La poesía como riesgo, como exploración
En una de sus conferencias, la
escritora argentina Luisa Valenzuela cuenta que, en una madrugada de 1977, en
plena dictadura militar, mientras caminaba hacia su casa desde la embajada de
México donde había estado conversando con algunos asilados, se sintió
perseguida. Y que entonces, al comprensible sentimiento de miedo, se sobrepuso
el de estar viva, el de “una forma de felicidad” que le corría por la sangre y
la hacía estar “exultante”. Y concluye:
Ahora sé por qué.
La respuesta es simple, ahora, tantos años
después. Me siento –en ese momento me sentí– feliz porque estaba escribiendo
con el cuerpo. Una forma de escritura que sólo puede perdurar en la memoria de
los poros. (Valenzuela)
Y es esa
precisamente la forma en que concibe la escritura de su compatriota Olga
Orozco, para quien la única imagen verdadera es aquella que está “entretejida
con la sustancia misma de la vida llevada hasta sus últimas consecuencias”
(Orozco).
En la poesía
hispanoamericana es quizás Pablo Neruda el nombre que primero evocamos al
hablar del cuerpo en la poesía. En su obra, observa Hervé Le Corre, el cuerpo
“con su peso físico, sus miembros, ora separados, ora reunidos, mediatiza […]
la crisis existencial por la que atraviesa el sujeto poético; un cuerpo que se
deshace también de una anterioridad / interioridad metafísica por el ritual”
(Le Corre). También los de las escritoras Elvira Agustini, Juana de Ibarbourou
o Gabriela Mistral, rompiendo tópicos respecto a lo físico femenino. Y, cómo no,
el compromiso con el mundo, con la humanidad en que lo colocó la poesía de
César Vallejo.
El propio
cuerpo puede ser referencia, imagen, metáfora, objeto de la poesía, pero
también puede, de una u otra forma, comprometerse en plenitud en el proceso de la
escritura. El poemario Museo salvaje (Buenos
Aires, Losada, 1974) de Olga Orozco está dedicado explícitamente al propio
cuerpo, pero alejándose de toda estética realista. En él, convoca una a una a
todas sus partes, pero son ellas también las que construyen junto con la poeta
las diversas composiciones. No se trata de un mero ejercicio intelectual, ni de
una reflexión sobre la materia perecedera, ni de una observación con el adorno
de la retórica; es un ejercicio alquímico en el que ella misma echa al fuego su
propia materia para trascenderla. Es también, por otro lado, esa lucha
constante del escritor entre lo inefable de la idea y la corporeidad de la
palabra.
Olga Orozco
no es la primera en utilizar su propio cuerpo como objeto poético, sin embargo,
sí lo es en hacerlo de una manera absolutamente novedosa. Es una forma de
tratarlo, como observa Juan Liscano, que escapa “a todas las trampas que un
tema semejante arma desde que fue abordado por la literatura” (Liscano).
También es tremendamente inquietante, no solo por la dureza de sus imágenes y
la sensación de desasosiego que provoca en el lector, sino principalmente por
la cosmovisión que recrea. De ahí que sea acertada la observación de Jacobo
Sefamí al decir que Museo salvaje es
“uno de los libros más fascinantes y (a la vez) raros que haya dado la poesía
latinoamericana”, tanto por su propuesta como por su factura, con enfoques
antagónicos y “una metaforización rara y a la vez penetrante e inusitada”
(Sefamí El extrañamiento). Pese a todo, y a los diversos
artículos que lo han enfocado, incluido el presente, considero que este
poemario, de una originalidad y riqueza difícil de agotar, merece y espera aún
un largo y pormenorizado estudio de todas sus facetas, relaciones con el resto
de la obra de la autora y con su tiempo. Cierto es que la escritura de Orozco,
sus poemarios y libros de cuentos, se resiste a una fácil categorización o
intento de clasificación prefijada. “Yet –dice Amy Frazier-Yoder– the corpus of
Orozco’s work avoids easy classification. […] Orozco’s poetry is further
difficult to categorize due to its varied themes and structures, as well as its
incorporation of diverse influences, including mystic and surrealist poetry”
(Frazier-Yoder).
