Lo conocí
(él no puede recordarlo) una noche torrencial de 1976 en una taberna de Pasto, pero
su leyenda y sus versos ya evocaban en mí establecimientos aún más turbios de Heliópolis
y de Alejandría, o ese bar de Ámsterdam donde “Ruffus, el pequeño poeta, como un
rayo de foca esparce el fuego de sus ojos”. El poeta había recorrido numerosos parajes
de la realidad y de la imaginación, y ya había puesto en labios de muchos la embriaguez
y el color de sus versos. En Cali seguían hablando de él en la luz gris del Café
de los Turcos, en las avenidas de chiminangos de la Universidad, y en la pequeña
oficina de la Editorial Piraña donde José María Borrero, editor de su primer libro,
leía a Nietzche entre los incendios de una barba rojiza, o se preparaba para sacudir
al público con su oratoria admirable. El libro, Pensamientos de un hombre llegado
el invierno, había salido precedido por un Prólogo apócrifo de Jorge Luis Borges,
que el maestro nunca se animó a descalificar.
Aquella noche
Harold Alvarado Tenorio, fornido y demoledor, bailaba danzas cosacas sobre una mesa,
rodeado por un cerco de aplausos, alcanzado por las vociferaciones y los denuestos
de un joven, a cuyos elocuentes insultos Alvarado Tenorio que respondía con alabanzas
a sus ojos azules. Qué memorables fiestas aquellas, en un país espléndido que vivía,
sin comprenderlo, una grieta de luz entre dos guerras.
Después de
esa visión fugaz y de esa estampa nocturna, no volví a verlo por años. El poeta
emprendía viajes cada vez más distantes, de cuyos escenarios y azares dan abigarrado
testimonio estas páginas. Llegaban noticias suyas de los hospitales del Bronx y
de las tascas de crustáceos de la calle de Alcalá, de las tabernas del Rihn y de
los dragones de la Gran Muralla. Perdido por los países del mundo, o por los países
aún más remotos de la imaginación, siempre labró con ellos páginas que contrastan,
en la delicadeza de su dibujo, en la condensación de sus imágenes, en la precisión
de sus sentencias, con su propia leyenda de hombre desmesurado y orgiástico, difuso
y turbulento. La poesía ha sido su centro de gravedad, la lámpara en el centro de
una vida de fugas y transfiguraciones; a través de aventuras, fiestas y peregrinajes,
un lenguaje endiablado y travieso ha sido siempre su más poderoso instrumento, y
la poesía logra en él una vivacidad de miniatura prerrafaelista, una virtud epigramática
que niega el olvido.
Leer este
libro de Harold Alvarado Tenorio, suma de lo que ha sido a la vez su vida y su poesía,
es recorrer un tormentoso Atlas de la sensorialidad, donde todo tiene un significado
secreto más allá de su imagen, donde todo es melancólico vestigio de un mundo intensamente
percibido, ansiosamente paladeado e irremediablemente perdido. Los tallos amorosos
en un campo de cáñamo, el país de los grandes edificios, los sabores del vino extranjero,
la pátina amarga del desierto del Gobi cubriendo los objetos, la vasta plaza española
de Villa de Leyva, las grandes mansiones en los barrios serpentinos de Shangai,
las postas de pescado con dientes de ajo, los cortes de jengibre y las cebollas
verdes, la sanguina plaza de Florencia, la ciudad del lirio rojo, el oscilante botafumeiro
de Santiago de Compostela, la abuela que guarda diamantes en bolsas de papel, el
humo de los tangos en el atardecer de San Telmo, un Brooklyn de viejas casas rojas,
las extenuantes horas de visita al museo antropológico, las camisas de colores chillones,
los negros pantalones de tres prenses, los zapatos puntiagudos y habaneros, el pequeño
danés y la vieja y bella alcohólica, son trazos apenas de una manera de historiar
pasiones, desengaños, melancolías, esperanzas frustradas y rencores filosos. La
copiosa evocación de esplendores o miserias del mundo físico le produce la impresión
de derroche de una joya que se va por el sumidero, de un esplendor metafísico gastado
por la usura del tiempo, por el “ultraje de los años”.
Muchos literatos
piensan que la poesía está en el credo de los movimientos artísticos, en la profesión
de fe vanguardista, impresionista, surrealista. Pero la poesía es algo que no puede
ser programado, se alza de los estados de ánimo, de los ritmos, de las perplejidades,
de las pasiones, de las derrotas, y puede asirse de cualquier imagen, de cualquier
forma verbal, porque su secreta sustancia está hecha de intensidad y de poder expresivo,
nos causa la impresión profunda de estar atrapando para siempre un instante, una
emoción, un fulgor de la vida demorado en las cosas.
Quevedo había
dicho, hablando de nuestra sustancia corporal, que estas “médulas que han gloriosamente
ardido (...) polvo serán, mas polvo enamorado”. En abierta rebelión contra ese vitalismo
de ultratumba, Alvarado Tenorio escribe su poema de tres líneas “En espera del gran
día”, donde parece regodearse en la esperanza de la disolución:
Gran vida que das y todo quitas
ni siquiera el recuerdo quedará en nuestros
huesos
ni siquiera la música del violín de Mendelssohn.
