Poesía y poética
José Emilio Pacheco repetía a menudo la sentencia de
Ezra Pound: “La poesía debe estar escrita tan bien como la prosa”. Esto se
articularía con lo dicho en su magnífico poema a Flaubert: “Todo escritor debe
honrar el idioma”. Podemos decir que ambas sentencias él las cumplió cabalmente
en su poesía y en su literatura.
Como lo llevaban a cabo de manera magistral Jaime
Sabines y el español Claudio Rodríguez –ya tomándolos como asunto del poema, ya
dándoles un giro, ya haciendo un nuevo juego verbal–, Pacheco buscó darles una
nueva vida al lugar común y a las frases hechas, como: “tener los pies en la
tierra”, “morir como un perro”, “con la cola entre las patas”, “andarse por las
ramas”, “Pasársela como ostra”… Una de las causas por las que José Emilio
corregía tanto, aun después de publicado, tanto en poesía como en prosa, era
porque sabía que, ante lo que uno escribe, debe dudar. No pocas veces, en momentos de escepticismo, pudo
preguntarse por qué y para qué pulir un lenguaje ya seco o desgastado, si la
poesía estaba agotada. Aun en algún momento de hartazgo, Pacheco recriminó
agriamente: “Ya no hay nada capaz de alimentarme, poesía./ Muérete de ti misma/
o por favor ya cállate.”
En sus poemas,
al menos desde No me preguntes cómo pasa
el tiempo (1970), luego de sus dos primeros libros (Los elementos de la noche, 1963, y El reposo del fuego, 1966), hay una idea base, o si se quiere, más
de una idea. Pacheco siempre cuenta
algo. Contra las pirotecnias y los fuegos fatuos de las vanguardias, contra el
hermetismo donde encontramos muy pocas veces el corazón del poeta, contra un
barroquismo que separa con su fioritura
al autor del lector, Pacheco apostó por una poesía legible, pero con secreto, o
como decía el checo Jaroslav Seiffert, que algo quedase oscuro, aun para el
autor.
Lo que era visto antes del siglo XX más como terreno
de la prosa –el tono conversacional, la detallada cotidianería o la descripción
de la ciudad–, se volvió una parte esencial de la poesía hasta nuestros días.
Pacheco, como Fernando Pessoa y el propio Jaime Sabines, los llevó al exceso,
pero como ellos a menudo ocultaba dentro
del poema consideraciones metafísicas: el problema de Dios, la reflexión sobre
la muerte, el despiadado paso del tiempo, el ser y el no-ser… Inclusive algunos
títulos son expresiones coloquiales: No
me preguntes cómo pasa el tiempo, Irás
y no volverás, Desde entonces, Tarde o temprano…
Como Borges, de otra manera que Borges, JEP buscó la
sencillez en la forma y la complejidad en los contenidos. Sencillos, directos,
secos, algunos poemas son, sin embargo, de una honda complejidad psicológica.
Dentro de los incontables poetas que José Emilio leyó, tengo la impresión de
que sus dos poetas paradigmáticos del siglo XX fueron, en lengua española,
Ramón López Velarde, y en otro idioma, T. S. Eliot. Y sin embargo, no se parece
nada a ellos. O por eso. En cambio,
hallo una profunda afinidad en los temas y el tratamiento del poema con un poeta
casi gemelo, que él tradujo, o si ustedes quieren, trasladó o vertió a nuestra
lengua: el polaco Zbigniew Herbert. Hay en ambos un lenguaje donde parece no
contarse gran cosa, pero de pronto percibimos cosas y hechos terribles. En una
reseña lejanísima de 1970 de No me
preguntes cómo pasa el tiempo, yo notaba sobre todo un autor que estaba
detrás de su obra sin verse: Jorge Luis Borges. Yo diría que ahora, aun sin
verse, la gran sombra en la obra poética y de prosa de Pacheco fue Jorge Luis
Borges: todo lo aprendía de él para huir inmediatamente de él. Baste recordar
que Pacheco escribió un libro sobre el argentino y denominó el siglo XX como El
Siglo de Borges.
