esta manera, lejos del canto, más lejos aún de un arte descendido a destreza antes
que a indagación de la verdad, la poesía de Girri es la expresión más acabada de
una obra realizada a expensas del lenguaje. Desde esta mirada, rinde homenaje y
adhiere a los postulados de la “suprema ficción” con que Wallace Stevens define
el quehacer poético: una exploración de las relaciones entre la mente y la realidad,
de la posible diferencia entre la cosa observada y lo que la imaginación puede hacer
con ella. Y más aún: de lo que la imaginación puede agregar a la realidad, ya que
las cosas de que habla un poeta son de la clase de cosas que no existen fuera de
las palabras (W.S.: “El noble jinete y el sonido de las palabras”). Rota, en estos
términos, la distancia entre las palabras y las cosas, vaciadas de gratuidad las
imágenes, impensada y sorprendentemente mallameano (por su gusto de sacar las palabras
de su circulación ordinaria para hacerlas significar en la dimensión del arte),
Girri deja sentado que todo texto importa una finalidad en sí mismo –reafirma con
ello la autonomía del hecho estético– y que esto resalta, a su vez, la distancia
entre la naturaleza exterior inasible y la empeñosa labor humana de la conciencia.
Haciendo propia la apostilla de Octavio Paz que señala que “escribir un poema es
descifrar al universo sólo para cifrarlo de nuevo”, la realidad ya no se encuentra
en nuestro poeta más allá del lenguaje, sino en el lenguaje mismo: en su irradiación
creadora de símbolos, tropos, figuras, luces y sombras, mundos nuevos. A la manera
de una antropología, dicha mirada tiende a señalar que el hombre es intento –intención,
ansiedad, propósito, deseo– y que la poesía no es otra cosa que el corolario de
ese intento. Una constante búsqueda que, volcada al campo de los signos, da cuerpo
verbal a la experiencia moral en la que el poeta se mueve. Dicho con sus propias
palabras, no libres de velado designio: “Una teología creadora de objetos / que
se negarán a ser hostiles a Dios” (“Arte poética”).
Poesía
no exenta de dificultades. Primero, por la materia sobre la que se aplica: el ancho,
inestable, cambiante horizonte de una civilización que de la extremada espiritualidad
pasó a la más dura reacción del progresismo industrial y que, durante los años del
poeta, comienza a recorrer los estándares de lo líquido, lo leve y lo ingrávido
propios de la sociedad de masas. Luego, por la modalidad expresiva adoptada, en
la que se vuelven uno lo observado y el observador, confluyendo ambos en la pieza
verbal y escrita en un lenguaje austero, meditativo y prosaico, llevado sin concesiones
hasta el límite de su elocución. En su ensayo “Alberto Girri, el extranjero”, Santiago
Sylvester aborda este extremo, señalando, no sin apuntar méritos a la tarea, que
los poemas de Girri plantean, ciertamente, un problema de lectura –desde la adhesión
incondicional hasta el rechazo más obstinado–, basado en su manera “trabajosa” y
de algún modo inédita de hacer avanzar el verso, “que ha resuelto no respetar su
prosodia ni su sonoridad” (Oficio de lector,
2003). En este último aspecto –el de la sonoridad– me detengo, pues creo que
en él reside uno de los aspectos más denunciados de la poesía de Alberto Girri:
su deliberada ausencia de musicalidad (al menos, a la entendida como acompañamiento,
como adorno). Con ella se inaugura esta modalidad de signo contrario a la tradición
poética y que tiende a hacer pie en la seca dicción del lenguaje meramente enunciativo.
