terça-feira, 10 de outubro de 2023

RIGOBERTO GIL MONTOYA | Harold Alvarado Tenorio y la parodia del abismo

 


1. Manuscrito hallado en un bolsillo

 

Soy un espejo, un eco. El epitafio

JORGE LUIS BORGES, “Yesterdays”

 

Plagio, pastiche, textos hallados, documentos apócrifos y versiones de quienes viven para los libros, nutren la enciclopedia de arena de un poeta que aún vaga por entre los anaqueles de una alta y honda biblioteca ciega, en cuyas ruinas circulares pervive el eco de sus metáforas, el aire del caprichoso azar.

Empecinado en hallar la prueba que le permita demostrar quién es el autor de unos versos, un novelista decide emprender la fina investigación que lo llevará por diversos países y lo pondrá en contacto con gente de variados oficios, cuyo único punto en común pareciera ser la admiración o la cercanía que alguna vez le prodigaron a un poeta de báculo indeciso, días antes de su muerte. Desde otra orilla, un escritor de oficio, crítico y poeta, presume, en una de sus explicaciones, que es inútil toda pesquisa, es vano cualquier intento de esclarecer lo que es diáfano: él es el autor de esos versos y está en capacidad de demostrarlo, como quiera que en los inicios de su labor poética y para prestigiar su ópera prima, convino en inventar un prólogo, que habría circulado a modo de “hojas sueltas”, anexas a Pensamientos de un hombre llegado el invierno de 1972. Un prólogo que, según cita el propio poeta en Número del 2007, Borges no desestimó, al encontrar que tanto los caracteres y el estilo que envuelven el texto, como las referencias a las que acude le son familiares. En una declaración hecha a Jorge Di Paola en la revista Panorama (septiembre de 1972), Borges justifica de algún modo la existencia del texto apócrifo: “También es raro que mi memoria haya dejado caer un nombre tan singular como Harold Alvarado Tenorio, pero a los 73 años el olvido es harto accesible. Pienso que el “prólogo” es una afortunada parodia, que debo agradecer”.

Para Abad Faciolince, el novelista investigador, Borges es el autor de los versos. Para el crítico y poeta, Borges es un instrumento, un pretexto para la parodia, una forma de ser borgesiano: “Como admirador de Jorge Luis Borges –vindica Tenorio–, he escrito algunas páginas tratando de imitar sus fabulaciones con el sólo y exclusivo propósito de divertirme”. En principio, se pensó que la confrontación no trascendería el juego de saberes, el reconocimiento de lo que el otro puede conjugar en su propio aleph.

El divertimento erudito no fue ajeno, sin embargo, al tono de la injuria, o a su arte, como lo dejara escrito Borges en 1933, cuando recuerda en su ensayo las imprecaciones con que Vargas Vila denostara a Santos Chocano. No obstante, Borges anticiparía sus propios dardos, vinculándose a ese “alfabeto convencional del oprobio”, al reconocer que la “injuria” del escritor bogotano es el “único roce de su autor con la literatura”. De modo que los visos de la injuria, ese “maligno esplendor” que acusa Borges en Vargas Vila, baña de un hálito borgesiano las razones y mensajes cruzados entre Abad y Tenorio: “Harold cambiaba de versión según las fases de la luna, y con la luna llena los sonetos eran suyos, pero en menguante y creciente volvían a ser de Borges”. Tenorio comprende el mensaje, es decir, que según su adversario él es “víctima de los vaivenes de la luna” y por eso ataca: “Luego ha surgido esa historia de la orfandad de su hijo”, a quien nombra como ¢Abab Facio Lince¢. Antes, en un correo que hizo circular por la red ha escrito: “el más ilustre y dolido de los huérfanos”. Abad se descompone, cuelga su furia de la palabra “iniquidad” y desde allí replica: “Inicuo sería yo si te dijera que eres un ridículo sobrino por lo mucho que lloraste el secuestro y la muerte de tu tío Rogelio”. Las palabras han perdido la inocencia, han abierto duras cicatrices. Pero en medio de la batalla verbal, una expresión habría recogido Borges en su memoria: Abad se refiere a Tenorio como un “curioso” poeta. En su catálogo borgesiano de 1987, Cobo Borda refiere esta anécdota: “Al hablar con Susana Soca de Ema Rizo Platero aquella le dijo: “¿Curioso personaje, no?”. No era, por cierto, una forma de expresar demasiado afecto, añade Borges”.

