Los tiempos han dispuesto
buenas y malas tardes.
Se trata,
sí, de la habitual obviedad poética. Pero es que en fin de cuentas la poesía se
reduce a la obviedad. Y Alvarado Tenorio tiene, dentro de esa obviedad, los dones
de la concisión, del ritmo y de la armonía: eso que dice está bien dicho, y no se
necesita decir más. Y, como lector crítico de poesía, vean este juicio suyo, tomado
de verdad al azar, sobre Aurelio Arturo:
Sus melodías son mejor recordadas que sus
asuntos.
Tampoco
pretendo aquí definir o resumir este libro mamotrético. Le basta con su título:
“Ajuste de cuentas”. Un ajuste de cuentas
de Harold Alvarado Tenorio (¡qué buen nombre paródico para un poeta! Parece inventado
por él mismo. Harold, como el Childe de Byron; Alvarado, como el Pedro feroz de
la conquista de México, ese “sol” terrible que acompañó a Hernán Cortés en su destrucción
del imperio azteca; Tenorio, como el Don Juan de Tirso y de Zorrilla… Y al escribirlo,
el computador subraya en rojo, como palabras inexistentes, la palabra “Harold” y
la palabra “Alvarado”. Puede ser que eso le dé más leña a su persecutoria paranoia;
o puede ser también el juicio de la historia), un ajuste de cuentas con toda la
poesía colombiana del siglo XX, que odia minuciosamente y cuya misma existencia
pone en duda desde el epígrafe. Desde uno de los varios epígrafes despectivos con
que encabeza el libro, y que de entrada sacan de juego y anulan todo lo que viene
después. Uno que toma de Jaime Jaramillo Escobar, que en opinión de Alvarado (y
también en la mía) es, en lengua castellana, uno de los mejores poetas del siglo:
Tierra de copleros y de serenateros, Colombia
es un país cerrado para la poesía moderna.
Alvarado
los interpreta mal, por supuesto. Ese es el destino de toda poesía.
Y, sin
embargo, por encima de sus odios obsesivos y de sus caprichosos enamoriscamientos,
más allá de sus prejuicios sociales y políticos y de sus deliberadas cegueras, Alvarado
se inclina ante el talento. El de Guillermo Valencia, por ejemplo, por encima de
su calidad de señor feudal de horca y cuchillo y de parlamentario reaccionario del
partido conservador: “Ritos – dice Alvarado
– es uno de los más bellos libros de nuestras
literaturas”. Incluso a su predilecta bestia negra, el vacío y vociferante Gonzalo
Arango nadaísta de los primeros años sesenta, le concede un chispazo de lucidez
citando una carta suya en la que reconoce que en vez de dedicarse a tomar trago
y a fumar marihuana hubiera debido más bien ponerse a terminar el bachillerato.
Como casi todos los de ese grupo. Y hasta al estremecido piedracielista Eduardo
Carranza, a quien abomina por franquista, por falangista, por piedracielista, le
reconoce un par de sonetos. Algo parecido le sucede con Álvaro Mutis, a quien desprecia
hasta el punto de que cuando habla de su poesía pone la palabra “poesía” entre comillas:
pero le dedica diez páginas y le publica cinco largos poemas.
Si habla
del falangismo de Carranza, del conservatismo de Valencia, y así sucesivamente,
es porque para Alvarado la poesía no va sola en el vacío, encerrada en una mallarmeana
torre de marfil, sino que va con la historia. El poeta es siempre, como dice Georg
Lukács, “reflejo estético” de su momento histórico, económico y social, lo quiera
o no. Les hacía Salvador Dalí una recomendación a los artistas jóvenes: “No traten
de ser contemporáneos: es lo único que no podrán dejar de ser”. Porque el tópico
del poeta – o el artista, o incluso el periodista – “testigo de su tiempo”, témoin de son temps, es una de esas fáciles
tautologías que se les ocurren a los editores y a los académicos franceses. Así,
juiciosamente, este libro sitúa a los poetas colombianos en su lugar y en su momento.
