1. Manuscrito hallado en un bolsillo
Soy un espejo, un eco. El
epitafio
JORGE LUIS
BORGES, “Yesterdays”
Plagio, pastiche, textos hallados, documentos apócrifos y
versiones de quienes viven para los libros, nutren la enciclopedia de arena de un
poeta que aún vaga por entre los anaqueles de una alta y honda biblioteca ciega, en cuyas ruinas circulares pervive el
eco de sus metáforas, el aire del caprichoso azar.
Empecinado en hallar la prueba que
le permita demostrar quién es el autor de unos versos, un novelista decide emprender
la fina investigación que lo llevará por diversos países y lo pondrá en contacto
con gente de variados oficios, cuyo único punto en común pareciera ser la admiración
o la cercanía que alguna vez le prodigaron a un poeta de báculo indeciso, días antes de su muerte. Desde otra orilla, un escritor
de oficio, crítico y poeta, presume, en una de sus explicaciones, que es inútil
toda pesquisa, es vano cualquier intento de esclarecer lo que es diáfano: él es
el autor de esos versos y está en capacidad de demostrarlo, como quiera que en los
inicios de su labor poética y para prestigiar su ópera prima, convino en inventar
un prólogo, que habría circulado a modo de “hojas sueltas”, anexas a Pensamientos de un hombre llegado el invierno
de 1972. Un prólogo que, según cita el propio poeta en Número del 2007, Borges no desestimó, al encontrar que tanto los caracteres
y el estilo que envuelven el texto, como las referencias a las que acude le son
familiares. En una declaración hecha a Jorge Di Paola en la revista Panorama (septiembre de 1972), Borges justifica
de algún modo la existencia del texto apócrifo: “También es raro que mi memoria
haya dejado caer un nombre tan singular como Harold Alvarado Tenorio, pero a los
73 años el olvido es harto accesible. Pienso que el “prólogo” es una afortunada
parodia, que debo agradecer”.
Para Abad Faciolince, el novelista
investigador, Borges es el autor de los versos. Para el crítico y poeta, Borges
es un instrumento, un pretexto para la parodia, una forma de ser borgesiano: “Como
admirador de Jorge Luis Borges –vindica Tenorio–, he escrito algunas páginas tratando
de imitar sus fabulaciones con el sólo y exclusivo propósito de divertirme”. En
principio, se pensó que la confrontación no trascendería el juego de saberes, el
reconocimiento de lo que el otro puede conjugar en su propio aleph.
El divertimento erudito no fue ajeno,
sin embargo, al tono de la injuria, o a su arte, como lo dejara escrito Borges en
1933, cuando recuerda en su ensayo las imprecaciones con que Vargas Vila denostara
a Santos Chocano. No obstante, Borges anticiparía sus propios dardos, vinculándose
a ese “alfabeto convencional del oprobio”, al reconocer que la “injuria” del escritor
bogotano es el “único roce de su autor con la literatura”. De modo que los visos
de la injuria, ese “maligno esplendor” que acusa Borges en Vargas Vila, baña de
un hálito borgesiano las razones y mensajes cruzados entre Abad y Tenorio: “Harold
cambiaba de versión según las fases de la luna, y con la luna llena los sonetos
eran suyos, pero en menguante y creciente volvían a ser de Borges”. Tenorio comprende
el mensaje, es decir, que según su adversario él es “víctima de los vaivenes de
la luna” y por eso ataca: “Luego ha surgido esa historia de la orfandad de su hijo”,
a quien nombra como ¢Abab Facio Lince¢. Antes, en un correo
que hizo circular por la red ha escrito: “el más ilustre y dolido de los huérfanos”.