Tanto
en Museo salvaje como en el resto de sus libros, la
poesía de Orozco es una poesía de riesgo, de exploración, en la que compromete
todo el ser, una apuesta donde la moneda de cambio es ella misma. Está
convencida de que forzando la realidad que la circunda, observando la parte
oculta de esa realidad, quizás se le desvele aquello que intuye pero que se le
oculta:
Tengo tal vez un exceso de fe y creo más en lo
que no veo que en lo que veo. […] tengo mucha más fe en las realidades no
visibles que en las inmediatas. La poesía, como la plegaria y la magia, tiende
a mostrar lo que es invisible, a no confiar en las leyes reglamentarias. […]
Mira siempre lo que está detrás de las cosas y no lo que las cosas presentan
como primera imagen. (Requeni)
Esta
convicción, esta fe en la poesía, explican el ímpetu y la vehemencia puesta en
toda su obra, y su constancia e insistencia a pesar de momentos de desaliento
al final de su trayectoria poética. La poesía, dice Orozco, es “una permanente
interrogación que lleva siempre un poco más allá, hacia el más allá, origen o
fin de cualquier cosa próxima o lejana” (Orozco La voz),
y el mundo se convierte en “una cotidiana y dificultosa prueba […], como si en
todas partes tropezáramos con una soga a la altura de nuestros tobillos”
(Orozco La voz). Su propio cuerpo, como parte de la realidad
total, es también ese tropiezo, ese muro que intenta disuadirla de su empresa,
pero el poeta entonces –dice en otro momento Orozco– se aventura a
explorar en las zonas prohibidas, en los deseos
inexplorados, en las inmensas canteras del sueño. Procura destruir las
armaduras del olvido, detener el viento y las mareas, vivir otras vidas, crecer
entre los muertos. Trata de cambiar las perspectivas, de presenciar la soledad,
de reducir las potencias que terminan por reducirlo al silencio. (Orozco Páginas)
De ahí que
Jorgelina Loubet diga que “la obra de Olga Orozco es estremecedora de
franqueza”, o que Ana María Fagundo adjetive su poesía de “devastadoramente
desolada” y confiese que conoce pocas voces poéticas que “conlleven tamaño
nivel de riesgo, de adentramiento peligroso en la otra orilla”, y que “su verso
se yergue inquietante y perturbador para todo aquel que se acerque a bucear en
sus turbias y, a la par, soleadas aguas” (Fagundo).
El yo
poético de Orozco es bastante complejo. Es un yo doble y que se desdobla, que
aúna contrarios, y es también un yo múltiple, parte de la divinidad que ha
repartido en nosotros sus pedazos, parte de toda la creación, elemento múltiple
conformado por otras muchas vidas, y también alma transmigrada, o renovada en
el tiempo a través de múltiples reencarnaciones. Olga Orozco crea un yo que
media entre un mundo y el otro, pero el gesto no es solo de su yo, sino que
participa también con los demás del camino abierto por él, o recorrido por
todos. Esta filosofía la ha emparentado con las corrientes neoplatónicas y
gnósticas. En definitiva, Olga Orozco no habla desde su yo personal, sino que,
sin abandonar este, lo convierte en el yo del hombre como humanidad, uno y
diverso, temporal e intemporal a la vez: “Cuando yo pongo mi yo –dice– quiero
poner todos […] y cuando escribo, escribo con todos” (en Sefamí Palabras). Esto tiene como consecuencia “la
identificación del cuerpo con el cosmos” y hace de Museo salvaje una “minuciosa y exasperada
exploración de la propia ‘envoltura terrestre’, que tanto como enfrenta a la
poeta con su terrible y dramática limitación, le revela su naturaleza de
microcosmos y, por tanto, su sacralidad” (Piña). En el poema “Animal que
respira”, ese acto de “aspirar y exhalar” se convierte en un intercambio
cósmico de mayor trascendencia que “reformula el sentimiento de contener
cósmicamente el universo” (Ruano). En este poemario –continúa Ruano– “se está
ante la concepción ética de su individualidad”.
El acto
creador se convierte “en arco tendido hacia el conocimiento, en ejercicio de
transformación de lo inmediato, en intento de fusión insólita entre dos
realidades contrarias […] en exploración de lo desconocido a través del
desarreglo de todos los sentidos” (Orozco Páginas). De ahí su
permanente interrogación a esa realidad, tanto en su lado conocido como en el
desconocido. Orozco violenta la realidad de todas las formas posibles: la
magia, lo oculto, el tarot, los sueños, sus juegos “peligrosos” o el
extrañamiento de las partes de su cuerpo. Piensa que el poeta es el más
indicado para entablar este diálogo porque “tiene una toma de conciencia mucho
más mágica que lógica de cuanto le rodea, y el poema mismo obra mucho más por
encantamiento que por persuasión” (en Pérez Alencart).