No sólo en sus grupos, o en sus movimientos: Los Nuevos, el grupo de la revista
Mito, el nadaísmo, etcétera. Sino también en su hora exacta y en su provincia respectiva
(toda Colombia ha sido siempre provinciana). A José Asunción Silva, por ejemplo,
lo arranca del siglo XIX en que vivió para ponerlo en el XX, que es cuando fue leído,
en una Bogotá que seguía siendo una gran aldea pacata y terriblemente triste. A
Julio Flórez lo muestra sobre el paisaje de la guerra de los Mil Días – de la cual
Alvarado dice, con su habitual gusto por la exageración desalada, que fue “la más
atroz de las guerras de la historia del hombre”: se nota que no ha leído la Ilíada,
con sus destripamientos. A Jorge Gaitán Durán lo planta en pleno espanto burocrático
de la milimetría bipartidista del Frente Nacional. A María Mercedes Carranza, en
el desencantado descampado de los años setenta, con un prosaico trasfondo de Belisario
Betancur y Casa de Poesía Silva. A Olga Isabel Chams Eljach, en los calores sin
respiro de la Barranquilla de antes del aire acondicionado.
¿Y quién
es Olga Isabel Chams Eljach? se preguntará el lector (mon semblable, mon frêre). Pues es Meira del Mar. Entre las coqueterías
de Alvarado figura en buen lugar la de mostrar que conoce todos los nombres y los
segundos apellidos de todos los personajes que menciona. A Napoleón lo hubiera llamado
Nabulione Buonaparte Ramolino. Al pintor Balthus lo llama Balthasar Klossowsky de
Rola en alguna página de este libro.
Esto
de insertar a cada poeta en su momento de la historia y de la geografía está muy
bien, claro. Pero a mi parecer Alvarado lo hace de una manera caricaturesca: reduciendo
a los poetas de su antología a su circunstancia más inmediata y estrecha, más local
y pasajera. Reduciéndolos y limitándolos a la politiquería y la lambonería colombianas.
Y, de paso, situándolos también en una caricatura de la historia. La frase sobre
la guerra de los Mil Días es característica del tono de historiador de Alvarado,
quien no vacila en convertir al solemne locutor de radio Alberto Lleras Camargo
en un genio del mal que hundió al país en la ignorancia a través de un tonto ministro
de Educación, o a ese casi inofensivo y algo
ridículo generalote que fue Rojas Pinilla en un monstruo comparable a Nerón: lo
pinta “asesinando estudiantes, volando barrios enteros con dinamita, masacrando
opositores durante corridas de toros”. Y esta Antología crítica de la poesía colombiana del Siglo XX, de tan ambicioso
título, queda así convertida en una mezquina historia de godos y cachiporros, y
de poetas venales o serviles.
Colombia es una tierra de leones…
etc.
Pero
no son sólo eso. Ni la historia, ni los poetas. Harold Alvarado sabe, porque lo
conoce en su abundante carne propia, que por la experiencia y por el alma de un
poeta pasan más cosas que las bastante mezquinas de su vida cotidiana y prosaica
de empleado público, como Luis Vidales, o de ejecutivo de una empresa multinacional,
como Alvaro Mutis, o de “creativo” publicitario, como la mitad de sus odiados nadaístas,
o, para irnos a otros mundos y a otras lenguas, de funcionario de riegos de un ministerio,
como Kavafis. Pero, por lo que se ve en este libro, no es capaz de saberlo en carne
ajena, como crítico. A los poetas escogidos (y no quiero ni siquiera pensar en los
que lanzó a la oscuridad de su desdén) les encuentra siempre un motivo miserable
para que hayan escrito lo que sea que hayan escrito. La envidia. La codicia. El
servilismo. El arribismo. El odio.
Por
otra parte, estoy bastante de acuerdo con él cuando da a entender, en sus diatribas
sulfurosas, que Colombia no es una tierra de leones. ¿De chacales? ¿De hienas? Ninguna
de esas tres especies animales existe en este nuevo mundo que descubrió Colón, de
cuyo apellido viene el nombre de esta tierra.
Por
otra parte más, debo decir que este libro es muy divertido, a su malévola manera.
Descuidado, como dije atrás. Irregular: párrafos espléndidos alternan con otros
de prosa desaliñada. Enredado, caótico, escrito como por erupciones venenosas de
palabras y de imágenes, y que casi en cada página cede a la tentación de dar absurdas
explicaciones ideológicas a los caprichos del autor. Salpicado de obsesivas y repetitivas
y fatigantes enumeraciones de nombres de las personas que el autor aborrece, que
son todas, y de incursiones no muy felices en el género de la economía política.
