Una geografía precisa
Entre Gardel y Le Pera vuelve también el parpadeo que
Blanca Wiethüchter alumbra en “Notas para una reflexión sobre las fronteras genéricas”,
inicialmente escritas en 2003 como parte de su intervención en el Festival Internacional
de Poesía de Medellín. Inéditas hasta la publicación en cuatro tomos de la Obra completa (2017), dichas notas esbozan
un panorama del espacio literario boliviano a fines del siglo xx, panorama que tendría
como signo distintivo la transgresión de las fronteras de género [597-599]. Luego
la ilustran, en el mejor sentido [599-602], al comentar un poema extenso de Jaime
Saenz (1921-1986), otro de Juan Carlos Orihuela (1952) estructurado en base a un
tiempo circular y ritualizado, y un relato de estructura poética de Jesús Urzagasti
(1941-2013). Quedan allí expuestas las afinidades electivas de una trayectoria que
la disposición en cuatro tomos de la Obra completa deja entrever, entre uno y otro.
De ahí que el parpadeo vuelva, ora al revisar la panorámica, ora al mirar el lugar
que todavía te busca y te nombra, como en el tango: que es un soplo la vida, que
veinte años no es nada.
§
Las notas empiezan con el Génesis (la lengua ha dejado
de ser única y universal) para indagar sobre las polifonías babélicas y la incorporación
de los diversos espacios regionales en la escritura. Con el mito, viene entonces
la idea de que las fronteras de género las trazan las instituciones y el mercado
para organizar la producción y el consumo de objetos literarios. Más bien del lado
de la producción, Blanca Wiethüchter alude a una profunda transformación que pasaría
por la invasión de formas narrativas en la poesía, o a la inversa, el relato poético
–a los que se pueden añadir otras formas de renovación como la ficción en la crítica
–además de una sistemática promoción de la intertextualidad, de la experimentación
con distintos significantes gráficos y pictóricos y de un largo etcétera. En el
espacio literario boliviano, dicha transformación correspondería con una utopía
intelectual que olvida los fracasos de la razón occidental y asume un gran entusiasmo
por lo andino y lo amazónico. La utopía fraguada desde los sesentas en ámbitos académicos
y más ampliamente letrados, cabe inferir, allí donde la ruptura de las fronteras
genéricas tomaría en mano la complejidad de la experiencia vital y la asunción del
mestizaje como nuestra condición.
Lo cierto es que vivimos hace tiempo como invadidos y
como invasores, ¿qué conflicto puede crear a un boliviano y tal vez a un latinoamericano,
la ruptura de fronteras genéricas? Si más bien le abre las puertas para expresar
de otra manera la pluralidad de lenguas y culturas que vive a diario.
Sin
duda, un acento regional circula en esas líneas, pero no sin las debidas distancias
con respecto a la entonación globalizante: … y tal vez a un latinoamericano. Blanca
lo advertía desde un inicio, entre paréntesis, al subrayar que pensaba en Bolivia (y no quiero generalizar a Latinoamérica, aunque probablemente
existan experiencias muy próximas). Y aún más incisivamente al perturbar la buena
imagen de Latinoamérica en una serie de acotaciones que, entre líneas, desata el
revés de la panorámica: participamos en el juego de ojos, miradas hacia afuera y hacia adentro, vivimos
hace tiempo como invadidos y como invasores… Como
si al asumir la apertura a una pluralidad de lenguas y culturas no quisiera soslayar el conflicto que desata una ruptura de fronteras
genéricas. Más aún si se la imagina desde el propio lugar de una escritura:
Y es desde ese lugar desde
donde debe, creo, comenzar la reflexión –no creo gran cosa en la objetividad–, pensar
a partir de una geografía precisa, desde aquella que mal o bien habito, sin renunciar
por ello a las pretensiones de universalidad que parecen obligar a la lengua única.
Pienso sin certezas, de una
desviada manera postmodernista, y no dejo de leer, de imitar, de padecer y compartir
experiencias del primer mundo del poder, y desde un claro e impotente lugar postcolonial:
me duelo y me gozo, hablo y escribo en Bolivia.
Bolivia
sin bolivianismos. Latinoamérica sin latinoamericanismos, ¿diría, versionando la
leyenda que Roland Barthes anota al pie de una fotografía: ¿La familia sin el familialismo?
[2002 iv: 607]. Lo cierto es que
al destrabar el registro de la utopía intelectual llama también a imaginar, hoy, ese lugar en el que escribe, no tanto un espacio
sino una geografía precisa que te busca y te nombra.
§
Sin duda, en esas líneas las copulativas
trazan tanto una conjunción como una distinción: y desde un claro e impotente lugar
postcolonial: me duelo y me gozo, hablo y escribo en Bolivia. Manera de celebrar
el conflicto que conlleva una
ruptura de fronteras genéricas con un gesto trágico –diríase a primera vista, por
antífrasis con el registro épico de la utopía intelectual; e incluso a una segunda,
ahora por correspondencia con la “prueba de separación” que Barthes, el común amigo
que Blanca pasa a menudo de contrabando, montara en la penúltima sesión del curso La preparación de la novela (1978-1980).
Superadas las dos primeras
(la Elección, la Paciencia del Hacer), el profesor del
Collège de France encara la prueba moral como protagonista, interrogándose a sí mismo mediante
el gesto de la Pietà, que fuera ya el de Orfeo: Amo la literatura con una suerte
de amor penetrante e incluso perturbador, como se ama y se abraza algo que va a
morir [2003: 353, 2015: 507]. Barthes afirmaba así un deseo de escribir presente,
pero inactual, en tanto la literatura, “como Fuerza activa”, estaría “a punto de
morir”. Sobre llovido, mojado. Con el gesto de la Pietà movía tanto un deseo como
una exigencia que desde fines del siglo xx corren más bien en contrarruta. Lo insinuaba al recordar los síntomas de obsolescencia
y marginalidad de la literatura: crisis de la enseñanza en la escuela y la universidad,
menoscabo de las letras en beneficio de la tecnocracia, olvido de la tradición,
extinción del mito del gran escritor, devaluación de la noción de Obra… En suma,
los síntomas que había destacado ya en la Lección inaugural (1977) al describir
un escenario donde la literatura, al ya no estar “vigilada” por el Poder y sus legiones,
nos llamaría otra vez [2002 v: 444]. ¿Pasando las fronteras de la institución de
contrabando, a espaldas del Estado y el mercado académico y editorial?
El hecho es que, en la penúltima
sesión del curso sobre la preparación de la novela, Barthes persiste en la invitación.
Al explorar las preguntas que la prueba de la separación impondría al que escribe
(¿dónde situar la obra, en qué historia, en qué sociedad, en qué lengua?), pero
también al arriesgar, en la última, una palabra final (pero no la última). El libro
del que había hablado durante varias semanas, el libro sin el que no habría hecho
el curso no era más que un deseo; un libro deseado, ni siquiera en proyecto o en
proceso –insiste, para confesar a media voz que venía de hacer uno pequeñito, a
punto de publicarse en esos días (La cámara lúcida), a pocos días del accidente
en la esquina del Collège de France. No en vano había anunciado desde un inicio
que el segundo año del curso (“Querer escribir”) estaría estructurado como una tragedia,
o un rito: con sus tres pruebas y una victoria; con todo y su parábasis, esa
parte de la antigua comedia en la que, fuera de la acción, el corifeo se dirige
directamente a los espectadores para exponer las intenciones u opiniones del autor.