La tradición
cristiana medieval veía al cuerpo como una cárcel, un peso que el alma debía
soportar durante su paso por este mundo hasta que la muerte la liberase. Le
Corre señala que Orozco elabora su “imaginario corporal partiendo del mito
bíblico y de la representación crística, armazón para un intento poético de
recuperación de la identidad disgregada” (Le Corre). Muchas de las imágenes de
ese poemario nos recuerdan esa tradición, pero el trasfondo es muy diferente.
Aquí no hay “dualismo maniqueo” (Zonana), ni juicio moral, ni condena, hay una
observación llevada al límite, una interrogación continua y una necesidad de
respuestas. En el cuento “Juegos a cara o cruz”, de La oscuridad es otro sol, la niña Lía, alter ego de Olga Orozco y protagonista de los
relatos, explora la realidad a través de algunos “juegos” en los que se implica
ella misma y su corporeidad, entre ellos el de “la invisible”, que realiza con
la finalidad de apartarse del mundo y convertirlo “en objeto ajeno al
presenciarlo”. En medio del juego, la autora, entre paréntesis, introduce la
siguiente precisión a los lectores:
Pero,
ciertamente, el trasfondo bíblico en toda su obra es evidente. Como ha apuntado
Telma Luzzani, hay una cercanía buscada para conseguir, por analogía, tanto la
capacidad oracular del texto bíblico como su impronta de veracidad (Luzzani).
No es casual que el primer poema de Museo salvaje sea
“Génesis”, en el que se narra la caída que convirtió al hombre en rehén de sí
mismo para toda la eternidad. Imagen que se repite a lo largo de su obra. Por
ejemplo, en el poema “El adiós” de Los juegos peligrosos leemos:
Me arrojaron al mundo en mi ataúd de hielo.
Una tierra sin nombre todavía corrió sobre este rostro
con
[que habito en la desconocida:
era la tierra del castigo.
Era la hora en que comienzo a despertar entre
los muertos
[con la evidencia de un anillo roto,
un vestido de momia desprendido de las vendas
del cielo
y un espejo de sal donde puede leerse mi
destino.
El porvenir no es nada más que mirar hacia
atrás.
(Orozco Los
juegos)
Un rehén
en las tinieblas
Orozco intenta trascender el
espacio en que está obligada a vivir, pues siente que es coercitivo, que limita
sus acciones, que la ata irremediablemente a él. Ese espacio lo conforman tanto
el entorno físico que la rodea como el propio cuerpo, cuyos sentidos se abren a
una realidad cercana, pero niegan aquella otra verdad que intuye y que ha
dejado atrás en el momento del nacimiento. Es una reflexión que
trasciende Museo salvaje y salpica toda
su obra. Por ejemplo, en el poema “Espejos a distancia” de Los juegos peligrosos se quejaba ya de un cuerpo
que le resulta “desconocido” y que le estorba la visión de
esa otra vida que añora:
Yo no entiendo esta piel con que anuncia que no
estoy.
¿Y estos ojos donde está suspendida la tormenta?
¿Esta mirada de ave embalsamada en mitad de su
vuelo?
¿He transportado años esta desolación
petrificada?
¿La he llevado conmigo para que me tapiara como
un muro
[la tierra prometida?
Entonces, este cuerpo ¿habrá estado tal vez tan
lejos de la vida
como ahora está lejos de su muerte?