Abad se descompone, cuelga su furia de la palabra “iniquidad” y desde allí replica:
“Inicuo sería yo si te dijera que eres un ridículo sobrino por lo mucho que lloraste
el secuestro y la muerte de tu tío Rogelio”. Las palabras han perdido la inocencia,
han abierto duras cicatrices. Pero en medio de la batalla verbal, una expresión
habría recogido Borges en su memoria: Abad se refiere a Tenorio como un “curioso”
poeta. En su catálogo borgesiano de 1987, Cobo Borda refiere esta anécdota: “Al
hablar con Susana Soca de Ema Rizo Platero aquella le dijo: “¿Curioso personaje,
no?”. No era, por cierto, una forma de expresar demasiado afecto, añade Borges”.
La injuria sólo declara el impulso
de una disquisición. Se comprende que se ha puesto en entredicho, no ya la capacidad
de argumentar y fabular de los implicados, sino el principio de verdad, pues alguien
estaba mintiendo o ambos eran presa de un malentendido y no sería para menos, en
virtud del escenario que alimenta la discusión: la honda y alta biblioteca de Borges.
El médico Abad estaba tendido en el
suelo y el hijo hurgó en los bolsillos del cuerpo aún tibio y halló dos clases de
papeles: la primera era una lista en la que podía leerse el nombre de su padre.
Una lista negra, ignominiosa, con veintitrés
condenados a muerte, de igual naturaleza a las que hiciera circular la Triple A
en los inicios de la dictadura militar en Argentina, bajo las órdenes de López Rega,
ese mediocre cabo delirante, germen de un peronismo esotérico. Alguien lo había
condenado a muerte y era difícil que alguien lo salvara, justo a él, que en su oficio
de médico había podido salvar a tantos otros. El segundo hallazgo era un papel transcrito
por el condenado a muerte. Era un soneto que introduce unos versos premonitorios:
“Ya somos el olvido que seremos”. Se comprende allí un destino, un fatídico azar
y el eco de una sentencia borgesiana: “el muerto no es un muerto: es la muerte”.
Un papel, el elemento hallado: he ahí
un pretexto, acaso un subterfugio para alegar honradez: lo que transcribo, lo que
ahora comento le pertenece a otro, pareciera ser la fórmula con que la literatura
y tal vez la vida moderna se alimentan; pareciera ser el sendero que Poe bifurca
en 1833, cuando publica “Manuscrito hallado en una botella”, el mensaje que un hombre
arroja al mar para revelar su horror frente al barco de los “Hombres incomprensibles”.
Un sendero que en 1925 Borges bifurca a su modo, en “Manuscrito hallado en un libro
de Joseph Conrad”, la coda con que el navegante de Poe permanece, esta vez midiendo
el “vago tiempo con el cigarrillo”. Pareciera ser, en todo caso, la estetización
de lo que Barthes anunciara como la muerte del autor, o su desplazamiento en el
tejido mismo del texto, en esa tela de araña en la que el sujeto –creador y lector–
se diluye, mientras el texto sigue transformándose, entrelazándose, diría Barthes.
Desde este refinado procedimiento El nombre
de la rosa es apenas un trasunto: “Transcribo sin preocuparme por los problemas
de la actualidad”, confiesa el prologuista. Será en el Barrio Gótico de Barcelona,
en una librería de viejo, donde alguien encontrará las últimas noticias de Maqroll
el Gaviero y su aventura de viaje por el río Xurandó. Las hallará en el bolsillo
de un libro encuadernado en piel púrpura, con un pedido: “Para entregar a Flor Estévez
en donde se encuentre”. Será entre las páginas de un libro, Websters´s Word Histories, donde el poeta
Tenorio recuperará los poemas inéditos, nueve años después de que, al parecer, ellos
le fueran dictados a la bella María Panero por un Borges amoroso.
Me detengo en el texto prólogo de Tenorio
y luego en los cinco poemas inéditos. El prólogo es interesante: hay allí un saludable
efluvio borgesiano. Tenorio consigue humanizar la figura legendaria del poeta bonaerense:
“Borges preguntó si comer un gulash entre los dos sería demasiada molestia para
mí”. Lo ubica en el tiempo irremediable y ello garantiza que el prologuista vuelve
de nuevo a su paseo con un anciano por las calles de Nueva York: “Deseaba morir,
tan pronto supiera llegada la hora, lo más pronto posible”. Aunque lo más interesante
está en las pistas de lectura que Tenorio desliza.