No en vano, como si el gesto de la Pietà enseñara, de entrada, que al final el final
no importaba tanto.
Así las cosas, una prueba de
la separación también liga las notas que Blanca
Wiethüchter expone para contribuir a la discusión sobre el lugar de la escritura.
Con las preguntas de una escritura que se pone a prueba (¿dónde situar la obra, en qué
historia, en qué sociedad, en qué lengua?), obviamente, pero sobre todo al precisar
la geografía donde no dejaría de escribir, de leer, de imitar…
Hemos perdido junto a los
del norte la inocencia y aprendido a poner en tela de juicio la condición de la
escritura, lo que nos obliga a otras fidelidades más personales. […]
No existe otra certidumbre
–descalificadas como están las ideologías y las doctrinas eclesiásticas— que la
existencia: la del cuerpo. Lo que no nos otorga sino una frágil seguridad. Porque
aquello, el cuerpo, que nos celebra (a veces), que nos encarna, se enferma y nos
muere y sólo nos permite una confianza relativa, sujeta como está a los embates
del accidente o a quien le guste, del destino. Esta certeza, que nos salta más allá
de las fronteras que la materia le impone, armoniza con un espacio literario que
se convierte en el único lugar de trascendencia. Pensado como un analogon, por decirlo
así, de la vida, ese lugar “doble” o desdoblado, incorpora una estructura narrativa
que en términos del poeta Jaime Saenz –nuestro mejor poeta– equivaldría a “recorrer
esta distancia”, es decir aquel espacio que nos separa de la muerte, el lugar de
la escritura se transforma en el lugar significativo del vivir” [2017]
En esos términos, queda también
la impresión de que el analogon de nuestro mejor poeta responde más a lo que ocurre
en un espacio literario, que al lugar donde Blanca escribe:
ese lugar que fatalmente leemos como invadidos y como invasores, ese lugar donde inscribe
otra estructura narrativa sin dejar de padecer y compartir, de dolerse y gozar según
el propio gesto de la Pietà. ¿Una geografía con trazos
de tragicomedia?
Sea
como fuere, estas páginas recorren una geografía que se precisa, en términos del
filósofo e historiador del arte Didi-Huberman [2000], en tanto experiencia y acontecimiento
del sujeto; es decir, según un deseo que, frente a la axiomática y a estética del
espacio (experiencia objetivable y clasificable como hecho en la historia de las
artes plásticas), opta por una axiomática y una estética del lugar, las de un acontecimiento
del sujeto.
EL DOS, CUESTIÓN DE GÉNERO Y NÚMERO
Una doble instalación
Con sus razones postindustriales y especulativas, con
sus plataformas culturales y educativas, con sus crisis energéticas, geopolíticas,
inmobiliarias y sanitarias, lo que va del siglo no habrá sino agravado el estado
de la literatura. Entre 1998 y 2001, Alain Badiou (2005) ensayaba en su seminario
un cuadro general y sistemático que permite apreciar mejor el diagnóstico de Barthes;
e incluso confirmarlo, hoy, en el espacio literario que Blanca Wiethüchter imaginara
en este Occidente extremo.
Que
veinte años no es nada, lo sugiere también el filósofo al caracterizar los últimos
veinte del xx como una “Segunda Restauración”. A imagen de la primera, tras la revolución
francesa (1792-1794), esta también instalaría “un momento de la Historia que declara
imposibles las revoluciones, y tan natural como excelente la superioridad de los
ricos”. Se caracterizaría sin embargo por una obsesión peculiar. Si el siglo xx
fuera el de “una exaltación de lo real hasta el horror” [2005], en sus últimos veinte
años habría terminado obsesionado con el Número: indicadores de la Bolsa, índices
de ganancias interanuales en las empresas, de salarios de altos cargos y rankings
en las encuestas de opinión al consumidor… El filósofo tiene a bien explicar dicha
obsesión: “toda restauración odia el pensamiento y sólo le gustan las opiniones,
particularmente la opinión dominante […] Una restauración es ante todo una aserción
con respecto a lo real, a saber, que siempre es preferible no tener ninguna relación
con lo real” [Badiou 2005]. A fines del siglo xx, por tanto, la Segunda Restauración
habría convertido el Número en fetiche, pues ahí donde falta lo real, subraya el
filósofo, se yergue el “número ciego”. El “mal número”, precisa, por oposición al
“número como forma del ser” que despejara el poema de Mallarmé:
el único número que no puede ser otro”, el momento en
que el azar se fija, mediante un golpe de dados, en necesidad. Hay una articulación
indisociable entre el azar, que un golpe de dados no deroga, y la necesidad numérica.
El número es la cifra del concepto. Por lo que, concluye Mallarmé, “todo pensamiento
emite un golpe de dados.
Hoy en día, el número es el
número de lo contable indefinido. A la inversa del número de Mallarmé, el número
de la Restauración tiene por característica el poder ser, sin ninguna dificultad,
cualquier otro número. La variabilidad arbitraria es su esencia. Es el número flotante.
Es que en el trasfondo de ese número está la Bolsa.
La trayectoria que va del
número de Mallarmé al número de las encuestas es la que cambia la cifra del concepto
en variación indiferente. [Badiou 2005]
Tal indiferencia ha llegado
a campear en este Occidente extremo, incluso en el
espacio literario donde, menguadas
la utopía intelectual y el entusiasmo finisecular, la obsesión del Número no deja
de ejercer sus indicadores de exportaciones y extrema pobreza, de inflación y analfabetismo
cero, sus números de leyes curriculares y rankings de establecimientos educativos,
su número de premios y publicaciones sin ninguna relación con lo real. Así, el filósofo
también habrá llamado a considerar la reflexión genérica sin la obsesión del Número
ni nostalgias por tiempos idos. Más bien desde ese par de libros que reúne el tercer
tomo de la Obra completa: quizás los menos leídos, sin duda los menos considerados
por la crítica mediática e institucional. Se trata, por una parte, de Pérez Alcalá,
o los melancólicos senderos del tiempo (1997), libro dedicado al acuarelista potosino
(1937-2012) e iluminado con reproducciones de acuarelas y fotografías suyas. Se
trata, por la otra, de Memoria Solicitada (1989, 1993, 2004), libro que se consagra
en triple entrega a Jaime Saenz, si no el mejor, como reza en las notas, el último
“gran” poeta boliviano del siglo xx.
Crítica-ficción decía Blanca mirando al primero,
donde una noche de jueves, un novelesco personaje (conocido más por su apellido
materno, Bloomfield) ofreciera una conferencia sobre la obra del acuarelista potosino,
por demás reconocido a nivel nacional e internacional. De manera simétricamente
inversa, pues se trata en principio de testimonios y de vivencias,
Memoria solicitada se propone dar forma a las diversas imágenes interiores que configuran
[…] al singular personaje que fuera Jaime Saenz –reza el prólogo de 1989; pero
también, según la presentación de la tercera (2004), una forma de hacer partícipe
al lector de una presencia tan extraordinaria como fue la del poeta en este mundo.
