terça-feira, 31 de outubro de 2023

MARCELO VILLENA ALVARADO | Una singularidad galáctica y un lugar planetario, Blanca Wiethüchter

 


De par en par la ventana…

 

Una geografía precisa

Entre Gardel y Le Pera vuelve también el parpadeo que Blanca Wiethüchter alumbra en “Notas para una reflexión sobre las fronteras genéricas”, inicialmente escritas en 2003 como parte de su intervención en el Festival Internacional de Poesía de Medellín. Inéditas hasta la publicación en cuatro tomos de la Obra completa (2017), dichas notas esbozan un panorama del espacio literario boliviano a fines del siglo xx, panorama que tendría como signo distintivo la transgresión de las fronteras de género [597-599]. Luego la ilustran, en el mejor sentido [599-602], al comentar un poema extenso de Jaime Saenz (1921-1986), otro de Juan Carlos Orihuela (1952) estructurado en base a un tiempo circular y ritualizado, y un relato de estructura poética de Jesús Urzagasti (1941-2013). Quedan allí expuestas las afinidades electivas de una trayectoria que la disposición en cuatro tomos de la Obra completa deja entrever, entre uno y otro. De ahí que el parpadeo vuelva, ora al revisar la panorámica, ora al mirar el lugar que todavía te busca y te nombra, como en el tango: que es un soplo la vida, que veinte años no es nada.

 

§

 

Las notas empiezan con el Génesis (la lengua ha dejado de ser única y universal) para indagar sobre las polifonías babélicas y la incorporación de los diversos espacios regionales en la escritura. Con el mito, viene entonces la idea de que las fronteras de género las trazan las instituciones y el mercado para organizar la producción y el consumo de objetos literarios. Más bien del lado de la producción, Blanca Wiethüchter alude a una profunda transformación que pasaría por la invasión de formas narrativas en la poesía, o a la inversa, el relato poético –a los que se pueden añadir otras formas de renovación como la ficción en la crítica –además de una sistemática promoción de la intertextualidad, de la experimentación con distintos significantes gráficos y pictóricos y de un largo etcétera. En el espacio literario boliviano, dicha transformación correspondería con una utopía intelectual que olvida los fracasos de la razón occidental y asume un gran entusiasmo por lo andino y lo amazónico. La utopía fraguada desde los sesentas en ámbitos académicos y más ampliamente letrados, cabe inferir, allí donde la ruptura de las fronteras genéricas tomaría en mano la complejidad de la experiencia vital y la asunción del mestizaje como nuestra condición.

 

Lo cierto es que vivimos hace tiempo como invadidos y como invasores, ¿qué conflicto puede crear a un boliviano y tal vez a un latinoamericano, la ruptura de fronteras genéricas? Si más bien le abre las puertas para expresar de otra manera la pluralidad de lenguas y culturas que vive a diario.

 

Sin duda, un acento regional circula en esas líneas, pero no sin las debidas distancias con respecto a la entonación globalizante: … y tal vez a un latinoamericano. Blanca lo advertía desde un inicio, entre paréntesis, al subrayar que pensaba en Bolivia (y no quiero generalizar a Latinoamérica, aunque probablemente existan experiencias muy próximas). Y aún más incisivamente al perturbar la buena imagen de Latinoamérica en una serie de acotaciones que, entre líneas, desata el revés de la panorámica: participamos en el juego de ojos, miradas hacia afuera y hacia adentro, vivimos hace tiempo como invadidos y como invasores… Como si al asumir la apertura a una pluralidad de lenguas y culturas no quisiera soslayar el conflicto que desata una ruptura de fronteras genéricas. Más aún si se la imagina desde el propio lugar de una escritura:

Y es desde ese lugar desde donde debe, creo, comenzar la reflexión –no creo gran cosa en la objetividad–, pensar a partir de una geografía precisa, desde aquella que mal o bien habito, sin renunciar por ello a las pretensiones de universalidad que parecen obligar a la lengua única.

Pienso sin certezas, de una desviada manera postmodernista, y no dejo de leer, de imitar, de padecer y compartir experiencias del primer mundo del poder, y desde un claro e impotente lugar postcolonial: me duelo y me gozo, hablo y escribo en Bolivia.

Bolivia sin bolivianismos. Latinoamérica sin latinoamericanismos, ¿diría, versionando la leyenda que Roland Barthes anota al pie de una fotografía: ¿La familia sin el familialismo? [2002 iv: 607]. Lo cierto es que al destrabar el registro de la utopía intelectual llama también a imaginar, hoy, ese lugar en el que escribe, no tanto un espacio sino una geografía precisa que te busca y te nombra.

 

§

 

Sin duda, en esas líneas las copulativas trazan tanto una conjunción como una distinción: y desde un claro e impotente lugar postcolonial: me duelo y me gozo, hablo y escribo en Bolivia. Manera de celebrar el conflicto que conlleva una ruptura de fronteras genéricas con un gesto trágico –diríase a primera vista, por antífrasis con el registro épico de la utopía intelectual; e incluso a una segunda, ahora por correspondencia con la “prueba de separación” que Barthes, el común amigo que Blanca pasa a menudo de contrabando, montara en la penúltima sesión del curso La preparación de la novela (1978-1980).


Es una prueba que vuelve, a todo lo largo del trabajo, como un sentimiento difícil, que nunca se puede expulsar definitivamente: el que se da a la escritura (al menos si interrogo algunos autores y si me interrogo a mí mismo) se siente separado del mundo; no sólo por un acto de retiro físico, sino por un sentimiento, que puede llegar a ser culpabilizante, de ruptura, divorcio, separación de valor; se retira de los valores reconocidos del mundo, de algún modo, se desolidariza, renuncia a una complicidad, en todo caso cotidiana; si sigue co-presente en el mundo, es mediante un rodeo que, a veces, tiene dificultad en asumir; y se siente fácilmente, el que quiere escribir y el que escribe, en estado de apostasía (laica, por supuesto). Se trata, entonces, si puede decirse –o como se habría dicho, porque ya no se dice mucho esa palabra– de una prueba moral. [Barthes 2003; 2015]

Superadas las dos primeras (la Elección, la Paciencia del Hacer), el profesor del Collège de France encara la prueba moral como protagonista, interrogándose a sí mismo mediante el gesto de la Pietà, que fuera ya el de Orfeo: Amo la literatura con una suerte de amor penetrante e incluso perturbador, como se ama y se abraza algo que va a morir [2003: 353, 2015: 507]. Barthes afirmaba así un deseo de escribir presente, pero inactual, en tanto la literatura, “como Fuerza activa”, estaría “a punto de morir”. Sobre llovido, mojado. Con el gesto de la Pietà movía tanto un deseo como una exigencia que desde fines del siglo xx corren más bien en contrarruta. Lo insinuaba al recordar los síntomas de obsolescencia y marginalidad de la literatura: crisis de la enseñanza en la escuela y la universidad, menoscabo de las letras en beneficio de la tecnocracia, olvido de la tradición, extinción del mito del gran escritor, devaluación de la noción de Obra… En suma, los síntomas que había destacado ya en la Lección inaugural (1977) al describir un escenario donde la literatura, al ya no estar “vigilada” por el Poder y sus legiones, nos llamaría otra vez [2002 v: 444]. ¿Pasando las fronteras de la institución de contrabando, a espaldas del Estado y el mercado académico y editorial?

El hecho es que, en la penúltima sesión del curso sobre la preparación de la novela, Barthes persiste en la invitación. Al explorar las preguntas que la prueba de la separación impondría al que escribe (¿dónde situar la obra, en qué historia, en qué sociedad, en qué lengua?), pero también al arriesgar, en la última, una palabra final (pero no la última). El libro del que había hablado durante varias semanas, el libro sin el que no habría hecho el curso no era más que un deseo; un libro deseado, ni siquiera en proyecto o en proceso –insiste, para confesar a media voz que venía de hacer uno pequeñito, a punto de publicarse en esos días (La cámara lúcida), a pocos días del accidente en la esquina del Collège de France. No en vano había anunciado desde un inicio que el segundo año del curso (“Querer escribir”) estaría estructurado como una tragedia, o un rito: con sus tres pruebas y una victoria; con todo y su parábasis, esa parte de la antigua comedia en la que, fuera de la acción, el corifeo se dirige directamente a los espectadores para exponer las intenciones u opiniones del autor. No en vano, como si el gesto de la Pietà enseñara, de entrada, que al final el final no importaba tanto.