Lo borgesiano aquí –admito– no es el
conjunto de poemas, cuyas debilidades son inocultables. Lo borgesiano aquí es el
prólogo y la confusión que éste extiende sobre los poemas hallados. Basta releer
los dos últimos párrafos con que se cierra el prólogo. Allí Tenorio aclara que publica
unos poemas transcritos por María Panero hace diez años. De este modo salva toda
responsabilidad frente a las imperfecciones de los textos. Acto seguido y de manera
abrupta, Tenorio llama la atención del lector para que, una vez emprenda la lectura
de los textos inéditos, no olvide unos versos que el crítico cita entre comillas:
“No puedo ejecutar un acto nuevo, soy la fatiga de un espejo inmóvil. Nada hay antiguo
bajo el sol. Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno. El que lee mis
palabras está inventándolas”.
Los versos abigarrados del prólogo
en realidad pertenecen a dos poemas de Borges: Eclesiastés, 1-9 y La dicha;
ambos forman parte del conjunto de poemas que Borges publicara bajo el título La cifra en 1981. Y de La cifra, ha dicho Tenorio
en este mismo prólogo que en sus páginas Borges “se repite incesante y se renueva
en sus caóticas enumeraciones”. El último verso, sin embargo, es el que más interés
despierta: “El que lee mis palabras está inventándolas”. Es claro que al cerrar
el texto, el prologuista, como lector de Borges, decide confesar la impostura, es
decir, decide anticiparse a lo que luego dejará de ser un juego erudito, para convertirse
en un asunto de honor. La visita que Tenorio hiciera a Martell, experto en Borges,
prefigura la investigación que el novelista Abad emprenderá para esclarecer el origen
del manuscrito hallado en un bolsillo. Y no en un bolsillo cualquiera, sino en el
bolsillo de su padre muerto, extendido en el asfalto de una ciudad iracunda.
He aquí el rudimento de las múltiples
versiones, la verdad como un rumor de voces, concedo. En la pregunta por la verdad,
no obstante, advierto una imprecisión, a lo mejor deliberada en el actuar de uno
de los implicados. “La verdad –escribe Abad–, sobre todo al cabo de más de veinte
años, suele ser confusa”. Luego de publicar la obra en torno a la vida de su padre,
el novelista Abad admite una equivocación: no es cierto que el poema de Borges,
uno de cuyos versos le serviría de rótulo a su trabajo autobiográfico, se titule
“Epitafio”. Tuvo razones, señala, para abonar la confusión: el tema del soneto,
las circunstancias en que fuera encontrado y un hecho más contundente aún, el poema
o parte de él fue grabado en la tumba de su padre. Tenorio advierte en su carta
de presentación a los poemas que publicó en Número
de 1993 que éstos no tienen títulos. En su investigación Abad consigue llegar a
la página doce de la revista Semana del
26 de mayo de 1987. Allí aparece el poema con un título, “Aquí. Hoy”.
Presumo que Abad no se equivoca al
endilgarle a ese poema un título que el azar valida, sin más. Esa tarde un hombre
se dirige a dar el pésame a la familia de un líder sindical asesinado el día anterior,
al oriente de la ciudad. Va en compañía de un discípulo suyo que también sentirá
el frío del plomo que un par de muchachos descarga con sus armas. El hombre que
se aprestaba a morir intervino quizá el poema y le agregó el encabezado. Comprendió
que el mensaje había sido escrito para él, aquí,
hoy, y que estaba autorizado para completarlo. El trágico destino lo tornará
en coautor: Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, escribe Borges en El inmortal, palabras de otros, fue la pobre
limosna que le dejaron las horas y los siglos.
Me sorprende la perfección de los artificios
en Tenorio. Primero publica los poemas asegurando que son de Borges y él su depositario.
