sexta-feira, 29 de setembro de 2023

JUAN CAMERON | Imágenes de Jorge Teillier

 


Jorge Teillier fue un innovador para la poesía chilena de los 60 en adelante. No se trataba de un vanguardista a la manera de Enrique Lihn, a pesar de sus similitudes en experiencias y motivos. Teillier optó más bien por el tono nostálgico, y ciertas veces irónico, de una corriente europea ligada más bien al mundo anglosajón y a las riberas del Báltico; a pesar de sus antecesores franceses.

Según Jorge Edwards es el continuador por excelencia de la tradición poética chilena. Es el que logra la mejor síntesis del orden literario y de la aventura, después de largas décadas de experimentación formal. Con todo, el poeta es también el último de los malditos nacionales para este siglo y la imagen, muy querida entre los suyos y los más jóvenes, es la de un subversivo en el sentido más literal del término.

Teillier pertenece a esa raza de héroes contemporáneos como lo son también Pentti Saarikoski, en Escandinavia, y Carlos Martínez Rivas, en Centro América. Anarco, individualista y marginado de una sociedad inconveniente a sus valores y a los de la mayoría, esta especie de Robin Hood busca extraer el verdadero sentido del orden permanente de las cosas, desde la usurpada palabra que rescata para devolver al pueblo.

Rescatar a Jorge Teillier desde la amable simpatía con la cual se lee (o se comenta sin haberlo leído) y escudriñar su poética, es la tarea. Porque su poesía es una de las más indicadoras, y por lo tanto influyentes, para las nuevas promociones. Su fuerza, su calidad intrínseca, su decir soterrado (como en Para un pueblo fantasma) lo colocan entre los mayores.

Sun Axelsson inicia su recopilación de poetas chilenos Leones alados con la contribución de este gran lárico chileno. Establece así una verdad ineludible: Teillier es, en esa continuación, un gestor determinante para las promociones ulteriores a la generación del 50, a la cual pertenecía, sobre todo para la Promoción Universitaria del 65 y para una buena porción, entre poetas láricos y de lenguaje urbano, de la Promoción post 73.

Para la poeta y traductora sueca, Teillier se reconoce junto a Baudelaire y Blaise Cendrars, junto a Mallarmé y Apollinaire; pero también junto a Los Beatles y el viejo rock cuyas letras tenían mucho de literario. Y, como bien recuerda Juan Armando Epple en el prólogo de Poetas de Chile 1966.1986, viaja en el mismo carro de Villon, Fournier y René-Guy Cadou. Agreguemos a Ludwig Milozs.

La poesía de Teillier se ha bautizado como poesía lárica o de los lares. En ella el poeta canta a un paraíso perdido que ubica, por norma general, en el territorio de la infancia. Es el regreso o la búsqueda de un estado de naturaleza en el cual las relaciones humanas obran en la perfección. Esta situación no se da en la realidad ni ha ocurrido en la historia; pero es una seria proposición dentro del contrato social. Por ello se poetiza con nostalgia y pesimismo y la emoción intrínseca de su verso ha llevado a describirlo, por Enrique Andersson Imbert como “un lírico tan imaginativo que mientras se canta a sí mismo va transfigurando las cosas, animándolas, personificándolas, poniendo dentro de ellas su propio temple nostálgico (En Historia de la Literatura Hispanoamericana, FCE, México, 1980). Habría que agregar que ello implica una crítica frontal al sistema imperante predicando libertad en cada una de sus hojas.

En esta poesía el fuego patriarcal ilumina en la casa y es hogar de los manes, los espíritus familiares, la memoria colectiva y lo eterno, lo permanente y sagrado. Todo ocurre sobre un color sepia, mas no el de las fotografías del siglo pasado, sino en aquellas tomas de bares captadas por la dulce mano (ésta es una sinécdoque) de Leonora Vicuña: Lima no existe./ Panamá no existe./ Son sueños de Bom Bom Coronado groggy./ De Salaverry, Martínez, Ortega y el Emperador Jones./ De Paco Bendezú retratado junto a Allende, Natacha Méndez y César Moro./ Que el Gordo Portal nos envíe salvoconducto para seguir bebiendo, nos pide el poeta en Cartas para reinas de otras primaveras.