Así las cosas, una prueba de la separación también liga las notas que Blanca Wiethüchter expone para contribuir a la discusión sobre el lugar de la escritura. Con las preguntas de una escritura que se pone a prueba (¿dónde situar la obra, en qué historia, en qué sociedad, en qué lengua?), obviamente, pero sobre todo al precisar la geografía donde no dejaría de escribir, de leer, de imitar…

Hemos perdido junto a los del norte la inocencia y aprendido a poner en tela de juicio la condición de la escritura, lo que nos obliga a otras fidelidades más personales. […]

No existe otra certidumbre –descalificadas como están las ideologías y las doctrinas eclesiásticas— que la existencia: la del cuerpo. Lo que no nos otorga sino una frágil seguridad. Porque aquello, el cuerpo, que nos celebra (a veces), que nos encarna, se enferma y nos muere y sólo nos permite una confianza relativa, sujeta como está a los embates del accidente o a quien le guste, del destino. Esta certeza, que nos salta más allá de las fronteras que la materia le impone, armoniza con un espacio literario que se convierte en el único lugar de trascendencia. Pensado como un analogon, por decirlo así, de la vida, ese lugar “doble” o desdoblado, incorpora una estructura narrativa que en términos del poeta Jaime Saenz –nuestro mejor poeta– equivaldría a “recorrer esta distancia”, es decir aquel espacio que nos separa de la muerte, el lugar de la escritura se transforma en el lugar significativo del vivir” [2017]

En esos términos, queda también la impresión de que el analogon de nuestro mejor poeta responde más a lo que ocurre en un espacio literario, que al lugar donde Blanca escribe: ese lugar que fatalmente leemos como invadidos y como invasores, ese lugar donde inscribe otra estructura narrativa sin dejar de padecer y compartir, de dolerse y gozar según el propio gesto de la Pietà. ¿Una geografía con trazos de tragicomedia?

Sea como fuere, estas páginas recorren una geografía que se precisa, en términos del filósofo e historiador del arte Didi-Huberman [2000], en tanto experiencia y acontecimiento del sujeto; es decir, según un deseo que, frente a la axiomática y a estética del espacio (experiencia objetivable y clasificable como hecho en la historia de las artes plásticas), opta por una axiomática y una estética del lugar, las de un acontecimiento del sujeto.

 

EL DOS, CUESTIÓN DE GÉNERO Y NÚMERO

 

Una doble instalación

Con sus razones postindustriales y especulativas, con sus plataformas culturales y educativas, con sus crisis energéticas, geopolíticas, inmobiliarias y sanitarias, lo que va del siglo no habrá sino agravado el estado de la literatura. Entre 1998 y 2001, Alain Badiou (2005) ensayaba en su seminario un cuadro general y sistemático que permite apreciar mejor el diagnóstico de Barthes; e incluso confirmarlo, hoy, en el espacio literario que Blanca Wiethüchter imaginara en este Occidente extremo.

Que veinte años no es nada, lo sugiere también el filósofo al caracterizar los últimos veinte del xx como una “Segunda Restauración”. A imagen de la primera, tras la revolución francesa (1792-1794), esta también instalaría “un momento de la Historia que declara imposibles las revoluciones, y tan natural como excelente la superioridad de los ricos”. Se caracterizaría sin embargo por una obsesión peculiar. Si el siglo xx fuera el de “una exaltación de lo real hasta el horror” [2005], en sus últimos veinte años habría terminado obsesionado con el Número: indicadores de la Bolsa, índices de ganancias interanuales en las empresas, de salarios de altos cargos y rankings en las encuestas de opinión al consumidor… El filósofo tiene a bien explicar dicha obsesión: “toda restauración odia el pensamiento y sólo le gustan las opiniones, particularmente la opinión dominante […] Una restauración es ante todo una aserción con respecto a lo real, a saber, que siempre es preferible no tener ninguna relación con lo real” [Badiou 2005]. A fines del siglo xx, por tanto, la Segunda Restauración habría convertido el Número en fetiche, pues ahí donde falta lo real, subraya el filósofo, se yergue el “número ciego”. El “mal número”, precisa, por oposición al “número como forma del ser” que despejara el poema de Mallarmé:

 

el único número que no puede ser otro”, el momento en que el azar se fija, mediante un golpe de dados, en necesidad. Hay una articulación indisociable entre el azar, que un golpe de dados no deroga, y la necesidad numérica. El número es la cifra del concepto. Por lo que, concluye Mallarmé, “todo pensamiento emite un golpe de dados.

 

Hoy en día, el número es el número de lo contable indefinido. A la inversa del número de Mallarmé, el número de la Restauración tiene por característica el poder ser, sin ninguna dificultad, cualquier otro número. La variabilidad arbitraria es su esencia. Es el número flotante. Es que en el trasfondo de ese número está la Bolsa.

La trayectoria que va del número de Mallarmé al número de las encuestas es la que cambia la cifra del concepto en variación indiferente. [Badiou 2005]

Tal indiferencia ha llegado a campear en este Occidente extremo, incluso en el espacio literario donde, menguadas la utopía intelectual y el entusiasmo finisecular, la obsesión del Número no deja de ejercer sus indicadores de exportaciones y extrema pobreza, de inflación y analfabetismo cero, sus números de leyes curriculares y rankings de establecimientos educativos, su número de premios y publicaciones sin ninguna relación con lo real. Así, el filósofo también habrá llamado a considerar la reflexión genérica sin la obsesión del Número ni nostalgias por tiempos idos. Más bien desde ese par de libros que reúne el tercer tomo de la Obra completa: quizás los menos leídos, sin duda los menos considerados por la crítica mediática e institucional. Se trata, por una parte, de Pérez Alcalá, o los melancólicos senderos del tiempo (1997), libro dedicado al acuarelista potosino (1937-2012) e iluminado con reproducciones de acuarelas y fotografías suyas. Se trata, por la otra, de Memoria Solicitada (1989, 1993, 2004), libro que se consagra en triple entrega a Jaime Saenz, si no el mejor, como reza en las notas, el último “gran” poeta boliviano del siglo xx.

Crítica-ficción decía Blanca mirando al primero, donde una noche de jueves, un novelesco personaje (conocido más por su apellido materno, Bloomfield) ofreciera una conferencia sobre la obra del acuarelista potosino, por demás reconocido a nivel nacional e internacional. De manera simétricamente inversa, pues se trata en principio de testimonios y de vivencias, Memoria solicitada se propone dar forma a las diversas imágenes interiores que configuran […] al singular personaje que fuera Jaime Saenz –reza el prólogo de 1989; pero también, según la presentación de la tercera (2004), una forma de hacer partícipe al lector de una presencia tan extraordinaria como fue la del poeta en este mundo. De una entrega a la otra, Memoria solicitada encuentra su forma en la progresiva incorporación de breves relatos autobiográficos, esbozos de ensayo, poemas y fragmentos de poemas, dibujos, fotografías y escritos más íntimos del propio Saenz: una suerte de álbum que desplaza el registro testimonial inicialmente concebido. En ambos libros, entre la obra y la imagen del artista, del pintor, del poeta, del amigo, la geografía evocada por Blanca en 2003 finalmente se precisa: tal la hipótesis que estas páginas quisieran, al menos, provocar. [1]

 


Una correspondencia estructural

Memoria solicitada supone toda una historia y esta hilvana el tercer tomo de la Obra completa que abre Estructuras de lo imaginario en la obra poética de Jaime Saenz (1975): la tesis de grado (mémoire) defendida ante la universidad de París-Vincennes en mayo de 1975 y publicada ese mismo año en La Paz como estudio que acompaña la Obra poética de Saenz en la Biblioteca del Sesquicentenario de la República de Bolivia. Lejos del testimonio meramente evocativo, Memoria solicitada no deja de explorar dicha historia, la de un aprendizaje donde, no estará demás destacarlo, se juega una relación entre Discípula y Maestro –y vice versa. Lo que es decir también que el álbum actualiza una experiencia académica por partida doble: la universitaria en París post mayo del 68 (de 1971 a 1975), y la que más bien se inscribe en una larga duración pues, antes y después de la tesis, entre Maestro y Discípula se juega, mutatis mutandis, el escenario de la asamblea socrática que celebran tanto los diálogos platónicos como la dedicatoria de la tesis (“A Jaime Saenz, con gratitud, por las incontables enseñanzas con que me ha favorecido”), y más radicalmente los versos de “Porque así es mágico” recogidos en el álbum: “Gracias a él. / Oí por primera vez, el Adagio de Albinoni / Al son de unos gritos de júbilo…”