La injuria sólo declara el impulso de una disquisición. Se comprende que se ha puesto en entredicho, no ya la capacidad de argumentar y fabular de los implicados, sino el principio de verdad, pues alguien estaba mintiendo o ambos eran presa de un malentendido y no sería para menos, en virtud del escenario que alimenta la discusión: la honda y alta biblioteca de Borges.


En la pesquisa en que se empeña el novelista Abad se impone una variante aterradora: hay un muerto y esto complica el juego literario. Y no un muerto cualquiera. Los versos fueron hallados por el novelista en el bolsillo de la camisa de su padre muerto a tiros, al caer la tarde, en la calle Argentina de la ciudad iracunda, sitiada por una generación de adolescentes dispuesta para el crimen. No era el bolsillo de un hombre cualquiera. No era, digamos, el bolsillo del gabán de un lector bovarista, Campo Elías Delgado: el excombatiente asesino llevaba consigo un ejemplar del sonado caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, el día que decidió trasladar su guerra imaginaria contra el mundo civil al local de Pozzetto. No era, digamos, el bolsillo del pantalón de uno de los muchachos que asesinaron al ministro Lara Bonilla, donde la policía encontró cinco fracciones de un billete de lotería, con el número 6924. No era, por supuesto, uno de aquellos suicidas del Salto de Tequendama, en cuyos bolsillos el cronista bogotano José Joaquín Jiménez (Ximénez), solía esconder una hoja con versos para justificar, en términos poéticos, frente a los lectores matutinos, la decisión del desesperado. No era, pues, un muerto cualquiera. Este hombre había convertido la medicina preventiva y la salud pública en una forma de labor social, sobre todo en los ámbitos rurales. Había hecho de la docencia un apostolado y desde allí defendió un tema extraño para su país: los derechos humanos. Sembró en su hijo el principio de belleza que Thomas Mann fabula en el escenario de una Venecia devastada por la peste. Había sido un hombre y ese acto heroico lo condenó a una temprana muerte.

El médico Abad estaba tendido en el suelo y el hijo hurgó en los bolsillos del cuerpo aún tibio y halló dos clases de papeles: la primera era una lista en la que podía leerse el nombre de su padre. Una lista negra, ignominiosa, con veintitrés condenados a muerte, de igual naturaleza a las que hiciera circular la Triple A en los inicios de la dictadura militar en Argentina, bajo las órdenes de López Rega, ese mediocre cabo delirante, germen de un peronismo esotérico. Alguien lo había condenado a muerte y era difícil que alguien lo salvara, justo a él, que en su oficio de médico había podido salvar a tantos otros. El segundo hallazgo era un papel transcrito por el condenado a muerte. Era un soneto que introduce unos versos premonitorios: “Ya somos el olvido que seremos”. Se comprende allí un destino, un fatídico azar y el eco de una sentencia borgesiana: “el muerto no es un muerto: es la muerte”.

Un papel, el elemento hallado: he ahí un pretexto, acaso un subterfugio para alegar honradez: lo que transcribo, lo que ahora comento le pertenece a otro, pareciera ser la fórmula con que la literatura y tal vez la vida moderna se alimentan; pareciera ser el sendero que Poe bifurca en 1833, cuando publica “Manuscrito hallado en una botella”, el mensaje que un hombre arroja al mar para revelar su horror frente al barco de los “Hombres incomprensibles”. Un sendero que en 1925 Borges bifurca a su modo, en “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”, la coda con que el navegante de Poe permanece, esta vez midiendo el “vago tiempo con el cigarrillo”. Pareciera ser, en todo caso, la estetización de lo que Barthes anunciara como la muerte del autor, o su desplazamiento en el tejido mismo del texto, en esa tela de araña en la que el sujeto ­–creador y lector– se diluye, mientras el texto sigue transformándose, entrelazándose, diría Barthes. Desde este refinado procedimiento El nombre de la rosa es apenas un trasunto: “Transcribo sin preocuparme por los problemas de la actualidad”, confiesa el prologuista. Será en el Barrio Gótico de Barcelona, en una librería de viejo, donde alguien encontrará las últimas noticias de Maqroll el Gaviero y su aventura de viaje por el río Xurandó. Las hallará en el bolsillo de un libro encuadernado en piel púrpura, con un pedido: “Para entregar a Flor Estévez en donde se encuentre”. Será entre las páginas de un libro, Websters´s Word Histories, donde el poeta Tenorio recuperará los poemas inéditos, nueve años después de que, al parecer, ellos le fueran dictados a la bella María Panero por un Borges amoroso.

