1. Daguerrotipos que lo señalan entresacados del tiempo con una vieja pentax de los años del foxtrot
A pesar de su barba azul no es personaje de ficción. Su mal
aliento y el tamaño desmesurado de sus pies que crecen en torpes sandalias nazarenas,
nos educan, irrecusables, [en la naturaleza de sus cuatrocientos veintinueve quilos
de sueñera y espanto], que fue ensoñado por su madre de ojos grises en el centro
de un simún que desdibujaba hombres y dromedarios como si se tratara de tinta azul
cobalto en un torrente de aguas amarillas agitadas, cuando buscaba a tientas la
herida que la real ciudad de Tombuctú abre al desierto.
En el recuento de los tres mil niños
de Essex, que vaciaron sus ojos en procura de alimentos para el marino mongol que
importó a Soho, Gloucester, Liverpool, Chelsea & London Proper los secretos
del Hot Dog, su cuerpo se adelgaza hasta copar el espacio de la voz que en el vigésimo
séptimo canto de Ezra Pound recita a Propertius y a Guido en provenzal.
La insistente misericordia que acosa
esta figura nos libra de ella, pero nos arroja a un terreno donde las opciones se
multiplican en juegos de espejos. Lo vemos en Uganda estudiando diligente por once
años las costumbres de los proboscídeos, o de afanado chalador en Quai D’orsay,
mientras hay versiones que recogen la suplantación que hizo en Shangai de Wong,
en la página ochenta y tres de La Condición Humana.
Su adolescencia ingenua, dilapidada
en los campos de Kioto y el rasgueo memorioso del sitar en Singapur, le ofreció
la virtud que más estimamos: esa capacidad de entrar o salir de una habitación en
el seno de un tiempo que iguala la materia de sus movimientos tornándolos en las
pompas blancas con patitas agudas en cursivas negras de ocho puntos en ocho que
salen de su boca para ilustrar las desventuras de Carlitos Brown perdido en los
trabajados dibujos de Gustavo Doré.
Pero como la perplejidad de otros enturbia
la pureza de estas imágenes, y aún no hemos relatado cuál es la altura de su cuerpo,
ni su calidad de poeta ni el número de su cédula o de los dedos de su mano derecha,
recurro al Larousse de este año que en la página correspondiente recorta con implacable
exactitud su figura protozoica.
Harold: Dícese de quién hizo de navegante
sin manos en los barcos negreros que cruzaban el estrecho. Adj. Que califica las
voces que desde los picos del Himalaya desorientan a los viajeros con tormentos.
Sust. Macho de especie casi extinguida que es habitual viajero en los coches de
segunda del subterráneo neoyorquino. Voz. Del infinitivo de un verbo sánscrito que
nombra el acto de tropezar en la oscuridad de un cuarto con una calavera rebosante
de limonada.
Hasta aquí las variantes recogidas
en el diccionario. Sus poemas proponen muchas otras.
NOTA
Publicación original: Gaceta de la Federación de Estudiantes
de la Universidad del Valle, n° 7, Cali, 1969.
2. El diario de Alvarado Tenorio
Los diarios, sabemos, nos exponen cada día a toda clase de
sobresaltos, menos al que supondría abandonar las inexorables rutinas con que seleccionan
la información. Ayer sorprendieron con un
alumbramiento múltiple en Escandinavia; hoy, con la decisión de los norteamericanos
de fabricar un submarino más letal y costoso; mañana con las imágenes de una pavorosa
sequía en África.
Jamás sabremos por ellos, sin embargo,
que antes de ayer, al mediodía, y gracias a los buenos oficios de un conductor de
trenes, la señorita Sylvia Beach entregó a su autor —ese mismo día cuarentón— el
primer ejemplar, más bien grueso, de una novela que escrita en inglés es griega
pues en ella resuena como en Scoto, lo que es, por ser Logos.
Alvarado Tenorio, en cambio, ha tenido
en este pequeño volumen, el ojo puesto en esos peces que saltan de la malla de los
reporteros y las agencias de noticias y ha sabido encontrar la pelvis de Presley,
aislar el virus que estropea la novela de uno de sus coetáneos o captar uno de los
muchos rostros de Bacon. Con todo, esta virtud entre ocular y olfativa quizás no
habría justificado la selección. Afortunadamente a la par con ella creció en Alvarado
Tenorio otra, vinculada a su estilo, que un crítico calificó de elegancia.