Toca asumir entonces que en tres entregas Memoria solicitada dispone una suerte de iniciación que, digna del nombre, con o sin socratismo, altera los términos de la relación. Y también recordar los antecedentes, pues Estructuras de lo imaginario en la obra poética de Jaime Saenz encara el tema de la tesis (“lo imaginario”) en términos de una doble identificación con todo y sus consecuentes. Identificación en cuanto a la perspectiva de estudio, para empezar, pues la tesis custodia el “carácter religioso” de la obra estudiada: La trayectoria poética de Saenz se orientará hacia la unión íntima del hombre con su ‘ser’, es decir, hacia la identidad y, más allá de ella, hacia lo que podemos llamar búsqueda de unidad, de totalidad. Así, la tesis se propone explorar en Saenz una poesía de profundidad, su dificultad de nombrar una experiencia mística, su afán por expresar en lo múltiple lo único, según un enfoque de corte espiritualista o trascendental debidamente expuesto en la “Introducción” y la “Bibliografía”. Pero la doble identificación responde menos a cuestiones de doctrina o creencia que a una declaración escrita en una “carta personal” (precisa la nota en pie de página) donde el poeta se imagina según cierta imagen del alquimista: “El artista es un místico, al igual que el alquimista. En el ejercicio de la mística encontrará la materia prima de la obra”. De ahí que la tesis explore el sentido de la obra según el simbolismo fundamental de la alquimia, el de la muerte y resurrección, simbolismo de la alquimia en la tradición cristiana, obviamente, con el que un riguroso análisis de la obra despeja formalmente todo un programa de escritura que también rige en la narrativa de Saenz. [2]

Lo que acá importa es que la “carta personal” estructura la tesis en dos partes, pero también los estudios que Blanca Wiethüchter dedicara luego al poeta, particularmente el último donde el destinatario es identificado (Ricardo Bonel Valdés) y el texto epistolar citado generosamente. “El conjuro del alquimista” titula dicho estudio, acápite central de “El pie derecho”, capítulo que cierra el primer tomo de Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia (2002) según un diseño donde el susodicho pie (Jaime Saenz) diacrónicamente culmina el arco de la modernidad abierto por Ricardo Jaimes Freyre, “El pie izquierdo”. Resulta, sin embargo, que allí Saenz también funciona como pliegue hacia otro espacio literario […] y otros principios de representación —que, sobrepasando los límites que hemos impuesto a nuestra investigación, pertenecen a otro futuro. Atando cabos: entre la referencia hermética, pero a la vez neurálgica de la tesis y las citas del “Conjuro del alquimista”, los diversos modos de tratar la “carta personal” también perfilan un recorrido que confluye, en vista de otro futuro, en las reflexiones genéricas de Medellín.

En efecto, al citar copiosamente la carta, “El conjuro del alquimista” desdobla la doble identificación que inspira la tesis. Allí era cuestión del poeta concebido a imagen y semejanza del alquimista dado al ejercicio de la Obra. Más acá de la doctrina o la creencia, subsúmase o no la obra en un ejercicio espiritual, la carta personal trae todo un detalle. “El conjuro del alquimista” lo amplifica al citar y comentar la carta más detenidamente, llevándola a otro lugar. Allí, la pérdida de fe y la caída al vacío se conjuran en tanto crisis de un lenguaje poético que, sin poder expresar una verdad, sin poder constituir un lenguaje esencial, cae en la incertidumbre, y con ella en un lenguaje que solo puede dar cuenta de la experiencia material, del significante inmediato, sin la posibilidad de trascender hacia otras dimensiones de significación. En otras, perdida la fe y revelado el oscurecimiento de la ‘verdad’, el alquimista optaría por el gran juego de la Obra, con mayúscula, como única finalidad. Disuelto el carácter místico de la alquimia, la imagen del alquimista cede el paso al homo ludens cuya imagen es descrita en “El conjuro de la rueda”, tercer acápite del “Pie derecho” donde Blanca Wiethüchter viene a postular un segundo Saenz, el de la narrativa. Segundo diacrónicamente, por oposición al primero, el que apostaba por una transformación individual de vida por la escritura; pero también sincrónicamente, como la otra opción de un mismo paradigma que a la vez funge de pliegue hacia un otro futuro.

 

Este elevarse positivamente por sobre el abismo de los no sentidos se descubre como movimiento regenerativo, como un acto social solidario que encuentra en el juego con el lenguaje –que se nutre de la cultura oral–, en la diversión y la risa, en el homenaje a los amigos y a los habitantes de la ciudad, la posibilidad de convivencia social.

 

Del primero al segundo, tal recorrido corresponde con la transgresión de fronteras genéricas celebrada en 2003, obviamente. Pero también y ante todo con el despliegue de la doble identificación sustentada en la tesis. De la identificación con la imagen del alquimista a la distinción del homo ludens el recorrido confluye en la utopía intelectual referida en Medellín, en tanto la identificación con una labor, con un trabajo entendido en su aspecto artesanal y colectivo, manual, también resultaría la apuesta de una escritura donde la materialidad del significante vincula lo estrictamente individual e interior a lo social y exterior, a la ciudad [159]. No hará falta insistir sobre lo que promete el homo ludens en tanto virtual impronta del “pie derecho” y en tanto pliegue con un otro espacio literario y un otro futuro. Lo que sí importa subrayar, acá, es que la distinción del “Pie derecho” no viene sin una yapa, o suplemento, que Blanca ofrece a la manera del Heinrich imaginado por Barthes en los seminarios y el libro sobre el discurso amoroso [2002 v, 2007]. Al identificarse con todo “enamorado perdido”, Heinrich lo haría menos en un sentido psicológico que en uno estructural: “soy aquel que tiene el mismo lugar que yo”. Entre la tesis y el conjuro, ¿Blanca Wiethüchter habrá pasado a escribir desde el mismo lugar que el homo ludens?


Es la distancia que parece recorrer la “carta personal” en Memoria solicitada. En las dos primeras entregas (1989, 1992) aparecía en el breve ensayo titulado “Ser poeta” mediante fragmentos citados en forma de verso, a la manera de un conjuro. En la tercera y última, en cambio (2004), la carta de “Saenz a un amigo” es íntegramente transcrita (es la única que el álbum recoge íntegramente) [3] y junto al breve ensayo pasa a configurar la primera sección titulada “Ser poeta”, faltara más, sección que viene a componerse de dos textos, a la manera de un díptico o, mejor, de un retablo de dos tablas. Como en las primeras entregas, el breve ensayo expone y comenta la “carta personal”. Pero ahora, so riesgo de repetición, la carta de “Saenz a un amigo” aparece cara a cara, como réplica al y del ensayo; esto es, borrando la jerarquía que distingue el comentario y el texto comentado. A la manera de un álbum, si se quiera, que pone en nuestras manos, lado a lado, dos textos, dos imágenes, dos retratos, para que con ellos tentemos un montaje confrontándolos, desplazándolos y descomponiéndolos y recomponiéndolos a partir de su propia heterogeneidad. [4]

Así, la primera sección trabaja ya el dispositivo que mueve el álbum montando y desmontando fotografías y breves relatos que evocan la amistad con Jaime Saenz, pero también la imagen del poeta y sus dos cuerpos regios, montando y desmontando comentarios y esbozos de ensayo con dibujos y textos del propio Saenz: un prólogo, tres o cuatro cartas en el sentido epistolar y al menos dos en el amoroso –simétrica una, la otra no. Allí, ante la imagen del alquimista, Blanca procede ahora desde el lugar en el que escribe, recorriendo y perturbando la tópica de lo que fuera una iniciación. A diferencia de la identificación y la imagen entendidas platónica o religiosamente (por analogía o semejanza con el Uno), en la tercera entrega pasan por una correspondencia estructural (a es a b lo que x es a y) que según el Werther de Barthes involucra mucho más de dos. Faltara más, ya que con el álbum de par en par se abre la “escena del Dos”: al decir de Badiou [2011: 55], la del amor como proceso que construye una experiencia y cierto tipo de verdad: “la verdad sobre el Dos, la verdad de la diferencia como tal”. Memoria solicitada precisa de este modo la geografía que recorre una separación. No en vano, en algún momento, el álbum llevaría por título Te echo de menos. No en vano, entre la segunda y la tercera entrega, Blanca Wiethüchter había celebrado la obra de Ricardo Pérez Alcalá, el pintor, el amigo, el artista, montando y desmontando la conferencia magistral que Rodrigo Abel Bloomfield ofreciera en el Puraduralubia, espacio cultural situado en Sopocachi, calle Fernando Guachalla Nº 452.