En cuanto a la música de sus versos, me parece
que casi siempre hay una música ligera, suave, cambiante, como la música de
Debussy, de Erik Satie o mucha de la de Mozart, ese Mozart cuya música admiró
más que a ninguna, es decir, un verso sin estridencias, sin gritos, lo cual da
más fuerza y hace más terrible lo que a menudo cuenta.
Para Pacheco
todo era poetizable. Baste recordar piezas líricas con un tema mínimo: al
pulgar de una mano, a la pulpa del fruto de la granada, a los tres días de la
camelia, a un tenedor, a una S que da la imagen de un personaje sinuoso, a la
letra O, que no llama a la luna en
español como en el inglés donde se vuelve doble…
Pacheco fue un
maestro del poema breve y brevísimo. Yo diría que, en los casos de poemas
extensos de Pacheco, son, o al menos me parecen, una sucesión de fragmentos o
piezas cortos. Véase, por ejemplo, su libro-poema “El reposo del fuego” o la
“Elegía del retorno”, su larga composición sobre el aciago terremoto en la
Ciudad de México en septiembre de 1985. Aún más: hay un poema, “A quien pueda
interesar”, que la investigadora andaluza Francisca Noguerol reproduce en un
notable y documentado prólogo, el cual explica lo que pensó José Emilio que
terminaría siendo su obra: “Otros hagan aún el gran poema,/ los libros
unitarios, las rotundas/ obras que sean espejo de armonía./ A mí sólo me
importa el testimonio/ del momento inasible, las palabras/ que dicta su fluir
el tiempo en vuelo./ La poesía anhelada es como un diario/ en donde no hay
proyecto ni medida:” Eso: un Diario
poético. Lo pequeño y diseminado para hacer lo grande. Una vasta obra hecha a lo
largo de casi sesenta años, y que si se separara poema por página, quizá darían
las 2,500 páginas.
Pacheco entendía
que la poesía era siempre un borrador y que cada poema formaba parte de un
infinito poema colectivo. Muchos poemas de él, en su versión final, fueron
antes poemas publicados que corrigió, los cuales a su vez tuvieron otros
borradores. A su vez Pacheco creyó, como Borges, que su poesía formaba parte
del infinito poema colectivo que han escrito todos los poetas desde siempre,
poema que sigue haciéndose y deshaciéndose y seguirá haciéndose y deshaciéndose
en el futuro. Es decir, para José Emilio no hubo noción de autor: todos los poetas en la historia son uno solo y
escriben un solo poema y podrían llamarse Anónimo o Todos.
Formas poéticas
José Emilio
trabajó en poesía diversas formas, géneros y metros: verso libre, verso blanco,
el epigrama, el poema en prosa, el soneto, la lira, la casida, la fábula, el
haikú… Él sabía que no importaba lo que se escribiera, sino el objetivo era de
hacer una buena tarea, porque, a fin de cuentas, como escribía su admirado T.
S. Eliot, sólo hay versos buenos, malos y el caos.
Los epigramas de
José Emilio parecen –se sienten- como una puñalada en corto en el estómago, una
tasajeada en el rostro, un golpe seco en el rostro que se recibe sin esperarse.
Buen número de finales son como un martillazo inesperado. Pongo dos ejemplos:
“Levantas una piedra y los encuentras/ ahítos de humedad, pululando”
(“Envidiosos”), y: “Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos/ a los veinte
años” (“Antiguos compañeros se reúnen”).
Animales, aves,
fauna marina e insectos aparecen en las fábulas de Pacheco. Quizá el primer
acercamiento lo tuvo con Juan José Arreola, quien, como es sabido, le dictó en
una semana, a fines de los años cincuenta, su inolvidable Bestiario. En México hay poetas que insisten tanto sobre un ave, un
animal, una fiera que uno los acaba relacionando, de una u otra forma, con
ellos: González Martínez con el búho, Rafael López con el gato, Carlos Illescas
con el simio, Ramón López Velarde y Eduardo Lizalde con el tigre… En Pacheco es
difícil definirlo, porque ha hecho en sus fábulas lo que se ha dado en llamar
un álbum de zoología o una animalia.
