quarta-feira, 20 de setembro de 2023

ROSARIO HERRERA GUIDO | Tres veces Octavio Paz

 


1. Una poética de lo mexicano

 

Todas las visiones de la historia son un punto de vista. Naturalmente no todos los puntos de vista son válidos. Entonces, ¿por qué me parece válido el mío? Pues porque la idea que lo inspira –el sentirse solo, escindido, y desear reunirse con los otros y con nosotros mismos– es aplicable a todos los hombres y a todas las sociedades.

OCTAVIO PAZ, Itinerario

 

I. En este ensayo espero mostrar que México en la obra de Octavio Paz es un pensamiento crítico y poético sobre la experiencia poética de la soledad individual y colectiva. Desde sus reflexiones sobre la soledad del laberinto, la soledad de la cultura náhuatl, tensando el arco y la lira, hasta el sueño de Sor Juana y el Itinerario de un peregrino en su patria, cual viajero en busca de un santuario, Paz pregunta por la unidad de la identidad y la diferencia: una experiencia poética individual y colectiva de nuestra identificación con el pensamiento universal. El sentimiento de soledad y el deseo de reunirse con los otros y con nosotros mismos es una experiencia universal: filosófica y poética, donde toda tentativa por resolver nuestros conflictos mexicanos debe alcanzar una validez universal.

 

II. Octavio Paz, temprano piensa el arte de México como una materia con sentido (Cf. Prólogo al catálogo de la Exposición de Arte Mexicano en Madrid, 1977). Por ello canta la historia de una estatua colosal que emerge de las profundidades de la tierra náhuatl, el 13 de agosto de 1790. Se trata de la diosa Coatlicue Mayor, con sus enaguas de serpientes, primero llevada a la Real y Pontificia Universidad de México, después por decisión de los doctores universitarios vuelta a enterrar por siniestra, más tarde llevada a la gran sala de la cultura azteca del Museo Nacional de Antropología e Historia. Coatlicue pasa de monstruo a obra de arte y especulación antropológica, gracias a la progresiva secularización que distingue a la modernidad. Pero Coatlicue sigue siendo la misma: una poética del misterio. América, como la Coatlicue, es un poema de piedra que canta los poderes invisibles de lo sagrado.

Paz advierte que las culturas mesoamericanas sucumbieron frente a los europeos no sólo por su inferioridad técnica, sino por su soledad histórica: jamás tuvieron la experiencia del otro. En su pensamiento estaba el otro mundo y sus dioses, pero no otra civilización y sus hombres. El otro, el extraño, sólo podía ser visto como un dios: “Cuando los Aztecas caen en la cuenta de que los españoles no son mensajeros de Tula, ya es demasiado tarde”. Una experiencia parecida vivieron los europeos. Las nuevas tierras eran desconocidas. El Viejo Mundo estaba gobernado por la Trinidad: tres tiempos, tres edades, tres continentes; los indios estaban regidos por los cuatro puntos cardinales, cuatro destinos, cuatro trasmundos. Para los misioneros españoles, las Indias eran un misterio teológico. América no cabía en ese mundo. La cuarta dimensión era siniestra.

Paz muestra que en el arte mexicano sobreviven las culturas que lo crean. No sentimos como un maya el relieve de Palenque, pero estamos condenados o salvados por nuestras interpretaciones, que son una metáfora del misterio original. La historia de México, la Conquista y la Independencia, están marcadas por dos grandes rupturas: con el pasado indio y el novohispano. La Revolución Mexicana es la monumental empresa de tejer los lazos rotos por la Conquista y la Independencia. Descubrimos, con Ramón López Velarde: “una tierra castellana y morisca, rayada de azteca”. La conciencia estética moderna, en el alba del siglo XX, al descubrir las artes de África, Oceanía y América, permite comprender el arte antiguo de México. Porque gracias a la estética moderna, lo antiguo deviene actual.

Paz se inclina conmovido ante la cultura mesoamericana: por su originalidad, su soledad, la homogeneidad en el espacio y la continuidad en el tiempo, un sistema ético-religioso severo, una cosmología que rige la piedra de sol del tiempo, un panteón religioso en metamorfosis, la danza de los dioses enmascarados que bailan la poética pantomima de la creación y la destrucción de los dioses, los mundos y los hombres, un arte que maravilló a Durero, Baudelaire y los surrealistas, una poesía tan suntuosa en imágenes poéticas como las meditaciones metafísicas.

La civilización mesoamericana nació y creció sola. Separada por dos océanos, entre desiertos y selvas, tuvo que inventarlo todo: la escritura, los dioses, la astronomía, y hasta el maíz, que no es una planta silvestre, sino un híbrido, una creación humana, tan monumental como sus pirámides, sus mitos y sus poemas. Por ello el maíz se convirtió en un dios comestible. El maíz fue la semilla de la vida y el modelo de la creación humana.

Todas las obras mesoamericanas tienen un alma en común. Las formas artísticas son el lenguaje cifrado de las civilizaciones. La civilización mesoamericana, además de ser un hecho estético, histórico, económico y religioso, es una visión poética del mundo. Lo resalta Paz: “[…] una de las piezas más impresionantes es el monumento que erigieron los aztecas en 1507 para conmemorar la edificación del Gran Teocalli. El ‘signo de agua quemada’ (lucha de los contrarios hasta su sangrante fusión) se impone con una plenitud y una ferocidad grandiosas. Imposible describirlo: no es un monumento sino un poema / Octavio Paz, México en la obra de Octavio Paz. Los privilegios de la vista, Arte de México, III, México, F.C.E., 1987:64). En compañía de Claude Lévi-Strauss, Paz afirma que la cultura mesoamericana es un sistema de signos, cuyas combinaciones crean textos diferentes, como las variaciones musicales o las imágenes y ritmos de un poema.

Coatlicue es una metáfora original que revela el tiempo primigenio, inexpresable en conceptos, ya que es la semilla primera que vive una vida pasada y futura. Su presencia es enigmática, porque su vacuidad es amenazante. Es el pasado que retorna como futuro, en el tiempo verbal del futuro perfecto: Coatlicue es la diosa que habrá sido siempre un instante de eternidad, el único tiempo real –según Sören Kierkegaard–, el tiempo del mito y la poesía, el tiempo del inconsciente, la otra voz: lo que siempre está sucediendo.