De una entrega a la otra, Memoria solicitada encuentra su forma en la progresiva
incorporación de breves relatos autobiográficos, esbozos de ensayo, poemas y fragmentos
de poemas, dibujos, fotografías y escritos más íntimos del propio Saenz: una suerte
de álbum que desplaza el registro testimonial inicialmente concebido. En ambos libros, entre
la obra y la imagen del artista, del pintor, del poeta, del amigo, la geografía
evocada por Blanca en 2003 finalmente se precisa: tal la hipótesis que estas páginas
quisieran, al menos, provocar. [1]
Una
correspondencia estructural
Memoria solicitada supone toda una historia y esta hilvana
el tercer tomo de la Obra completa que abre Estructuras de lo imaginario en la obra
poética de Jaime Saenz (1975): la tesis de grado (mémoire)
defendida ante la universidad de París-Vincennes en mayo de 1975 y publicada ese
mismo año en La Paz como estudio que acompaña la Obra poética de Saenz en la Biblioteca
del Sesquicentenario de la República de Bolivia. Lejos del testimonio meramente
evocativo, Memoria solicitada no deja de explorar dicha historia, la de un aprendizaje
donde, no estará demás destacarlo, se juega una relación entre Discípula y Maestro
–y vice versa. Lo que es decir también que el álbum actualiza una experiencia académica
por partida doble: la universitaria en París post mayo del 68 (de 1971 a 1975),
y la que más bien se inscribe en una larga duración pues, antes y después de la
tesis, entre Maestro y Discípula se juega, mutatis mutandis, el escenario de la
asamblea socrática que celebran tanto los diálogos platónicos como la dedicatoria
de la tesis (“A Jaime Saenz, con gratitud, por las incontables enseñanzas con que
me ha favorecido”), y más radicalmente los versos de “Porque así es mágico” recogidos
en el álbum: “Gracias a él. / Oí por primera vez, el Adagio de Albinoni / Al son
de unos gritos de júbilo…”
Toca
asumir entonces que en tres entregas Memoria solicitada dispone una suerte de iniciación
que, digna del nombre, con o sin socratismo, altera los términos de la relación.
Y también recordar los antecedentes, pues Estructuras de lo imaginario en la obra
poética de Jaime Saenz encara el tema de la tesis (“lo imaginario”) en términos
de una doble identificación con todo y sus consecuentes. Identificación en cuanto
a la perspectiva de estudio, para empezar, pues la tesis custodia el “carácter religioso”
de la obra estudiada: La trayectoria poética de Saenz se orientará hacia la unión
íntima del hombre con su ‘ser’, es decir, hacia la identidad y, más allá de ella,
hacia lo que podemos llamar búsqueda de unidad, de totalidad. Así, la tesis se propone
explorar en Saenz una poesía de profundidad, su dificultad de nombrar una experiencia
mística, su afán por expresar en lo múltiple lo único, según un enfoque de corte
espiritualista o trascendental debidamente expuesto en la “Introducción” y la “Bibliografía”.
Pero la doble identificación responde menos a cuestiones de doctrina o creencia
que a una declaración escrita en una “carta personal” (precisa la nota en pie de
página) donde el poeta se imagina según cierta imagen del alquimista: “El artista
es un místico, al igual que el alquimista. En el ejercicio de la mística encontrará
la materia prima de la obra”. De ahí que la tesis explore el sentido de la obra
según el simbolismo fundamental de la alquimia, el de la muerte y resurrección,
simbolismo de la alquimia en la tradición cristiana, obviamente, con el que un riguroso
análisis de la obra despeja formalmente todo un programa de escritura que también
rige en la narrativa de Saenz. [2]
Lo que
acá importa es que la “carta personal” estructura la tesis en dos partes, pero también los estudios
que Blanca Wiethüchter dedicara luego al poeta, particularmente el último donde
el destinatario es identificado (Ricardo Bonel Valdés) y el texto epistolar citado
generosamente. “El conjuro del alquimista” titula dicho estudio, acápite
central de “El pie derecho”, capítulo
que cierra el primer tomo de Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia
(2002) según un diseño donde el susodicho pie (Jaime Saenz) diacrónicamente culmina
el arco de la modernidad abierto por Ricardo Jaimes Freyre, “El pie izquierdo”.
Resulta, sin embargo, que allí Saenz también funciona como pliegue
hacia otro espacio literario […] y otros principios de representación —que, sobrepasando
los límites que hemos impuesto a nuestra investigación, pertenecen a otro futuro.
Atando cabos: entre la referencia hermética,
pero a la vez neurálgica de la tesis y las citas del “Conjuro
del alquimista”, los diversos modos de tratar la “carta personal” también perfilan
un recorrido que confluye, en vista de otro futuro, en las reflexiones genéricas
de Medellín.
En efecto,
al citar copiosamente la carta, “El conjuro del alquimista” desdobla la doble identificación
que inspira la tesis. Allí era cuestión del poeta concebido a imagen y semejanza
del alquimista dado al ejercicio de la Obra. Más acá de la doctrina o la creencia,
subsúmase o no la obra en un ejercicio espiritual, la carta personal trae todo un
detalle. “El conjuro del alquimista” lo amplifica al citar y comentar la carta más
detenidamente, llevándola a otro lugar. Allí, la pérdida de fe y la caída al vacío
se conjuran en tanto crisis de un lenguaje poético que, sin poder expresar una verdad,
sin poder constituir un lenguaje esencial, cae en la incertidumbre, y con ella en
un lenguaje que solo puede dar cuenta de la experiencia material, del significante
inmediato, sin la posibilidad de trascender hacia otras dimensiones de significación.
En otras, perdida la fe y revelado el
oscurecimiento de la ‘verdad’, el alquimista optaría por el gran juego de la Obra,
con mayúscula, como única finalidad. Disuelto el carácter místico de la alquimia,
la imagen del alquimista cede el paso al homo ludens cuya imagen es descrita en “El conjuro de la rueda”,
tercer acápite del “Pie derecho” donde Blanca Wiethüchter viene a postular un segundo
Saenz, el de la narrativa. Segundo
diacrónicamente, por oposición al primero, el que apostaba por una transformación
individual de vida por la escritura; pero también sincrónicamente, como la otra
opción de un mismo paradigma que a la vez funge de pliegue hacia un otro
futuro.
Este elevarse positivamente por sobre el abismo de los
no sentidos se descubre como movimiento regenerativo, como un acto social solidario
que encuentra en el juego con el lenguaje –que se nutre de la cultura oral–, en
la diversión y la risa, en el homenaje a los amigos y a los habitantes de la ciudad,
la posibilidad de convivencia social.
Del primero al segundo, tal
recorrido corresponde con la transgresión
de fronteras genéricas celebrada en 2003, obviamente. Pero también y ante todo con
el despliegue de la doble identificación
sustentada en la tesis. De la identificación con
la imagen del alquimista a la distinción del homo ludens el recorrido confluye en
la utopía intelectual referida en Medellín, en tanto la identificación con una labor,
con un trabajo entendido en su aspecto artesanal y colectivo, manual, también resultaría
la apuesta de una escritura donde la materialidad del significante vincula lo estrictamente
individual e interior a lo social y exterior, a la ciudad [159]. No hará falta insistir sobre lo que promete el homo ludens en tanto virtual
impronta del “pie derecho” y en tanto pliegue con un otro espacio literario y un
otro futuro. Lo que sí importa subrayar, acá, es que la distinción del “Pie derecho”
no viene sin una yapa, o suplemento, que Blanca ofrece a la manera
del Heinrich imaginado por Barthes en los seminarios y el libro sobre el discurso
amoroso [2002 v, 2007]. Al identificarse con todo “enamorado perdido”, Heinrich
lo haría menos en un sentido psicológico que en uno estructural: “soy aquel que
tiene el mismo lugar que yo”. Entre la tesis y el conjuro, ¿Blanca Wiethüchter habrá
pasado a escribir desde el mismo lugar que el homo ludens?
