Sin embargo la historia volvió a repetirse.
Al año siguiente, y por la fuerte presión ejercida por el entonces presidente de
la República, Ricardo Lagos Escobar, el premio fue intenpestivamente a pasar a manos
de Raúl Zurita. Un llamada desde La Moneda, a la Ministro de Educación, Mariana
Alwin, interrumpió la cesión y cambió el curso esperado. La intervención fue tan
evidente que uno de los jurados, el poeta Miguel Arteche, se negó siquiera a firmar
el acta.
Esa mañana me encontraba en Viña del
Mar dictando una charla a los estudiantes de Periodismo de la Universidad Católica.
Una alumna me consultó por de la decisión a anunciarse al mediodía. Hablé sobre
los candidatos, sus méritos, sus producciones y concluí que el nombre más obvio
habría de ser, sin la menor duda, Efraín Barquero.
–¿Y Zurita? –Me preguntó la
niña.
–¿Zurita? Que yo sepa no está nominado.
–Sí, señor. Lo escuché mientras
desayunaba.
–Mire señorita –le respondí
sorprendido –nosotros podremos ser un país bananero; pero no somos un paisito
bananero. No creo que eso ocurra. Se trata de niveles muy distintos. No; me parece
muy difícil.
Tras la reunión llamé a casa desde
un teléfono público.
–¿Sabes a quien le dieron el Premio?
–Preguntó mi mujer.
–No. ¿Que ya lo anuciaron?
–A Raúl –afirmó –Me parece
increíble.
La semana anterior había estado almorzando
en el departamento de los Barquero. Le reiteré a Efraín mi vaticinio y ofrecí una
botella de un muy buen vino para celebrar. Elena, su eterna compañera, prepararía
los porotos. No los vi por un tiempo. Tras el anuncio oficial se produjo un pesado
y prolongado silencio.
Si bien el poeta va a quedar en la
historia patria por aquel hermoso y repetido poema de La Compañera su escritura
ha ido experimentando un desarrollo vital hacia lo esencial de la poesía, la comunicación
secreta entre escritor y receptor. Pero es ese camino, justamente, el cual se ignora
en el país. Desde ya, el joven rebelde al grupo nerudiano había buscado otra forma
de expresión en El viento de los reinos, basado en su experiencia en China,
y en Epifanías. Viajó a China a trabajar, en 1962, invitado por el pintor
José Venturelli. Una puerta se abre para él. Tuve como el sombrío desperezo,
como la sensación de despertar, ya muy tarde, de un largo sueño; de haber estado
ahí, en alguna edad; de alcanzar con fatiga a otro que me esperaba en Peihai; de
batallar con él para entrar en un solo cuerpo, que era el mío y que, por un instante,
no tenía nombre, cuenta en Arte de vida.
El medido cantor, el trovador que era,
no vacila en exhalar hasta lo último de su aliento con toda la fuerza de su caja
toráxica: Estoy afuera de una casa silenciosa/ con mi corazón dormido como sus
puertas/ con miedo de tocar el aldabón, con miedo/ de despertar en el fondo de un
pozo/ como en las noches de invierno las bestias del mar (de Epifanías).
Ese es el Barquero recordado en esta
orilla. Ahora, un cuarto de siglo después, se instala en La mesa de la tierra y dice, simplemente, con su voz arcana
enronquecida por la experiencia. Bien lo apunta Naín Nómez: “la obra poética
de Barquero parece finalmente decantarse (…) en un equilibrio textual y temático
que se instala en el mundo, como un cuchillo en la mesa, recuperando los ritos primigenios
y la permanencia del hombre en la naturaleza, sin olvidar el fuego humano”.
Poeta de las vocales de madera pareciera
rehuir del fluir profundo y turbio de la letra u, que tanto nos gusta a quienes
escribimos en este Chile. Releo ese texto fantástico aprendido en los primeros tiempos:
Mi amada está tejiendo en la ventana/ está tejiendo una inmensa mariposa./ Me
mira en silencio, y yo la miro,/ pensando en el hijo que volará sobre ella,
y aquella vocal apenas se aparece como un suave relámpago en una imagen que no quisiera
alterarse en su instante, en su paz precariamente definitiva. Es que ésta es su
voz; y ella se explica en su ideolecto –transversal acaso– para no alterar el orden
magnífico de lo trémulo, la situación ideal la cual se nos ha negado a nosotros,
como especie sobre la faz de la tierra.