No tiene
esperanzas puestas en el más allá: su cuerpo, su vida, su pasión, sus viajes, todo
nos habla de un enorme deleite y una desmedida tortura con las verdades del más
acá, con la carga a veces dramática y a veces melodramática de nuestro destino mortal.
Frente a la miseria de las guerras sórdidas y soberbias, frente a la penuria de
los que se aplican a matar y despedazar, él invoca un refugio, los consuelos del
cuerpo, la alianza sensual, el misterioso reconocimiento y la conmovedora aceptación
de los cuerpos:
Oye el tambor
las flautas
y el brillo reluciente de las telas
anuncian la guerra que nos cerca
ven a mí
mírame a los ojos
Pero no ignora
que una vez gozado el placer, apurado ese vino sensual, los humanos corren otra
vez a las feroces fiestas del mundo:
Amo esos hermosos cuerpos juveniles
que una vez saciados los deseos
dejando el lecho húmedo
con la bandera roja
entre las manos
en el combate
mueren.
Alvarado
Tenorio nos entrega su Summa del Cuerpo.
Él, que ha probado con su cuerpo todos los desafíos y todos los excesos, aprendiendo
de la sed y del hambre los secretos de la inmensidad, aprendiendo de la pesadumbre
la austeridad, extraviándose sin fín en los laberintos del mundo pero reencontrándose
sin fín en los palacios de la música, nos la entrega para que comprendamos que en
su destino la vida y la poesía son inseparables, como en el lenguaje el signo y
el sentido, como en el amor el afán de fundirse con el otro y el afán de conservar
la individualidad, como el sonido y el silencio en la música.
Tras tanto
girar por el mundo, también sabe asumir su condición de hijo de los trópicos. Al
ritmo y a la delicada belleza con que nombra su país desde el desengaño y la melancolía,
lo que no obsta para que deje fluir su amor por las formas y los paisajes, el poeta
parece oponer al final una mera opción de fuga, un escape hacia el egoísmo sensual.
Pero quizás hay allí mucho más. Tal vez cuando insinúa que esta tierra opulenta
y fertilísima es estéril, dice que lo que falla son nuestros cuerpos, que la sexualidad
verdadera, impúdica y festiva, podría convertir a los humanos en seres también capaces
de contemplar las hojas de la victoria.
Tierra nuestra
trabajada para nada y para pocos,
ríos y puertos inundados de sol,
miseria de los trajes miseria de los pies,
ríos como puñales hiriendo la tierra.
Sonrientes, pensativos Yaunas pacientes,
laboriosos,
levantando sus casas tejiendo sus miserias con
fibras vegetales
orquídeas, dátil rojo, hojas de la victoria
que
sólo veis vosotros
monos nocturnos, osos hormigueros, garzones,
tigres, boas,
tortugas pensativas, chigüiros -semejantes del
mundo de los dientes-
Tierra que nada deja
y sin embargo el sexo.
Vagos son ya los rostros de su rostro
vaga también la forma de sus manos
lejos está su aliento de mi boca
su pequeña estatura
sus quince años
Sólo un ayer ocupa mi memoria
nuestro pequeño amor
nuestro pequeño mes
hace diez lunas
De repente
en la alta noche
sus ojos, de púrpura vestidos,
sus labios
labios de un amor apresurado
sus largos brazos
brazos de inolvidable carnadura
aparecen
¡Cuánto he perdido buen Dios!
¡Cuánto he perdido!
Alvarado
Tenorio está de regreso, y con él esa singular manera de vivir, siempre en el límite
de lo real y de lo soñado, convirtiendo su elocuencia verbal en un casi ascético
ejercicio de condensación, recordándonos en sus versos exactamente lo mismo que
nos recuerda con su presencia, que cada instante de nuestra vida, a veces vacía,
a veces carente de sentido, es el fragmento de una misteriosa fiesta posible, abierta
por igual al exceso y a la armonía, en la que está a punto de ocurrir lo nunca visto,
lo nunca gozado, lo nunca sufrido. Harold Alvarado Tenorio es un poeta en ese sentido
singular, alguien cuya presencia es siempre memorable, cuyo lenguaje es siempre
inquietante, cuya alianza de vitalidad y pasión arrebata la vida a la prisión de
los relojes y pone en ella siempre un color nuevo, un sabor y un matiz para los
que no bastan las palabras del hábito.
NOTA
Publicación
original: La Jornada Semanal, México,
24 de marzo de 2002.
WILLIAM OSPINA (Colombia, 1954). Doctor Honoris Causa en Humanidades de la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín, y en Humanidades de la Universidad del Tolima. Fue redactor en de La Prensa y escribe para El Espectador de Bogotá. Es Premio Rómulo Gallegos.
KAREL DEMEL (República Checa, 1942). Diseñador gráfico e ilustrador, expone con frecuencia en países como Alemania, Bélgica y los Países Bajos. Su obra contempla un diálogo permanente con temas figurativos que el artista encuentra en ambientes teatrales, poéticos y musicales. Karel es el artista invitado de nuestra edición.
Número 241 | outubro de 2023
Artista convidada: Karel Demel (República Checa, 1942)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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