Así,
la primera sección trabaja ya el dispositivo que mueve el álbum montando y desmontando
fotografías y breves relatos que evocan la amistad con Jaime Saenz, pero también
la imagen del poeta y sus dos cuerpos regios, montando y desmontando comentarios
y esbozos de ensayo con dibujos y textos del propio Saenz: un prólogo, tres o cuatro
cartas en el sentido epistolar y al menos dos en el amoroso –simétrica una, la otra
no. Allí, ante la imagen del alquimista, Blanca procede ahora desde el lugar en
el que escribe, recorriendo y perturbando
la tópica de lo que fuera una iniciación. A diferencia
de la identificación y la imagen entendidas platónica o religiosamente (por analogía
o semejanza con el Uno), en la tercera entrega pasan por una correspondencia estructural
(a es a b lo que x es a y) que según el Werther de Barthes involucra mucho más de
dos. Faltara más, ya que con el álbum de par en par se abre la “escena del Dos”: al decir de Badiou [2011:
55], la del amor como proceso que construye una experiencia y cierto tipo de verdad:
“la verdad sobre el Dos, la verdad de la diferencia como tal”. Memoria solicitada precisa de este modo la geografía que recorre
una separación. No en vano, en algún momento, el álbum llevaría
por título Te echo de menos. No en vano, entre la segunda y la tercera entrega,
Blanca Wiethüchter había celebrado la obra de Ricardo Pérez Alcalá, el pintor, el
amigo, el artista, montando y desmontando la conferencia magistral que Rodrigo Abel
Bloomfield ofreciera en el Puraduralubia, espacio cultural situado en Sopocachi,
calle Fernando Guachalla Nº 452.
Intercambiando
lealtades
Lo advierte ella misma desde la primera página: dicho
caballero tenía fama de odiar los diálogos, y quería evitar que el suceso se convirtiera
en un clásico y pedante evento social [2017]. Y en efecto, la “crítica ficción” que trama Blanca Wiethüchter
no puede ser reducida a una afabulación.
Al contar y poner en escena
la conferencia pronunciada
por Bloomfield, el más desconocido de los conocidos escritores
bolivianos, sin declaración alguna, como de contrabando, tienta una opción que se codea con el método
dramático que el común amigo ensayara en Fragmentos de un discurso amoroso (1977).
Medio en broma, medio en serio, esa noche en el
Puraduralubia también se respiran aires de academia socrática: la sala ni tan llena,
pero envuelta en un aire de entusiasmo pocas veces sentido entre los asistentes
iniciados. ¿Tal la atmósfera que
habría deseado Bloomfield al exigir que el evento no fuera
anunciado por ningún medio
de comunicación?
Probablemente también deseara una
reflexión lejos de la opinión (δóξα), lejos
de los sofistas y sus medios (periódicos, revistas y televisión). El hecho es que Bloomfield resulta protagonista
de una reflexión movida por la ἀκολουθία, compañía o cohorte de sirvientes o de amigos.
Como la que acompaña a Sócrates, como la que con algunas licencias imaginara Barthes
como utopía de un seminario donde el deseo, el pensamiento y la escritura mutan
en producción de diferencia gracias a los afectos y el vínculo amoroso. El hecho es que ante los que estuvieron presentes
aquella noche Bloomfield parece ofrece la conferencia según una moralidad opuesta a la μάχη (combate, battalla),
moralidad que impera en la escolástica, y, más pedestremente, en el norte y en sur,
en la academia y la crítica sumida en la Segunda Restauración. En esa misma dirección,
Bloomfield prepara su
intervención con una breve ceremonia que asume los cuidados y el propósito de la
ἐποχή, esa “detención”, esa “interrupción” o “suspensión”
del juicio que para los escépticos constituía un paso necesario y fundamental del
conocimiento. Y para la fenomenología, desde Husserl, una puesta entre paréntesis
(de la actitud natural, de la opinión, de la ciencia) que permite interrogar el
ser de las cosas mismas para de ese modo apreciar el brote inmotivado
del mundo [Merleau-Ponty 1945].
De vuelta en la sala del Pura, como se diría
en la comparsa, entre la conferencia y los apuntes Blanca da lugar a una escritura
críticamente dialógica, si se quiere: pues dicho caballero tenía la fama de odiar
los diálogos, pues desde el lugar en el que escribe Blanca Wiethüchter
tampoco deja de poner en crisis la idea de diálogo y sus fundamentales variantes:
la dialéctica platónica, la liberal (intercambio de opiniones entre presuntos iguales)
y la del distanciamiento brechtiano. O mejor, no deja de dramatizar un acercamiento
polifónico a la obra de arte en tanto, además del conferencista y de la transcriptora,
el propio acuarelista participa activamente, en cuerpo y alma. En
cuerpo, ya que Pérez Alcalá asistió a la conferencia e incluso expuso la receta
del plato favorito de su recetario; pero
también en efigie, con las reproducciones de acuarelas sobre tabla y las fotografías
que lo retratan. Más allá del chisme
y la charla en buena compañía, Blanca instaura entonces, ante la obra, el lugar
de esa postura universal que Barthes señala en las
ilustraciones de Guido Crepax:
Al final de cuentas, el erotismo (encuentro del deseo
y un objeto) no puede estar nunca en la representación (la imagen analógica), ni
siquiera en la descripción (la imagen evocada). Al final de cuentas, el erotismo
de la Historia de O (ilustrada por Crepax) quizás no esté ni en lo que se ve ni
en lo que se dice: está en esa postura universal, inmanente a todo lenguaje, que
no remite ni a la imagen ni al discurso, y que es la interlocución: es porque O
recibe de los otros una palabra que a su vez ella devuelve, es porque tal juego
de respuestas nos es mostrado, que el erotismo cuaja, se sostiene y se propaga […]
lo que allí se cuenta y se ilustra, es quizás simplemente la historia de dos sujetos
que se hablan. [Barthes]
Tal juego de idas y venidas, de dones y contra-dones, sucede entre Bloomfield
y Pérez Alcalá cuando Bloomfield comenta Café para dos, por ejemplo. Pero en Los melancólicos
senderos del tiempo es la escritura la que recibe
de los otros una palabra que a su vez ella devuelve, la que nos da a ver el juego y los recorridos
que tal juego precisa en la geografía esbozada en 2003. Pues también de eso trata,
en tanto la conferencia de marras traslada, al Pura y al arte de la acuarela, el
recorrido que transitara Blanca Wiethüchter entre la tesis y el conjuro del alquimista.
Lo traslada estructuralmente, con todo y las
variaciones que amerite el traslado siempre atenido al principio de un arte que
busca conocer la realidad más allá de lo meramente aparente,
dejar al descubierto aquello que en la espesa cotidianidad nuestra se hace invisible.
De este modo, el dualismo que el poeta místico declara
en la “carta personal”, vuelve en la distinción de lo visto y lo pensado que Bloomfield
había tomado en una declaración del pintor sobre una especie de frontera que dividiría
su obra en dos tiempos: “sólo hace pocos años pinto lo que pienso, antes pintaba
lo que veía”. Al dicho paradigma, por tanto, no solo corresponden la distinción
de dos espacios transitados por el pintor, sino también y, ante todo, la de dos
Saenz. Lo que es decir también
que el traslado de la tesis a la conferencia admite estructuralmente, es decir mutatis
mutandis, las variantes que el
caso requiera, incluso si esto llega a disolver las fronteras genéricas.