 

Intercambiando lealtades

Lo advierte ella misma desde la primera página: dicho caballero tenía fama de odiar los diálogos, y quería evitar que el suceso se convirtiera en un clásico y pedante evento social [2017]. Y en efecto, la “crítica ficción” que trama Blanca Wiethüchter no puede ser reducida a una afabulación. Al contar y poner en escena la conferencia pronunciada por Bloomfield, el más desconocido de los conocidos escritores bolivianos, sin declaración alguna, como de contrabando, tienta una opción que se codea con el método dramático que el común amigo ensayara en Fragmentos de un discurso amoroso (1977). Medio en broma, medio en serio, esa noche en el Puraduralubia también se respiran aires de academia socrática: la sala ni tan llena, pero envuelta en un aire de entusiasmo pocas veces sentido entre los asistentes iniciados. ¿Tal la atmósfera que habría deseado Bloomfield al exigir que el evento no fuera anunciado por ningún medio de comunicación?

Probablemente también deseara una reflexión lejos de la opinión (δóξα), lejos de los sofistas y sus medios (periódicos, revistas y televisión). El hecho es que Bloomfield resulta protagonista de una reflexión movida por la κολουθία, compañía o cohorte de sirvientes o de amigos. Como la que acompaña a Sócrates, como la que con algunas licencias imaginara Barthes como utopía de un seminario donde el deseo, el pensamiento y la escritura mutan en producción de diferencia gracias a los afectos y el vínculo amoroso. El hecho es que ante los que estuvieron presentes aquella noche Bloomfield parece ofrece la conferencia según una moralidad opuesta a la μάχη (combate, battalla), moralidad que impera en la escolástica, y, más pedestremente, en el norte y en sur, en la academia y la crítica sumida en la Segunda Restauración. En esa misma dirección, Bloomfield prepara su intervención con una breve ceremonia que asume los cuidados y el propósito de la ποχή, esa “detención”, esa “interrupción” o “suspensión” del juicio que para los escépticos constituía un paso necesario y fundamental del conocimiento. Y para la fenomenología, desde Husserl, una puesta entre paréntesis (de la actitud natural, de la opinión, de la ciencia) que permite interrogar el ser de las cosas mismas para de ese modo apreciar el brote inmotivado del mundo [Merleau-Ponty 1945].


Pero en Los melancólicos senderosdel tiempo… todo esto pasa por la forma dramática-narrativa que en los diálogos de Platón disuelve fronteras y disciplinas de género. Más aún si la escena pasa por un chisme (El Banquete), desliz que a su vez ensaya Blanca no contentándose con referir la conferencia, metiendo también la cuchara en nombre propio, entre el artista y el expositor. En efecto, esa noche de jueves no solo “habla” el dilecto y ficticio personaje: el discurso sobre la obra de Pérez Alcalá está su cargo (en caracteres rectos), pero es constantemente interrumpido por acotaciones, disensiones y digresiones en las que Blanca (en cursivas) alterna más de un disentimiento, además de exponer (en la última sección del libro: “Dos autorretratos y un retrato”) un par de cuadros y anécdotas donde el relato y el retrato se trastocan fuera ya del espectáculo.

De vuelta en la sala del Pura, como se diría en la comparsa, entre la conferencia y los apuntes Blanca da lugar a una escritura críticamente dialógica, si se quiere: pues dicho caballero tenía la fama de odiar los diálogos, pues desde el lugar en el que escribe Blanca Wiethüchter tampoco deja de poner en crisis la idea de diálogo y sus fundamentales variantes: la dialéctica platónica, la liberal (intercambio de opiniones entre presuntos iguales) y la del distanciamiento brechtiano. O mejor, no deja de dramatizar un acercamiento polifónico a la obra de arte en tanto, además del conferencista y de la transcriptora, el propio acuarelista participa activamente, en cuerpo y alma. En cuerpo, ya que Pérez Alcalá asistió a la conferencia e incluso expuso la receta del plato favorito de su recetario; pero también en efigie, con las reproducciones de acuarelas sobre tabla y las fotografías que lo retratan. Más allá del chisme y la charla en buena compañía, Blanca instaura entonces, ante la obra, el lugar de esa postura universal que Barthes señala en las ilustraciones de Guido Crepax:

 

Al final de cuentas, el erotismo (encuentro del deseo y un objeto) no puede estar nunca en la representación (la imagen analógica), ni siquiera en la descripción (la imagen evocada). Al final de cuentas, el erotismo de la Historia de O (ilustrada por Crepax) quizás no esté ni en lo que se ve ni en lo que se dice: está en esa postura universal, inmanente a todo lenguaje, que no remite ni a la imagen ni al discurso, y que es la interlocución: es porque O recibe de los otros una palabra que a su vez ella devuelve, es porque tal juego de respuestas nos es mostrado, que el erotismo cuaja, se sostiene y se propaga […] lo que allí se cuenta y se ilustra, es quizás simplemente la historia de dos sujetos que se hablan. [Barthes]

 

Tal juego de idas y venidas, de dones y contra-dones, sucede entre Bloomfield y Pérez Alcalá cuando Bloomfield comenta Café para dos, por ejemplo. Pero en Los melancólicos senderos del tiempo es la escritura la que recibe de los otros una palabra que a su vez ella devuelve, la que nos da a ver el juego y los recorridos que tal juego precisa en la geografía esbozada en 2003. Pues también de eso trata, en tanto la conferencia de marras traslada, al Pura y al arte de la acuarela, el recorrido que transitara Blanca Wiethüchter entre la tesis y el conjuro del alquimista.

Lo traslada estructuralmente, con todo y las variaciones que amerite el traslado siempre atenido al principio de un arte que busca conocer la realidad más allá de lo meramente aparente, dejar al descubierto aquello que en la espesa cotidianidad nuestra se hace invisible. De este modo, el dualismo que el poeta místico declara en la “carta personal”, vuelve en la distinción de lo visto y lo pensado que Bloomfield había tomado en una declaración del pintor sobre una especie de frontera que dividiría su obra en dos tiempos: “sólo hace pocos años pinto lo que pienso, antes pintaba lo que veía”. Al dicho paradigma, por tanto, no solo corresponden la distinción de dos espacios transitados por el pintor, sino también y, ante todo, la de dos Saenz. Lo que es decir también que el traslado de la tesis a la conferencia admite estructuralmente, es decir mutatis mutandis, las variantes que el caso requiera, incluso si esto llega a disolver las fronteras genéricas.

La inversión del sentido de la trayectoria que va del alquimista al homo ludens, para empezar. Lógicamente, al dar la vuelta el vector (de lo visto a lo pensado) Bloomfield traslada al primer término los valores del homo ludens: un amor implacable por la vida, privilegio del trabajo con los materiales y el gesto técnico, factores de una imagen que capta la experiencia amorosa y la solidaridad humana. En el territorio de lo pensado, en cambio, Bloomfield celebra un conocimiento producido por una operación de orden conceptual, más concretamente por cierta idea de la representación (la imitatio renacentista) donde el objeto es un modelo ideal, pensado y compuesto según una imaginación simbólica: Componer, en este caso, significa otorgar a los objetos un orden que los relacione de manera tal que, entre todos, colaboren para activar y expresar un mismo sentido. Religiosamente entendida, la imaginación simbólica procede como lenguaje donde la imagen representa ideas complejas a través de objetos sensibles: una representación abierta que instaura un sentido más allá de su propia presencia; es decir, una imagen que cuenta con el espectador como participante activo para contemplar las historias allí sugeridas… Es decir, al fin y al cabo, una imaginación reactiva, ferviente y contemplativa.