Me detengo en el texto prólogo de Tenorio y luego en los cinco poemas inéditos. El prólogo es interesante: hay allí un saludable efluvio borgesiano. Tenorio consigue humanizar la figura legendaria del poeta bonaerense: “Borges preguntó si comer un gulash entre los dos sería demasiada molestia para mí”. Lo ubica en el tiempo irremediable y ello garantiza que el prologuista vuelve de nuevo a su paseo con un anciano por las calles de Nueva York: “Deseaba morir, tan pronto supiera llegada la hora, lo más pronto posible”. Aunque lo más interesante está en las pistas de lectura que Tenorio desliza.


Se advierte que los poemas de Borges no son del todo del agrado de Tenorio, porque los resuelve inarmónicos: “llama la atención la perfección de los primeros trece versos, no así sus finales, que son abruptos”, escribe. Nada nuevo habría en estos poemas, alega Tenorio, nada que fuera distinto a una labor formal ya aplaudida ­–“el tono íntimo, de confesión, que ofrece su música”, señala­– y a sus temáticas recurrentes: el pasado, la biblioteca, la literatura, el tiempo, el laberinto y su infaltable Minotauro. A pesar de que en estos poemas pervive la voz única del poeta ciego, continúa Tenorio, no es posible ocultar sus debilidades y mucho menos su escasa “hondura”, como si los textos hubieran quedado a medio hacer y su creador se prometiera volver luego a ellos. En un rapto de duda sobre la originalidad de los poemas, Tenorio decide visitar a un raro y desconocido experto borgesiano, José Manuel Martell. Lo que el experto argumenta despeja en algo las dudas del poeta: los poemas son, en efecto, de Borges, sólo que son “borradores mentales” de poemas suyos creados en la década del sesenta y que ahora les daba un uso noble: pescar alguna “chica que le interesaba”, como lograra pescar, tiempo atrás, a María Kodama.

Lo borgesiano aquí –admito– no es el conjunto de poemas, cuyas debilidades son inocultables. Lo borgesiano aquí es el prólogo y la confusión que éste extiende sobre los poemas hallados. Basta releer los dos últimos párrafos con que se cierra el prólogo. Allí Tenorio aclara que publica unos poemas transcritos por María Panero hace diez años. De este modo salva toda responsabilidad frente a las imperfecciones de los textos. Acto seguido y de manera abrupta, Tenorio llama la atención del lector para que, una vez emprenda la lectura de los textos inéditos, no olvide unos versos que el crítico cita entre comillas: “No puedo ejecutar un acto nuevo, soy la fatiga de un espejo inmóvil. Nada hay antiguo bajo el sol. Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno. El que lee mis palabras está inventándolas”.

Los versos abigarrados del prólogo en realidad pertenecen a dos poemas de Borges: Eclesiastés, 1-9 y La dicha; ambos forman parte del conjunto de poemas que Borges publicara bajo el título La cifra en 1981. Y de La cifra, ha dicho Tenorio en este mismo prólogo que en sus páginas Borges “se repite incesante y se renueva en sus caóticas enumeraciones”. El último verso, sin embargo, es el que más interés despierta: “El que lee mis palabras está inventándolas”. Es claro que al cerrar el texto, el prologuista, como lector de Borges, decide confesar la impostura, es decir, decide anticiparse a lo que luego dejará de ser un juego erudito, para convertirse en un asunto de honor. La visita que Tenorio hiciera a Martell, experto en Borges, prefigura la investigación que el novelista Abad emprenderá para esclarecer el origen del manuscrito hallado en un bolsillo. Y no en un bolsillo cualquiera, sino en el bolsillo de su padre muerto, extendido en el asfalto de una ciudad iracunda.