Es arriesgado volver sobre esta calificación
cuando nos inclinamos por la crudeza o los laberintos conceptuales y cuando parece
pertenecer en exclusiva a la esfera de la moda, donde se la usa olvidando su función
aristotélica. Aún así, en elegancia está la medida y la falta de estridencia, aun
que circunscrita al ajuste entre las prendas y quien las ciñe.
Según muestran estas páginas, la prosa
de Alvarado Tenorio, fuera de interpretaciones y diversos temas, admite una poderosa
corriente de sensualidad que es a la vez franca invitación a los goces del cuerpo.
Y justamente, por este radical apartamiento de la corrupción que el cristianismo
introdujo en las palabras que sobrevivieron al desastre final de lo griego, la elegancia
que con su obra actualiza Alvarado Tenorio es virtud, valor para asumir lo que propiamente
es.
Tal vez en otros países donde este
libro pueda leerse las cosas sucedan de manera diferente y sorprenda esta asociación
entre elegancia y valor. En la patria de Alvarado Tenorio, que es la mía, no. Allí
como en pocos sitios, la destrucción del lenguaje que hoy practica la publicidad
fue precedida y está acompañada por el recurso sistemático de la demagogia, y las
palabras son víctimas de las estrategias del poder que las emplea para enmascarar
sus intenciones. El resultado es un lenguaje enfermo de logomaquia donde suele llamarse
general a un carnicero. Falta entonces valor para decir esa palabra ajustada a nuestra
vida y a nuestras intenciones, a nuestro lugar en el mundo.
NOTA
Publicación original: Lecturas Dominicales, de El Tiempo, Bogotá, enero 20, 1984.
3. Literaturas de América Latina
Literaturas de América Latina, el libro del poeta y ensayista
Harold Alvarado Tenorio, hará época. Empezando por su ambición, que no es poca,
y que no es otra que intentar hacer una historia de las literaturas de nuestro continente
en los dos siglos que nos separan de las guerras de Independencia. La sola enunciación
del propósito impresiona a quienes tenemos alguna noticia de la vastedad, diversidad
y riqueza, tanto literaria, como cultural, de la veintena de países en los que se
fragmentaron los imperios coloniales de España y Portugal a comienzos del siglo
pasado. Acopiar, leer, clasificar y describir e interpretar todo lo que los escritores
nuestros, de Méjico a la Argentina, han compuesto y publicado en un periodo tan
dilatado de tiempo, parece, aún en su mera enumeración, una tarea tan vasta y exigente
que muchos creíamos reservada a equipos multidisciplinarios de los que los angloparlantes
llaman Scollars, antes que a los empeños solitarios de un solo hombre, por mucho
que este hombre tenga la inteligencia, la energía y la tenacidad que exhibe Alvarado
Tenorio.
El inventario de algunas de las características
de su obra corrobora el tamaño del monumental desafío. Son tres tomos, 948 páginas,
sin contar el medio centenar destinado a la relación de los títulos de las obras
citadas, parcial o totalmente, en el texto, y un aparato crítico tanto o más abrumador
que la certeza que adquiere el lector que Alvarado Tenorio leyó efectivamente las
obras de los 107 autores estudiados en extenso. Y no sólo esas obras sino, muy probablemente,
las de muchos de los autores excluidos de su selección definitiva, algunos tan notables
como José Carlos Mariátegui, Gilberto Owen o Augusto Monterroso.
Con una masa documental tan inmensa
entre manos, Alvarado Tenorio ha escrito un libro que es por lo menos tres simultáneamente.
El primero es una colección de ensayos críticos sobre los autores de su predilección,
donde son comunes la prosa depurada y la ya muy educada aptitud de su autor para
descubrir la literatura allí donde la haya, ya se trate de una proclama política,
una crónica periodística, un ensayo sociológico, un breve poema metafísico o una
casi ingobernable novela barroca. Alvarado Tenorio declara en el prefacio a su obra
desapego a las teorías filosóficas y estéticas, tan en boga entre los estudiosos
e investigadores de la literatura en nuestro país, quienes aparentemente no consiguen
en muchos casos otra cosa que apartar a los jóvenes de la lectura de los textos
literarios que pretenden interpretar o descifrar. En ninguna otra parte ese desapego
es más fructífero como aquí, en esa colección de ensayos críticos que contienen
invariablemente una y la misma invitación a leer a los escritores que estudian e
interpretan. Ese solo mérito basta para perdonar a Alvarado Tenorio que su antiteoricismo
militante le lleve a tropezar a veces a la hora de intentar la conceptualización
de periodos históricos, de tendencias de pensamiento o de esquemas generales de
clasificación literaria.