En estos textos es donde se ve muy bien al moralista despiadado. Los hábitos y
lenguajes de las aves, los animales, las especies marinas e insectos son los de
los hombres, un espejo delator de nuestros defectos y de nuestras miserias,
pero también en estos textos puede encontrarse que el reino animal es víctima
de la ferocidad del hombre y los animales llegan a increparlo para demostrarle
su fútil arrogancia y su condición inferior a la de ellos.
En el poema en
prosa José Emilio halló una vena que le era del todo natural. Urdió en ellos
una malla de temas, de subtemas y microtemas. Ninguno de sus poemas en prosa
–escribí en otra parte- “me impresiona más que ‘La conspiración’, breve obra
maestra, donde un acto ajeno –el suicidio de una muchacha- llena de
culpabilidad para siempre a un grupo de amigos”.
El poeta y la poesía
El poeta ha sido visto de múltiples maneras:
estando del lado del demonio (William Blake), o como pararrayos celeste
(Darío), o como un pequeño dios (Huidobro), o como un gran fingidor (Pessoa).
Para Pacheco, según le contesta en un poema a George Moore, lo que es y ha sido
su vida está en su propia poesía, y para mí tiene razón, porque la obra de un
poeta es la historia del alma, es decir, lo más profundo e íntimo que hay en
nosotros, y eso está en nuestra poesía.
Muy joven, en
una de sus reprensiones a la poesía, José Emilio escribió: “La perra infecta,
la sarnosa poesía,/ risible variedad de la neurosis,/ precio que algunos pagan/
por no saber vivir”. Los primeros son versos muy duros, tal vez escritos en un
momento de rabia, pero con el último verso es difícil, en alguna medida, que no
se identifiquen muchísimos poetas.
Pero el que me
parece uno de sus poemas más amargos y crueles se llama, precisamente, “Vidas
de los poetas”. Permítanme transcribirlo: “En la poesía no hay final feliz./
Los poetas acaban/ viviendo su locura./ Y son descuartizados como reses/
(sucedió con Darío)./ O bien los apedrean y terminan/ arrojándose al mar o con
cristales/ de cianuro en la boca./ O muertos de alcoholismo, drogadicción,
miseria./ O lo que es peor: poetas oficiales,/ amargos pobladores de un
sarcófago/ llamado Obras completas”. Cita a Darío, pero al que apedrean los
niños podría ser Verlaine y el que se arroja al mar es Auden y los que viven su
locura son, entre muchos, Hölderlin, Gérard de Nerval y Emile Nelligan, y el
que se traga la pastilla de cianuro es el mexicano Manuel Acuña y los muertos
de alcoholismo, drogadicción y miseria sencillamente no podrían contarse.
Pero preferible
eso a ser el Poeta Oficial, es decir, vivir reconocido y exaltado por el establishment, eso, que disfrazada o
abiertamente, buscan o quisieran algunos.
Temas esenciales
No hay la obra o el libro unitarios, pero José
Emilio ha aspirado a la unidad en el tono y en los temas que trata. De los
principales temas, el primero, me parece, es la fugacidad irremisible: lo que
se fue, lo que no fue, lo que ya no está, lo que cambió para mal y ya no
podemos modificarlo, lo que pudo ser y nos entristece su vacío, lo que ya no
veremos o si lo vimos se olvidará.
Un segundo tema,
me parece, es que los seres humanos somos los “dueños del vacío”, somos nadie y acaso sólo alguien cuando conocemos un instante de amor, de amistad, de
solidaridad o de alegría. Pero eso casi nunca pasa. No en balde una de las
palabras favoritas de José Emilio es “nunca”, y a veces aun llega a decir, “nunca,
nunca”, “nunca más”. Nunca más habrá la experiencia que vivimos y al lugar que
llegaremos la inmensa mayoría de las veces es ninguna parte. ¿Qué nos queda?,
diría José Emilio. Hacer nuestro trabajo, una y otra vez, innumerablemente,
aunque sea inútil. Por eso, ya mencionado o aludido, un personaje de la
mitología griega aparece varias veces en sus poemas y encarna muy bien lo
anterior: Sísifo. Ese personaje del que partió Albert Camus para escribir a los
28 años su libro (El mito de Sísifo),
libro que nos marcó tanto en su momento, y que más que con ningún otro
personaje de la mitología el hombre se identifica. El hombre debe subir con la
roca, y cuando va a llegar a la cima de la montaña, la roca cae, y el hombre
baja y vuelve a subirla, y así una y otra vez, pero en uno y otro y otro
ascenso, cuando va a llegar a la cima y la roca cae, comprende en ese momento
que es feliz y la lucha ha valido la pena.