He aquí el rudimento de las múltiples versiones, la verdad como un rumor de voces, concedo. En la pregunta por la verdad, no obstante, advierto una imprecisión, a lo mejor deliberada en el actuar de uno de los implicados. “La verdad –escribe Abad–, sobre todo al cabo de más de veinte años, suele ser confusa”. Luego de publicar la obra en torno a la vida de su padre, el novelista Abad admite una equivocación: no es cierto que el poema de Borges, uno de cuyos versos le serviría de rótulo a su trabajo autobiográfico, se titule “Epitafio”. Tuvo razones, señala, para abonar la confusión: el tema del soneto, las circunstancias en que fuera encontrado y un hecho más contundente aún, el poema o parte de él fue grabado en la tumba de su padre. Tenorio advierte en su carta de presentación a los poemas que publicó en Número de 1993 que éstos no tienen títulos. En su investigación Abad consigue llegar a la página doce de la revista Semana del 26 de mayo de 1987. Allí aparece el poema con un título, “Aquí. Hoy”.

Presumo que Abad no se equivoca al endilgarle a ese poema un título que el azar valida, sin más. Esa tarde un hombre se dirige a dar el pésame a la familia de un líder sindical asesinado el día anterior, al oriente de la ciudad. Va en compañía de un discípulo suyo que también sentirá el frío del plomo que un par de muchachos descarga con sus armas. El hombre que se aprestaba a morir intervino quizá el poema y le agregó el encabezado. Comprendió que el mensaje había sido escrito para él, aquí, hoy, y que estaba autorizado para completarlo. El trágico destino lo tornará en coautor: Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, escribe Borges en El inmortal, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.

Me sorprende la perfección de los artificios en Tenorio. Primero publica los poemas asegurando que son de Borges y él su depositario. Para ello les inventa un tinglado que es Nueva York, con jirones de una historia que en realidad sucede en Madrid, como aquel encuentro con el desconocido borgesiano, J. M. González Martell. No duda en presentar los poemas como imperfectos, inacabados, carentes de “hondura”, incluso después de que, como se diría luego, el poeta William Ospina corrigiera algunos problemas de métrica. Estos mismos argumentos, años después, serán estilados por los especialistas de Borges ante la pesquisa de Abad. Para Helft y Vaccaro el poema de la discordia era un plagio. El peruano Ortega fue más perspicaz: se trata de una mala imitación. La señora Kodama despachó el asunto con una palabra cara a su marido: el conjunto de poemas es apócrifo. Ospina, el corrector inicial de asuntos métricos, el mismo que en el prólogo a un libro de Tenorio, Summa del cuerpo, refiriéndose al “Prólogo apócrifo” de Borges, expresa que “el maestro nunca se animó a descalificar”, se resuelve más ambiguo: los poemas de Borges fueron escritos por Alvarado Tenorio.


A esta altura del debate los eruditos sentencian a favor del plagiario. Lo que ellos no han leído entre líneas, en la carta de presentación de los poemas, es que la “mala imitación” sería deliberada. El artificio se resuelve más eficaz a favor de Tenorio, cuando el poeta Jiménez Emán, supuesto implicado en la historia de Nueva York, asevera, ante la pesquisa del novelista Abad, la versión de Tenorio, con un dato excitante, que pone al plagiario en el cuerpo de Borges: el poeta colombiano le habría escrito ese poema a la bella y misteriosa María Panero en su propia casa, y cita Abad a su fuente, “enfermo de amor”.

Sospecho que Tenorio, a esa altura del debate, teme ser descubierto. Y ocurre otra bifurcación: Tenorio inventa una historia que, en una primera lectura suena convincente. Según él, habría conversado con el médico Abad en dos ocasiones y en ambas hubo testigos del encuentro. La última ocurrió a finales de 1986, en casa de un economista, Jorge Child. Con pericia, Tenorio vuelve al tema de sus divertimentos literarios y pone en boca de uno de los testigos, frente al médico Abad, el asunto de sus “adicciones borgeanas”: “cosa que interesó al doctor Abad, quien me pidió le regalara copia de ellos y como no los tenía a mano, Child facilitó la que yo le había regalado”.