La inversión del sentido de la trayectoria
que va del alquimista al homo ludens, para empezar. Lógicamente, al dar la vuelta
el vector (de lo visto a lo pensado) Bloomfield traslada al primer término los valores
del homo ludens: un amor
implacable por la vida, privilegio del trabajo con los materiales y el gesto
técnico, factores de una imagen que capta la experiencia amorosa
y la solidaridad humana. En el
territorio de lo pensado, en cambio, Bloomfield celebra un conocimiento producido
por una operación de orden conceptual, más concretamente por cierta idea de la representación (la
imitatio renacentista) donde el objeto es un
modelo ideal, pensado y compuesto según una imaginación simbólica: Componer, en este
caso, significa otorgar a los objetos un orden que los relacione de manera tal que,
entre todos, colaboren para activar y expresar un mismo sentido. Religiosamente
entendida, la imaginación simbólica procede como lenguaje donde la imagen representa
ideas
complejas a través de objetos sensibles: una
representación abierta que instaura un sentido más allá de su propia presencia;
es decir, una imagen que cuenta con el espectador como participante activo para
contemplar las historias allí sugeridas… Es decir, al fin y al cabo, una imaginación reactiva, ferviente y
contemplativa.
Así las cosas, el traslado
de la tesis al Pura
provoca una serie de interlocuciones que afectan tanto a Bloomfield como a Pérez
Alcalá, tanto a Blanca Wiethüchter como al extraño visitante a quien abre la puerta:
buscaba a don Rodrigo Abela… don Rodrigo Abela…
Descendió Bloomfield del
escenario y se aproximó. Discretamente se me retiré de mi silla. Entre murmullos
y susurros en aimara el hombre parecía explicar algo sin dejar de elevar la cabeza
[…] La conversación duraría unos tres minutos y finalizó con la aparición de una
enorme llave antigua de ojo grande, moteada por lo oxidada, y que lucía el brillo
del uso, y que, yo lo ví, Pérez Alcalá persiguió con ojo ansioso. Para el cazador
era una presa, Bloomfield sin ningún aspaviento la sacó del bolsillo lateral, no
del pantalón, sino del saco, y se la entregó al visitante, quien la agarró con una
velocidad increíble, haciéndola desaparecer en el bolsillo de su chaqueta abrillantada
por frecuentes plantas ennegrecidas; luego de lo cual la aparición se dio media
vuelta y se perdió suavemente detrás de las sonoras puertas…
El aimara volvió a los veinte minutos y sin golpear la puerta se fue a sentar
directamente en la primera silla que encontró a su paso. Pero ahí no termina la
cosa, pues con esa serie de interlocuciones el Pura se convierte,
ante la obra de Pérez Alcalá, en un lugar donde los personajes intercambian murmuraciones
y susurros, llaves y miradas, roles y lugares. Bloomfield había entrado en escena
con la imagen de aquel que conoce y habla desde el trono
del saber, con esa
su singular manera […] de asumirse autoritario, con su tono
siempre didáctico y por qué no decirlo, en muchas ocasiones, claramente moralizador.
Pero termina haciendo mutis
por el foro, sin terminar la conferencia magistral en la que, sin
embargo, había tratado la obra de Pérez Alcalá con otras maneras. En particular,
cuando deja de disertar y se pone a leer tres papelitos que traía doblados en los bolsillos. Primero
al empezar la conferencia, cuando a título de referencia documental desdobla un recorte
de periódico que citaba al pintor a propósito de una de sus acuarelas (Intercambiando
lealtades II). Luego, al leer la letra de la canción de Horacio Ferrer que había
inspirado una acuarela que lleva el mismo título, La bicicleta blanca. La tercera,
finalmente, al leer un poema escrito por él mismo como respuesta a Intercambiando
lealtades I.
Después de leerlo, Bloomfield regala el papel
al Maestro Pérez Alcalá. Cosa que explica el acceso y la inclusión del poema en
Los melancólicos senderos del tiempo, con todo y la enigmática frase (debidamente
suscrita) que Bloomfield había escrito al pie del poema: ¡Pero che! / Lo matan y
no sabe que muere para que repita una escena. (B.) ¿Cuál?
En una
ignorada sala, en el maleficio de la penumbra
un domador
de peces en pleno simulacro
ciñe,
roja, la máscara diabólica de nuestro olvido.
Ni piensa,
ni se asombra que es él, y trabaja.
El alma
doble del domador, como su ropaje,
corre
en retazos tras la voz de mando, tras el espanto.
Arlequín
no vacila, a pesar de lo gastado de su vestimenta.
Sin
anticipar la muerte, una pierna desnuda
Toca
apenas el gélido y geométrico azulejo ajedrezado
Mientras
la otra, piadosa, sostiene el peso de la infamia.
Frente
al domador, la frágil pecera.
El delgado
hilo de un destino mutuo que lo une a ella
por
el tenaz don de la muerte.
EL CASO DE LAS 17 TAPITAS DE CERVEZA
Una
noche de viernes
Tras la noche en el Pura, es probable que Rodrigo Abel Bloomfield no sea ya “el
más desconocido de los conocidos escritores bolivianos”, como apunta Alberto Villalpando
en la solapa de Los melancólicos senderos del tiempo… Otra es la suerte del doctor
Mariño, el célebre investigador que narra el par de relatos policiales que Blanca
Wiethüchter ofrece bajo la rúbrica de “El caso de las 17 tapitas de cerveza”, la
última sección de Memoria solicitada (2004). En efecto, todavía puede afirmarse
que el doctor Mariño es el más conocido de los escritores bolivianos desconocidos.
Solícita con los rigores del relato, Blanca empieza contando las circunstancias
de un encuentro que sería trascendental.
La historia del Dr. Mariño
fue otra historia. Durante mucho tiempo acaricié la idea de escribir yo misma una
novela policial con el nombre de Las 17 tapitas de cerveza. Con el correr de las
aguas, me di cuenta que en mi propio imaginario, el relato estaba demasiado atado
al mundo de Saenz. Como un objeto al que no había forma de cambiar de estante. De
esa manera tuve que aprender que el lugar de la narración es este mismo y no otro.
Fue una tarde de viernes, Saenz me llamó para advertirme
que finalmente pudo comunicarse con Mariño e invitarlo para esa misma noche a su
casa, a fin de que yo lo pudiera conocer. Para qué decir, yo no me hice de rogar,
pues muchas veces Saenz me contó cosas increíbles de ese extraordinario ser que,
según el poeta, había guardado esa por entonces famosa oreja en La Paz, en un frasco
de formol.