Así las cosas, el traslado de la tesis al Pura provoca una serie de interlocuciones que afectan tanto a Bloomfield como a Pérez Alcalá, tanto a Blanca Wiethüchter como al extraño visitante a quien abre la puerta: buscaba a don Rodrigo Abela… don Rodrigo Abela…

 

Descendió Bloomfield del escenario y se aproximó. Discretamente se me retiré de mi silla. Entre murmullos y susurros en aimara el hombre parecía explicar algo sin dejar de elevar la cabeza […] La conversación duraría unos tres minutos y finalizó con la aparición de una enorme llave antigua de ojo grande, moteada por lo oxidada, y que lucía el brillo del uso, y que, yo lo ví, Pérez Alcalá persiguió con ojo ansioso. Para el cazador era una presa, Bloomfield sin ningún aspaviento la sacó del bolsillo lateral, no del pantalón, sino del saco, y se la entregó al visitante, quien la agarró con una velocidad increíble, haciéndola desaparecer en el bolsillo de su chaqueta abrillantada por frecuentes plantas ennegrecidas; luego de lo cual la aparición se dio media vuelta y se perdió suavemente detrás de las sonoras puertas

 

El aimara volvió a los veinte minutos y sin golpear la puerta se fue a sentar directamente en la primera silla que encontró a su paso. Pero ahí no termina la cosa, pues con esa serie de interlocuciones el Pura se convierte, ante la obra de Pérez Alcalá, en un lugar donde los personajes intercambian murmuraciones y susurros, llaves y miradas, roles y lugares. Bloomfield había entrado en escena con la imagen de aquel que conoce y habla desde el trono del saber, con esa su singular manera […] de asumirse autoritario, con su tono siempre didáctico y por qué no decirlo, en muchas ocasiones, claramente moralizador. Pero termina haciendo mutis por el foro, sin terminar la conferencia magistral en la que, sin embargo, había tratado la obra de Pérez Alcalá con otras maneras. En particular, cuando deja de disertar y se pone a leer tres papelitos que traía doblados en los bolsillos. Primero al empezar la conferencia, cuando a título de referencia documental desdobla un recorte de periódico que citaba al pintor a propósito de una de sus acuarelas (Intercambiando lealtades II). Luego, al leer la letra de la canción de Horacio Ferrer que había inspirado una acuarela que lleva el mismo título, La bicicleta blanca. La tercera, finalmente, al leer un poema escrito por él mismo como respuesta a Intercambiando lealtades I.

Después de leerlo, Bloomfield regala el papel al Maestro Pérez Alcalá. Cosa que explica el acceso y la inclusión del poema en Los melancólicos senderos del tiempo, con todo y la enigmática frase (debidamente suscrita) que Bloomfield había escrito al pie del poema: ¡Pero che! / Lo matan y no sabe que muere para que repita una escena. (B.) ¿Cuál?

 

En una ignorada sala, en el maleficio de la penumbra

un domador de peces en pleno simulacro

ciñe, roja, la máscara diabólica de nuestro olvido.

Ni piensa, ni se asombra que es él, y trabaja.

 

El alma doble del domador, como su ropaje,

corre en retazos tras la voz de mando, tras el espanto.

Arlequín no vacila, a pesar de lo gastado de su vestimenta.

 

Sin anticipar la muerte, una pierna desnuda

Toca apenas el gélido y geométrico azulejo ajedrezado

Mientras la otra, piadosa, sostiene el peso de la infamia.

 

Frente al domador, la frágil pecera.

El delgado hilo de un destino mutuo que lo une a ella

por el tenaz don de la muerte.

 


De la escena participa también un gato que mira curioso los sueños del monstruoso acuerdo. Tanto en la acuarela como en el poema, mira el triángulo que forman un alma doble hecha retazos, una pecera y, sobre el delgado hilo que las une por un don, un pez que piensa alcanzar el otro extremo. Ese triángulo repite la escena en que Bloomfield entrega al extraño visitante una enorme llave antigua ante los ojos de Blanca y Pérez Alcalá, cazador a cuyos ojos la presa no era la llave, sino el brillo de su uso. Pero también la escena de la botella transparente que Bloomfield invita al pintor tras comentar Muchacha contemplando un campo de quinua. Y así, Sin anticipar la muerte, la pose acrobática del arlequín repite a su vez el intercambio de lealtades que Blanca pone en escena una noche de viernes en casa de Jaime Saenz.

 

EL CASO DE LAS 17 TAPITAS DE CERVEZA

 

Una noche de viernes

Tras la noche en el Pura, es probable que Rodrigo Abel Bloomfield no sea ya “el más desconocido de los conocidos escritores bolivianos”, como apunta Alberto Villalpando en la solapa de Los melancólicos senderos del tiempo… Otra es la suerte del doctor Mariño, el célebre investigador que narra el par de relatos policiales que Blanca Wiethüchter ofrece bajo la rúbrica de “El caso de las 17 tapitas de cerveza”, la última sección de Memoria solicitada (2004). En efecto, todavía puede afirmarse que el doctor Mariño es el más conocido de los escritores bolivianos desconocidos. Solícita con los rigores del relato, Blanca empieza contando las circunstancias de un encuentro que sería trascendental.

La historia del Dr. Mariño fue otra historia. Durante mucho tiempo acaricié la idea de escribir yo misma una novela policial con el nombre de Las 17 tapitas de cerveza. Con el correr de las aguas, me di cuenta que en mi propio imaginario, el relato estaba demasiado atado al mundo de Saenz. Como un objeto al que no había forma de cambiar de estante. De esa manera tuve que aprender que el lugar de la narración es este mismo y no otro.

 

Fue una tarde de viernes, Saenz me llamó para advertirme que finalmente pudo comunicarse con Mariño e invitarlo para esa misma noche a su casa, a fin de que yo lo pudiera conocer. Para qué decir, yo no me hice de rogar, pues muchas veces Saenz me contó cosas increíbles de ese extraordinario ser que, según el poeta, había guardado esa por entonces famosa oreja en La Paz, en un frasco de formol.

 

Era la oreja de la madre del Zambo Salvito –precisa en seguida, a tiempo de aludir al contenido de otros frascos que albergaban una promesa de continuidad en el mismo líquido. Los frascos, y por ende la promesa, eran expuestos en el Museo de Criminalística que Alberto Mariño Guzmán fundó el 17 de enero de 1942 en predios de la calle Ballivián –de donde pasó a instalaciones de la Prefectura, luego a las del Regimiento Policial número Uno, situado en la zona de San Pedro, para instalarse luego, hasta hoy, en la esquina Ballivián y Colón, por donde se entra al museo. Sentados los antecedentes y las circunstancias, Blanca pasa a describir al extraordinario ser y precisa cómo lo conociera, cavilando ella sobre la traducción del letrero que el poeta tenía colgado en la puerta de ingreso a su dormitorio: Eingang zur Ruhe: entrada… ¿a la serenidad, a la calma, a la quietud? La palabra está en Ruheplatz (cementerio), que está en Goethe, que está en Thomas Mann, aunque…

En ésas estaba, cuando Mariño se interpuso citando el letrero colgado en la puerta de sus propios aposentos: El que dice que me conoce miente, pues yo provengo de la galaxia, soy morador de la vía láctea y habito el planeta tierra. De ahí las cariñosas ganas no sólo de elucubrar sobre la singularidad galáctica del investigador sino del lugar planetario que ocupaba en nuestro mundo –confiesa [210], y sin hacerse de rogar describe la tensión entre la grave figura del poeta y la pintoresca impresión que daba el amigo, como si tal escenario fuera el de una situación inicial que no tardaría en ser revertida. Si Mariño insistía en sus componendas bohemias, sacando de quicio al otro que no quería ni oír hablar de la bohemia, al otro que intentaba resolver su vida a través de la meditación sobre la muerte y el adiós y punto. Curiosamente, esa noche de viernes el otro dejaría hablar al otro para que contara sobre los casos más extraordinarios de su carrera.