El segundo libro es una prolongación
del primero pero ni se agota ni se reduce a él. Se trata de una antología de textos
que logran el efecto inmediato de poner al lector en contacto directo con los escritores
que son en definitiva la auténtica materia de esta obra. Antología que, además,
está hecha no sólo con sapiencia sino también con ironía. Por ejemplo, el primer
texto citado de un autor como Borges, a quien gestos como el de viajar a Chile poco
después del golpe militar para recibir una condecoración del general Pinochet, o
el de suprimir la dedicatoria a Richard Nixon de una traducción del "Canto
a mí mismo" de Walt Whitman, por haber firmado el presidente la paz con los
comunistas en Vietnam, le dieron la triste fama de autor reaccionario. El primer
texto citado de Borges es, repito, precisamente un poema juvenil suyo que es simultáneamente
un canto a la Revolución Rusa. La ironía se vuelve traviesa, e incluso tramposa,
en la desenfadada versión en prosa que Alvarado Tenorio da de "En Novgorod
la Grande", poema de Alvaro Mutis.
La primera idea de la literatura de
todo escritor es la que se transparenta en su propia escritura. Como ya dije, la
de Alvarado Tenorio es diáfana y más que diáfana, senequiana. Quiero decir de la
misma tradición a la que pertenece Séneca, quien, al decir de Borges, es el único
escritor español realmente estimable así haya escrito en latín. Un latín troquelado
según el Peri Hermeneia de Aristóteles, donde la estructura sujeto, verbo y predicado
alcanzan una conceptualización tan diáfana como que alcanza la prosa que se ciñe
a este solidísimo arquetipo. La de Alvarado Tenorio es una prosa de esa estirpe,
donde el sentido circula por vías fluidas, expeditas y claras y, en ningún caso,
estropeadas o demoradas por las elipses, los retruécanos y restantes meandros retóricos
en los que el manierismo, primero, y el barroco, después, empozaron el sentido y
en el peor de los casos, lo empantanaron.
De allí, de esa toma de partido por
su propia escritura, le viene a Alvarado Tenorio la distancia irónica con que trata
a los barrocos y, en especial, a aquellos que como Oliverio Girondo, Oquendo de
Amat o Vicente Huidobro han tratado de manera experimental la lengua, retorciéndole
el cuello al cisne, no de la belleza, sino del sentido, la claridad y el equilibrio
en beneficio de la forma pura, o el imperio de la expresión o del delirio.
Alvarado Tenorio ha puesto su prosa
(clásica o neoclásica) al servicio de una concepción de la historia y la vida que
habría que clasificar de trágica o, al menos, fatalista. Para Alvarado Tenorio,
como para su admirado Borges, la vida y ya no solo la literatura, es la repetición
de unos cuantos arquetipos, que si en algo se diferencian de los que les antecedieron
en el curso perfectamente circular de esa noria que es el destino, es sólo en los
modos, los acentos y los tonos. No es casual entonces la definición que Alvarado
Tenorio, pensando en Borges más que citándolo, da de poesía. La poesía, tiene escrito
en alguna parte de Literaturas de América Latina, es una cuestión de tono.
Pero Alvarado Tenorio no se confunde
con Borges. En el propio ensayo que escribe sobre éste se queja de la atención y
la fe que el escritor argentino puso en todas esas construcciones con las que la
filosofía europea, de Duns Scotto a Schopenhauer, pasando por Berkeley y Hume, ha
levantado para sostener el escepticismo radical de quienes creen que el mundo sólo
existe en la cabeza de Dios o de los hombres, que sólo es voluntad y representación,
o como dijo el poeta, "aire, sueños, nada". Alvarado Tenorio es un escéptico
pero de otro tipo. Escéptico que desconfía de las ideas y más si éstas se presentan
bajo la forma de un sistema articulado, con la capacidad adicional de explicar el
mundo, su curso y sus determinaciones. Escéptico también de los paraísos celestes
y, más todavía, de los terrenales, convencido como está, desde que lo conozco, que
esta Tierra es un desastre, empeorado por el hecho de que después de esta vida no
hay ninguna otra. Escepticismo más de labriego que de clérigo.
