Según Jorge Edwards es el continuador
por excelencia de la tradición poética chilena. Es el que logra la mejor síntesis
del orden literario y de la aventura, después de largas décadas de experimentación
formal. Con todo, el poeta es también el último de los malditos nacionales para
este siglo y la imagen, muy querida entre los suyos y los más jóvenes, es la de
un subversivo en el sentido más literal del término.
Teillier pertenece a esa raza de héroes
contemporáneos como lo son también Pentti Saarikoski, en Escandinavia, y Carlos
Martínez Rivas, en Centro América. Anarco, individualista y marginado de una sociedad
inconveniente a sus valores y a los de la mayoría, esta especie de Robin Hood busca
extraer el verdadero sentido del orden permanente de las cosas, desde la usurpada
palabra que rescata para devolver al pueblo.
Rescatar a Jorge Teillier desde la
amable simpatía con la cual se lee (o se comenta sin haberlo leído) y escudriñar
su poética, es la tarea. Porque su poesía es una de las más indicadoras, y por lo
tanto influyentes, para las nuevas promociones. Su fuerza, su calidad intrínseca,
su decir soterrado (como en Para un pueblo fantasma) lo colocan entre los mayores.
Sun Axelsson inicia su recopilación
de poetas chilenos Leones alados con la contribución de este gran lárico
chileno. Establece así una verdad ineludible: Teillier es, en esa continuación,
un gestor determinante para las promociones ulteriores a la generación del 50, a
la cual pertenecía, sobre todo para la Promoción Universitaria del 65 y para una
buena porción, entre poetas láricos y de lenguaje urbano, de la Promoción post 73.
Para la poeta y traductora sueca, Teillier
se reconoce junto a Baudelaire y Blaise Cendrars, junto a Mallarmé y Apollinaire;
pero también junto a Los Beatles y el viejo rock cuyas letras tenían mucho de literario.
Y, como bien recuerda Juan Armando Epple en el prólogo de Poetas de Chile 1966.1986,
viaja en el mismo carro de Villon, Fournier y René-Guy Cadou. Agreguemos a Ludwig
Milozs.
La poesía de Teillier se ha bautizado
como poesía lárica o de los lares. En ella el poeta canta a un paraíso perdido que
ubica, por norma general, en el territorio de la infancia. Es el regreso o la búsqueda
de un estado de naturaleza en el cual las relaciones humanas obran en la perfección.
Esta situación no se da en la realidad ni ha ocurrido en la historia; pero es una
seria proposición dentro del contrato social. Por ello se poetiza con nostalgia
y pesimismo y la emoción intrínseca de su verso ha llevado a describirlo, por Enrique
Andersson Imbert como “un lírico tan imaginativo que mientras se canta a sí mismo
va transfigurando las cosas, animándolas, personificándolas, poniendo dentro de
ellas su propio temple nostálgico” (En Historia de la Literatura Hispanoamericana, FCE, México,
1980). Habría que agregar que ello implica una crítica frontal al sistema imperante
predicando libertad en cada una de sus hojas.
En esta poesía el fuego patriarcal
ilumina en la casa y es hogar de los manes, los espíritus familiares, la memoria
colectiva y lo eterno, lo permanente y sagrado. Todo ocurre sobre un color sepia,
mas no el de las fotografías del siglo pasado, sino en aquellas tomas de bares captadas
por la dulce mano (ésta es una sinécdoque) de Leonora Vicuña: Lima no existe./
Panamá no existe./ Son sueños de Bom Bom Coronado groggy./ De Salaverry, Martínez,
Ortega y el Emperador Jones./ De Paco Bendezú retratado junto a Allende, Natacha
Méndez y César Moro./ Que el Gordo Portal nos envíe salvoconducto para seguir bebiendo,
nos pide el poeta en Cartas para reinas de otras primaveras.