Nadie sabe lo que sabe un muerto, parodio. Muerto Child, cuya copia del poema entregó a un hombre que en pocos meses sería condenado a muerte en una lista que llevará consigo, más la otra copia, la de los versos, no hay quien ose poner en entredicho esta nueva versión. Recién comprendo lo que defiende Eco en sus Apostillas: una vez escrita su obra el autor debería morirse. De este modo le abre camino al texto.

Abad nos entera de que los poemas ya habían sido publicados en Mendoza, en un cuaderno hecho a mano, con un tiraje limitado. La noticia es registrada en la página doce de una revista colombiana en mayo de 1987 y el editor anticipa un par de poemas. Un hombre, que será asesinado tres meses después de esta noticia, transcribe uno de los poemas, lo hace suyo y tal vez lo interviene. Me pregunto cómo habría llegado el cuaderno a las manos de Tenorio. Él mismo ofrece una pista, cuando al ser interrogado por Abad sobre la procedencia de los poemas, éste le responde: “Para que no le des más vueltas, quien me hizo conocer las primeras versiones de esos sonetos fue quien los inventó, Jaime Correas, quien entonces tenía 25 años y los hizo en Mendoza. Escríbele a él y que te cuente el resto. No te revelo más secretos, porque nunca Correas ha querido reconocer que intervino en ello”. De manera que ante la obsesiva pesquisa de Abad, Tenorio no puede sostenerse en una de sus versiones y decide endilgar la autoría de los poemas ahora, justamente, a su editor mendocino.

Así las cosas, el propio plagiario ofrece las pistas y obligará al investigador a cruzar los Andes por la ruta de Santiago. A lo mejor, como suele decirse, el asesino vuelve al lugar del crimen. Dicho de otra manera: Tenorio disfruta el juego y lo complica. Conoce a su adversario, lo azuza, lo involucra, sabe que frente a ese documento que una y otra vez llevará al replicante a la calle Argentina no habrá espacio para el humor, quiero decir, para el Hidalgo disoluto y mucho menos para la parodia y el juego intertextual, esto es, Davanzati. Al fin y al cabo, la discusión y la pesquisa en torno a la autoría de unos versos, permitió que alguien desenterrara, para el presente, las frases que Borges expresó treinta y siete años atrás de un texto escrito por Tenorio: “Pienso que el “prólogo” es una afortunada parodia que debo agradecer”. Entre la copia trastocada y el original, emerge la vanidad de un “curioso poeta”.

Es un hecho que Tenorio interviene los poemas desde el momento en que anula sus títulos y hace adrede algunas modificaciones en los versos. El poema que interesa a Abad aparece con leves variantes en las tres versiones que se conocen, luego de que Jaime Correas saltara al escenario de la discusión y quedara en manos de él, digamos, revelar la fuente. Tal vez los poemas ejercen su propia crítica; tal vez, en virtud de un milagro borgesiano, quien toca los poemas de súbito los transforma. Ahora entiendo por qué Borges agradece en “Otro poema de los dones”, el hecho de que el poema es inagotable y, además, remata: “varía según los hombres”. Ilustremos el asunto: Tenorio en lugar de escribir “todos los hombres y que no veremos”, escribe “todos los hombres y los que seremos”. Los muchachos de Mendoza escriben: “del principio del término, la caja”. En cambio el poeta de la ciudad milagro escribe: “Del principio y el fin, somos la caja”. Abad cae en la cuenta de estas inaceptables diferencias. Puesto que el novelista ha leído el prólogo-ficción de Tenorio con la misma seriedad con que narrara el crimen de su padre, aprovecha el hallazgo para denunciar que los cambios introducidos por el poeta desmesurado y orgiástico, difuso y turbulento (cito palabras de otro poeta, Ospina, en el prólogo a Summa del cuerpo, antes mencionado), “empeoran el resultado, bien sea por el sentido o, lo que es más grave en un soneto, porque un verso deja de ser endecasílabo.” No sé si Tenorio anticipaba de este modo la discusión, pero en lo que sí tuvo cuidado, fue en transcribir fielmente este verso: “Ya somos el olvido que seremos”.