El pensamiento de Paz sobre lo mexicano deslumbra, más cuando atiende el arte de Silvestre Revueltas o Rufino Tamayo. En ambos contempla las bodas entre la imagen poética y la música, así como entre la poesía y la pintura. Los dos son magos que sacan con su batuta o su pincel los acordes y los colores de sus propios corazones y sus mentes, como si fueran esos objetos mágicos que todos llevamos dentro, como la alegría o la angustia, el placer o el dolor de todos nuestros nacimientos y muertes cotidianas. Silvestre Revueltas es un campo de batalla: “[…] desataba las oscuras e infernales potencias de la música, que duermen en el silencio, y las sometía a su poder, llevándoles a un silencio más alto y tenso del que salieron” (Octavio Paz, “Silvestre Revueltas”, Las peras del olmo, Barcelona, Seix-Barral, 1987:188). Silvestre amaba la poesía y a los poetas; le disgustaban las personas ruidosas, pues defendía su soledad y su silencio: “Y el silencio reconcentrado se volvía un mágico surtidor de imágenes. Temporadas de locura, de alegría, de infierno”. Silvestre había encontrado el misterioso vértice donde la poesía y la vida se acarician: la cuerda tensa de la creación. Lo que guía la obra de Silvestre Revueltas es la piedad frente a los hombres, los animales y las cosas. Es por la piedad que este hombre herido por los dioses y los hombres, levanta el vuelo cual sinfonía hacia una poética de la música. Por ello su música tiene todos los sabores y los colores de una feria de cualquier pueblo de México.

Como las artes contemporáneas, la pintura es hija de la Revolución Mexicana, un movimiento que condujo a una inmersión de México en su propio ser, al liberar las formas que lo dominaban, para que se encontrara a solas consigo mismo. Como su tradición, el catolicismo y el liberalismo republicano no podían resolver los conflictos de México, la Revolución Mexicana fue el regreso a sus orígenes y a la búsqueda de una tradición universal.

La búsqueda de Rufino Tamayo, por un sendero distinto al de los fundadores de la pintura moderna mexicana (Rivera, Orozco y Siqueiros), es pictórica y poética, una radical aventura artística. En Tamayo, la gracia del color devora el resto del cuadro. La pintura de Tamayo no narra, hace hablar al espacio, crea animales terribles, perros, leones, serpientes, coyotes, personajes solitarios, petrificados por una fuerza secreta o danzando; los antiguos elementos, las sandías, las mujeres, las guitarras, los muñecos, vuelan cual astros hacia la luna y el sol, las fuerzas enemigas que presiden el universo y evocan el infinito. Lo canta Octavio Paz: “Tamayo ha traspuesto un nuevo límite y su mundo es ya un mundo de poesía. El pintor nos abre las puertas del viejo universo de los mitos y de las imágenes que nos revelan la doble condición del hombre: su atroz realidad y, simultáneamente, su no menos atroz irrealidad” (Octavio Paz, Las peras del olmo, Barcelona, Seix-Barral, 1987:201). Como el poema, la pintura de Tamayo es un mundo de conflictos y reconciliaciones que se dan la mano: “Tamayo ha redescubierto la vieja fórmula de la reconciliación”.

Y en su libro Sor Juana Inés o las trampas de la fe, Octavio Paz advierte que el combate de Juana Inés por encontrar la causa primera de todo, el Ser, se repite como un sueño universal que desvela, hasta dejar en puntos suspensivos un “segundo sueño”. En un ensayo “El sueño de Sor Juana y el insomnio de Octavio Paz” (Herrera, “El sueño de Sor Juana y el insomnio de Octavio Paz”, Ramírez (Coord.), Filosofía de la cultura en México, Plaza y Valdés, 1997:393-403). propongo una hipótesis posible: que en el tintero de Juana Inés dormía un “segundo sueño”, en el que busca llegar a esa unidad de conocimiento a través de la poesía, pero que este segundo sueño no lo escribe Sor Juana sino Octavio Paz, en su poema Pasado en Claro (1975). El primer sueño no es –como dice José Gaos– el relato del fracaso de una monja, sino de los límites del conocimiento. Sor Juana muestra que no es el sexo femenino el que fracasa, sino el lenguaje que no puede decir el ser. Sor Juana es moderna: denuncia los límites de la razón. El segundo s­ueño de Sor Juana es la metáfora del insomnio de Octavio Paz, en su poema Pasado en Claro (1975), que produce el deseo de conocer, el conocimiento que conduce a los más grandes desvelos, pues todo deseo de conocer es también una exigencia existencial y poética de autoconocimiento. Pasado en Claro es el desvelo no de una noche, sino de toda la vida de Octavio Paz, ante la belleza, la luz y la pavura. Como en su poema Árbol Adentro, Paz sugiere que no somos más que nuestro nombre, un sendero que nos pone, como en El mono gramático, de camino al habla, que es nuestro ser, pero que nunca llega; una metáfora que evoca el ser de lo mexicano que también se nos escapa, pero que se puede expresar poéticamente.

 

III. La cultura mexicana no es el reflejo de los cambios históricos producidos por la Revolución Mexicana. Los cambios en la cultura mexicana expresan las tendencias, incluso las contradictorias, de la parte de México que asume la responsabilidad y el goce de la mexicanidad. La historia de nuestra cultura no es diversa a la de nuestro pueblo. Una relación que no es estricta ni fatal, pues el arte, como han advertido Unamuno, Freud o Deleuze, entre otros, se adelanta poéticamente al pensamiento, más aún, la cultura misma suele adelantarse poéticamente a la historia, hasta profetizarla (Octavio Paz, “La consagración del instante”, El arco y la lira, México, F.C.E., 1979). La poesía, como enseña Paz en El arco y la lira, cuyo instrumento es la palabra, diluye la historia, no porque la desprecie sino porque la trasciende. Reducir la poesía a sus significados históricos es limitarla a su contenido lógico y gramatical. La poesía escapa a la historia y al lenguaje, a pesar de que ambos son su alimento.