Teillier llamaba a este territorio mítico, a la manera de Lewis Carroll y Peter Pan, el País de Nunca Jamás. Allí convivieron muchos. Alguna vez se ubicaba en la segunda mesa a la entrada de La Unión Chica, el bar y restaurante de calle Nueva York 11 en Santiago; otras veces, durante la gloriosa época de la Unidad Popular, en el Boletín de la Universidad de Chile; pero la mayor parte del tiempo en conversaciones sobre fútbol y box, materias que dominaba con cierta molestosa pretensión y elegancia.

Todos estos elementos aparecen en sus textos. Nada escapa a la voz del poeta devenida en sapiencia con el tiempo y las mesas y la desesperanza de esa continua fiesta que fue su vida: Está más joven la muchacha que amanece sonriendo/ frente al canto del canario cada vez más joven (…) Está más joven la mujer que se despierta para lavar ropa ajena en la artesa rústica./ Están más jóvenes quienes en la plaza hablan de sus amigos desaparecidos o asesinados (…) Está más joven el guijarro que espera ser recogido por un niño,/ tras ser pulido por una ola que cada viaje hace cada vez más joven.// Sólo yo he envejecido.

Jorge Teillier nació en Lautaro, en la región de la Araucanía,. Sus últimos años los vivió entre el fundo de su compañera, Cristina Wenke, en las cercanías de La Ligua, y el Santiago de sus amigos Rolando Cárdenas, Alvaro Ruiz o Germán Arestizábal. Pero su verdadero hogar lo ubicamos descrito por su amigo Jorge Edwards: La casa fantasmagórica de Usher, que en el relato de Poe se derrumbará sobre su dueño, flota en los versos de Teillier en un Sur pantanoso, y el poeta William Gray se cura de su delirium tremens en una clínica de los alrededores de Santiago. Pero el poeta siempre venció los tratamientos impuestos por el orden. Fue un poeta, el poeta; y eso es cuanto vale. Pues el País de Nunca Jamás es, como la Unión Chica, una especie de Walhala.

 

***

 

Conocí a Jorge Teillier en el Refugio López Velarde, el bar de la Sociedad de Escritores de Chile, la querida SECH, en la calle Almirante Simpson de la capital, hace más de un cuarto de siglo, y lo despedí por última vez, dos años antes de su muerte, en ese mismo sitio.

A esa imagen donde aún permanece, pertenece el poeta tanto como a su Lautaro natal. Es una imagen personal, una reconstrucción muy particular, casi una traducción. Al ser trasladado al hospital viñamarino, a causa de una perforación intestinal, no habría tomado, supongo, muy en serio este acontecimiento. Jorge fue un subversivo silencioso y cauto, un maldito tranquilo y duro a la vez, un individuo más cerca de la ternura que de la academia. Jugada con las palabras pues, al hacerlo, lo sabía bien, quebraba las bases de la estupidez humana. En estos mismos parámetros se desarrollaba su amistad con Lihn. Compartieron musas y copas; compartieron una vida tribal.

Enrique Lihn, quien había vivido a destajo y era, en cierta época anterior a la dictadura cultural producida bajo el régimen de facto, un regalón de los medios artísticos, los pasillos intelectuales y las aulas, sufrió un par de infartos cardíacos durante una estadía en Madrid. A causa del susto no sólo dejó de beber y de fumar, sino que se convirtió, para sus amigos, en un predicador contra aquellos satánicos vicios.

Cuídate, Jorge, le dijo un día, mira que el alcoholismo se ha llevado mucha gente a la tumba. Pero la calva se encargó primero de Lihn. No fue el alcohol ni el tabaco ni el corazón la causa de su muerte, sino un tardío y lato cáncer a los pulmones, a los 59 de su edad, en 1987. Diario de muerte relata con objetividad y fantástica ironía ese pasaje.

Un periodista, quizá midiendo la situación desde un ángulo más dramático y telenovelesco, preguntó a Teillier, ¿Y que opina usted de la muerte de Enrique Lihn? El vate no dudó en contestar: el estructuralismo se ha llevado mucha gente a la tumba.