Alvarado Tenorio, como todos los poetas colombianos – Cote Lamus, Valencia, Silva,
Caro, Julio Arboleda, la madre Josefa del Castillo, Juan de Castellanos –, lo que
quiere en el fondo es ser presidente de la república.
Ahora
bien: ¿ha habido tantos poetas en el siglo XX en Colombia? Entiendo que Alvarado
Tenorio trataba de llenar un libro entero hasta los topes. Pero ¿treinta y ocho?
Sin contar a los muchos más que no merecen capítulo propio, pero van siendo mencionados
al pasar, ni a todos los que se salta. Y bastantes se quedan por fuera: el engolado
José Umaña Bernal de los años treinta, el laborioso Andrés Holguín de los cincuenta,
el pomposo William Ospina de los noventa, el ilusionado Fernando Denis de después
del año dos mil. En un momento escribe el antologista que en el siglo XX sólo ha
habido cinco libros de poesía importantes en Colombia, y a escala de Colombia (y
a veces de la lengua): “Ritos” de Guillermo Valencia, “Crónicas” de Luis Tejada
(un periodista), “Tergiversaciones” de León de Greiff, “Si mañana despierto” de
Jorge Gaitan Durán, “Morada al sur” de Aurelio Arturo, y “Poemas de la ofensa” de
Jaime Jaramillo Escobar. Sólo cinco. Pero después sigue y sigue acumulando poetas,
como se apilan los muertos en las fosas comunes de nuestras guerras. Y no creo yo
que haya tantos. No voy a referirme siquiera a los ciento cuarenta que –dice él–
han nacido después de 1950, y de los cuales en su antología incluye generosamente
a unos cuantos, de los cuales, en mi opinión, sobran varios: los cada vez más repetitivos
– o, para usar la palabra que define esta época, clónicos – muchachos que se quejan.
Aunque reconozco que la queja es, como lo señala con pertinencia Alvarado, una constante
en la poesía colombiana: la queja, el desamor, el desencanto, el desasosiego pessoano
y el quevediano recuerdo de la muerte. Falta además aquí, por supuesto, por una
modestia de autor que no creo muy sincera, el propio compilador de la antología,
Harold Alvarado Tenorio. Aunque no, no está faltando: va en el prólogo.
Pues
nada menos que treinta y ocho poetas tenemos aquí, asegura Alvarado. Y la selección
que él hace, con pesado cuchillo de carnicero (oficio que reclama por herencia),
va a disgustar a muchos más. Lo cual es buena cosa en esto de la literatura.
NOTA
Publicación original: El Tiempo, Bogotá, 25 de febrero de 2014.
ANTONIO CABALLERO (Colombia, 1945-2021). Durante los años 1950, a raíz del cierre del diario El Tiempo, donde laboraba su padre, vivió entre España y Colombia. Más adelante, estudió primero en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, y después en el Gimnasio Moderno, donde se recibió como bachiller. Comenzó sus estudios de Derecho en la Universidad del Rosario, aunque aprovechando el reciente nombramiento de su padre como embajador en la Unesco, se trasladó a París donde continuó sus estudios en Ciencia Política. En la década de 1980 fue columnista de El Espectador. En 1996 regresó a la revista Semana. Desde entonces sostuvo una columna semanal sobre política y actualidad y la serie de caricaturas Monólogo. A fines de 2020 renuncia para unirse al canal digital “Los Danieles”. Desde estos espacios de opinión se caracterizó como uno de los críticos más agudos de los sucesivos gobiernos de Colombia y de la influencia de Estados Unidos en la política interna colombiana. A raíz de la llamada “Guerra contra las Drogas” y la instauración del Plan Colombia, Caballero denunció por muchos años la presencia del narcotráfico en la vida social, militar, política, artística y religiosa. En su discurso siempre sale a relucir lo ineficiente de la lucha en contra de las drogas, la doble moral de los países consumidores frente a los productores, la conveniencia de los primeros en mantener una guerra en contra de los narcotraficantes y la de la clase dirigente de los países productores al escudarse en este conflicto para mantener las desigualdades.
KAREL DEMEL (República Checa, 1942). Diseñador gráfico e ilustrador, expone con frecuencia en países como Alemania, Bélgica y los Países Bajos. Su obra contempla un diálogo permanente con temas figurativos que el artista encuentra en ambientes teatrales, poéticos y musicales. Karel es el artista invitado de nuestra edición.
Número 241 | outubro de 2023
Artista convidada: Karel Demel (República Checa, 1942)
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