Para ello les inventa un tinglado que es Nueva York, con jirones de una historia
que en realidad sucede en Madrid, como aquel encuentro con el desconocido borgesiano,
J. M. González Martell. No duda en presentar los poemas como imperfectos, inacabados,
carentes de “hondura”, incluso después de que, como se diría luego, el poeta William
Ospina corrigiera algunos problemas de métrica. Estos mismos argumentos, años después,
serán estilados por los especialistas de Borges ante la pesquisa de Abad. Para Helft
y Vaccaro el poema de la discordia era un plagio. El peruano Ortega fue más perspicaz:
se trata de una mala imitación. La señora Kodama despachó el asunto con una palabra
cara a su marido: el conjunto de poemas es apócrifo. Ospina, el corrector inicial
de asuntos métricos, el mismo que en el prólogo a un libro de Tenorio, Summa del cuerpo, refiriéndose al “Prólogo
apócrifo” de Borges, expresa que “el maestro nunca se animó a descalificar”, se
resuelve más ambiguo: los poemas de Borges fueron escritos por Alvarado Tenorio.
Sospecho que Tenorio, a esa altura
del debate, teme ser descubierto. Y ocurre otra bifurcación: Tenorio inventa una
historia que, en una primera lectura suena convincente. Según él, habría conversado
con el médico Abad en dos ocasiones y en ambas hubo testigos del encuentro. La última
ocurrió a finales de 1986, en casa de un economista, Jorge Child. Con pericia, Tenorio
vuelve al tema de sus divertimentos literarios y pone en boca de uno de los testigos,
frente al médico Abad, el asunto de sus “adicciones borgeanas”: “cosa que interesó
al doctor Abad, quien me pidió le regalara copia de ellos y como no los tenía a
mano, Child facilitó la que yo le había regalado”.
Nadie sabe lo que sabe un muerto, parodio.
Muerto Child, cuya copia del poema entregó a un hombre que en pocos meses sería
condenado a muerte en una lista que llevará consigo, más la otra copia, la de los
versos, no hay quien ose poner en entredicho esta nueva versión. Recién comprendo
lo que defiende Eco en sus Apostillas:
una vez escrita su obra el autor debería morirse. De este modo le abre camino al
texto.
Abad nos entera de que los poemas ya
habían sido publicados en Mendoza, en un cuaderno hecho a mano, con un tiraje limitado.
La noticia es registrada en la página doce de una revista colombiana en mayo de
1987 y el editor anticipa un par de poemas. Un hombre, que será asesinado tres meses
después de esta noticia, transcribe uno de los poemas, lo hace suyo y tal vez lo
interviene. Me pregunto cómo habría llegado el cuaderno a las manos de Tenorio.
Él mismo ofrece una pista, cuando al ser interrogado por Abad sobre la procedencia
de los poemas, éste le responde: “Para que no le des más vueltas, quien me hizo
conocer las primeras versiones de esos sonetos fue quien los inventó, Jaime Correas,
quien entonces tenía 25 años y los hizo en Mendoza. Escríbele a él y que te cuente
el resto. No te revelo más secretos, porque nunca Correas ha querido reconocer que
intervino en ello”. De manera que ante la obsesiva pesquisa de Abad, Tenorio no
puede sostenerse en una de sus versiones y decide endilgar la autoría de los poemas
ahora, justamente, a su editor mendocino.
Así las cosas, el propio plagiario
ofrece las pistas y obligará al investigador a cruzar los Andes por la ruta de Santiago.
A lo mejor, como suele decirse, el asesino vuelve al lugar del crimen. Dicho de
otra manera: Tenorio disfruta el juego y lo complica. Conoce a su adversario, lo
azuza, lo involucra, sabe que frente a ese documento que una y otra vez llevará
al replicante a la calle Argentina no habrá espacio para el humor, quiero decir,
para el Hidalgo disoluto y mucho menos para la parodia y el juego intertextual,
esto es, Davanzati. Al fin y al cabo, la discusión y la pesquisa en torno a la autoría
de unos versos, permitió que alguien desenterrara, para el presente, las frases
que Borges expresó treinta y siete años atrás de un texto escrito por Tenorio: “Pienso
que el “prólogo” es una afortunada parodia que debo agradecer”. Entre la copia trastocada
y el original, emerge la vanidad de un “curioso poeta”.