La inteligencia mexicana y la imaginación poética han sido una actividad vital, como el arte mexicano: el olmo que sí da peras. Su obra se encuentra más en su acción política que en sus textos. José Vasconcelos es el que mejor encarna esta fértil y desesperada ambición intelectual y poética. Su empresa dilata la labor iniciada por Justo Sierra (ensanchar la educación elemental y perfeccionar la enseñanza universitaria), pues pretende fundar la educación sobre los principios de la tradición, que el positivismo expulsa de su teoría y práctica. Vasconcelos pensaba que la Revolución iba a redescubrir el sentido de nuestra historia, buscado por Justo Sierra. La nueva educación se instituiría en “la sangre, la lengua y el pueblo”. De aquí que el movimiento educativo que impulsa Vasconcelos es orgánico: colaboran poetas, pintores, prosistas, maestros, arquitectos, artistas y casi toda la inteligencia mexicana. Su obra social exigía un espíritu capaz de encender a los demás. Vasconcelos concibe la enseñanza como viva participación. Se fundan escuelas, editan silabarios y autores clásicos, se abren institutos y promueven misiones culturales en los rincones más apartados de México. La inteligencia descubre al pueblo y se inclina hacia él. Resurgen las artes populares olvidadas, se entonan las viejas canciones, se bailan las danzas regionales. Nace la pintura mexicana contemporánea. La literatura vuelve al pasado indígena y colonial. Surge la novela de la Revolución. México es descubierto por “Hijos pródigos de una patria que ni siquiera sabemos definir […] Castellana y morisca, rayada de azteca” (Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, F.C.E., 1993:165). Vasconcelos, miembro del Ateneo de la Juventud, participa en la lucha contra el positivismo; sabe que la educación exige, además de una visión del mundo, algo más concreto que la educación laica del artículo tercero constitucional. Como no era católico ni partidario, anhela una enseñanza enraizada en la tradición, al modo de la Revolución, empeñada en crear una nueva economía en el ejido. Pero nuestra tradición no podía redescubrirnos más que la tradición universal, donde la nuestra se insertaba, prolongaba y justificaba: la tradición universal de España. Una tradición fundada no en la España cerrada al mundo, castiza y medieval, sino en una España abierta, heterodoxa, amante del espíritu libre, que concibe el continente como una unidad superior: Hispanoamérica. La filosofía de la “raza cósmica” de Vasconcelos, aspira a disolver todas las oposiciones raciales y el conflicto entre Oriente y Occidente, a través del nuevo hombre americano. Para Vasconcelos el nuevo continente es futuro y novedad: “[…] la América española es lo nuevo por excelencia, novedad no sólo de territorio, también de alma” (Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, F.C.E., 1993:166). El tradicionalismo de Vasconcelos no se ancla en un pasado puro, sino que se justifica en el futuro. La filosofía iberoamericana de Vasconcelos es el primer intento de resolver un conflicto latente desde la Revolución, como revelación de nuestro ser y anhelo de comunión, revelación poética y filosófica de nuestro ser, búsqueda de la filiación rota por el liberalismo. Vasconcelos resuelve, gracias a la invención poética e intelectual, la cuestión de la filosofía de la raza iberoamericana. Y el lema del positivismo, “Amor, orden y progreso”, es sustituido: “Por mi raza hablará el espíritu”. Pero –como afirma Octavio Paz–en la obra de Vasconcelos laten pensamientos e intuiciones poéticas, pero no el fundamento de nuestro ser y de nuestra cultura.

Alfonso Reyes es el gran estímulo para la cultura mexicana, ejemplo de rigor intelectual que convive con la creación poética. Para Reyes la literatura es un destino, una religión. El lenguaje es signo y sonido, nota y canto, trazo, magia, reloj y vida. Reyes es el obrero, el jardinero, el amante y el sacerdote de las palabras. Su obra es historia y poesía, reflexión y creación. A Reyes se le acusa de no habernos dado una filosofía. Pero al enseñarnos a decir, nos ha enseñado a pensar. Para Reyes el primer deber del escritor es ser fiel al lenguaje, purificar poéticamente las palabras, para expresar lo nuestro. En palabras de Reyes: “buscar el alma nacional”. Una tarea difícil pues hemos tenido que recurrir al lenguaje de Góngora, Quevedo, Cervantes y San Juan, para hablar de un hombre que no termina de ser y que se desconoce. Hay entonces que deshacer poéticamente el español para que se vuelva mexicano sin dejar de ser español. La vida y la historia de nuestro pueblo se manifiestan en una voluntad poética que se empeña en crear la forma que la exprese y la trascienda, sin traicionarla. Soledad y Comunión, Mexicanidad y Universalidad, son los dos extremos que devoran al mexicano. Los dos extremos de este conflicto están en la base de nuestras relaciones, formas políticas, artísticas y sociales.

Leopoldo Zea y Edmundo O’Gorman pesaron poéticamente nuestro pasado intelectual. Para O’Gorman, América no es una zona geográfica, sino una invención poética del espíritu europeo. América es una utopía, el momento en que el espíritu se universaliza, se desprende de sus particularidades históricas y alcanza una idea universal, que encarna en una tierra y en un porvenir. En América la cultura europea se concibe como una unidad superior. Para Leopoldo Zea, América es el monólogo de Europa, la encarnación de su pensamiento. Un monólogo que hoy es diálogo intelectual, social, político y vital. La enajenación americana consiste en no ser nosotros mismos, además de ser pensados por otros. Una enajenación que ha sido nuestra forma de ser. Pero como es una situación de todos los hombres, hay que tener conciencia de ello para ser conscientes de nosotros mismos.

 

IV. En compañía de Octavio Paz, traté de mostrar que la reflexión y la imaginación poética deben ser un tema universal. Pues como el mundo moderno ha agotado sus imágenes e ideas, los mexicanos debemos encontrarnos con nuestra realidad, que es la del resto de los hombres y las mujeres modernos: la soledad.

Pensar y poetizar son las únicas experiencias humanas que pueden hacer posible que la mexicanidad de nuestra filosofía sea reconocible, más por el acento o el estilo que por el contenido del pensamiento. Porque las circunstancias del México actual exigen buscar y encontrar una filosofía mexicana, por el camino de un pensamiento poético sobre nosotros mismos y la humanidad. La filosofía sólo será mexicana, si es filosofía. Cuando la mexicanidad sea la máscara que al caer deje ver el verdadero rostro humano.

La crisis de nuestra cultura mexicana es también el conflicto de la humanidad. Vivimos como el resto del mundo, pero con un porvenir por pensar y poetizar. El laberinto es el camino por un pensamiento poético sobre una experiencia individual y colectiva de nuestra identidad y una búsqueda del pensamiento y la creatividad universal.

 

2. Octavio Paz, poeta de la muerte

 

Estoy presente en todas partes

y para ver mejor;

para mejor arder, me apago.

OCTAVIO PAZ

 

La obra de Octavio Paz puede ser considerada una Elegía Ininterrumpida a la muerte. Desde 1938 comienza el recuento de sus muertos más amados, con los que mantiene un diálogo interior con la muerte, hasta sentirla dentro de sí mismo. La partida del abuelo inolvidable, cuyo bastón aprendió a adivinar los peldaños de la escalera, al que la muerte sorprende una tarde en su sillón para pedirle la hora en que va a morir. El sombrío poema a la muerte de su padre: Del vómito a la sed, / atado al potro del alcohol, / mi padre iba y venía entre llamas. /Por los durmientes y los rielesde una estación de moscas y de polvo, / una tarde juntamos sus pedazos./ Yo nunca pude hablar con él. / Lo encuentro ahora en sueños, / esa borrosa patria de los muertos. La muerte, que en Pasado en Claro es “[…] la madre de las formas y los años y los muertos”.