Era
la oreja de la madre del Zambo Salvito –precisa en seguida, a tiempo de aludir al
contenido de otros frascos que albergaban una promesa de continuidad en el mismo
líquido. Los frascos, y por ende la promesa, eran expuestos en el Museo de Criminalística
que Alberto Mariño Guzmán fundó el 17 de enero de 1942 en predios de la calle Ballivián
–de donde pasó a instalaciones de la Prefectura, luego a las del Regimiento Policial
número Uno, situado en la zona de San Pedro, para instalarse luego, hasta hoy, en
la esquina Ballivián y Colón, por donde se entra al museo. Sentados los antecedentes
y las circunstancias, Blanca pasa a describir al extraordinario ser y precisa cómo
lo conociera, cavilando ella sobre la traducción del letrero que el poeta tenía
colgado en la puerta de ingreso a su dormitorio: Eingang zur Ruhe: entrada… ¿a la
serenidad, a la calma, a la quietud? La palabra está en Ruheplatz (cementerio),
que está en Goethe, que está en Thomas Mann, aunque…
En ésas
estaba, cuando Mariño se interpuso citando el letrero colgado en la puerta de sus
propios aposentos: El que dice que me conoce miente, pues yo provengo de la galaxia,
soy morador de la vía láctea y habito el planeta tierra. De ahí las cariñosas ganas
no sólo de elucubrar sobre la singularidad galáctica del investigador sino del lugar
planetario que ocupaba en nuestro mundo –confiesa [210], y sin hacerse de rogar
describe la tensión entre la grave figura del poeta y la pintoresca impresión que
daba el amigo, como si tal escenario fuera el de una situación inicial que no tardaría
en ser revertida. Si Mariño insistía en sus componendas bohemias, sacando de quicio
al otro que no quería ni oír hablar de la bohemia, al otro que intentaba resolver
su vida a través de la meditación sobre la muerte y el adiós y punto. Curiosamente,
esa noche de viernes el otro dejaría hablar al otro para que contara sobre los casos
más extraordinarios de su carrera.
Así,
ante la imagen de Saenz, Blanca empieza a desatar ese relato demasiado atado al
mundo de Saenz: cambiándolo de estante, recorriendo en nuestro mundo el lugar de
una lectura. Tal cual, ante la imagen de Saenz, en un lugar demasiado atado al mundo
de Saenz, el doctor Mariño da lugar a otro lugar: Éste mismo y no otro, escribe
Blanca, como señalando el álbum que tenemos entre manos, pero también ese estante
donde no se ha movido un solo objeto. Todo gira, en efecto, con el misterioso asesinato
del judío Jeremías Sharom y la investigación que el doctor Mariño toma en mano,
cual Dupin o Sherlock Holmes. Es decir, con las reglas del género policial en su
modelo más clásico, el del enigma. Mariño, sin embargo, no cerraba sus puertas a
la imaginación: ¡Ah!, ilustrísima señora, si usted quiere ciencia, y eso significa
análisis y síntesis, ninguna descripción es eficaz, sólo la fotografía es testimonio
indiscutible. Por supuesto, tales premisas alteran la clásica figura del investigador
privado, y algo extravagante, que trabaja solo con los instrumentos de ley y la
razón. El doctor Mariño, en cambio, es funcionario de la institución. Pero no un
cualquiera, ni tampoco cualquier detective de novela negra. Así lo muestran el privilegio
que da a la fotografía, el delicado trato con la ilustrísima Señora y sus cuidados
para con el cuerpo del delito.
¡De botellas verdes de 75 cc de cerveza –relacionó el
inspector, mientras ocho ojos perseguían acuciosos unas lomitas de polvo blancas,
pero nunca botellas, pues brillaban por su ausencia, y él
— ¡Cuidado con meter mano! –a tiempo de entregar a los
expertos un alicate de punta larga y mango de goma roja que ejercía como pinza transformando
la cosecha en un juego delicado…
Así,
entre el policial clásico y la novela negra, un poco al estilo de Saúl A. Katari,
en “El extraño caso del caserón del pobre” (en el umbral de El Loco, A. Borda),
un poco al de Borges en “La muerte y la brújula” y la intriga convertida en duelo
que deja en suspenso la oposición entre criminal y detective, crimen y pesquisa,
lector y escritor, así también trabaja el relato que Blanca y Mariño desatan a cuatro
manos. Paródica, pero entrañable y radicalmente, pues al final de cuentas en el
relato nunca aparece piedra ni botellas, ni tampoco es cuestión de enigma por descubrir
o secreto que ocultar. El duelo tampoco se cierra, pues si en el caso de las 17
tapitas de cerveza es cuestión de una verdad, allí la verdad es algo que se produce
infinitamente. La ausencia de enigma y de secreto corresponde con lo misterioso
del caso. Lógicamente, en tanto allí no está en juego ni una cifra (al esotérico
modo) ni tampoco el número fetiche de la Bolsa: el mal número, el número ciego.
En el caso de las 17 tapitas (delicado, delicadísimo, un asesinato como el diablo
manda) todo pasa por el número como forma del ser, diría Badiou. Y en efecto, si
el 17 provoca una impresión extraña, es porque básicamente se trata de un número
primo, entero solo divisible por uno y por sí mismo, de un número irreductible a
la variación indiferente, uno de esos que le gustaran a Mallarmé.
Analicemos y pregúntese usted,
con toda honestidad, Señora, 17 tapitas, 17 tapitas, qué número más extraño, ¿no
le parece a usted?, ¿quién compra 17 botellas de cerveza? ¡Nadie! ¿Quién vende 17
botellas de cerveza? ¡Nadie! Pues las botellas, mi espiritual señora, se venden
por docenas.
Un
hápax llamado Mariño
Pero si el doctor Mariño supone otra historia, es también
porque pasa por Felipe Delgado, la novela de Jaime Saenz (1979). Para llamar las
cosas por su nombre, debe saberse que en dicha novela e incluso, hasta nuevo aviso,
en el opus saenceano, Mariño es un hápax: “En lexicografía o crítica textual, voz
registrada una sola vez en una lengua, en un autor o en un texto” (rae); y esto
por braquigrafía o forma abreviada de ἀπάξ λεγόμενον: lo dicho, lo que se
dice “una sola vez”. Para
el caso, en Uyupampa, mientras el protagonista y sus amigos discutían asuntos de
actualidad y Román Peña y Lillo llega de la ciudad con las últimas noticias del
bullado caso que también intrigaba a los amigos:
José Luis Prudencio había sucumbido por atroces golpes
que le fueron asestados en el cráneo y con un caño de hierro por su hermana Lucía
Prudencio en circunstancias tales que nadie podía animarse a pormenorizar […]. En
ardua investigación atingente a un caso sin precedentes en el acontecer local, habíase
definido el testimonio de monstruosas aberraciones conformando un cuadro de inconcebible
abyección y locura. Ahí estaban las innumerables y abrumadoras pruebas físicas,
clasificadas en el gabinete de la policía por el criminólogo Mariño, y que, habiendo
sido prohibida su exhibición al público, el criminólogo enseñaba a sus amigos (entre
los cuales, casualmente, se contaba Peña y Lillo). [Saenz 2012]
Dicho
esto, y sin descartar un vínculo entre dicho caso y el de las 17 tapitas, toca asumir
que en la novela de Saenz el epíteto (criminólogo) es un δίς λεγόμενον (lo dicho, lo que se dice “dos veces”), y sobre todo
que ambas figuras mueven, incluso en lexicografía y en crítica textual, asuntos
tan delicados como la diferencia y la repetición, lo general y lo particular, lo
único y lo singular, lo excepcional y lo insignificante; en suma, los bordes del
orden nominado, de una clasificación, de un lenguaje. ¿Lo innombrable, lo inclasificable,
o más bien lo monstruoso, lo especial? Por de pronto y sin pecar de temerarios,
se debe entender que Mariño, en tanto hápax, pasa por el mundo de Saenz como una
figura muy extraña y extrañamente familiar, en una palabra, siniestra (Freud), y
que en tanto criminólogo roza los ámbitos y las fibras más íntimas del mundo Saenz.