Tal vez los poetas tengamos, por uso y abuso del oficio, una relación demasiado particular con la palabra; tal vez un sistema de valoración personal frente a los signos y sus significados. En esta broma había una tremenda carga de sentimiento. Así de simple, sin explicaciones.

La primera vez que supe del poeta fue en 1964 o 1965, a raíz de un certamen literario auspiciado por la Compañía Refinería de Azúcar de Viña del Mar, la CRAV. El resultado incluía dos importantes aportes: La Cenicienta de San Francisco, el cuento de Antonio Skármeta, y los textos con los cuales Jorge Teillier había obtenido el primer lugar en poesía. Estos son, también, antecedentes en mi escritura. Se trataba de Crónica del forastero, publicado en forma individual en 1968. Pero el mismo año del concurso aparecía, como separata de la Revista Mapocho, de la Biblioteca Nacional, Los trenes de la noche y otros poemas. Algo en común reconocí al poeta: nuestro amor por los trenes y los viajes, representado en Chile por el expreso a Puerto Montt.


Así pues no fue extraño encontrarlo una noche, creo que en 1971, en el andén de la Estación de Talca, donde ambos habíamos bajado, a estirar las piernas, del mentado tren al sur. Durante el resto del viaje, bebiendo en el coche comedor, hablamos de mujeres y de hermanos boxeadores, me contó de Esenin, cuya traducción, hecha por Gabriel Barra, pone él en términos láricos, y del mural que Escames había pintado sobre el podio del salón edilicio en Chillán, a cuya inauguración concurría invitado.

Yo, por mi parte, viajaba a Osorno movido por el amor y los ferrocarriles. En Chillán quiso bajarme. Insistió bastante; pero mi razón era superior. Sobre el mural de Escames vertieron cal los militares y los años se encargaron de verterla sobre el nombre de aquella forastera.

Con agradecimiento, aunque éste no sirva de un carajo, recuerdo su consideración hacia mi escritura. Fue creciendo con los años y un par de veces la manifestó en público; dos o tres veces cita mi nombre en sus textos. Pero en cierta oportunidad este reconocimiento produjo un resultado contrario al esperado. Vivía yo entonces por Suecia y había viajado a Chile para ver a mis hijos. Y un 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes y de los escritores, que viene a ser casi lo mismo, decidí participar en la comida anual de la Sociedad de Escritores de Valparaíso, entidad de la cual había sido expulsado en 1971 por un dentista de apellido Flores quien, al parecer, escribía.

Concurrí al encuentro con suprema humildad, pues bien sabía que mis pequeños triunfos y mi dificultad para esconderlos había herido muchas susceptibilidades, casi todas en verdad, tanto como mis críticas y burlas de años anteriores. Con la misma humildad pagué los dos mil pesos exigidos, vestí corbata y engominé mis cabellos. Era hora de hacer las pases. Incluso sonreí y opté por el silencio ante un par de bromas alusivas.

A poco de comenzar el festejo llegó Jorge, como invitado especial, del brazo de Pedro Mardones, presidente en ejercicio de la SEV. Venía Jorge con unos cuantos tragos encima. Nos abrazamos con alegría.

Cerca de los postres, Teillier, quien había mantenido un conveniente silencio, se levantó y alzando la copa dijo, brindo por el único poeta aquí presente, Juan Cameron. Las sonrisas fueron pocas, frías y diplomáticas. No he vuelto a celebrar el Día de los Inocentes en Valparaíso.

Pero no siempre el trato fue el mismo. Los hombres duros no bailan y eso lo sabíamos y aceptábamos bien los contertulios de la Unión Chica. En cierta oportunidad junto a Cárdenas, a quien Teillier bautizara como inbunchen a causa de su inubicable belleza, continuamos la fiesta en casa de Jorge, en Las Condes a la altura de la Escuela Militar. Estaban presentes, además, la Nana y un arquitecto o algo así, propietaria de un jeep. Algún curso extraño debe haber tomado la conversación porque las mujeres, en pleno ejercicio de sus inalienables derechos, se fueron negándose a trasladarnos en el vehículo.

El medio ambiente no era muy propicio, tampoco. Había dictadura, patrullas nocturnas, paramilitares seguramente, y toda una corte de seres amenazantes para las almas (y cuerpos) de los poetas.