Octavio Paz crea una escritura de la muerte y escribe sobre la muerte de la escritura, una poesía de la destrucción que es una destrucción de la poesía y una cultura que hacemos, nos hace y nos deshace. Porque Octavio Paz no es un poeta que sólo se dedica a festejar las alegrías y los goces de los hombres y las mujeres, también canta sus desgracias: una poética de la tragedia. Hasta la destrucción de su querido barrio de Mixcoac es motivo para un Epitafio sobre ninguna piedra (1989): “Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire”.

En alguna de sus tantas conversaciones, Octavio Paz dice que el destino de los hombres, nuestra condición mortal, es que somos capaces de amar, que nacemos, trabajamos, que hacemos cosas, todo un conflicto histórico, que sigue presente en la ciudad del siglo XX. SE trata de lo que lo que no encontró en la poesía de sus maestros y quiso escribir. Tal vez por ello en su poema El cántaro roto, Octavio Paz clama por una nueva síntesis de lo dividido, una de las más ambiciosas aspiraciones poéticas: Vida y muerte no son mundos contrarios, / somos un solo tallo con dos flores / gemelas…

Estamos hechos de tiempo y de historia –dice Octavio Paz– esta es nuestra condición mortal. Pero hay salidas instantáneas a través de la cultura, cual acto poético, que disuelve el tiempo, para escapar de la historia y de la muerte. Por ello la poesía dispersa las arenas muertas de todos los relojes, y sin dejar de pasar parece suspenderse. Esta es una poética de la muerte que abre una ventana a la eternidad. Una experiencia poética conocida por los místicos. Pero –advierte Octavo Paz– nosotros no necesitamos ser santos para tener una experiencia de eternidad. Y la poesía es la experiencia más cercana a esta vivencia de instantánea infinitud. Mas la poesía no crea esos instantes de inmortalidad; la poesía sólo los revela.


Octavio Paz propone una clave fundamental para leer la cultura mexicana, donde la vida y la muerte son compañeras inseparables. Ante la muerte –indica Octavio Paz– que concierne a todos los seres humanos, existe una tarea irrenunciable: develar que la vida y la muerte constituyen una Totalidad, más aún, que la muerte hace más vital la vida, gracias a la cultura, a través del arte y la poesía, que tienen el poder de curar de la desgarradura de la existencia y de las ilusiones sin porvenir (como la promesa de inmortalidad en otra vida, que ofrecen las religiones), pero sin abismar a los mortales a un destino fatal: vivir para esperar la muerte.

Octavio Paz rechaza tanto la vida eterna de las religiones como la muerte eterna o la pura afirmación de la vida de algunos filósofos, para dar paso a una vida que implica morir, para dar un sentido vital y poético a la muerte, que sirve de acicate a la vida. La muerte es análoga a la vida y viceversa. La analogía entre la vida y la muerte es para Octavio Paz como en su ensayo El mono gramático: “transparencia universal: en esto ver aquello” (Octavio Paz. El mono gramático, Barcelona, Seix Barral, 1974:137). La muerte es una metáfora de la vida; vivir metaforiza la muerte. Porque la muerte pacta con la vida a través de los gramas de este mono poético que es el ser humano.

Todo gran poeta comprende el sentido vital de la muerte. Sin embargo, Octavio Paz no la entiende como la expresión de la Pulsión de Muerte, ni como un destino funesto en el que no hay lugar para la esperanza. La otra faz de la muerte es la vida misma, expresada en la fuerza avasalladora de la Pulsión de Eros o Vida, que no deja de pujar y empujar hacia la trascendencia. El torrente de las Correspondencias de Octavio Paz crea toda una cosmología, un ritmo poético universal, donde la vida y la muerte son instantes, alternancias que hacen del universo una totalidad indestructible.

En su laberíntica soledad, los hombres y las mujeres, mantienen una íntima relación con su muerte. Una intimidad con la muerte de la que el pueblo mexicano es el paradigma por excelencia. La soledad anticipa la muerte, como pensamiento y sensación. En el nocturno laberinto, la soledad es muerte y vida, pérdida y asidero, fin y trascendencia. En soledad, cobijados por la noche, los hombres y las mujeres transcurren, son tiempo, sensación y pensamiento de ese transcurrir. En palabras de Martin Heidegger: “conciencia de su ser para la muerte”. En esta esquina de la poética de la muerte Octavio Paz se encuentra con Vladimir Jankélévitch: “[…] quien piensa la muerte piensa la vida (Vladimir Jankélévitch, La mort, París, Flamarion, 1966: 37-38). No es posible hablar del Palacio de la Muerte porque cuando se entra en él ya no hay palabras para narrarlo o poetizarlo. Ningún discurso puede atravesar las tinieblas de la muerte. Las únicas experiencias que logran merodear su misterio son el arte y la poesía.

Para Octavio Paz, la amenaza de la muerte sólo puede ser conjurada a través de una poética de la vida y la muerte, una poética de la cultura de la fiesta y el duelo. Un conjuro que no es consuelo, ni sometimiento a los dioses de la noche o creación de nuevos ídolos, sino un retorno por el río interior que le da un sentido vital a nuestra condición mortal: “[…] no con alegría, pues eso es imposible, sino con serenidad, con heroísmo alegre, con alegre sensualidad” (Octavio Paz. Solo a dos voces, Barcelona, Lumen, 1973).

Sólo el arte y la poesía pueden conducir a la humanidad a esta Voluntad Alegre, pues son los únicos que le permiten liberarse del embrujo de la muerte. Sólo una poética de la muerte y la vida enseña a los hombres y a las mujeres que la muerte es la otra faz de la existencia.

Pero la modernidad creó el mito de la historia, a través de secularizar la promesa de la religión, prometió crear el paraíso en la tierra y expulsar a la muerte del discurso y la existencia. Y la sociedad industrial se lanzó a una gran cruzada con el fin de universalizar la religión del progreso, de consecuencias conocidas: explotación, dominación, agonía y muerte del planeta.