Con tales antecedentes se entiende mejor la escena de una noche de viernes en casa
de Jaime Saenz. Pero también y sobre todo lo que esa noche viera Blanca al ver a
Mariño con otros ojos.
Que
el hápax (Mariño) no sería para ella lo que el Hápax fuera para Jaime Saenz. Dicho
de otra manera, que el Hápax por antonomasia (con mayúscula) no es otro que el Gólem:
palabra que en la Biblia aparece únicamente en el salmo atribuido ni más ni menos
que a Adán: “Tus ojos vieron a mi Gólem”. No cabe recordar acá las verdades que,
al decir de Borges (1964), refiere Gerson Scholem “en un docto lugar de su volumen”
[1995], pero sí es necesario apuntar una de sus enseñanzas: que entre los siglos
xi y xv el término habría sido empleado como denominación de una figura judeocabalística;
y que solamente luego, pasando por traslados y reelaboraciones de la literatura
alemana y judía del siglo xix, llegaría a tener la inusitada fama que le diera la
novela de Gustav Meyrink, El Gólem (1915). Tal distinción resulta necesaria, pues
exige no confundir la significación de Gólem en el salmo con la moderna figura del
homoide creado por artes mágicas: esa que llega hasta Felipe Delgado con la imagen
del autómata y servidor demoniaco cuyo prototipo es el homúnculo de Paracelso. Pues
hasta ahí llega, en efecto, con la legión de dobles que prolifera en la noche paceña
y con la que reside en el caserón de la calle Recreo junto a José Luis Prudencio:
su legión de sirvientes de rostro pintado y muñecas de carne y hueso.
Así
las cosas, y siempre en contra Sainte-Beuve, puede ya imaginarse cómo Mariño y la
historia del sastre judío desatan a ojos de Blanca un relato demasiado atado al
mundo de Saenz: revirtiendo la trayectoria que termina en el gólem moderno, por
supuesto, para acoger más bien al hápax saenceano (Mariño) según la acepción que
Scholem ilumina en el salmo.
Gólem viene a significar aquí, y sin duda también en
las fuentes posteriores, lo informe, lo amorfo. Nada aboga a favor de que –tal como
se ha afirmado en ocasiones– signifique embrión. La literatura filosófica medieval
lo utiliza como término hebraico para materia (hyle) amorfa, y esta significación
más expresiva reaparecerá también en parte de las consideraciones que a continuación
se exponen. El Adán aún no afectado por el soplo divino es designado en este sentido
como Gólem. [Scholem, 1995]
Se habrá
apreciado finalmente la correspondencia estructural: el hápax (Mariño) no sería
para Blanca lo que el Hápax fuera para Saenz. Tal correspondencia deja entender
que, si la historia del doctor Mariño es otra historia, es porque la última sección
de Memoria solicitada acoge el hápax saenceano en tanto hyle, substancia amorfa
(para el caso telúrica) y aún no afectada por el soplo divino. No habría en ello
mayor secreto, por lo demás. Pues Mariño, en tanto hápax, es ante todo un significante
dotado de la “monstruosidad semántica” que Barthes celebra en el nombre propio:
un significante que, para el código, funciona como nombre común; un significante
que, sin embargo, no tiene ninguna restricción: ni paradigmática (pues recubre inmediatamente
todo lo que el recuerdo, la memoria, el uso y la cultura hayan podido depositar
en él), ni tampoco sintagmática, pues un nombre propio hace lo suyo, irreductible
a toda regla proyectiva [2002].
Con
esos ojos, mirar a Mariño como al Gólem supone finalmente acogerlo y acariciarlo
como el gólem que reaparece entre los siglos xii y xv en esa mezcla de leyenda y
rito cabalístico que evoca Sholem: un encuentro íntimo o al menos selecto, sin función
utilitaria. Desde ese ángulo, mirar el hápax con otros ojos y cambiarlo de estante,
implica finalmente que la última sección de Memoria solicitada ensaya algo comparable
a la crítica patética que Barthes imagina en La preparación de la novela: esa crítica
que “en lugar de partir de elementos lógicos (análisis estructural), partiría de
elementos afectivos […] como si aceptáramos depreciar la obra, no respetar el todo,
abolir las partes de esa obra, arruinarla –para hacerla vivir” [2003].
Vendría
de los inicios, por tanto, el método que Blanca Wiethüchter celebra esa noche de
viernes con dos amigos y varios té con té, antes de llevar al doctor a casa en coche,
a eso de las tres de la mañana:
Vivía en los comienzos
de la Saavedra, a poco de pasar la calle Yungas. Se despidió de mí:
— Señora, este cuerpo
se va pero mi espíritu, ilustre Señora, queda con usted. Y así fue.
Cosas
muy delicadas
Y dixeron varón a su compañero,
dad, adobemos adobes y ardedura, y fue a ellos el adobe por piedra, y la cal fue
a ellos por lodo. (Génesis 11, 3.)
Y así fue, probablemente, por esos aires donde se trenzan
la estirpe del investigador clásico y las tranzas de un funcionario de novela negra.
Pero si Mariño se quedó, sin duda, fue no tanto en espíritu como por sus maneras
de tratar la imaginación, el cuerpo del delito y la conversación según la lógica
que expusiera al final de la noche al contar la historia del pianista loco. En Memoria
solicitada Blanca Wiethüchter anuncia solo el principio, una frase, que según ella
construía la lógica analítica de Mariño. Llegada la hora, también cuenta las circunstancias,
aun si brevemente, como si el bosquejo bastara para entender los modos y formas
en los que se quedaba el investigador.
En una de las torrenteras
del río Choqueyapu, se encontró un paquete casi deshecho que contenía nada menos
que el pie de una mujer: uñas pintadas de un rojo vivo, el corte se había realizado
un poco más arriba del tobillo.
– Y donde hay un pie,
Señora mía, tiene que haber otro.
Lo pensé de inmediato: esto huele mal, huele a crimen.
De manera que antes de que cualquier ignorante hurgue con sus manos el asunto y
eche a perder la pesquisa reuní a un grupo de tres personas de investigación, entre
ellos el teniente Montero y dos agentes. Mandé a comprar cal viva. Porque debe usted
saber, mi querida señora, que la cal sirve para detectar las huellas que dejan los
homicidas. Sin cal no hay nada, hasta hoy en día. Y es necesario confesarle que
he sido yo el primero en utilizarla en toda Bolivia. Pues tiempo ha, investigaban
de cualquier manera y no se procedía de manera científica. Esto no se puede hacer
señora. Esas cosas son sumamente delicadas, se trata finalmente de vidas humanas,
Señora, de vidas humanas.
Tratándose
de un asunto tan delicado, de un asunto que mueve dispositivos e intereses de diversa
índole, científica y legal, lógica y deontológica, política y epistemológica, académica
y literaria, resulta también muy probable que dicho método dejara más de un rastro
en la reflexión y la disolución de fronteras genéricas que Blanca expuso en 2003.
Particularmente en lo que toca al lugar en el que escribe, por supuesto, ese lugar
que Rodrigo
A. Bloomfield ilumina como el propio lugar del artista,
con todo y lo que allí conlleva el privilegio de los gestos técnicos y procedimentales.
Como el preparado de yeso que él si describe con mayor detalle, pues esa
técnica sería esencial para la obra de Ricardo Pérez Alcalá.