Ciertamente Barquero se vincula a lo
lárico en cuanto los símbolos repetidos en sus versos, y a través de toda su escritura,
evocan o inducen a la imaginación –si bien no en forma directa– a un estado natural
de plenitud que ha existido o podría haber existido. De alguna manera no dicha,
lo emparentamos más a Trakl, con su nostalgia activa y reguladora de las fuerzas
telúricas hacia la síntesis germinal, que al Teillier patriarcal. Barquero plantea
otro camino, un sendero diría él, en este transitar por la tradición poética del
país.
A veces, en esos ecos mistralianos
pareciéramos escarbar algo más allá, algo de Andrés Bello y su perfecta silva; y
otras veces nos encontramos en el idioma de todos, en un más acá aún de sus propios
compañeros de generación.
Por qué a este Efraín Barquero que
ahora se nos presenta de pronto con casi la totalidad de su obra, sin avisar siquiera
del regreso, sin permitirnos peinar nuestros cabellos y alisar el traje para recibirlo
en la mesa de todos, le ha dado por convertir nuestros signos comunes a pesar de
todas las connotaciones y marcas que les hacemos en la espalda, en símbolos, en
fenomenales símbolos que no vayan –¡Por Dios!– a dejar ninguna duda en ninguna de
las múltiples posibilidades de la palabra. Dice madera, dice mesa y dice pan; y
dice también que alguien se puso a cantar/ sin mover la boca/ como si estuviera
lloviendo/ en una región muy lejana. Y más allá de este juego de sonidos y silencios
entrecruzados y señalados ante el ojo y el oído del lector, existe un segundo juego,
más allá incluso de las referencias culturales y personales, de verdades ocultas,
ignoradas tal vez por el poeta sabe; pero las cuales intuye o las intuye en el preciso
instante cuando convirtió en letra la idea, que fugaz como la vida misma, detuvo
por el momento definitivo sobre el papel.
Este traspaso crea un sistema metonímico
por el cual Barquero indica el hogar, precisamente el lar, como un
estado existencial auténtico en el cual estas partes, al ser mencionadas, lo representan.
Y la ausencia cronológica y geográfica lo traslada hacia el territorio del mito.
Esto, que creía haber aportado a la teoría a través de la lectura de Barquero (lo
cual también le agradezco), está bien explicado en la Teoría Literaria de
Wellek y Warren y cualquier estudiante de primer año en Literatura lo ha sabido
mucho antes que los poetas. Lo maravilloso está, para mí como lector, llegar a tal
conocimiento a través de una simple y gozosa lectura.
Y también lo anota con su gracia indiscutible
y fina el poeta Molina. Nuestro mítico Hemingway, Eduardo Molina Ventura dice en
el prólogo de Arte de Vida, que Barquero sabe descubrir, en el mero dato
biográfico, afinidades misteriosas, relaciones ocultas, inesperadas coincidencias,
que van tejiendo una trama, donde casi sin percatarse el propio autor, va urdiéndose,
de los hechos, una figura llena de sentido, que religa fragmentos dispersos, ata
cabos, en una insospechada coherencia. Cuanto hace Molina, al destacar estos
caracteres, es afirmar que Barquero es poeta, pues de aquello se arma y nutre la
poesía.
Entonces podemos decir con Naím Nómez
que este Barquero lárico de los primeros tiempos, mantiene un código secreto con
el lector para referirse siempre a esa nacencia que connota y evoca a través de
toda su obra, desde La piedra del pueblo a La mesa de la tierra, ahora
definitivamente establecido, como principio, en la Antología antregada por
LOM el 2000. Allí todos los elementos propuestos simbolizan el entorno familiar,
la mesa extendida, desde la que fue arrancado tempranamente y añora y representa
como un estado ideal y natural.
En todo autor existe una voluntad de
escribir, de expresarse del modo personal de percibir el mundo. Barquero intenta
atrapar esa forma y lo hace, a lo largo de su obra, por medio de textos que él presenta,
en forma directa o indirecta, como Arte poética. Estoy lleno de símbolos
de carne y hueso, anuncia ya el poeta a los 23 años de su edad. El viene a escribir
con sus vocales de madera y así se planta ante el auditorio: Mi voz no está suavizada
por alfombras (…) Más bien es la exclamación ofendida (…) Más bien
es una construcción de madera (…) Más bien es la cacofonía molesta (…)
En realidad mis palabras casi nunca sonríen.