También la modernidad produjo el mito de la vida eterna y feliz: el progreso, el bienestar, la riqueza y el placer (Jankélévitch., La mort, París, Flamarion, 1966: 45), que exige que se expulse del discurso y de la vida misma a la muerte, a fin de montar en el mismo escenario el mito del Paraíso en la Tierra, gracias al progreso de la ciencia y la técnica, con su promesa de abundancia de bienes. Gran paradoja: la promesa de vida parece convertirse en una amenaza de muerte planetaria. Octavio Paz lo advierte en El signo y el garabato: “De Washington a Moscú, los paraísos futuros se han convertido en un presente horrible que nos hace dudar del mañana” (Vladimir. Jankélévitch., La mort, París, Flamarion, 1966:45). A los mitos de la historia y de la vida les siguió otro: la muerte natural. La muerte moderna fue reducida a un proceso fisiológico, desplazando el sentido vital y poético de la finitud personal. Y la expulsión del sentido de la muerte trae aparejada la negación de la muerte misma, lo que impide que los actos humanos sean vitales, potenciales, trascendentales. Y el rechazo de la muerte por la sociedad moderna ha hecho de la vida un bienestar insensible, donde no hay tampoco lugar para el dolor, que se encuentra anestesiado (del griego an=privación y aisthésis=sentido, que significa “privado de sentido”). En la sociedad moderna sólo hay lugar para el placer, pero traducido en abulia, depresión, insatisfacción, o en una excitación artificial que llega al aturdimiento del consumo fetichista, el aturdimiento, el exceso de placer depresivo y las drogas.

La expulsión de la muerte personal y colectiva, la que es para sí y los demás, conduce a una experiencia imaginaria en la que “el que muere siempre es otro, un cualquiera” –como dice Heidegger en su Ser y tiempo. Como la muerte es proyectada en los demás a fin de negarla para sí, se convierte en anónima y se transforma en angustia de muerte, pan cotidiano de nuestro mundo feliz. Pero el rechazo a la finitud individual anula la posibilidad de darle un sentido vital y poético a la vida y a la muerte.

La modernidad, al expulsar la muerte de la sensibilidad y el pensamiento, deja ver el verdadero rostro del Paraíso: el Imperio de la Muerte. La modernidad que había conjurado la muerte en nombre de un mundo confiado y entregado a la razón, extiende hoy su helado manto de muerte sobre el planeta. El rechazo de la muerte la hace retornar siniestra y descomunal. A Sigmund Freud debemos el descubrimiento del mecanismo de la expulsión (Verwerfung en alemán), propio de la estructura subjetiva de la psicosis, por el que todo lo rechazado del lenguaje retorna, cual terrorífica alucinación, en lo Real (Freud. “Schreber” (1911), OC., Buenos Aires, Amorrortu, 1979:13–82).

El mito de la vida se ha convertido hoy en la pavorosa pesadilla del fin del mundo: la catástrofe ecológica, el exterminio de todos contra todos, el derrumbe de los antiguos monumentos de la cultura y la guerra nuclear. El mismo Octavio Paz lo advierte en el Signo y el garabato, la expulsión de la muerte por la modernidad, retornó, para poner fin a la mortandad de la Segunda Guerra Mundial, en forma de dos grandes y siniestros hongos de muerte (Octavio Paz, El signo y el garabato, Joaquín Mortiz, México: 1986).

En cambio, en la cultura mexicana, contra la modernidad y a favor del mito, cuya reactualización poética, para nuestro tiempo y el por venir es vital, conviven la muerte y la vida, el placer y el dolor, el canto y el lamento, la fiesta y el duelo. Porque si la muerte no tiene sentido tampoco la vida. Somos herederos de los antiguos mexicanos, para quienes la oposición entre la vida y la muerte no era absoluta, como para los modernos. La vida se prolonga en la muerte, la muerte habita la vida. Vida, muerte y resurrección son momentos del movimiento cósmico insaciable. El más alto fin de la vida es la muerte, su cumplimiento y complemento. Por ello nuestros antepasados alimentaban con su sangre a la vida, siempre voraz. Ellos pagaban a los dioses la deuda de la especie, con lo que alimentaban la vida cósmica y social. La muerte de cada cual alimentaba al cosmos.

Por ello, el sentido mexicano de la muerte atenta contra la filosofía moderna del progreso (que no va a ningún lado, como señalaba Scheler), que pretende esquivar la presencia de la muerte y la vital poética de la muerte. Ante los discursos del mundo moderno, que suprimen la muerte a través de los discursos políticos y comerciales que ofrecen la felicidad a bajo precio, el culto mexicano a la muerte persiste, porque insiste el deseo de retorno al caos y la naturaleza de donde surgieron los hombre y las mujeres: el principio poético de la vida y la muerte. Como dice Paz: “Un examen de los grandes mitos humanos relativos al origen de la especie y al sentido de nuestra presencia en la tierra, revela que toda cultura –entendida como creación y participación común de valores– parte de la convicción de que el orden del universo ha sido roto o violado por el hombre, ese intruso. Por el “hueco” o abertura de la herida que el hombre ha infligido en la carne compacta del mundo, puede irrumpir de nuevo el caos, que es el estado antiguo y, por decirlo así, natural de la vida. El regreso “del antiguo Desorden Original” es una amenaza que obsesiona a todas las conciencias en todos los tiempos. Hölderlin expresa en varios poemas el pavor ante la fatal seducción que ejerce sobre el universo y sobre el hombre la gran boca vacía del caos” (Octavio Paz, El laberinto de la soledad, F. C. E., México, 1993: 29).

 

3. El sueño de Sor Juana y el insomnio de Octavio Paz

 

El combate es cíclico

y la noche establece su imperio

en el otro hemisferio

adonde quizá otra Sor Juana Inés

sueña el mismo sueño.

OCTAVIO PAZ, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe

 

I. En este ensayo espero mostrar, a partir de la deslumbrante y enigmática metáfora que propongo como epígrafe (Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, México, FCE,1983:496), que el sueño filosófico de Sor Juana es continuado por la vía de la poesía por Octavio Paz, en su poema Pasado en claro. Para ello tomo el uso moderno que Octavio Paz sugiere para el más monumental de los poemas de Sor Juana: Primer Sueño, y que me permite imaginar que en el tintero de Juana Inés se quedó dormido un Segundo Sueño, en el que buscaría llegar a la unidad de conocimiento, pero no por la vía de la ciencia o la filosofía, ni por el sendero que lleva a Dios, sino para comprender la unidad del Ser por la vía de la poesía. Pero este Segundo Sueño no lo escribe Sor Juana sino Octavio Paz. Todo ello para mostrar que mientras en el Primer Sueño Sor Juana no está dormida, la desvela un sueño filosófico en el teatro de la noche, en Pasado en Claro, Octavio Paz vela por el deseo de conocer, por el conocimiento que lo desvela: el deseo de conocer y su correlato: el autoconocimiento. Para concluir que tanto Primer Sueño como Pasado en claro advierten que el conocimiento filosófico, en vecindad con el poético, ponen a prueba al conocimiento, sus límites y su irremediable ausencia.