Como en una suerte de collage digno de Girondo, extiendo sobre la mesa el documento y las diversas copias que el documento había sufrido. En esta cadena de alteraciones es inevitable un alejamiento del original y el original, transcrito a mano y en esa transcripción –Borges dictó algunas correcciones, según testigos–, aún no se conoce. Mientras siga siendo un misterio en qué cajón de Maipú se halle el poema, su naturaleza será borgesiana, es decir, apócrifa. Al cotejar el poema de la disputa en sus diversas transcripciones, se advierten leves cambios de puntuación en el cuarto verso del primer cuarteto, en el segundo verso del segundo cuarteto, en el segundo verso del primer terceto y lo que sí resulta grave se presenta en el cuarto verso del segundo cuarteto. Los de Mendoza escribieron: “los ritos de la muerte y las endechas”. El escritor Abad transcribe en la página 239 de su libro de non-fiction, en la primera edición del 2006: “los triunfos de la muerte, y las endechas”. Se presentan aquí, en efecto, dos cambios sustanciales. ¿Un poema escrito a varias manos? ¿Puede el escritor Abad vituperar los procedimientos de Tenorio cuando él mismo altera el orden del manuscrito hallado en un bolsillo, esa tarde infausta de 1987? Borges corrige el original y a partir de allí el original corre igual suerte: quien toca el poema lo transforma y corrige, lo vincula a otros sentidos.

Plagio, pastiche, versos apócrifos, laberintos y anaqueles, en fin. Recién comprendo las palabras que Borges pronunció ante la tumba de Macedonio Fernández: “Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio”. Era la tarde en la vida de Borges, 1952. Puestas las piezas sobre el tablero, Tenorio había movido las blancas con destreza. Y recordé lo que Borges le había dicho a Di Paola, a propósito del plagio cometido por el poeta colombiano:

–Qué trabajo se habrá tomado este muchacho, ¿no?

–Debe de haber sido como jugando…

–Yo también juego a parodiar a Borges.

 

NOTA

Publicación original: Mi Ratón, No. 10, de la Universidad Tecnológica de Pereira, 2010.

 

 

2. ¿Quién le teme a Harold Alvarado Tenorio?

Cuando pienso en el lugar que ocupa Harold Alvarado Tenorio (1945) en la literatura colombiana hoy, pienso en dos cosas: la primera, en el culto que este escritor ha profesado por la figura y obra de Jorge Luis Borges. Me atrevería a decir que fue uno de los primeros en nuestro medio en advertir lo que ya es de conocimiento público: Borges significa el arribo de la escritura moderna al continente de Alfonso Reyes y Henríquez Ureña. No sorprende por eso que, al publicar su primer libro de poesía en 1972, Pensamientos de un hombre llegado el invierno, haya usado a Borges prologuista por vía de la falsificación y la parodia y que ese descaro, al ser avalado por el propio Borges, se hubiera convertido en fino recurso literario.

 La segunda tiene que ver con la temida personalidad del poeta. No hay congreso o reunión de amigos o tertulia bohemia donde su nombre no sea puesto sobre la mesa de disección, o bien para embestirlo con las más altas expresiones de la vulgaridad, o bien para reconocer en él su desparpajo creativo y su valentía moral, la misma que lo llevó a difundir, hace poco, un memorial desgarrador: “Contra El Pájaro”, sobre las formas que empleó el paramilitarismo para sembrar el terror en algunas zonas del país.