Es un hecho que Tenorio interviene
los poemas desde el momento en que anula sus títulos y hace adrede algunas modificaciones
en los versos. El poema que interesa a Abad aparece con leves variantes en las tres
versiones que se conocen, luego de que Jaime Correas saltara al escenario de la
discusión y quedara en manos de él, digamos, revelar la fuente. Tal vez los poemas
ejercen su propia crítica; tal vez, en virtud de un milagro borgesiano, quien toca
los poemas de súbito los transforma. Ahora entiendo por qué Borges agradece en “Otro
poema de los dones”, el hecho de que el poema
es inagotable y, además, remata: “varía según los hombres”. Ilustremos el asunto:
Tenorio en lugar de escribir “todos los hombres y que no veremos”, escribe “todos
los hombres y los que seremos”. Los muchachos de Mendoza escriben: “del principio
del término, la caja”. En cambio el poeta de la ciudad milagro escribe: “Del principio
y el fin, somos la caja”. Abad cae en la cuenta de estas inaceptables diferencias.
Puesto que el novelista ha leído el prólogo-ficción de Tenorio con la misma seriedad
con que narrara el crimen de su padre, aprovecha el hallazgo para denunciar que
los cambios introducidos por el poeta desmesurado
y orgiástico, difuso y turbulento (cito palabras de otro poeta, Ospina, en el
prólogo a Summa del cuerpo, antes mencionado),
“empeoran el resultado, bien sea por el sentido o, lo que es más grave en un soneto,
porque un verso deja de ser endecasílabo.” No sé si Tenorio anticipaba de este modo
la discusión, pero en lo que sí tuvo cuidado, fue en transcribir fielmente este
verso: “Ya somos el olvido que seremos”.
Plagio, pastiche, versos apócrifos,
laberintos y anaqueles, en fin. Recién comprendo las palabras que Borges pronunció
ante la tumba de Macedonio Fernández: “Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción,
hasta el apasionado y devoto plagio”. Era la tarde en la vida de Borges, 1952. Puestas
las piezas sobre el tablero, Tenorio había movido las blancas con destreza. Y recordé
lo que Borges le había dicho a Di Paola, a propósito del plagio cometido por el
poeta colombiano:
–Qué trabajo se habrá tomado este muchacho,
¿no?
–Debe de haber sido como jugando…
–Yo también juego a parodiar a Borges.
NOTA
Publicación original: Mi
Ratón, No. 10, de la Universidad Tecnológica de Pereira, 2010.
2. ¿Quién le teme a Harold Alvarado Tenorio?
Cuando pienso en el lugar que ocupa Harold Alvarado Tenorio
(1945) en la literatura colombiana hoy, pienso en dos cosas: la primera, en el culto
que este escritor ha profesado por la figura y obra de Jorge Luis Borges. Me atrevería
a decir que fue uno de los primeros en nuestro medio en advertir lo que ya es de
conocimiento público: Borges significa el arribo de la escritura moderna al continente
de Alfonso Reyes y Henríquez Ureña. No sorprende por eso que, al publicar su primer
libro de poesía en 1972, Pensamientos de un
hombre llegado el invierno, haya usado a Borges prologuista por vía de la falsificación
y la parodia y que ese descaro, al ser avalado por el propio Borges, se hubiera
convertido en fino recurso literario.
La segunda tiene que ver con la temida personalidad
del poeta. No hay congreso o reunión de amigos o tertulia bohemia donde su nombre
no sea puesto sobre la mesa de disección, o bien para embestirlo con las más altas
expresiones de la vulgaridad, o bien para reconocer en él su desparpajo creativo
y su valentía moral, la misma que lo llevó a difundir, hace poco, un memorial desgarrador:
“Contra El Pájaro”, sobre las formas que
empleó el paramilitarismo para sembrar el terror en algunas zonas del país.