 

II. Para introducir este ensayo voy a partir de una de las interpretaciones que Octavio Paz vierte en su libro Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, pero para ir más allá de ella. Se trata del nombre que Paz propone para el más monumental de los poemas de Sor Juana: Primer Sueño. Un nombre que permite proponer una primera hipótesis de trabajo: existe un Segundo Sueño que Sor Juana jamás escribió y que permite pensar en los sueños de Sor Juana y Octavio Paz.


Recordemos que Sor Juana, en su Respuesta a sor Filotea de la Cruz (1690), menciona con indiferencia su poema: “no me acuerdo de haber escrito por mi gusto sino un papelillo que llaman El sueño”. Pero además de ser un ambicioso sueño filosófico es el poema más íntimo de Juana Inés que evoca la confesión. Un poema que escribe a los cuarenta años, una edad en la que se abandonan las ilusiones sin porvenir: llegar al conocimiento absoluto. No olvidemos que en el Primer Sueño confiesa el deseo filosófico de comprenderlo Todo.

Según Octavio Paz, Sor Juana tenía pensado escribir un Segundo Sueño, imitando a Góngora, que escribió Dos soledades. Lo que permite una segunda hipótesis de trabajo: en el tintero de Juana Inés se quedó dormido un Segundo Sueño, en el que buscaría llegar a esa unidad de conocimiento, no por la vía de la ciencia sino trascendiéndola, como San Juan de la Cruz, por la vía de la poesía, pero no para llegar a Dios, sino para comprender la unidad del Ser por la vía de la poesía. Un Segundo Sueño que no escribió Sor Juana sino Octavio Paz.

Primer Sueño–como dice Paz– imita las Soledades de Góngora por la posibilidad de escribir un Segundo Sueño. Pero entre ambos hay más diferencias que semejanzas. Mientras Sor Juana tiende al concepto y no a la metáfora, Las Soledades de Góngora se llenan de formas y colores. Además, el cosmos de Sor Juana es pensado con una abstracta geometría, que no describe la realidad que no es visible, por ello la conceptualiza. Aunque ningún concepto le permite a Juana Inés comprender el universo, pues la realidad misma está puesta en duda. Suspendida en su monumental pirámide de conceptos, el alma descubre que los caminos son abismos. Juana Inés de la Cruz cita a Homero para decirnos que las pirámides son bárbaros jeroglíficos de la mente humana que ascienden a la Causa Primera. Se trata de la búsqueda del Alto Ser por la vía de la ciencia y los conceptos.

Sor Juana no está dormida, vela cuanto la desvela: un sueño filosófico en el teatro de la noche. Escribe un poema en las tinieblas para dar claridad al enigma que la desvela. Como dice el padre Calleja, el monumental poema de Sor Juana es demasiado arquitectónico y complejo para ser confundido con un sueño: “Siendo de noche, me dormí; soñé que de una vez quería comprender todas las cosas de que el universo se compone; no pude, ni aun divisar por sus categorías, ni a un solo individuo. Desengañada, amaneció y desperté” (Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, México, Fondo de Cultura Económica, 1983:471).

Estamos ante un sueño de Anábasis, que abundan en los siglos II y III. En el sueño de Sor Juana el alma se separa del cuerpo para iniciar un vuelo espiritual:

 

El alma, pues, suspensa

del exterior gobierno –en que ocupada

en material empleo,

o bien o mal da el día por gastado–,

solamente dispensa

remota, si del todo separada

no, a los de muerte temporal opresos

lánguidos miembros, sosegados huesos,

los gajes del calor vegetativo,

el cuerpo siendo, en sosegada calma,

un cadáver con alma,

muerto a la vida y a la muerte vivo…

 

Primer Sueño no habla de un éxtasis místico, sino de la metáfora de noches sin fin, en que a la llama de una vela, como Gaston Bachelard, la inteligencia desborda imágenes científicas. Primer Sueño es una alegoría de todos los desvelos de Sor Juana, estudiando, pensando y creando.

Un sueño filosófico en el que el protagonista no tiene nombre ni edad ni sexo, cuya interpretación se identifica con el alma humana, pues hasta el último verso Sor Juana devela que se trata de ella misma. Octavio Paz dice que Sor Juana no se refiere a sí misma porque se trata de una alegoría y una confesión. Permítanme agregar que como Sor Juana se sabe atravesada por algo que está más allá de ella, el lenguaje, que no se origina en ella, no puede asumir más que un decir impersonal, pues el habla, habla, como dice Martín Heidegger. Hasta que fracasa en el intento por decir el Ser, su Yo se recupera y habla en primera persona:

 

Consiguió, al fin, la vista del Ocaso

El fugitivo paso,

y –en su mismo desempeño recobrada

esforzando el aliento a la ruina–

en la mitad del globo que ha dejado

el Sol desamparada,

segunda vez rebelde determina

mirarse coronada,

mientras nuestro Hemisferio la dorada

ilustraba del Sol madeja hermosa,

que con luz judiciosa

de orden distributivo, repartiendo

a las cosas visibles sus colores

iba, y restituyendo

entera a los sentidos exteriores

su operación, quedando a la luz más cierta

el Mundo iluminado, y yo despierta.

 

La soledad del laberinto no es exclusiva de la mujer, marcada por su rajadura, pues los hombres y las mujeres son una mitad perdida, como narra el mito del andrógino en El banquete platónico. La búsqueda de la plenitud, después de la eyección del ser en el mundo, desgarra a ambos sexos, marcándolos con una herida que sólo se cura gracias a un pro-eyecto existencial, que no deja de escribirse en Juana Inés, Octavio Paz, Heidegger y la humanidad. Sólo la plenitud es un estado sin desgarradura, como la inocencia originaria perdida, el paraíso en realidad para siempre perdido, el exilio de la naturaleza que nos sujeta a la cultura y el lenguaje: la sed de beber en la fuente primera los nombres verdaderos. Un complejo laberinto que se reduce a un solo camino: la búsqueda del ser que venga a completarnos, para no ser más soledad y lograr la (común)unión. Porque la soledad lleva a la búsqueda de la presencia y del ser. El viaje del alma es un tema religioso, pero la aventura intelectual de la monja jerónima es el (re)verso de una revelación: estamos solos y el mundo sobrenatural se ha desvanecido.

Primero sueño es el primer poema moderno mexicano. Octavio Paz en Los hijos del limo muestra que todos los poetas modernos han recreado el sueño de Sor Juana: la no-visión y el silencio. Un sueño inédito en la historia de la poesía moderna, como advierte Octavio Paz: “El primer gran poeta americano es una mujer, Sor Juana Inés de la Cruz. Su poema El sueño (1692) es nuestro primer texto cosmopolita (Octavio Paz, Los hijos del limo, México, Seix Barral, 1987:199).