Tiene razón Antonio Caballero cuando en su prólogo a Ajuste de cuentas (2014), se refiere al “odiado y odioso Harold Alvarado Tenorio”. En el terreno de los afectos, desliza el prologuista, quizá él sea el único amigo que le queda en Colombia. Porque si tenía otros más, tal vez éstos se redujeron después de la encendida polémica que Alvarado Tenorio mantuvo con Héctor Abad, a propósito de un poema atribuido a Borges, uno de cuyos versos dio título al libro que Abad escribió sobre la muerte de su padre. Nunca, como en ese momento, conocimos de la virulencia y mordacidad ingeniosas con que Alvarado Tenorio atacaba algunas figuras intelectuales de su país. Nunca, como entonces, dividió las opiniones en torno a lo que Caballero designa como impronta de una personalidad exacerbada: la “persecutoria paranoia”.


Sin desprenderse del báculo borgesiano para trasegar con ideas y dardos envenenados por el laberinto de la poesía colombiana del siglo XX y sin abandonar esa postura desdeñosa cercana a la perversión, que lo hacen temido y aborrecido en la esfera pública, Alvarado Tenorio publicó hace unos meses Ajuste de cuentas, un libro de 660 páginas que pretende ser antología personal, pero a la vez dictamen a una tradición poética, cuyos inicios cifra en dos columnas retóricas: Julio Flórez y Guillermo Valencia, es decir, dos escuelas foráneas: el romanticismo y el modernismo. A partir de allí y con el gesto de quien se ha formado en los círculos académicos, propone una caprichosa y particular taxonomía, a la luz de unas convicciones que el lector descubrirá en las páginas de reflexión que el antólogo despliega para cada autor escogido: la poesía no sucede en el aire, la poesía debe su resonancia semántica a un contexto histórico; de tal suerte que el poeta se torna individuo, sujeto en crisis no ajeno a las crisis de una realidad que, para el caso colombiano, casi siempre resulta execrable.

En este sentido, Alvarado divide su trabajo antológico del siglo XX en siete momentos especiales. Con base en el reconocimiento de un ambiente cultural o de un fenómeno artístico, los primeros momentos los denomina “El Modernismo”, “Los Nuevos”, “Piedra y Cielo”. Tres tendencias y estilos que ocuparon la primera mitad del siglo objeto de estudio y desde los cuales es posible advertir de su mano un gran avance para el país, en términos poéticos y artísticos, en autores como Silva, Barba Jacob, De Greiff, Vidales, Aurelio Arturo, Camacho Ramírez y Carranza. Mito, la revista que dirigió Gaitán Durán entre 1955 y 1962, se convierte en un momento de transición en el que Alvarado reconocerá, a veces muy a su pesar, figuras como Álvaro Mutis, Fernando Arbeláez, Cote Lamus y Gaitán Durán.

Para que no quede duda de que el trabajo de un antólogo es personal y veleidoso (viene a mi memoria el de Rogelio Echavarría), Alvarado ubica en el capítulo “Mito” la obra narrativa de García Márquez, recordando de soslayo lo que el propio fabulador de Aracataca recordó en sus memorias: sus inicios como poeta afín a la poesía sonora del Siglo de Oro español. Más adelante ubicará los poemas de Ignacio Escobar, el poeta personaje de la novela Sin remedio (1984) de Antonio Caballero, como parte de la expresión artística de una generación víctima del Bloqueo y del Estado de sitio. Por este sendero de lo subjetivo, se comprende la honda significación que representa, para Alvarado, la escogencia como portada de la imagen joven del poeta nadaísta Jaime Jaramillo Escobar, cuyo seudónimo, X-504, se hizo famoso tras la publicación del libro Los poemas de la ofensa (1968).

 Pero sigamos en orden y lleguemos a la página 355 del Ajuste de cuentas. Los tres momentos últimos, clasificados por Alvarado Tenorio, van en consonancia con circunstancias políticas y sociales reconocibles en la historia más reciente del país: la dictadura de Rojas Pinilla, el pacto del Frente Nacional, el alzamiento de las guerrillas rurales y urbanas, los coletazos culturales de Mayo del 68 y del movimiento Beat americano. Se cierra con la llegada del narcotráfico como uno de los fenómenos que más han modernizado al país, sobre la base de un modo de ser nacional: el arribismo. En el fondo de estos fenómenos, Alvarado Tenorio se detiene en una variada gama de poetas agrupados en tres coyunturas, en torno de las cuales veo venir la polémica entre lectores, tanto por el tipo de análisis y presentación que hace de cada autor, como por aquellos que el poeta, deliberadamente, deja por fuera. Son ellas “El Nadaísmo”, “Una generación desencantada” y “La república del narcotráfico”.