La técnica que descubre este
pintor administra de manera novedosa la acuarela y abre las puertas a un nuevo registro
de texturas. Para lograr esta nueva calidad en el delicado tejido de un cuadro, Pérez Alcalá ha descubierto un preparado de yeso, que aplicado
como fondo de leve espesor, hace que el comportamiento de los pigmentos y la goma
cambie, quedando éstos imposibilitados de penetrar en la masa de yeso. El resultado
es una masa aún más transparente y fina que la acuarela sobre papel. Pues el papel,
al absorber el pigmento y la goma los traga confundiéndolos consigo a tiempo de
opacarlos.
Habrá
que volver al Pura, por consiguiente, y apreciar el preparado de yeso que también
ilumina el lugar en el que Blanca escribe en contrapunto con la panorámica y el espacio
literario. Manera de atravesar la prueba de separación, si se quiere,
en tanto desde el dominio del fuego el yeso es materia de agarre por excelencia,
ligante en la construcción y soporte en la pintura al fresco. Manera también de
celebrar la geografía precisa que sobre una superficie toma volumen en profundidad,
cambiando el comportamiento de los materiales, mezclándolos a tiempo de preservar
en ellos su peculiaridad:
Diez veces más ligera que el santo óleo, esta técnica
logra parecérsele, pero evita en su aplicación las cretas o arcillas que dan cuerpo
al aceite. De esta manera los lienzos lucen un tejido finísimo que mantiene la frescura
de un color de agua y la independencia de las veladuras que ya no se fusionan, pues
mantienen las diversas tonalidades aplicadas a tiempo de mantener la transparencia
de la acuarela y su posibilidad de palidecer cuando sea necesario.
El territorio que registra
el color del agua, en Pérez Alcalá. Es un delicado trabajo de matices.
Manera,
finalmente, de atravesar la prueba según el propio gesto de escritura que arrastra
la aplicación al disolver no solo genéricas fronteras, sino el propio paradigma
con el que Leonardo consagra la frontera entre las artes: Per via di porre (a imagen
del pintor, quien “va poniendo colores donde antes no los había, sobre el blanco
lienzo”) por oposición a Per via di levare: gesto del escultor que va “quitando
de la piedra la masa que encubre la superficie de la estatua en ella contenida”.
La geografía finalmente se precisa con el propio gesto que escribe, que a la vez
pone y expone, cubre y añade, penetra y levanta, en tanto gesto que en un solo movimiento
de la mano efectúa el trazo y la capa, una incisión y una unción. El gesto originario
de la pintura y la escritura, decía Barthes, el propio gesto que conjuga el dedo
y la palma, la uña y el monte de Venus.
Esas
cosas son sumamente delicadas, se trata finalmente de vidas humanas, Señora, de
vidas humanas –insistía Mariño celebrando los rigores y cuidados que el método de
la cal viva no soslaya. Tan delicadas, que Bloomfield coincide al describir cómo
la técnica de Pérez Alcalá derrama una materia diez veces más ligera que el santo
óleo: como si todo se jugara en la materia, los motivos y los propios gestos de
una unción extrema que transforma el soporte en un territorio consagrado. Material,
literal y sacramentalmente hablando, como en las hierogamias de la antigua Babilonia,
como en la escena de Betania a al abrir una ventana.
NOTAS
1 Para tal efecto fueron
convocados y, por ende alterados, tres estudios ya publicados: El preparado de
yeso. Blanca Wiethüchter, una crítica afición, La Paz, Instituto de Estudios
Bolivianos, 2014; “El arte de la canonesa”, introducción al tercer tomo de Blanca
Wiethüchter, Obra completa, 2017, y “17 chapitas de entrada”, introducción
a Los rastros del doctor Mariño. Crónicas policiarias 1937-1959, Carrera
de Literatura, 2020. Que la trenza también se desate, es lo que cabe esperar.
2. Tal el aporte que la
exégesis más sistemática reconoce en el estudio inaugural según distintas perspectivas
interpretativas: Luis H. Antezana (1986), Javier Sanjinés (1989 y 2021), Elizabeth
Monasterios (2001, 2021) y el suscrito [2003 y 2011: iv].
3. La carta de
Jaime Saenz a Ricardo Bonel Valdés escrita en La Paz, el 1ro. de noviembre de 1973,
fue publicada por
la revista de literatura La Mariposa mundial (No. 5, La Paz, 2001), y luego,
en la sección “Cartas reunidas” del número 18 dedicado exclusivamente a Saenz (La
Paz, 2010).
4. Sobre el montaje, ver por
ejemplo Didi-Huberman 2009, dedicado al Arbeitsjournal de Bertolt Brecht (en traducción
castellana, Diario de trabajo 1938-1955, 3 tt., Madrid, Nueva
Visión, 1979).
5. X = el lector: tal el caso que el 12 de enero de 1969 François Le Lionnais
(Op. cit.: 65) señala como no realizado. ¿“El caso de las 17 tapitas
de cerveza”? ¿otra demanda felizmente atendida por Memoria solicitada?
Bibliografía
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La Paz: ieb / Editorial Gente Común.
2014
El preparado de yeso. Blanca Wiethüchter, una crítica afición, Instituto de Investigaciones
Literarias (I.I.L.), Carrera de Literatura / Instituto de Estudios Bolivianos (I.E.B.),
Facultad de Humanidades y CC.EE., UMSA. / Plural Editores, La Paz.
Villena Alvarado
Marcelo (editor)
2020 Los rastros del Dr. Mariño. Crónicas policiarias
1937-1959. La Paz: Carrera de Literatura
Wiethüchter Blanca
2017 Obra completa,
4 tt. Edición de Mónica Velásquez Guzmán. La Paz: Fundación Cultural del Banco Central
de Bolivia.
MARCELO VILLENA ALVARADO (Bolívia, 1965), trabaja como profesor e investigador en la Carrera de Literatura y el Instituto de Estudios Bolivianos (umsa). A la fecha, ha suscrito Pócimas de Mme. Orlowska (1998, 2004) El arte de los pedales (2022); Las tentaciones de San Ricardo, siete ensayos para la interpretación de la narrativa boliviana del siglo xx (2003, 2011); El preparado de yeso: Blanca Wiethüchter, una critica afición (2014); Roland Barthes, el deseo del gesto y el modelo de la pintura (2015). También ha estado directamente involucrado en las siguientes colaboraciones: Algo por el estilo (1998), Coloquio internacional Roland Barthes Amateur. Memorias (2016), Εiς Δημήτραv / Himno a Deméter, versión bilingüe del himno homérico (2017); Rastros del Dr. Mariño. Crónicas policiarias 1937-1959 (2020).
LAURA AIDAR (Brasil, 1984). Artista visual y fotógrafa. Licenciada en Educación Artística por la Universidade Estadual Paulista (Unesp) y graduada en Fotografía por la Escola Panamericana de Arte e Design. Fue docente en las escuelas municipales y estatales de São Paulo durante 6 años. Trabaja en proyectos sociales y otras instituciones (como el Sesc) impartiendo cursos de arte y fotografía para jóvenes y adultos. Realiza investigaciones y trabajos artísticos de autor utilizando lenguajes híbridos. Crea contenidos online sobre temas relacionados con el arte, la cultura y la comunicación desde 2019. En 2021 realizó la exposición Linhas Imaginadas, en la Galeria Casa Lebre, en Bragança Paulista. Según ella, esta exposición se caracteriza por ser un manifiesto a favor de la autonomía femenina, la expresión genuina, la elección consciente, lúcida y desilusionada. Laura es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Número 243 | outubro de 2023
Artista convidada: Laura Aidar (Brasil, 1984)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2023
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