Primer Sueño no es un poema teológico sino filosófico. Sor Juana no habla de Dios ni de Cristo sino de la Causa Primera de Todo. No es un camino científico para construir una teología. El alma de Primer Sueño no desea unirse con Dios, sino contemplarlo en la más excelsa de sus obras: el universo. Pero la luz del Ser, con su enceguecedor destello, pone fin a la visión. El alma bogando “en las neutralidades de un mar de asombros” no logra retomar su ruta; se aleja del océano de la verdad y se refugia en las playas de la necia inteligencia, a repensar otro camino. Pero como Sor Juana tropieza con lo inconmensurable, su decepción despierta al Sol.

Juana Inés, aunque duda de contemplar la pavorosa máquina del universo no claudica. Por ello, Sor Juana recurre a Faetón, el joven mortal que no renuncia a guiar el carro del Sol, a pesar de las advertencias de su padre Apolo. Faetón, quien eterniza su nombre con su ruina, al ser despeñado por el rayo de Júpiter. El alma de Primer Sueño, como Faetón, desafía al sol. Primer Sueño es una confesión filosófica: la osadía del alma de llegar por fin a la Verdad. Juana Inés, más que contar su vida intelectual, piensa cantando la aventura del pensamiento y sus límites.

Los puntos suspensivos con que termina el poema, confirman la primera hipótesis: anuncian otro sueño. La búsqueda del Ser se queda sin palabras: todo lo que se puede decir es que no se puede decir todo. Los puntos suspensivos también evocan la categoría barroca de la Trauerspiel (fiesta luctuosa) de Walter Benjamin, el fondo barroco de lo moderno: la tragedia del lenguaje ante la caducidad del mundo, el tema barroco por excelencia del desengaño. Lo versifica Sor Juana: “por mirarlo todo nada veía”.

Primer Sueño no es, como interpreta José Gaos, el relato del fracaso de una monja, por ser mujer, sino la confesión y la denuncia de los límites del conocimiento. Sor Juana Inés de la Cruz muestra que no es el sexo femenino el que fracasa, aunque siempre hay hombres necios que quieran hacerlo fallar. Sor Juana es moderna, crítica y romántica: piensa y denuncia los límites de la razón moderna. Sor Juana, como Faetón, eterniza su nombre con su sueño y despertar. Primer Sueño no busca la sabiduría, que no existe, como dice Lyotard (J-F. Lyotard, ¿Por qué filosofar? Barcelona, Paidós, 1989), sino saborear el saber.

 

III. El Segundo Sueño que Sor Juana nunca escribió y que dejó en el tintero es el poema Pasado en claro (1975) de Octavio Paz. Como canta Paz: “otra Sor Juana sueña el mismo sueño”. Pasado en claro es el desvelo que provoca el deseo de conocer, pues el conocimiento conduce a los más grandes desvelos, como deseo filosófico y poético de autoconocimiento:

 

Ni allá ni aquí: por esa linde

de duda, transitada

sólo por espejos y vislumbres,

donde el lenguaje se desdice,

voy al encuentro de mí mismo.

 

Pero Pasado en claro es también la irremediable ausencia del conocimiento, el límite del conocimiento, que significa –como para Ludwig Wittgenstein– los límites del lenguaje. Pero ante el que Octavio Paz no exige callar, porque de lo que no se puede hablar es de lo que más hablamos –como enseña Jacques Lacan.

Pasar la noche en claro es una experiencia poética, que va de la luz a la oscuridad y de la noche al día, a través de todos los matices matutinos y crepusculares (Ramón Xirau, “Octavio Paz y los caminos de la transparencia”, Poesía y conocimiento, México, Joaquín Mortiz, 1978: 130-136).

Pasar la noche en vela, con las palabras y sus sombras, con el tiempo y sus sílabas muertas, relata la experiencia de tener que meditar y poemar entre el remolino de palabras que esculpe los nombres verdaderos que “desaparecen, entre dos palabras”, mientras amanece la página bajo un sol que duda, al vaivén de “la negra marea de las sílabas”. Porque no hay otra manera de vivir que “entre nombres”. Octavio Paz lo canta así: “lo que no tiene nombre todavía / no existe”. Pues estar en el mundo es antes que nada deletrearlo. Un tema que nos recuerda a Parménides, Hölderlin y Heidegger: “Ninguna cosa sea donde falta la palabra” (Martin Heidegger, M., De camino al habla, Barcelona, Serbal-Guitard, 1987:165).

Pasado en claro es, como el Primer Sueño de Sor Juana, una confesión autobiográfica que habla de la vuelta a los orígenes, de la búsqueda de la primera palabra de la que nacieron todas las demás palabras, pero por el camino de la poesía. Pasado en claro es una libertad bajo palabra que busca la verdad: “Salido en busca del nombre verdadero, el poeta encontró –en aquel cruce de caminos en donde empiezan los caminos– esa figura del traslado y de la mediación que es la Metáfora Original. Lo que encontró no fue un nombre solar sino su traducción (Maya Schärer-Nussberger, Octavio Paz, trayectorias y visiones, México, FCE, 1989:196).

Pasado en claro es un poema de la visión de la presencia bordeada por el sublime oficio de deletrear el mundo:

 

Oídos con el alma,

pasos mentales más que sombras

sombras del pensamiento más que pasos,

por el camino de ecos

que la memoria inventa y borra:

sin caminar caminan

sobre este puente

tendido entre una letra y otra.

 

Pasado en claro, como Primer Sueño, habla de la experiencia de lo indecible, donde el lenguaje habla a través de nosotros, pues sólo porque somos la memoria del mundo el mundo nos recuerda. Por ello hasta los bosques de palabras cubren de ramas los ojos de Octavio Paz. Porque las palabras –como para Gaston Bachelard– son seres acuáticos, aéreos, fogosos y terrestres:

 

Animales y cosas se hacen lenguas,

a través de nosotros habla consigo mismo

el universo. Somos un fragmento

–pero cabal en su inacabamiento–

de su discurso…

 

Pasado en claro es el desvelo no de una noche sino de toda la vida de Octavio Paz, ante la belleza, la luz y la pavura. Como en su poema Árbol adentro, Octavio Paz sugiere que no somos más que nuestro nombre, un sendero que nos pone, como en El mono gramático, de camino al habla, que es nuestro ser, pero que nunca llega:

 

Estoy en donde estuve:

voy detrás del murmullo,

pasos dentro de mí, oídos con los ojos,

el murmullo es mental, yo soy mis pasos,

oigo las voces que yo pienso,

las voces que me piensan al pensarlas.