Así, ante la imagen de Saenz, Blanca empieza a desatar ese relato demasiado atado al mundo de Saenz: cambiándolo de estante, recorriendo en nuestro mundo el lugar de una lectura. Tal cual, ante la imagen de Saenz, en un lugar demasiado atado al mundo de Saenz, el doctor Mariño da lugar a otro lugar: Éste mismo y no otro, escribe Blanca, como señalando el álbum que tenemos entre manos, pero también ese estante donde no se ha movido un solo objeto. Todo gira, en efecto, con el misterioso asesinato del judío Jeremías Sharom y la investigación que el doctor Mariño toma en mano, cual Dupin o Sherlock Holmes. Es decir, con las reglas del género policial en su modelo más clásico, el del enigma. Mariño, sin embargo, no cerraba sus puertas a la imaginación: ¡Ah!, ilustrísima señora, si usted quiere ciencia, y eso significa análisis y síntesis, ninguna descripción es eficaz, sólo la fotografía es testimonio indiscutible. Por supuesto, tales premisas alteran la clásica figura del investigador privado, y algo extravagante, que trabaja solo con los instrumentos de ley y la razón. El doctor Mariño, en cambio, es funcionario de la institución. Pero no un cualquiera, ni tampoco cualquier detective de novela negra. Así lo muestran el privilegio que da a la fotografía, el delicado trato con la ilustrísima Señora y sus cuidados para con el cuerpo del delito.

 


La piedra nunca apareció, pero entre la cal aparecieron primero pequeñas blancas lomas, y luego metálicas y opacas unas CBN amarillentas y alguna vez brillantes, quién diría, como minúsculas bailarinas con faldilla y que no eran sino vulgares pero ahora substanciosas tapitas de botella.

¡De botellas verdes de 75 cc de cerveza –relacionó el inspector, mientras ocho ojos perseguían acuciosos unas lomitas de polvo blancas, pero nunca botellas, pues brillaban por su ausencia, y él

— ¡Cuidado con meter mano! –a tiempo de entregar a los expertos un alicate de punta larga y mango de goma roja que ejercía como pinza transformando la cosecha en un juego delicado…

 

Así, entre el policial clásico y la novela negra, un poco al estilo de Saúl A. Katari, en “El extraño caso del caserón del pobre” (en el umbral de El Loco, A. Borda), un poco al de Borges en “La muerte y la brújula” y la intriga convertida en duelo que deja en suspenso la oposición entre criminal y detective, crimen y pesquisa, lector y escritor, así también trabaja el relato que Blanca y Mariño desatan a cuatro manos. Paródica, pero entrañable y radicalmente, pues al final de cuentas en el relato nunca aparece piedra ni botellas, ni tampoco es cuestión de enigma por descubrir o secreto que ocultar. El duelo tampoco se cierra, pues si en el caso de las 17 tapitas de cerveza es cuestión de una verdad, allí la verdad es algo que se produce infinitamente. La ausencia de enigma y de secreto corresponde con lo misterioso del caso. Lógicamente, en tanto allí no está en juego ni una cifra (al esotérico modo) ni tampoco el número fetiche de la Bolsa: el mal número, el número ciego. En el caso de las 17 tapitas (delicado, delicadísimo, un asesinato como el diablo manda) todo pasa por el número como forma del ser, diría Badiou. Y en efecto, si el 17 provoca una impresión extraña, es porque básicamente se trata de un número primo, entero solo divisible por uno y por sí mismo, de un número irreductible a la variación indiferente, uno de esos que le gustaran a Mallarmé.

Analicemos y pregúntese usted, con toda honestidad, Señora, 17 tapitas, 17 tapitas, qué número más extraño, ¿no le parece a usted?, ¿quién compra 17 botellas de cerveza? ¡Nadie! ¿Quién vende 17 botellas de cerveza? ¡Nadie! Pues las botellas, mi espiritual señora, se venden por docenas.

 

Un hápax llamado Mariño

Pero si el doctor Mariño supone otra historia, es también porque pasa por Felipe Delgado, la novela de Jaime Saenz (1979). Para llamar las cosas por su nombre, debe saberse que en dicha novela e incluso, hasta nuevo aviso, en el opus saenceano, Mariño es un hápax: “En lexicografía o crítica textual, voz registrada una sola vez en una lengua, en un autor o en un texto” (rae); y esto por braquigrafía o forma abreviada de πάξ λεγόμενον: lo dicho, lo que se dice una sola vez. Para el caso, en Uyupampa, mientras el protagonista y sus amigos discutían asuntos de actualidad y Román Peña y Lillo llega de la ciudad con las últimas noticias del bullado caso que también intrigaba a los amigos:

 

José Luis Prudencio había sucumbido por atroces golpes que le fueron asestados en el cráneo y con un caño de hierro por su hermana Lucía Prudencio en circunstancias tales que nadie podía animarse a pormenorizar […]. En ardua investigación atingente a un caso sin precedentes en el acontecer local, habíase definido el testimonio de monstruosas aberraciones conformando un cuadro de inconcebible abyección y locura. Ahí estaban las innumerables y abrumadoras pruebas físicas, clasificadas en el gabinete de la policía por el criminólogo Mariño, y que, habiendo sido prohibida su exhibición al público, el criminólogo enseñaba a sus amigos (entre los cuales, casualmente, se contaba Peña y Lillo). [Saenz 2012]

 

Dicho esto, y sin descartar un vínculo entre dicho caso y el de las 17 tapitas, toca asumir que en la novela de Saenz el epíteto (criminólogo) es un δίς λεγόμενον (lo dicho, lo que se dice “dos veces”), y sobre todo que ambas figuras mueven, incluso en lexicografía y en crítica textual, asuntos tan delicados como la diferencia y la repetición, lo general y lo particular, lo único y lo singular, lo excepcional y lo insignificante; en suma, los bordes del orden nominado, de una clasificación, de un lenguaje. ¿Lo innombrable, lo inclasificable, o más bien lo monstruoso, lo especial? Por de pronto y sin pecar de temerarios, se debe entender que Mariño, en tanto hápax, pasa por el mundo de Saenz como una figura muy extraña y extrañamente familiar, en una palabra, siniestra (Freud), y que en tanto criminólogo roza los ámbitos y las fibras más íntimas del mundo Saenz. Con tales antecedentes se entiende mejor la escena de una noche de viernes en casa de Jaime Saenz. Pero también y sobre todo lo que esa noche viera Blanca al ver a Mariño con otros ojos.

Que el hápax (Mariño) no sería para ella lo que el Hápax fuera para Jaime Saenz. Dicho de otra manera, que el Hápax por antonomasia (con mayúscula) no es otro que el Gólem: palabra que en la Biblia aparece únicamente en el salmo atribuido ni más ni menos que a Adán: “Tus ojos vieron a mi Gólem”. No cabe recordar acá las verdades que, al decir de Borges (1964), refiere Gerson Scholem “en un docto lugar de su volumen” [1995], pero sí es necesario apuntar una de sus enseñanzas: que entre los siglos xi y xv el término habría sido empleado como denominación de una figura judeocabalística; y que solamente luego, pasando por traslados y reelaboraciones de la literatura alemana y judía del siglo xix, llegaría a tener la inusitada fama que le diera la novela de Gustav Meyrink, El Gólem (1915). Tal distinción resulta necesaria, pues exige no confundir la significación de Gólem en el salmo con la moderna figura del homoide creado por artes mágicas: esa que llega hasta Felipe Delgado con la imagen del autómata y servidor demoniaco cuyo prototipo es el homúnculo de Paracelso. Pues hasta ahí llega, en efecto, con la legión de dobles que prolifera en la noche paceña y con la que reside en el caserón de la calle Recreo junto a José Luis Prudencio: su legión de sirvientes de rostro pintado y muñecas de carne y hueso.

Así las cosas, y siempre en contra Sainte-Beuve, puede ya imaginarse cómo Mariño y la historia del sastre judío desatan a ojos de Blanca un relato demasiado atado al mundo de Saenz: revirtiendo la trayectoria que termina en el gólem moderno, por supuesto, para acoger más bien al hápax saenceano (Mariño) según la acepción que Scholem ilumina en el salmo.