Girri rechaza el componente musical, y en dicha impugnación reside uno de los aspectos
de la dificultad de acceso para el lector. He de decir, no obstante, saliendo en
su defensa, que acaso lo que hizo fue dar cabida en la poesía a otra música –tal
como lo anticipa Paita en la página recordada-, o que adivinó tempranamente que
estábamos a las puertas de una época de poca intensidad melódica para el verso,
fruto del barrido que, casi de inmediato, efectuaron las siguientes generaciones
respecto de todo aquello que pudiera sonar a preciosismo lexical. Lindante con la
actividad más laboriosa de artesanía –“hacedor de poemas”, “obrero del arte” se
autodenominó–, escribir poesía fue para él una forma de acercarse a un saber más
pleno, buscando los ritmos del poema en los ritmos del lenguaje hablado y con una
fuerte apuesta al uso común de la palabra. Una estética que bien puede resumirse
en una ética (“La Palabra crea, el Pensamiento crea”, afirmó en sus variadas notas
sobre la experiencia poética). El poema, pues, considerado como conducta y el poeta
como custodio de esa conducta.
Hoy,
cuando se han cumplido más de treinta años del cierre de esta obra y ha pasado tanta
agua bajo los puentes, la poesía de Alberto Girri nos deja una lección: a.-entender
el poema como una finalidad y no como un retrato de circunstancias; b.-considerar
la actualidad del distanciamiento objetivo entre el acto de crear y lo creado; c.-no
confundir sentimiento con realidad, ni idea con arte; d.-cuidarse del abuso de musicalidad
y, de su mano, procurar que ni el ritmo ni las imágenes sean adornos sino lenguajes;
e.-al amparo de la noción de cambio, creer en la transformación de las estéticas
para un ojo y un oído que sufren cansancio frente a la reiteración estilística;
f.-ver en el lector a un partícipe necesario en la hermenéutica del poema; g.-exaltar
la belleza autónoma del poema; h.-afirmar la poesía como tensión hacia aquello que
se adivina más allá de la cerrada subjetividad; i.-trabajar, examinar, darse cuenta,
volver sobre los supuestos y revisarlos, alcanzar el poema como resultado de un
proceso que se cumple a través de sucesivas aproximaciones y mediante progresivas
e iluminadoras correcciones. En síntesis, reconocer que la poesía no está en el
orden natural, realizada y conclusiva, sino en la mesa de trabajo y en el lenguaje
que la organiza.
RAFAEL FELIPE
OTERIÑO (Argentina, 1945). Es autor de doce libros de poesía -el último titulado
Y el mundo está ahí (2019)- y de los ensayos
sobre poesía Una conversación infinita
(2016) y Continuidad de la poesía (2020). Su obra se encuentra reunida en Antología poética (1997), Cármenes (2003),
En la mesa desnuda (2008) y Eolo y otros poemas (2016). Primer Premio de Poesía de la Secretaría
de Cultura de la Nación (1985/88), Konex de Poesía (1989/93), Consagración de la
Legislatura bonaerense (1996), Premio Nacional Esteban Echeverría (2007), Gran Premio
de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía (2009), Rosa de Cobre de la Biblioteca
Nacional (2014), Gran Premio de Honor de la SADE (2019). Ejerce la crítica literaria.
Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras y miembro correspondiente
de la Real Academia Española.
JAN DOCEKAL (República Tcheca, 1943). Historiador del arte, artista, publicista y profesor
emérito. Se formó como metalúrgico, estudió historia del arte y la estética, fue obrero, tecnólogo de producción mecánica, diseñador publicitario, director comercial en una imprenta,
propietario de una galería y de una agencia de publicidad. Organizador de numerosas
exposiciones de arte, autor de varios libros en el campo del arte, colabora con
Agulha Revista da Cultura, además de haber
sido incluido en el libro Viajes del Surrealismo
(2022), de Floriano Martins. Es miembro del grupo surrealista checo Stir up. Realizó
treinta y ocho exposiciones individuales, participó en exposiciones surrealistas
en Bélgica, Chile, Costa Rica, Alemania y Portugal. Jan es el artista invitado de
esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Agulha Revista de Cultura
Número 237 | agosto de 2023
Artista convidado: Jan Dočekal (República Tcheca, 1943)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2023
∞ contatos
https://www.instagram.com/agulharevistadecultura/
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/
ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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