Por muchos estudiosos y por observación,
sabemos que el significado del signo no toca siquiera el objeto nombrado en el mundo
exterior y menos aún, podría generarlo sólo con la voz, con su enunciado. Entre
dicho significado y la realidad hay un río infinito, un río intocado, un río que
no fluye para las manos del hombre. Crear con la palabra, dice Juan (en el principio
fue el Verbo), es labor divina. Y solamente el símbolo, el logos, podría generar
tan maravillosa existencia de la nada misma. Entonces, entre “lo” simbolizado y
la realidad signada por el símbolo no hay distancia. El símbolo es cuanto dice ser.
Por ello, en esta nostalgia de no ser dioses, en esta nostalgia de no poder mirar
la madre tierra como se mira el lar desde el recuerdo, el poeta debe permanecer
en su condena, en su escritura, hasta el fin de los días. Triste castigo aquel el
de vaticinar. Cuanto le queda es Robarle a la garza su blancura (…) al
río, su primera catástrofe (…) a la mesa, su cuerpo final.
La que juega en la penumbra contiene trece versos, con cierta intención de alejandrinos y su particular
manera de acentuación interna. La vieja mujer bien podría ser la poesía –como casi
la totalidad de las figuras femeninas emergidas a lo largo de la obra de Barquero–
la cual extiende al poeta una mano de invisibles semillas. La sentencia de contener
la verdad en la otra realidad, en la no vista, en el segundo plano de las significaciones,
es bastante clara en este caso. Sobre todo en tanto se basa en la experiencia, y
en la experiencia visual, como un juego de puertas y ventanas/ y con todos los
espejos de las paredes/ como si fueran retratos de otro tiempo.
Bien podría esta “vieja mujer que juega
en la penumbra” representarse en su acepción masculina como El idioma de todos.
Pues la acción del relatado, en la memoria del poeta, es casi siempre la misma.
El sólo observa y anota, como ya lo ha anunciado en sus anteriores “Arte poética”:
Abrió la puerta a todas las sombras (…) Elevó la luz sobre su cabeza
(…) Saludó al eterno huésped y saludó la eternidad (…) Y ambos se miraron
en silencio/ sin saber quien es el visitante, quien es el visitado,/ con esa luz
de los que creen en el hombre. Estos versos intercalados, aparecidos en La
mesa de la tierra, confirman su intención de escritura y constituyen una reflexión
antes de la revisión del camino. Estoy lleno de símbolos de carne y hueso,
es cierto; pero sin saber quien es el visitante, quien es el visitado.
Necesaria ha sido esta Antología.
Entrega una visión completa del poeta y permite su lectura y desmesura al mismo
tiempo. Como la de proponer, en contribución a la confusión general que toda lectura
implica, algunas etapas en esta mirada retrospectiva: de Piedra Blanca a Lo Gallardo,
de la gran China hasta el Golpe de Estado, la de los libros publicados en dos décadas
de ausencia, transcurrida en Francia principalmente, y algunos de ellos en Chile
en 1992, y su regreso a casa.
La primera transcurre entre La Piedra
del Pueblo y Poemas Infantiles. Es aquí donde Efraín Barquero establece
inicialmente su poética y las palabras se reiteran como un código que lo acerca
y lo separa a la vez de esa tendencia lárica producida tan allá, afuera de las márgenes
de Santiago. La anotación resulta más que curiosa. Si revisamos la bibliografía
del poeta, salvo las ediciones extranjeras, las demás han sido publicadas precisamente
en la capital.
La segunda etapa va desde El Viento
de los Reinos a la edición de La Compañera y otros Poemas de 1971. Asciende
acá el poeta su discurso a un estado superior de la existencia, a la conciencia
de ser individuo en el cosmos, al tiempo de establecer dichos símbolos, como bien
lo menciona Naím Nómez, en todas sus categorías de existencia.
Aquí coexisten diversas voces obligadas
tanto por las circunstancias como por su particular visión y presencia literaria.
Para muchos se trata de textos desconocidos y separados por el doble exilio que
afectara tanto al autor como a sus lectores. De allí la importancia de la Antología
que inaugura este milenio literario.
Hubo que esperar años para volver a
abrazar al poeta y a Elena. Tras recorrer los cerros de Valparaíso en busca de una
casa y visitarlos después en su departamento cercano a la Plazuela Ecuador, tras
recibirlo un día con sus dos sillas de mimbre al hombro para que los recordáramos
partieron de regreso a Francia. El país le daba vuelta la espalda. Una vez más lo
eventual superaba a lo permanente arrastrándolo a su mayor desilusión. Hasta que
una mañana recibimos una llamada, desde Santiago, para que los acompañáramos en
la recepción del Premio Nacional a Efráin, al fin, tras ocho años de postergaciones.