Un tercer tema
de José Emilio es el horror del mundo o el horror al mundo que nosotros mismos
creamos. No en balde el fratricida Caín es nuestro verdadero padre. Nuestra
raza es la de los cainitas. No en balde también podemos llegar a parecernos a
ese niño de siete años que no quiere ver la muerte del cerdo pero que acabará
tragándoselo como un cerdo. Como en Franz Kafka hay la culpa y la Culpa, y a
veces, como en El Proceso, en los
poemas del mexicano no sabemos cuál fue la culpa que cometimos para que se nos
castigue funestamente.
Un cuarto tema de José Emilio es el Poder, o más específicamente, contra
el Poder. Recuerdo que en los años sesenta y setenta no había
casi lectura o conferencia en que alguien del público al final no se levantara
y preguntara al expositor o lector si la poesía no debería estar al servicio de
las mayorías desposeídas y si no creía en la literatura comprometida. Al
oírlos, yo recordaba dos frases. Una de García Márquez: “El deber de todo
escritor revolucionario es escribir bien”; la otra, de Borges, quien ironizaba
contestando que aquello de literatura comprometida le sonaba como a “equitación
protestante”. Al principio José Emilio escribió poemas sobre Vietnam o el Che,
pero muy pronto advirtió que lo mejor era hacer de lo particular algo general.
Que un tirano fuera todos los tiranos y una víctima todas las víctimas, y que
aun la víctima, si las circunstancias lo deparaban, podía ser el peor de los
victimarios. En su poesía el tirano, cuya persona es algo aterradoramente
invisible, se nos vuelve por sus actos terriblemente concreto, aquí y en
cualquier parte. Basta leer los epigramas excepcionales del primer capítulo de
su libro El silencio de la luna
(1996). Al cortesano no le importa serlo con tal de que el tirano lo premie, y
si el cortesano llega al poder será igual de tirano que a quien sirvió, o
simplemente el cortesano doblará tanto la cerviz que su nariz topará con su pie
y un día lo tirarán de un puntapié para abajo…
Las ciudades del poeta
1.- Ciudades
mexicanas: José Emilio fue ante todo un poeta urbano y el centro de su
mundo fue la Ciudad de México. Sin embargo, nuestra ciudad representó asimismo
una ciudad de horror, y si se quiere, en momentos, una visión apocalíptica. La
muy Noble y Leal Ciudad de México, como se le exaltó por siglos, se vuelve en
una línea de JEP “la innoble y letal Colonia Penitenciaria”. En esta ciudad
que, quizá hasta los años cincuenta, lo normal era ver el Popocatépetl y el
Iztaccíhuatl con sólo voltear hacia el oriente, o la serranía del Ajusco al
mirar hacia el sur, ahora sólo encontramos un sinfín de edificios que nos han
robado aun la vista al cielo. Esa ciudad que Pacheco, en 1985, luego del
terremoto, dibujó en toda la dimensión de su desastre: “México en el páramo/
que fue bosque y laguna/ y hoy es terror y quién sabe”.
La otra ciudad mexicana es Veracruz, el puerto de la
infancia, a la que Francisca Noguerol le da una gran importancia como fondo e
influencia de su vida y tema recurrente en sus poemas y su narrativa.
2.- Ciudades en
el mundo: José Emilio viajó numerosamente por Europa y América. De las
ciudades y los paisajes quedaron muchos instantes en su poesía: el trazo del
alba en Montevideo; Ontario y el lago Eire perdiendo sus especies; Montreal y
el río San Lorenzo congelado en el duro invierno; el océano visto en
California; el Mississipi en Nueva Orleans que ha estado desde siempre y estará
siempre; Londres a través de los cuadros de Whistler con una cita de T. S.