Todos estos elementos aparecen en sus
textos. Nada escapa a la voz del poeta devenida en sapiencia con el tiempo y las
mesas y la desesperanza de esa continua fiesta que fue su vida: Está más joven
la muchacha que amanece sonriendo/ frente al canto del canario cada vez más joven
(…) Está más joven la mujer que se despierta para lavar ropa ajena en la
artesa rústica./ Están más jóvenes quienes en la plaza hablan de sus amigos desaparecidos
o asesinados (…) Está más joven el guijarro que espera ser recogido por un
niño,/ tras ser pulido por una ola que cada viaje hace cada vez más joven.// Sólo
yo he envejecido.
Jorge Teillier nació en Lautaro, en
la región de la Araucanía,. Sus últimos años los vivió entre el fundo de su compañera,
Cristina Wenke, en las cercanías de La Ligua, y el Santiago de sus amigos Rolando
Cárdenas, Alvaro Ruiz o Germán Arestizábal. Pero su verdadero hogar lo ubicamos
descrito por su amigo Jorge Edwards: La casa fantasmagórica de Usher, que en
el relato de Poe se derrumbará sobre su dueño, flota en los versos de Teillier en
un Sur pantanoso, y el poeta William Gray se cura de su delirium tremens en una
clínica de los alrededores de Santiago. Pero el poeta siempre venció los tratamientos
impuestos por el orden. Fue un poeta, el poeta; y eso es cuanto vale. Pues el País
de Nunca Jamás es, como la Unión Chica, una especie de Walhala.
***
Conocí a Jorge Teillier en el Refugio
López Velarde, el bar de la Sociedad de Escritores de Chile, la querida SECH, en
la calle Almirante Simpson de la capital, hace más de un cuarto de siglo, y lo despedí
por última vez, dos años antes de su muerte, en ese mismo sitio.
A esa imagen donde aún permanece, pertenece
el poeta tanto como a su Lautaro natal. Es una imagen personal, una reconstrucción
muy particular, casi una traducción. Al ser trasladado al hospital viñamarino, a
causa de una perforación intestinal, no habría tomado, supongo, muy en serio este
acontecimiento. Jorge fue un subversivo silencioso y cauto, un maldito tranquilo
y duro a la vez, un individuo más cerca de la ternura que de la academia. Jugada
con las palabras pues, al hacerlo, lo sabía bien, quebraba las bases de la estupidez
humana. En estos mismos parámetros se desarrollaba su amistad con Lihn. Compartieron
musas y copas; compartieron una vida tribal.
Enrique Lihn, quien había vivido a
destajo y era, en cierta época anterior a la dictadura cultural producida bajo el
régimen de facto, un regalón de los medios artísticos, los pasillos intelectuales
y las aulas, sufrió un par de infartos cardíacos durante una estadía en Madrid.
A causa del susto no sólo dejó de beber y de fumar, sino que se convirtió, para
sus amigos, en un predicador contra aquellos satánicos vicios.
Cuídate, Jorge, le dijo un día, mira que el alcoholismo se ha llevado mucha gente a la
tumba. Pero la calva se encargó primero de Lihn. No fue el alcohol ni el tabaco
ni el corazón la causa de su muerte, sino un tardío y lato cáncer a los pulmones,
a los 59 de su edad, en 1987. Diario de muerte relata con objetividad y fantástica ironía ese pasaje.
Un periodista, quizá midiendo la situación
desde un ángulo más dramático y telenovelesco, preguntó a Teillier, ¿Y que opina
usted de la muerte de Enrique Lihn? El vate no dudó en contestar: el estructuralismo
se ha llevado mucha gente a la tumba.
Tal vez los poetas tengamos, por uso
y abuso del oficio, una relación demasiado particular con la palabra; tal vez un
sistema de valoración personal frente a los signos y sus significados. En esta broma
había una tremenda carga de sentimiento. Así de simple, sin explicaciones.