 

Gólem viene a significar aquí, y sin duda también en las fuentes posteriores, lo informe, lo amorfo. Nada aboga a favor de que –tal como se ha afirmado en ocasiones– signifique embrión. La literatura filosófica medieval lo utiliza como término hebraico para materia (hyle) amorfa, y esta significación más expresiva reaparecerá también en parte de las consideraciones que a continuación se exponen. El Adán aún no afectado por el soplo divino es designado en este sentido como Gólem. [Scholem, 1995]

 

Se habrá apreciado finalmente la correspondencia estructural: el hápax (Mariño) no sería para Blanca lo que el Hápax fuera para Saenz. Tal correspondencia deja entender que, si la historia del doctor Mariño es otra historia, es porque la última sección de Memoria solicitada acoge el hápax saenceano en tanto hyle, substancia amorfa (para el caso telúrica) y aún no afectada por el soplo divino. No habría en ello mayor secreto, por lo demás. Pues Mariño, en tanto hápax, es ante todo un significante dotado de la “monstruosidad semántica” que Barthes celebra en el nombre propio: un significante que, para el código, funciona como nombre común; un significante que, sin embargo, no tiene ninguna restricción: ni paradigmática (pues recubre inmediatamente todo lo que el recuerdo, la memoria, el uso y la cultura hayan podido depositar en él), ni tampoco sintagmática, pues un nombre propio hace lo suyo, irreductible a toda regla proyectiva [2002].

Con esos ojos, mirar a Mariño como al Gólem supone finalmente acogerlo y acariciarlo como el gólem que reaparece entre los siglos xii y xv en esa mezcla de leyenda y rito cabalístico que evoca Sholem: un encuentro íntimo o al menos selecto, sin función utilitaria. Desde ese ángulo, mirar el hápax con otros ojos y cambiarlo de estante, implica finalmente que la última sección de Memoria solicitada ensaya algo comparable a la crítica patética que Barthes imagina en La preparación de la novela: esa crítica que “en lugar de partir de elementos lógicos (análisis estructural), partiría de elementos afectivos […] como si aceptáramos depreciar la obra, no respetar el todo, abolir las partes de esa obra, arruinarla –para hacerla vivir” [2003].

Vendría de los inicios, por tanto, el método que Blanca Wiethüchter celebra esa noche de viernes con dos amigos y varios té con té, antes de llevar al doctor a casa en coche, a eso de las tres de la mañana:

 

Vivía en los comienzos de la Saavedra, a poco de pasar la calle Yungas. Se despidió de mí:

— Señora, este cuerpo se va pero mi espíritu, ilustre Señora, queda con usted. Y así fue.

 

Cosas muy delicadas

 

Y dixeron varón a su compañero, dad, adobemos adobes y ardedura, y fue a ellos el adobe por piedra, y la cal fue a ellos por lodo. (Génesis 11, 3.)

 

Y así fue, probablemente, por esos aires donde se trenzan la estirpe del investigador clásico y las tranzas de un funcionario de novela negra. Pero si Mariño se quedó, sin duda, fue no tanto en espíritu como por sus maneras de tratar la imaginación, el cuerpo del delito y la conversación según la lógica que expusiera al final de la noche al contar la historia del pianista loco. En Memoria solicitada Blanca Wiethüchter anuncia solo el principio, una frase, que según ella construía la lógica analítica de Mariño. Llegada la hora, también cuenta las circunstancias, aun si brevemente, como si el bosquejo bastara para entender los modos y formas en los que se quedaba el investigador.

 

En una de las torrenteras del río Choqueyapu, se encontró un paquete casi deshecho que contenía nada menos que el pie de una mujer: uñas pintadas de un rojo vivo, el corte se había realizado un poco más arriba del tobillo.

– Y donde hay un pie, Señora mía, tiene que haber otro.

 


Con esa frase y insoslayable necesidad de un par que debe ser otro, Blanca habrá completado el repertorio policial inventariado, hasta entonces, sin el caso donde el lector es el culpable. [5] Pero también habrá celebrado esa otra lógica que, sin duda, volvió con Blanca en coche. Otra lógica y otra ética del investigador, si se quiere, que Mariño había sistematizado en el método de la cal viva. No había tardado en exponerlo al inicio de la velada, por lo demás. Sin detallarlo mucho y con relativa modestia, pues habría sido el primero en utilizarlo en Bolivia.

 

Lo pensé de inmediato: esto huele mal, huele a crimen. De manera que antes de que cualquier ignorante hurgue con sus manos el asunto y eche a perder la pesquisa reuní a un grupo de tres personas de investigación, entre ellos el teniente Montero y dos agentes. Mandé a comprar cal viva. Porque debe usted saber, mi querida señora, que la cal sirve para detectar las huellas que dejan los homicidas. Sin cal no hay nada, hasta hoy en día. Y es necesario confesarle que he sido yo el primero en utilizarla en toda Bolivia. Pues tiempo ha, investigaban de cualquier manera y no se procedía de manera científica. Esto no se puede hacer señora. Esas cosas son sumamente delicadas, se trata finalmente de vidas humanas, Señora, de vidas humanas.

 

Tratándose de un asunto tan delicado, de un asunto que mueve dispositivos e intereses de diversa índole, científica y legal, lógica y deontológica, política y epistemológica, académica y literaria, resulta también muy probable que dicho método dejara más de un rastro en la reflexión y la disolución de fronteras genéricas que Blanca expuso en 2003. Particularmente en lo que toca al lugar en el que escribe, por supuesto, ese lugar que Rodrigo A. Bloomfield ilumina como el propio lugar del artista, con todo y lo que allí conlleva el privilegio de los gestos técnicos y procedimentales. Como el preparado de yeso que él si describe con mayor detalle, pues esa técnica sería esencial para la obra de Ricardo Pérez Alcalá.

La técnica que descubre este pintor administra de manera novedosa la acuarela y abre las puertas a un nuevo registro de texturas. Para lograr esta nueva calidad en el delicado tejido de un cuadro, Pérez Alcalá ha descubierto un preparado de yeso, que aplicado como fondo de leve espesor, hace que el comportamiento de los pigmentos y la goma cambie, quedando éstos imposibilitados de penetrar en la masa de yeso. El resultado es una masa aún más transparente y fina que la acuarela sobre papel. Pues el papel, al absorber el pigmento y la goma los traga confundiéndolos consigo a tiempo de opacarlos.

Habrá que volver al Pura, por consiguiente, y apreciar el preparado de yeso que también ilumina el lugar en el que Blanca escribe en contrapunto con la panorámica y el espacio literario. Manera de atravesar la prueba de separación, si se quiere, en tanto desde el dominio del fuego el yeso es materia de agarre por excelencia, ligante en la construcción y soporte en la pintura al fresco. Manera también de celebrar la geografía precisa que sobre una superficie toma volumen en profundidad, cambiando el comportamiento de los materiales, mezclándolos a tiempo de preservar en ellos su peculiaridad:

 

Diez veces más ligera que el santo óleo, esta técnica logra parecérsele, pero evita en su aplicación las cretas o arcillas que dan cuerpo al aceite. De esta manera los lienzos lucen un tejido finísimo que mantiene la frescura de un color de agua y la independencia de las veladuras que ya no se fusionan, pues mantienen las diversas tonalidades aplicadas a tiempo de mantener la transparencia de la acuarela y su posibilidad de palidecer cuando sea necesario.

 

El territorio que registra el color del agua, en Pérez Alcalá. Es un delicado trabajo de matices.

Manera, finalmente, de atravesar la prueba según el propio gesto de escritura que arrastra la aplicación al disolver no solo genéricas fronteras, sino el propio paradigma con el que Leonardo consagra la frontera entre las artes: Per via di porre (a imagen del pintor, quien “va poniendo colores donde antes no los había, sobre el blanco lienzo”) por oposición a Per via di levare: gesto del escultor que va “quitando de la piedra la masa que encubre la superficie de la estatua en ella contenida”. La geografía finalmente se precisa con el propio gesto que escribe, que a la vez pone y expone, cubre y añade, penetra y levanta, en tanto gesto que en un solo movimiento de la mano efectúa el trazo y la capa, una incisión y una unción. El gesto originario de la pintura y la escritura, decía Barthes, el propio gesto que conjuga el dedo y la palma, la uña y el monte de Venus.