Eliot vista como una ciudad irreal (“unreal city”); la música de una fuente –el
agua es sólo música– en Valencia; volver a vivir, en el Pont de la Tournelle
parisiense, la experiencia de Ungaretti que miraba “l’illimitato silenzio di una ragazza tenue”; la contemplación
quevediana de una Roma ruinosa; una macabra visita en Viena a la cripta de los
Habsburgo en la iglesia de los Capuchinos para ver el mínimo sarcófago en que
quedó el Kaiser von Mexico (Maximiliano); la niebla que hace
contradictoriamente más real a Bogotá como una ciudad fantasma, e imágenes de
Santiago y Lima y Río. Quizá para no olvidar la ciudad en que estamos, como un
homenaje a la ciudad en que estamos y en la que él vivió, valga recordar su
breve pieza “Salamanca: un ángulo de Tormes”, en la que dibuja un crepúsculo
viendo al río: “Diafanidad/ repentina en la tarde opaca./ Último sol/ Minutos
antes de que lo humille la sombra./ ¿Qué será de estos árboles/ Cuando no pueda
verlos/ El día que se ha marchado para siempre?”
Final
Para finalizar me gustaría citar algunos versos que
resumirían mucho la visión del mundo de JEP: “Y los amigos se van. Son viajeros
en los andenes” (…) “Mañana/ dejaremos de nuevo la vida para mañana” (…) “Los
paraísos duran un instante” (…) “No quiero nada para mí, sólo anhelo/ lo
posible imposible: un mundo sin víctimas” (…) “Bajo el nombre del Bien/ el Mal
se impuso”.
Dos palabras
compendian para mí la lectura total de su poesía: desasosiego y
descorazonamiento.
En un artículo que escribí hace unos años, repasaba las lecciones que había recibido de José Emilio Pacheco desde cuando lo conocí, por mayo o junio de 1970, hasta el año que le dieron el Premio Cervantes. Como en ese artículo le volvería a decir, aun si ahora, lo sé, ya es demasiado tarde: Gracias, muchas gracias, José Emilio, cronista mayor de nuestra época, poeta mayor.
MARCO ANTONIO CAMPOS (México, 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado, entre otros, los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1989), Los adioses del forastero (1996), Viernes en Jerusalén (2005), Dime dónde, en qué país (2010) y De lo poco de vida (2016); las novelas Que la carne es hierba (1982), Hemos perdido el reino (1987) y En recuerdo de Nezahualcóyotl (1994); los volúmenes de cuentos La desaparición de Fabricio Montesco (1977), No pasará el invierno (1985) y Joven la muerte niega el amor joven (2015); de ensayos, Señales en el camino (1984), Siga las señales (1989), Los resplandores del relámpago (2000), El café literario en ciudad de México en los siglos XIX y XX (2001), Las ciudades de los desdichados (2002) e Indicaciones (2014); los libros de entrevistas De viva voz (1986), Literatura en voz alta (1996), El poeta en un poema (1998) y Respondo por lo que digo (2011). Es autor del libro del cuaderno de aforismos Árboles (1994, 2006). Actualmente es investigador del Centro de Estudios Literarios del Instituto de Filológicas de la UNAM.
ZUCA SARDAN (Brasil, 1933). Erroneamente situado no casulo que a crítica achou por bem batizar de poesia marginal, sua obra é marcada por uma fusão de linguagens, onde poemas, fábulas, sátiras, desenhos, colagens, agitam as plateias mais dispersas e distintas possíveis. Entre seus livros, estão: Aqueles papéis, poesia (1975), Os mystérios, fábulas (1979), Visões do bardo, graffitti (1980), Ás de colete, poesias, desenhos (1994). Ao lado de Floriano Martins escreveu, a quatro mãos, inúmeras peças de um teatro automático, reunidas nos livros: O Iluminismo é uma baleia (2016) e A volta da baleia Beluxa (2022). Artista convidado da presente edição de Agulha Revista de Cultura.
Número 240 | setembro de 2023
Artista convidada: Zuca Sardan (Brasil, 1933)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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