La primera vez que supe del poeta fue
en 1964 o 1965, a raíz de un certamen literario auspiciado por la Compañía Refinería
de Azúcar de Viña del Mar, la CRAV. El resultado incluía dos importantes aportes: La Cenicienta de San Francisco, el
cuento de Antonio Skármeta, y los textos con los cuales Jorge Teillier había obtenido
el primer lugar en poesía. Estos son, también, antecedentes en mi escritura. Se
trataba de Crónica del forastero, publicado en forma individual en 1968.
Pero el mismo año del concurso aparecía, como separata de la Revista Mapocho, de
la Biblioteca Nacional, Los trenes de la noche y otros poemas. Algo en común
reconocí al poeta: nuestro amor por los trenes y los viajes, representado en Chile
por el expreso a Puerto Montt.
Yo, por mi parte, viajaba a Osorno
movido por el amor y los ferrocarriles. En Chillán quiso bajarme. Insistió bastante;
pero mi razón era superior. Sobre el mural de Escames vertieron cal los militares
y los años se encargaron de verterla sobre el nombre de aquella forastera.
Con agradecimiento, aunque éste no
sirva de un carajo, recuerdo su consideración hacia mi escritura. Fue creciendo
con los años y un par de veces la manifestó en público; dos o tres veces cita mi
nombre en sus textos. Pero en cierta oportunidad este reconocimiento produjo un
resultado contrario al esperado. Vivía yo entonces por Suecia y había viajado a
Chile para ver a mis hijos. Y un 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes y
de los escritores, que viene a ser casi lo mismo, decidí participar en la comida
anual de la Sociedad de Escritores de Valparaíso, entidad de la cual había sido
expulsado en 1971 por un dentista de apellido Flores quien, al parecer, escribía.
Concurrí al encuentro con suprema humildad,
pues bien sabía que mis pequeños triunfos y mi dificultad para esconderlos había
herido muchas susceptibilidades, casi todas en verdad, tanto como mis críticas y
burlas de años anteriores. Con la misma humildad pagué los dos mil pesos exigidos,
vestí corbata y engominé mis cabellos. Era hora de hacer las pases. Incluso sonreí
y opté por el silencio ante un par de bromas alusivas.
A poco de comenzar el festejo llegó
Jorge, como invitado especial, del brazo de Pedro Mardones, presidente en ejercicio
de la SEV. Venía Jorge con unos cuantos tragos encima. Nos abrazamos con alegría.
Cerca de los postres, Teillier, quien
había mantenido un conveniente silencio, se levantó y alzando la copa dijo, brindo
por el único poeta aquí presente, Juan Cameron. Las sonrisas fueron pocas, frías
y diplomáticas. No he vuelto a celebrar el Día de los Inocentes en Valparaíso.
Pero no siempre el trato fue el mismo.
Los hombres duros no bailan y eso lo sabíamos y aceptábamos bien los contertulios
de la Unión Chica. En cierta oportunidad junto a Cárdenas, a quien Teillier bautizara
como inbunchen a causa de su inubicable belleza, continuamos la fiesta en
casa de Jorge, en Las Condes a la altura de la Escuela Militar. Estaban presentes,
además, la Nana y un arquitecto o algo así, propietaria de un jeep. Algún curso
extraño debe haber tomado la conversación porque las mujeres, en pleno ejercicio
de sus inalienables derechos, se fueron negándose a trasladarnos en el vehículo.
El medio ambiente no era muy propicio,
tampoco. Había dictadura, patrullas nocturnas, paramilitares seguramente, y toda
una corte de seres amenazantes para las almas (y cuerpos) de los poetas.
Teillier, por alguna oscura razón,
de esas que se meten de pronto en la cabeza y se instalan allí disfrazadas de solidaridad
de clase, se negó a darnos alojamiento, se negó a facilitarnos dinero para un taxi
y, por último, nos echó. Así pues, como Hansel y Gretel, cruzamos el bosque de treinta
y tantas cuadras en la oscuridad de la noche fascista, como diría un amigo
aficionado pero no muy docto en poesía. Para culminar la anécdota, Nana salió desnuda
a la puerta, apaleó (literal y textualmente) a su Inbunche y me ordenó, manu
militari, dormir en un sillón junto a media docena de gatos.