Soy la sombra que arrojan mis palabras.

 

Pasado en claro también resume la obra de Octavio Paz: la búsqueda del ser del lenguaje y del lenguaje del ser, las raíces del hombre, la pregunta por el sentido y el sinsentido, la poesía, la vida, el mito, lo sagrado, el arte y la historia. Un poema que expresa una tradición occidental que renace americana, mexicana y universal: la trilogía de la poesía ontológica de Primer Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, Muerte sin fin de José Gorostiza y Pasado en claro de Octavio Paz, en torno a una búsqueda común: nombrar el ser. Parafraseando a Shelley, todos los grandes poemas constituyen un único poema. No hay que olvidar que Octavio Paz incluye entre los grandes poemas ontológicos el poemario Altazor de Vicente Huidobro (un viaje en paracaídas en el que a medida que se acerca a la tierra, lo real y el ser, no le queda más que el balbuceo de un bebé).

Una búsqueda de la palabra original para poder decir el ser de las cosas, lo real imposible de decirse, para que “el olmo dé peras”. Como advierte Paz: “comulgar con lo real es el fin de toda poesía”. Porque al nombrar ya no tenemos las cosas sino sus palabras. Como enseña Hegel en su Lógica: la palabra sólo nos da el tiempo de la cosa. Sí, pero el tiempo de la cosa la hace entrar en la historia. Octavio Paz lo dice así: “las palabras sólo nos dan la estela de las cosas”. Las palabras aparecen y desaparecen las cosas en un guiño de estrella, pero alumbran cual lámparas a las cosas, para sacarlas de sus ignotas tinieblas.

Como en la existencia late una corriente alterna, Octavio Paz advierte que el poeta es un eterno “enamorado del silencio” que se ve compelido a escribir, para poder entrar en el ser o encontrarse con esta imposibilidad. Pasado en claro y Primer Sueño son un cúmulo de imágenes poéticas que no hacen signos, comprometiéndolos con el significante y el significado, sino que hacen señas, como lo advierte Heidegger, que se explican a sí mismas, pues sólo quieren llegar a ser (Martin Heidegger, “De un diálogo acerca del habla, entre un japonés y un inquiridor”, De camino al habla, Barcelona, Serbal-Guitard, 1987:77-140).

Primer Sueño y Pasado en claro nos llevan por un camino sin principio ni final hacia el ser: la trágica visión de la presencia y la no-presencia, el ser que al develarse se ausenta, cual aletheia. Dos poemas modernos mexicanos y universales, cual dramas ontológicos sobre el límite radical del conocimiento. Dos noches de desvelos sorprendidas por un sol que madruga. Como en Piedra de sol no hay encuentro ideal con lo Absolutamente Otro: una ausencia que es un vértigo sin caída:

 

caigo en el instante, caigo a fondo,

invisible camino sobre espejos

que repiten mi imagen destrozada.

 

Como una mágica letanía, Primer Sueño y Pasado en claro repiten el sueño del conocimiento y la pesadilla de su imposibilidad: la inconsistencia del orden simbólico, el límite radical del lenguaje para decir el ser. Los dos grandes poemas ontológicos mexicanos son el aleteo griego de la presencia siempre bajo un fondo de ausencia.

Octavio Paz sabe –como Kant y Cervantes– que entre las palabras y la realidad hay un abismo y que el que lo traspasa corre el peligro de ponerse frente a la locura. Renunciar a la fascinación del abismo implica develar la inconsistencia radical del lenguaje. Y es que la realidad es como los molinos de viento contra los que Don Quijote blande su lanza, pues hay algo inaccesible al discurso y a la razón, al lenguaje mismo, como la “cosa en sí”, de la que habla Kant, y de la que sólo se puede hablar trágicamente, como enseña Kant en su Crítica del Juicio.

Pasado en claro es el primer poema mexicano moderno, porque intenta abolir todas las significaciones, pues es el significado último del lenguaje: la imposibilidad de decirlo todo. Octavio Paz –como Eckhart– pasa la noche en claro por una forma de conocimiento: el desconocimiento, el encuentro del poema con su verdad: lo decible-indecible (Rachel Philips, The poetic modes of Octavio Paz, Oxford, U. P., Oxford, 1972).

Pasado en claro de Octavio Paz es la búsqueda del Ser y de nuestro ser, pero no por la vía de la filosofía y la ciencia como el Primer Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, sino a través de la poesía. Un poema en el que Octavio Paz se encuentra con la algarabía universal, y también lo sorprende el sol, con su persistente campana.

 

 


ROSARIO HERRERA GUIDO (México). Es Doctora en Filosofía (UNED, España), Doctora en Psicoanálisis (CIEP, México) y Diplomada en Igualdad Sustantiva y su aplicación en Políticas Públicas (UAM-Xochimilco-SEMUJERM, 2016). Autora, coautora y coordinadora de 50 libros y 300 ensayos de investigación y divulgación publicados en México y en el extranjero, sus poemas han sido incluidos en varias antologías nacionales e internacionales. Es directora de las revistas La nave de los locos, Devenires y jefa de redacción de Letra Franca. Así mismo es periodista cultural y analista política de las revistas Levadura y Revolución 3.0.  Ha sido conferencista magistral y ponente en foros académicos y literarios nacionales e internacionales. Presea Princesa Eréndira 2011 y Presea Amalia Solórzano 2012. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (2003-2014) y docente invitada por universidades nacionales y extranjeras.

 

 


ANA TISCORNIA (Uruguay, 1951). Artista plástica, su obra incluye instalación, collage, ensamblaje, pintura y fotografía. Residente en Estados Unidos desde 1991, donde se desempeña como profesora emérita de la Universidad Estatal de Nueva York. Es autora del libro Vicisitudes del Imaginario Visual: Entre la utopía y la identidad fragmentada sobre el arte uruguayo de 1959 a 1995. Entre sus muestras más recientes, encontramos: “A la Vuelta de la esquina”, Espacio Mínimo, Madrid, Spain, 2022, “Una vez más”, Galería Nora Fisch, Buenos Aires, Argentina, 2023, y “A dos voces: Ana Tiscornia y Liliana Porter”, Galeria del Paseo, Lima, Perú, 2023. Ana Tiscornia es la artista invitada en esta edición de Agulha Revista de Cultura.




Agulha Revista de Cultura

Número 239 | setembro de 2023

Artista convidada: Ana Tiscornia (Uruguay, 1951)

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023 

 


∞ contatos

https://www.instagram.com/agulharevistadecultura/

http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/

ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

 





 

Nenhum comentário:

Postar um comentário