Efraín Barquero Jofré recibió el galardón
de manos de la Ministro de Educación, junto a los otros reconocidos, en el Claustro
de la Recoleta Dominicana a mediados de diciembre de ese año. Ningún medio de comunicación,
al menos en titulares, se hizo cargo de la noticia. Portadas y titulares se solazaban
con negocios tipo Festival de Viña del Mar o la Teletón, o en cuestiones de la prostituida
farándula nacional. Una fotografía de la señora Presidente de la nación en traje
de baño recorría el mundo, la Ministro de Cultura aparecía cantando rock sobre un
escenario porteño al modo de la misma farsa en el tablado político. Si un extraterrestre
hubiera aterrizado de pronto en estos lares vería un país “tal para cual”, habitado
por bárbaros que fuman y hablan de foot-ball mientras los intelectuales, premiados
con las más altas distinciones en Historia, Artes Musicales, Ciencias Naturales,
Ciencias Aplicadas y Tecnológicas y Literatura se ocultaban en espera de una mejor
oportunidad.
Sin duda el más esperado fue el premio
a Efraín Barquero. Su esposa y él optaron a última hora por venir a recogerlo impulsados
más bien por la necesidad de saludar a sus pocos amigos en el país. En privado expresó
los deseos de volver a Valparaíso. Y en su discurso –críptico para los poco entendidos–
se retrató como un disgustado por la postergación a que se vio sometido por la inteligentzia
concertacionista y la tontera reinante. En pocas palabras –indicó– había seguido
su tendencia a echarse a morir para luego con la naturalidad de los hechos, salir
de su refugio cuando la situación tendía a mejorarse. Pero en esos momentos resultaba
inútil escarbar sobre alguna información en torno a la entrega de los Premios Nacionales
2008. Se comprende, Chile es así simplemente.
JUAN CAMERON (Chile, 1947). Poeta, ensayista. Autor de numerosos poemarios, entre ellos Perro de circo (1979), Cámara oscura (1985), Como un ave migratoria en la jaula de Fénix (1992), Jugar con la palabra (2000), Treinta poemas para leer antes del próximo jueves (Costa Rica, 2007), y Poemas de autoayuda (2020). Ha publicado, además, las crónicas Ascensores porteños/ Guía práctica (1999 y 2002) y Ascensores de Valparaíso (2007). Entre sus reconocimientos se cuentan los premios Federación de Estudiantes de Chile (FECH) 1972, Gabriela Mistral, de la Municipalidad de Santiago, 1982, Revista de Libros, diario El Mercurio, Santiago, 1996, Villanueva de la Cañada, Madrid, 1997, Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en Poesía, 1999, y Ciudad de Alajuela, Costa Rica 2004. Figura, además, en una treintena de recopilaciones de poesía chilena y latinoamericana y ha sido traducido a diversos idiomas.
GINA PELLÓN (Cuba, 1926-2014). Fue una artista muy conocida que vivió y trabajó en París, Francia, desde 1959 hasta su muerte. Fue precisamente en Europa donde conoció a los surrealistas parisinos y luego conectó con el grupo COBRA, uno de los principales movimientos de vanguardia e hitos del expresionismo abstracto europeo. Su carrera en Europa fue muy prolífica con amplias exposiciones en París, Lausana, Bruselas, Ámsterdam, Toulouse, Silkebour (Dinamarca) y Larvik (Noruega). También ha realizado exposiciones individuales y colectivas en otras ciudades como Miami, Nueva York y Caracas, entre otras. Su actitud incansable y entusiasta es una constante que marca la producción de toda su vida. En sus propias palabras, pinto todos los días… desde el amanecer hasta el atardecer. En este proceso tengo la necesidad de crear, de retratar emociones, y una vez que estoy a punto de terminar una obra, siento la necesidad de atacar otra. El estilo y la paleta de Pellón están marcados por una excelente espontaneidad y colores brillantes. Con pinceladas enérgicas y fluidas, crea composiciones vibrantes donde la mujer es el tema principal. Además de la pintura, la dilatada trayectoria de Gina Pellón también ha incluido el grabado y la poesía. La artista ha recibido numerosos premios y distinciones y su obra forma parte de numerosas colecciones públicas y privadas de todo el mundo.
Número 242 | outubro de 2023
Artista convidada: Gina Pellón (Cuba, 1926-2014)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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