Tiene razón Antonio Caballero cuando
en su prólogo a Ajuste de cuentas (2014),
se refiere al “odiado y odioso Harold Alvarado Tenorio”. En el terreno de los afectos,
desliza el prologuista, quizá él sea el único amigo que le queda en Colombia. Porque
si tenía otros más, tal vez éstos se redujeron después de la encendida polémica
que Alvarado Tenorio mantuvo con Héctor Abad, a propósito de un poema atribuido
a Borges, uno de cuyos versos dio título al libro que Abad escribió sobre la muerte
de su padre. Nunca, como en ese momento, conocimos de la virulencia y mordacidad
ingeniosas con que Alvarado Tenorio atacaba algunas figuras intelectuales de su
país. Nunca, como entonces, dividió las opiniones en torno a lo que Caballero designa
como impronta de una personalidad exacerbada: la “persecutoria paranoia”.
En este sentido, Alvarado divide su
trabajo antológico del siglo XX en siete momentos especiales. Con base en el reconocimiento
de un ambiente cultural o de un fenómeno artístico, los primeros momentos los denomina
“El Modernismo”, “Los Nuevos”, “Piedra y Cielo”. Tres tendencias y estilos que ocuparon
la primera mitad del siglo objeto de estudio y desde los cuales es posible advertir
de su mano un gran avance para el país, en términos poéticos y artísticos, en autores
como Silva, Barba Jacob, De Greiff, Vidales, Aurelio Arturo, Camacho Ramírez y Carranza.
Mito, la revista que dirigió Gaitán Durán
entre 1955 y 1962, se convierte en un momento de transición en el que Alvarado reconocerá,
a veces muy a su pesar, figuras como Álvaro Mutis, Fernando Arbeláez, Cote Lamus
y Gaitán Durán.
Para que no quede duda de que el trabajo
de un antólogo es personal y veleidoso (viene a mi memoria el de Rogelio Echavarría),
Alvarado ubica en el capítulo “Mito” la obra narrativa de García Márquez, recordando
de soslayo lo que el propio fabulador de Aracataca recordó en sus memorias: sus
inicios como poeta afín a la poesía sonora del Siglo de Oro español. Más adelante
ubicará los poemas de Ignacio Escobar, el poeta personaje de la novela Sin remedio (1984) de Antonio Caballero,
como parte de la expresión artística de una generación víctima del Bloqueo y del
Estado de sitio. Por este sendero de lo subjetivo, se comprende la honda significación
que representa, para Alvarado, la escogencia como portada de la imagen joven del
poeta nadaísta Jaime Jaramillo Escobar, cuyo seudónimo, X-504, se hizo famoso tras
la publicación del libro Los poemas de la
ofensa (1968).
Pero sigamos en orden y lleguemos a la página 355
del Ajuste de cuentas. Los tres momentos
últimos, clasificados por Alvarado Tenorio, van en consonancia con circunstancias
políticas y sociales reconocibles en la historia más reciente del país: la dictadura
de Rojas Pinilla, el pacto del Frente Nacional, el alzamiento de las guerrillas
rurales y urbanas, los coletazos culturales de Mayo del 68 y del movimiento Beat
americano. Se cierra con la llegada del narcotráfico como uno de los fenómenos que
más han modernizado al país, sobre la base de un modo de ser nacional: el arribismo.
En el fondo de estos fenómenos, Alvarado Tenorio se detiene en una variada gama
de poetas agrupados en tres coyunturas, en torno de las cuales veo venir la polémica
entre lectores, tanto por el tipo de análisis y presentación que hace de cada autor,
como por aquellos que el poeta, deliberadamente, deja por fuera. Son ellas “El Nadaísmo”,
“Una generación desencantada” y “La república del narcotráfico”.