A pesar de que en esta parte de Ajuste de cuentas es donde más aflora el verbo enconado del antólogo para zaherir al poeta escogido y para referirse a él en términos no aceptados por la crítica especializada, resulta paradójico que es aquí donde más poetas selecciona. A esta altura de su libro no es difícil comprobar lo dicho por Caballero: “A todos los poetas colombianos que escoge para esta antología, vivos o muertos, Alvarado Tenorio los detesta”. Pero tampoco es difícil comprobar la intención de Alvarado por rescatar voces casi desconocidas, marginales, por hacer visible el trabajo poético de autores que, a su parecer, merecen un lugar en su amplia labor de estudioso y censor: Antonio Llanos, Vidal Echavarría, Alberto Rodríguez, Armando Orozco, John Better, Antonio Silvera, Toto Trejos, entre muchos otros.

Considero una virtud de Ajuste de cuentas que sea una antología que va más allá del sentido artístico o expresivo con que se aplica la selección de una cantidad considerable de poemas, propuesta desde unas concepciones estéticas, a la sombra de voces caras al gusto personal de Alvarado. Digo que va más allá porque aquí se atreve a tocar la parte humana de los poetas. En un país santurrón, donde la doble moral suele ser parte de la corrección política, eso no cae bien. Y sí, hay maledicencia en muchas cosas que Alvarado le endilga a uno y otro poeta. Y sí, pareciera que el antólogo se ensaña con el origen popular de algunos de ellos. Y sí, a menudo asevera cosas de los poetas que no deberían estar por encima del alcance artístico de sus propuestas. A quienes eso les molesta y sé que son multitud, no podré refutarlos. Los comprendo y más si son víctimas del verbo envenenado de una “lengua viperina” (Arcadia). Pero en eso que molesta y que se acerca a la arenga o al denuesto, encuentro una forma particular de la mofa y el divertimento, aquello que Moreno-Durán transformó en arte en sus novelas. Por eso Antonio Caballero reconoce que Ajuste de cuentas es un libro “muy divertido, a su malévola manera”. Ese divertimento lo aplaudo y me parece sano. Sano para un país donde lectores de diversa formación siguen considerando al poeta un enviado de los dioses, cómodo en su torre de marfil, más una suerte de rector y gurú de las buenas costumbres para una sociedad incorregible. Prefiero el divertimento al engaño.

Me gusta la poesía colombiana y muchos de los poemas de esta antología me son reveladores, por lo cual suelo compartirlos con mis estudiantes. Admito también que me gusta conocer algo de la frágil vida de los poetas. Porque uno puede odiar a Alvarado Tenorio y tenerle miedo y aplazar con él cualquier encuentro. Pero nadie puede desconocer que es un hombre bien informado, como lo corrobora la bibliografía que consigna al final de sus ensayos. Y eso lo hace aún más peligroso y, por extensión, más abominado.

 

NOTA

Publicación original: Lecturas Dominicales, de El Tiempo, Bogotá, setiembre 4 de 2014.




RIGOBERTO GIL MONTOYA (Colombia, 1966). Doctor en Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y profesor de la UTP. Premio Nacional de Literatura de la Universidad de Antioquia 2014. Libros: El laberinto de las secretas angustias (1992); La urbanidad de las especies (1996); Perros de paja (2000); Nido de cóndores: aspectos de la vida cotidiana de Pereira en los años veinte (2002); Retazos de ciudad (2002); Territorios (2010); Mi unicornio azul (2014) y El museo de la calle Donceles (2015).





KAREL DEMEL (República Checa, 1942). Diseñador gráfico e ilustrador, expone con frecuencia en países como Alemania, Bélgica y los Países Bajos. Su obra contempla un diálogo permanente con temas figurativos que el artista encuentra en ambientes teatrales, poéticos y musicales. Karel es el artista invitado de nuestra edición.







Agulha Revista de Cultura

Número 241 | outubro de 2023

Artista convidada: Karel Demel (República Checa, 1942)

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