Estas convicciones de las que está
hecha toda su poesía y no exclusivamente este extraordinario libro de investigaciones
es la misma que le permite tomar distancia con respecto de su amado Borges y escuchar
con fruición, dar cabida y resaltar en su libro a todos esos escritores que se han
ocupado de la cruenta y conflictiva materia de la que estuvo y está hecha la historia
de este continente, tan miserable. Por eso, en las páginas de Literaturas de América
Latina han tenido tanta y tan bienvenida cabida los escritores y las obras que han
hablado de la miseria y las humillaciones de los indios, los negros, los mulatos,
y, en definitiva, de todos aquellos para quienes la vida en estos engañosos paraísos
tropicales ha sido dominada por la pena, el agobio y la desesperanza. A ellos es
a quien en realidad está dirigido este libro, esta portentosa tour de force del
poeta y ensayista Alvarado Tenorio.
NOTA
Publicación original: La
Palabra, Cali, 1 de Diciembre de 1996.
4. El tío y el sobrino
O sea Rogerio Tenorio y Harold Alvarado Tenorio, ambos de
Buga, ambos tan distintos y sin embargo tan próximos. ¿Qué los une? La sangre, desde
luego, es una respuesta, conservadora por más señas, con la que seguramente ambos
en su conservadurismo estarán de acuerdo a pesar de que hoy día tantos dirigentes
de su partido hayan abandonado la defensa prioritaria de las tradiciones reemplazándola
por la defensa incondicional de la libertad de inversión extranjera. En cambio yo
prefiero poner en segundo plano la consanguinidad entre el tío y el sobrino y traer
al primer plano ahora que ambos son escritores y que como escritores los dos merecen
atención y aprecio. Aunque por diferentes motivos, como no podría ser de otro modo,
no sólo porque son escritores de estilos y calidades entre sí muy distintas sino,
sobre todo, porque sus biografías, sus dedicaciones, sus ambiciones y sus logros
son igualmente distintos.
Por eso su literatura ha sido y sigue
siendo una literatura de destilería, a cuenta gotas, que reunida en dos tomos, el
primero dedicado a su poesía y el segundo a sus crónicas periodísticas, es morosa,
reposada, medida y más dada a la reflexión que al ingenio, aunque no falten en ella
intensidades nerudianas, sobrecogedoras, como la que se agolpa en estos versos memorables:
Vengo desde los lindes de tu ausencia / borracho con el vino de tu olvido. Lo dejó
escrito en alguna parte Borges: a un poeta la basta un sólo poema para incorporarse
al caudal inagotable de la lengua.
Alvarado Tenorio, el sobrino, es, en
cambio, un poeta cosmopolita. Un académico, un intelectual, un políglota. Alguien
cuya carne no es la carne sino la letra, o mejor, la literatura, a la que se ha
dedicado con un ahínco ejemplar desde cuando obtuvo su título de bachiller en un
colegio de estudiantes vagos de Bogotá y se vino a Cali a hacer su licenciatura
en letras. Ahínco que la literatura le ha retribuido con creces convirtiéndole en
uno de los mejores poetas no sólo del Valle - que ese es un título como para Jotamario
Arbeláez- sino del país e incluso de la actual literatura en lengua castellana.
Poeta del erotismo y de las euforias y las tristezas que los amantes alcanzan y
padecen en el final irremediable de sus cópulas y desafueros. Y defensor de esta
lengua nuestra, tan expuesta y acosada. Y de su diálogo con la más emparentada:
el portugués, y con la más obligatoria: el inglés. Además, y pese a todos sus esfuerzos
en contra, Alvarado es un desarraigado, un hombre ajeno a su pesar a la patria que
tanto ama, un nómada irreparable que busca finalmente asentarse en una calle del
barrio El Peñón.
NOTA
Publicación original: El
Pais, Cali, 7 de septiembre de 2001.
CARLOS JIMENEZ MORENO (Colombia, 1947). Arquitecto, escritor y crítico de arte, profesor titular de la cátedra de teoría e historia del arte de la Universidad del Valle, maestro en teoría e historia del arte y la arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia, es profesor de estética de la Universidad Europea de Madrid. Miembro del comité editorial de la revista Brumaria, ha escrito para El Pais y El Mundo de Madrid, en ArtNexus de Miami, y Third Text y Contemporary Art de Londres.
KAREL DEMEL (República Checa, 1942). Diseñador gráfico e ilustrador, expone con frecuencia en países como Alemania, Bélgica y los Países Bajos. Su obra contempla un diálogo permanente con temas figurativos que el artista encuentra en ambientes teatrales, poéticos y musicales. Karel es el artista invitado de nuestra edición.
Número 241 | outubro de 2023
Artista convidada: Karel Demel (República Checa, 1942)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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