Todo ésto se recuerda con cariño. Cuando
Nana se fue –lo sabemos– él se dejó morir como los gansos. No abandonó el trago;
pero sí la comida. Su cuerpo dejó de funcionar, sin razón aparente, cuatro meses
después.
Este es un retrato muy personal. Doy
por entendida la obra de Teillier y la poesía lárica. Doy por enterado el registro
de una vida cuya alineación, así como la del Santiago Morning o el Santiago National
o del Wanderers en 1946 –que el poeta sabía en su vastísima e inútil cultura-, se
yergue hoy en el mero territorio del recuerdo.
Porque Jorge Teillier ha muerto no
tengo a quien agradecer las buenas intenciones, o el humor y la memoria. Queden
sus poemas como textos de una vida magnífica.
La tragedia
de los lares
Su trabajo acerca de los lares es un
hito en la historia de la crítica chilena. Pero, imbuida ésta, como tantas cuestiones
estéticas, por la moda dictada desde otros claustros e intereses, ha pasado desapercibida
para los pocos referencistas que aún sobreviven en el más estrecho país.
En el enfrentamiento entre poesía lárica
y discurso dominador, Niall destaca como positiva la posición irreductible de Teillier
manifestada –más allá de un simple cantar a la provincia– en su rescate de valores
patrimoniales y del paisaje. Como aspecto negativo observa la temprana derrota de
Teillier expresada con claridad por la dificultad creadora de sus últimos años.
A sus causas sociales se suma el abandono vital del poeta, quien prácticamente ahogó
sus posibilidades en la adicción al alcohol.
Jorge Teillier oscila siempre entre
la aspiración utópica y el fracaso. Aun cuando sus contemporáneos Enrique Lihn y
Nicanor Parra “acogieron la modernización periférica e incompleta de Chile con los
brazos poéticos irónicamente abiertos, la poesía lárica, en cambio, apostó por la
resistencia”, sostiene el ensayista inglés. Más aún, a pesar de proclamarse un continuador
de la tradición de Huidobro, de Rokha, Neruda y Parra, hay serios elementos rupturistas
hacia tales discursos. Uno de ellos es el proceso de localización –paralelo a lo
ecológico– signado en su pertenencia a la comunidad, luego de un camino de descomposición
y recomposición literaria, dictado por los corifeos del posmodernismo a ultranza.
El poeta lárico procura conservar las
cosas reales amenazadas o en vías de extinción. Su anhelo no es sólo el retorno
a una mítica Edad de Oro, sino también al “paraíso perdido” que alguna vez existió,
para ciertos pueblos, en nuestra historia. El “amado Orden del Sur”, en palabras
de Luis Villiamy, conforma una instancia cíclica para las sociedades, frente al
proceso desrealizador de la pretendida modernidad. La aldea global, acá, no es otra
cosa sino la imagen ofrecida por el dominador.
El mundo pretendido por Teillier es aquel donde,
como poetiza en Muertes y Maravillas, “aún se narran historias sobre la fundación
del pueblo”. Con claridad, se observa, la lucha por mantener la memoria tiene un
fuerte contenido político.
Bien observa Niall, la mitificación
de la conquista de la Frontera, territorio sur de Chile, se hace sin idealizaciones.
Por el contrario, su texto da cuenta de la miseria y el sufrimiento que ésto significó,
con sus agregados de lujuria, avaricia y homicidios.