Teillier, por alguna oscura razón, de esas que se meten de pronto en la cabeza y se instalan allí disfrazadas de solidaridad de clase, se negó a darnos alojamiento, se negó a facilitarnos dinero para un taxi y, por último, nos echó. Así pues, como Hansel y Gretel, cruzamos el bosque de treinta y tantas cuadras en la oscuridad de la noche fascista, como diría un amigo aficionado pero no muy docto en poesía. Para culminar la anécdota, Nana salió desnuda a la puerta, apaleó (literal y textualmente) a su Inbunche y me ordenó, manu militari, dormir en un sillón junto a media docena de gatos.

Todo ésto se recuerda con cariño. Cuando Nana se fue –lo sabemos– él se dejó morir como los gansos. No abandonó el trago; pero sí la comida. Su cuerpo dejó de funcionar, sin razón aparente, cuatro meses después.

Este es un retrato muy personal. Doy por entendida la obra de Teillier y la poesía lárica. Doy por enterado el registro de una vida cuya alineación, así como la del Santiago Morning o el Santiago National o del Wanderers en 1946 –que el poeta sabía en su vastísima e inútil cultura-, se yergue hoy en el mero territorio del recuerdo.

Porque Jorge Teillier ha muerto no tengo a quien agradecer las buenas intenciones, o el humor y la memoria. Queden sus poemas como textos de una vida magnífica.

La tragedia de los lares


La poesía de Jorge Teillier/ La tragedia de los lares, fue publicado por Ediciones Lar, en Concepción, hacia fines del año 2001. Su autor, Niall Binns, nació en Londres, en 1965, y se formó en las universidades de Oxford, Católica de Chile y Complutense de Madrid, donde se doctoró y ejerce en la actualidad la docencia.

Su trabajo acerca de los lares es un hito en la historia de la crítica chilena. Pero, imbuida ésta, como tantas cuestiones estéticas, por la moda dictada desde otros claustros e intereses, ha pasado desapercibida para los pocos referencistas que aún sobreviven en el más estrecho país.

En el enfrentamiento entre poesía lárica y discurso dominador, Niall destaca como positiva la posición irreductible de Teillier manifestada –más allá de un simple cantar a la provincia– en su rescate de valores patrimoniales y del paisaje. Como aspecto negativo observa la temprana derrota de Teillier expresada con claridad por la dificultad creadora de sus últimos años. A sus causas sociales se suma el abandono vital del poeta, quien prácticamente ahogó sus posibilidades en la adicción al alcohol.

Jorge Teillier oscila siempre entre la aspiración utópica y el fracaso. Aun cuando sus contemporáneos Enrique Lihn y Nicanor Parra “acogieron la modernización periférica e incompleta de Chile con los brazos poéticos irónicamente abiertos, la poesía lárica, en cambio, apostó por la resistencia”, sostiene el ensayista inglés. Más aún, a pesar de proclamarse un continuador de la tradición de Huidobro, de Rokha, Neruda y Parra, hay serios elementos rupturistas hacia tales discursos. Uno de ellos es el proceso de localización –paralelo a lo ecológico– signado en su pertenencia a la comunidad, luego de un camino de descomposición y recomposición literaria, dictado por los corifeos del posmodernismo a ultranza.

El poeta lárico procura conservar las cosas reales amenazadas o en vías de extinción. Su anhelo no es sólo el retorno a una mítica Edad de Oro, sino también al “paraíso perdido” que alguna vez existió, para ciertos pueblos, en nuestra historia. El “amado Orden del Sur”, en palabras de Luis Villiamy, conforma una instancia cíclica para las sociedades, frente al proceso desrealizador de la pretendida modernidad. La aldea global, acá, no es otra cosa sino la imagen ofrecida por el dominador.

 El mundo pretendido por Teillier es aquel donde, como poetiza en Muertes y Maravillas, “aún se narran historias sobre la fundación del pueblo”. Con claridad, se observa, la lucha por mantener la memoria tiene un fuerte contenido político.

Bien observa Niall, la mitificación de la conquista de la Frontera, territorio sur de Chile, se hace sin idealizaciones. Por el contrario, su texto da cuenta de la miseria y el sufrimiento que ésto significó, con sus agregados de lujuria, avaricia y homicidios.