A pesar de que en esta parte de Ajuste de cuentas es donde más aflora el
verbo enconado del antólogo para zaherir al poeta escogido y para referirse a él
en términos no aceptados por la crítica especializada, resulta paradójico que es
aquí donde más poetas selecciona. A esta altura de su libro no es difícil comprobar
lo dicho por Caballero: “A todos los poetas
colombianos que escoge para esta antología, vivos o muertos, Alvarado Tenorio los
detesta”. Pero tampoco es difícil comprobar la intención de Alvarado por rescatar
voces casi desconocidas, marginales, por hacer visible el trabajo poético de autores
que, a su parecer, merecen un lugar en su amplia labor de estudioso y censor: Antonio
Llanos, Vidal Echavarría, Alberto Rodríguez, Armando Orozco, John Better, Antonio
Silvera, Toto Trejos, entre muchos otros.
Considero una virtud de Ajuste de cuentas que sea una antología que
va más allá del sentido artístico o expresivo con que se aplica la selección de
una cantidad considerable de poemas, propuesta desde unas concepciones estéticas,
a la sombra de voces caras al gusto personal de Alvarado. Digo que va más allá porque
aquí se atreve a tocar la parte humana de los poetas. En un país santurrón, donde
la doble moral suele ser parte de la corrección política, eso no cae bien. Y sí,
hay maledicencia en muchas cosas que Alvarado le endilga a uno y otro poeta. Y sí,
pareciera que el antólogo se ensaña con el origen popular de algunos de ellos. Y
sí, a menudo asevera cosas de los poetas que no deberían estar por encima del alcance
artístico de sus propuestas. A quienes eso les molesta y sé que son multitud, no
podré refutarlos. Los comprendo y más si son víctimas del verbo envenenado de una
“lengua viperina” (Arcadia). Pero en eso
que molesta y que se acerca a la arenga o al denuesto, encuentro una forma particular
de la mofa y el divertimento, aquello que Moreno-Durán transformó en arte en sus
novelas. Por eso Antonio Caballero reconoce que Ajuste de cuentas es un libro “muy
divertido, a su malévola manera”. Ese divertimento lo aplaudo y me parece sano.
Sano para un país donde lectores de diversa formación siguen considerando al poeta
un enviado de los dioses, cómodo en su torre de marfil, más una suerte de rector
y gurú de las buenas costumbres para una sociedad incorregible. Prefiero el divertimento
al engaño.
Me gusta la poesía colombiana y muchos
de los poemas de esta antología me son reveladores, por lo cual suelo compartirlos
con mis estudiantes. Admito también que me gusta conocer algo de la frágil vida
de los poetas. Porque uno puede odiar a Alvarado Tenorio y tenerle miedo y aplazar
con él cualquier encuentro. Pero nadie puede desconocer que es un hombre bien informado,
como lo corrobora la bibliografía que consigna al final de sus ensayos. Y eso lo
hace aún más peligroso y, por extensión, más abominado.
NOTA
Publicación original: Lecturas
Dominicales, de El Tiempo, Bogotá, setiembre 4 de 2014.
RIGOBERTO GIL MONTOYA (Colombia, 1966). Doctor en Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y profesor de la UTP. Premio Nacional de Literatura de la Universidad de Antioquia 2014. Libros: El laberinto de las secretas angustias (1992); La urbanidad de las especies (1996); Perros de paja (2000); Nido de cóndores: aspectos de la vida cotidiana de Pereira en los años veinte (2002); Retazos de ciudad (2002); Territorios (2010); Mi unicornio azul (2014) y El museo de la calle Donceles (2015).
KAREL DEMEL (República Checa, 1942). Diseñador gráfico e ilustrador, expone con frecuencia en países como Alemania, Bélgica y los Países Bajos. Su obra contempla un diálogo permanente con temas figurativos que el artista encuentra en ambientes teatrales, poéticos y musicales. Karel es el artista invitado de nuestra edición.
Número 241 | outubro de 2023
Artista convidada: Karel Demel (República Checa, 1942)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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∞ contatos
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