Ahora bien, la actitud ética en Teillier
está en clara oposición a un discurso que conoce y en el cual convive, Pero en este
enfrentamiento el poeta verá mermadas sus posibilidades y, en definitiva, será derrotado
por el progreso tecnológico de la gran ciudad. No queda inmune a la contaminación
alienante de los artefactos, la cual toma partido en sus libros postreros, Los
Dominios Perdidos (1994), Hotel Nube (1996) y el póstumo En el Mudo
Corazón del Bosque (1998). Poco a poco toma espacio la deshumanización del hombre
urbano y comienza a aparecer en sus textos la imagen de la metrópolis: Yo caminaba
por Avenida Macul. ¿Qué edad tenía? (…) El sol otoñal/ Se deshacía como el
vitreaux de una iglesia abandonada.
Pero tal vez el mayor golpe a su poesía
se representa en la polarización de la sociedad chilena y a la subsiguiente brutalidad
y crueldad política. La historia desenfoca el pueblo natal y traslada sus versos
hacia temas urbanos; pero son los temas de la derrota, el vino y los recuerdos que
omnubilan su capacidad de vaticinar, en opinión de Niall: Y ahora/ voy a pedir
otro jarrito de chicha con naranja/ y tú/ mejor enciérrate en un convento.
La perspectiva neorromántica y expresionista
del poeta lárico, hace de sus pares “observadores, cronistas, transeúntes, simples
hermanos de los seres y de las cosas”, como sostiene en el prólogo de Muertes
y Maravillas. En la ciudad, bombardeado por las imágenes, las amenazas y el
fragor histórico, el observador es sobrepasado y condenado a una simple escritura;
cuando no a la esterilidad. El poeta ya no puede encarnar verbalmente a la comunidad;
ésta lo supera. “Se acabó, se terminó” –afirma en una entrevista de 1993. –“Ahora
no soy más que un cronista de donde vivo, no puedo ser la persona que venía de otro
mundo. Se acabó la magia”.
La lectura cronológica de Jorge Teillier,
concluye Niall, “asiste a la liquidación de los sueños del hablante y lo acompaña
en la fragmentación progresiva de su identidad y su voluntad”. Pero también nos
deja, agreguemos, el retrato de un héroe que se consumió en la negación de un medio
estúpido y opresor; al cual no se entregó ni por las prebendas ni por un merecido
y nunca logrado reconocimiento.
JUAN CAMERON (Chile, 1947). Poeta, ensayista. Autor de numerosos poemarios, entre ellos Perro de circo (1979), Cámara oscura (1985), Como un ave migratoria en la jaula de Fénix (1992), Jugar con la palabra (2000), Treinta poemas para leer antes del próximo jueves (Costa Rica, 2007), y Poemas de autoayuda (2020). Ha publicado, además, las crónicas Ascensores porteños/ Guía práctica (1999 y 2002) y Ascensores de Valparaíso (2007). Entre sus reconocimientos se cuentan los premios Federación de Estudiantes de Chile (FECH) 1972, Gabriela Mistral, de la Municipalidad de Santiago, 1982, Revista de Libros, diario El Mercurio, Santiago, 1996, Villanueva de la Cañada, Madrid, 1997, Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en Poesía, 1999, y Ciudad de Alajuela, Costa Rica 2004. Figura, además, en una treintena de recopilaciones de poesía chilena y latinoamericana y ha sido traducido a diversos idiomas.
ZUCA SARDAN (Brasil, 1933). Erroneamente situado no casulo que a crítica achou por bem batizar de poesia marginal, sua obra é marcada por uma fusão de linguagens, onde poemas, fábulas, sátiras, desenhos, colagens, agitam as plateias mais dispersas e distintas possíveis. Entre seus livros, estão: Aqueles papéis, poesia (1975), Os mystérios, fábulas (1979), Visões do bardo, graffitti (1980), Ás de colete, poesias, desenhos (1994). Ao lado de Floriano Martins escreveu, a quatro mãos, inúmeras peças de um teatro automático, reunidas nos livros: O Iluminismo é uma baleia (2016) e A volta da baleia Beluxa (2022). Artista convidado da presente edição de Agulha Revista de Cultura.
Número 240 | setembro de 2023
Artista convidada: Zuca Sardan (Brasil, 1933)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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