Esas cosas son sumamente delicadas, se trata finalmente de vidas humanas, Señora, de vidas humanas –insistía Mariño celebrando los rigores y cuidados que el método de la cal viva no soslaya. Tan delicadas, que Bloomfield coincide al describir cómo la técnica de Pérez Alcalá derrama una materia diez veces más ligera que el santo óleo: como si todo se jugara en la materia, los motivos y los propios gestos de una unción extrema que transforma el soporte en un territorio consagrado. Material, literal y sacramentalmente hablando, como en las hierogamias de la antigua Babilonia, como en la escena de Betania a al abrir una ventana.


NOTAS

1 Para tal efecto fueron convocados y, por ende alterados, tres estudios ya publicados: El preparado de yeso. Blanca Wiethüchter, una crítica afición, La Paz, Instituto de Estudios Bolivianos, 2014; “El arte de la canonesa”, introducción al tercer tomo de Blanca Wiethüchter, Obra completa, 2017, y “17 chapitas de entrada”, introducción a Los rastros del doctor Mariño. Crónicas policiarias 1937-1959, Carrera de Literatura, 2020. Que la trenza también se desate, es lo que cabe esperar.

2. Tal el aporte que la exégesis más sistemática reconoce en el estudio inaugural según distintas perspectivas interpretativas: Luis H. Antezana (1986), Javier Sanjinés (1989 y 2021), Elizabeth Monasterios (2001, 2021) y el suscrito [2003 y 2011: iv].

3. La carta de Jaime Saenz a Ricardo Bonel Valdés escrita en La Paz, el 1ro. de noviembre de 1973, fue publicada por la revista de literatura La Mariposa mundial (No. 5, La Paz, 2001), y luego, en la sección “Cartas reunidas” del número 18 dedicado exclusivamente a Saenz (La Paz, 2010).

4. Sobre el montaje, ver por ejemplo Didi-Huberman 2009, dedicado al Arbeitsjournal de Bertolt Brecht (en traducción castellana, Diario de trabajo 1938-1955, 3 tt., Madrid, Nueva Visión, 1979).

5. X = el lector: tal el caso que el 12 de enero de 1969 François Le Lionnais (Op. cit.: 65) señala como no realizado. ¿“El caso de las 17 tapitas de cerveza”? ¿otra demanda felizmente atendida por Memoria solicitada?


Bibliografía

Antezana Luis H.

1986 “Hacer y cuidar”, en Ensayos y lecturas, La Paz: Altiplano. También en L.H. Antezana, Ensayos escogidos (1976-2010), La Paz: Plural Editores, 2011.

Badiou Alain

1998 Traité d’inesthétique, Paris, Seuil.

2005 Le siècle, Paris, Seuil.

2011 Elogio del amor, diálogo con N. Truong, Madrid, La esfera de los libros.

Barthes Roland

2002 Œuvres complètes. 5 tt. Nouvelle Édition revue, corrigée et présentée par É. Marty. París, Seuil.

2003 La préparation du roman, Cours et Séminaire au Collège de France. Editée par Nathalie Léger. Paris, Seuil/ imec.

2007 Le discours amoureux. Séminaire à l’École Pratique des Hautes Études (1974-1976), suivi de Fragments d’un discours amoureux inédits. Avant-propos d’Éric Marty, Présentation et édition de Claude Coste, Paris, Éditions du Seuil.

Da Vinci, Leonardo

1942 Les carnets (2 tt.), Paris, Gallimard.

Didi-Huberman, Georges

2000 Devant le temps, Paris, Minuit, 2000.

2009 Quand les images prennent position. L’œil et l’histoire I, Paris, Éditions de Minuit.

Goethe, W.G.

1958 Los sufrimientos del joven Werther, en Obras completas, t. I, trad. de Rafael Cansinos Assens, Madrid, Aguilar.

Freud, Sigmund

1943 Obras Completas, trad. L. Rosenthal, Buenos Aires, Sudamericana.

Mallarmé, Stephan

2003 Œuvres complètes, 2tt., Paris, Gallimard, Bibliothèque de La Pléiade.

Marty, Éric

2006 Le métier d’écrire, Paris, Seuil.

Merleau-Ponty, Maurice

1945 Phénoménologie de la perception, Paris, Gallimard.

Mitre Eduardo

1986 El árbol y la piedra: poetas contemporáneos de Bolivia, Caracas, Monte Ávila.

1994 De cuatro constelaciones, La Paz, Fundación BHN.

Paz Soldán Alba María, Wiethüchter Blanca et al.

2002 Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia. 2 tt. La Paz: pieb.

Monasterios, Elizabeth

1999 Dilemas de la poesía de fin de siglo, Plural Editores / Carrera de Literatura, Facultad de Humanidades y CC.EE., UMSA., La Paz.

Saenz, Jaime

1975 Obra poética, La Paz, Biblioteca del Sesquicentenario de la República.

1979 Felipe Delgado, La Paz, Difusión.

2010 La mariposa mundial. Revista de Literatura, No. 18, La Paz, 2010.

2012 Felipe Delgado, La Paz, Colección 15 Novelas Fundamentales del Bicentenario, Carrera de Literatura, Ministerio de Culturas del Estado Plurinacional de Bolivia.

Villena Alvarado Marcelo

2003 Las tentaciones de San Ricardo. 2da. Edición, 2008. La Paz: ieb / Editorial Gente Común.

2014 El preparado de yeso. Blanca Wiethüchter, una crítica afición, Instituto de Investigaciones Literarias (I.I.L.), Carrera de Literatura / Instituto de Estudios Bolivianos (I.E.B.), Facultad de Humanidades y CC.EE., UMSA. / Plural Editores, La Paz.

Villena Alvarado Marcelo (editor)

2020 Los rastros del Dr. Mariño. Crónicas policiarias 1937-1959. La Paz: Carrera de Literatura

Wiethüchter Blanca

2017 Obra completa, 4 tt. Edición de Mónica Velásquez Guzmán. La Paz: Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia.




MARCELO VILLENA ALVARADO (Bolívia, 1965), trabaja como profesor e investigador en la Carrera de Literatura y el Instituto de Estudios Bolivianos (umsa). A la fecha, ha suscrito Pócimas de Mme. Orlowska (1998, 2004) El arte de los pedales (2022); Las tentaciones de San Ricardo, siete ensayos para la interpretación de la narrativa boliviana del siglo xx (2003, 2011); El preparado de yeso: Blanca Wiethüchter, una critica afición (2014); Roland Barthes, el deseo del gesto y el modelo de la pintura (2015). También ha estado directamente involucrado en las siguientes colaboraciones: Algo por el estilo (1998), Coloquio internacional Roland Barthes Amateur. Memorias (2016), Εiς Δημήτραv / Himno a Deméter, versión bilingüe del himno homérico (2017); Rastros del Dr. Mariño. Crónicas policiarias 1937-1959 (2020).





LAURA AIDAR (Brasil, 1984). Artista visual y fotógrafa. Licenciada en Educación Artística por la Universidade Estadual Paulista (Unesp) y graduada en Fotografía por la Escola Panamericana de Arte e Design. Fue docente en las escuelas municipales y estatales de São Paulo durante 6 años. Trabaja en proyectos sociales y otras instituciones (como el Sesc) impartiendo cursos de arte y fotografía para jóvenes y adultos. Realiza investigaciones y trabajos artísticos de autor utilizando lenguajes híbridos. Crea contenidos online sobre temas relacionados con el arte, la cultura y la comunicación desde 2019. En 2021 realizó la exposición Linhas Imaginadas, en la Galeria Casa Lebre, en Bragança Paulista. Según ella, esta exposición se caracteriza por ser un manifiesto a favor de la autonomía femenina, la expresión genuina, la elección consciente, lúcida y desilusionada. Laura es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.




Agulha Revista de Cultura

Número 243 | outubro de 2023

Artista convidada: Laura Aidar (Brasil, 1984)

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023 

 


∞ contatos

https://www.instagram.com/agulharevistadecultura/

http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/

ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

 





 

Nenhum comentário:

Postar um comentário