Ahora bien, la actitud ética en Teillier está en clara oposición a un discurso que conoce y en el cual convive, Pero en este enfrentamiento el poeta verá mermadas sus posibilidades y, en definitiva, será derrotado por el progreso tecnológico de la gran ciudad. No queda inmune a la contaminación alienante de los artefactos, la cual toma partido en sus libros postreros, Los Dominios Perdidos (1994), Hotel Nube (1996) y el póstumo En el Mudo Corazón del Bosque (1998). Poco a poco toma espacio la deshumanización del hombre urbano y comienza a aparecer en sus textos la imagen de la metrópolis: Yo caminaba por Avenida Macul. ¿Qué edad tenía? (…) El sol otoñal/ Se deshacía como el vitreaux de una iglesia abandonada.

Pero tal vez el mayor golpe a su poesía se representa en la polarización de la sociedad chilena y a la subsiguiente brutalidad y crueldad política. La historia desenfoca el pueblo natal y traslada sus versos hacia temas urbanos; pero son los temas de la derrota, el vino y los recuerdos que omnubilan su capacidad de vaticinar, en opinión de Niall: Y ahora/ voy a pedir otro jarrito de chicha con naranja/ y tú/ mejor enciérrate en un convento.

La perspectiva neorromántica y expresionista del poeta lárico, hace de sus pares “observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y de las cosas”, como sostiene en el prólogo de Muertes y Maravillas. En la ciudad, bombardeado por las imágenes, las amenazas y el fragor histórico, el observador es sobrepasado y condenado a una simple escritura; cuando no a la esterilidad. El poeta ya no puede encarnar verbalmente a la comunidad; ésta lo supera. “Se acabó, se terminó” –afirma en una entrevista de 1993. –“Ahora no soy más que un cronista de donde vivo, no puedo ser la persona que venía de otro mundo. Se acabó la magia”.

La lectura cronológica de Jorge Teillier, concluye Niall, “asiste a la liquidación de los sueños del hablante y lo acompaña en la fragmentación progresiva de su identidad y su voluntad”. Pero también nos deja, agreguemos, el retrato de un héroe que se consumió en la negación de un medio estúpido y opresor; al cual no se entregó ni por las prebendas ni por un merecido y nunca logrado reconocimiento.




JUAN CAMERON (Chile, 1947). Poeta, ensayista. Autor de numerosos poemarios, entre ellos Perro de circo (1979), Cámara oscura (1985), Como un ave migratoria en la jaula de Fénix (1992), Jugar con la palabra (2000), Treinta poemas para leer antes del próximo jueves (Costa Rica, 2007), y Poemas de autoayuda (2020). Ha publicado, además, las crónicas Ascensores porteños/ Guía práctica (1999 y 2002) y Ascensores de Valparaíso (2007). Entre sus reconocimientos se cuentan los premios Federación de Estudiantes de Chile (FECH) 1972, Gabriela Mistral, de la Municipalidad de Santiago, 1982, Revista de Libros, diario El Mercurio, Santiago, 1996, Villanueva de la Cañada, Madrid, 1997, Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en Poesía, 1999, y Ciudad de Alajuela, Costa Rica 2004. Figura, además, en una treintena de recopilaciones de poesía chilena y latinoamericana y ha sido traducido a diversos idiomas.




ZUCA SARDAN (Brasil, 1933). Erroneamente situado no casulo que a crítica achou por bem batizar de poesia marginal, sua obra é marcada por uma fusão de linguagens, onde poemas, fábulas, sátiras, desenhos, colagens, agitam as plateias mais dispersas e distintas possíveis. Entre seus livros, estão: Aqueles papéis, poesia (1975), Os mystérios, fábulas (1979), Visões do bardo, graffitti (1980), Ás de colete, poesias, desenhos (1994). Ao lado de Floriano Martins escreveu, a quatro mãos, inúmeras peças de um teatro automático, reunidas nos livros: O Iluminismo é uma baleia (2016) e A volta da baleia Beluxa (2022). Artista convidado da presente edição de Agulha Revista de Cultura.




Agulha Revista de Cultura

Número 240 | setembro de 2023

Artista convidada: Zuca Sardan (Brasil, 1933)

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023 

 


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