(Orozco Los juegos)
Es necesario, pues, leer Museo
salvaje atendiendo tanto a su unidad funcional como libro como desde
el conjunto de la obra de la autora, pues no se trata en este caso de
reflexiones provenientes de la observación del propio cuerpo, sino de la
construcción de una mitología que se cuestiona su existencia. Como ha dicho
Pere Gimferrer, la poesía de Orozco no es un medio de expresión, sino una
actividad del espíritu que apela a lo esencial, a lo esencial poético, por un
lado, y a lo esencial de nuestra condición, por otro: “Sus imágenes no sólo nos
conmueven o nos sobrecogen: nos dicen qué somos y en qué consiste el ser”
(Gimferrer). De ahí también que Gustavo Zonana considere que para la lectura de
este poemario sea conveniente considerar “un marco teórico que conjugue
criterios de la psicología y la historia de la percepción con una definición
trascendente de la corporalidad, dada la índole metafísica de la poesía de la
autora” (Zonana):
Al modificar sus relaciones entre el cuerpo y el
entorno, el individuo establece nuevos nexos entre el microcosmos de su
corporalidad y el universo circundante. Dichos nexos posibilitan una mayor
interrogación con el macrocosmos. Asimismo, permiten formas insospechadas de
acceso y de investigación de la realidad. (Zonana)
Partiendo de
un extrañamiento inicial, tanto en el sentido de extrañeza como en el de
distanciamiento, Olga Orozco escruta detenidamente cada parte de su cuerpo, su
función primaria y su sentido último. De esta forma, el cuerpo no es visto como
una circunstancia pasajera, ni como un instrumento útil para esta vida, ni como
la materia que aprisiona nuestro espíritu, ni como el compendio finito y total
de la existencia humana. Quiere observarlo y ver si le proporciona algunos
indicios de esa realidad que se le oculta. Pero, en general, los componentes de
su cuerpo se le revelan opacos y lo que le confirman es su intuición de ser un
rehén dentro de él, de que es un lugar de destierro, un lugar amurallado que no
le permite asomarse más allá para descubrir su verdadera razón de ser; que le
impide volar hasta reconocer sus inicios, el momento de la creación; y cuyos
sentidos, en vez de puertas abiertas al mundo, son clausuras para el
conocimiento verdadero de qué es este mundo, de qué hacemos en él, de qué pieza
somos en el universo, en la existencia plena de la vida sin límites de espacio,
de tiempo, de vida o de muerte.
Para
Asunción Horno-Delgado, en este libro “Orozco lleva a cabo un ritual para
entrar en las múltiples significaciones que plantea el existir –esa transida y
recurrente carne– al abrirse al conocimiento y tener que explicitar la ceguera
y contravención que para Orozco constituyen el cuerpo” (Horno-Delgado Encarnadura). En una entrevista mantenida con esta
escritora, Orozco lo expresa de esta manera:
Soy mi propia ballena. Tengo un poema que se
llama “Lamento de Jonás” que es el de uno mismo dentro de su propio cuerpo. El
cuerpo, de todos modos, hace posible la vida, pero da la impresión de que la
limita. Claro que es un buen intermediario: es el único que tenemos. […] Es lo
único que permite la vida, pero, a la vez, restringe las posibilidades de la
imaginación, lo que uno querría conseguir de la vida misma. Hay quienes creen
que a través de Museo Salvaje yo
he hecho una especie de queja contra el cuerpo. No, no. Yo tengo asombro de mi
propio cuerpo. Tengo un asombro, de pronto, hasta el enajenamiento si me pongo
a mirar en detalle […]. El cuerpo me parece asombroso, pero no es que lo
deteste, al contrario, amo mi cuerpo. Pero hay momentos en que me parece un
desconocido. Es una de mis angustias. (En Horno-Delgado Entrevista)
Este libro,
cuarto en su trayectoria poética, es una variación más, un intento más de
acceder a ese conocimiento sobre la vida, sobre la existencia humana, sobre su
propio ser que se le oculta, cuya existencia intuye en otras esferas, en otros
planos de la existencia en los que cree tener la certeza de haber participado,
pero que ahora se le vetan, de donde ha sido desterrada por mor de una culpa
que no atina a comprender y que no quiere asumir.
La relación
con el propio cuerpo que se ofrece en Museo salvaje es
desgarradoramente conflictiva. Conflicto que puede derivar, según nos muestra
el análisis de Jacobo Sefamí, de las teorías que Sigmund Freud plantea en su
ensayo “The Uncanny”. En él, Freud hace ver que las imágenes de partes del
cuerpo separadas de este o que tienen actividad por sí mismas tienen algo de
siniestro, de unheimlich, en cuanto algo tan
cercano y familiar como nuestro propio cuerpo se vuelve extraño. Lo que
aterroriza es no poder reconocer aquello que es conocido:
Así, lo que se piensa estable y da seguridad se
vuelve volátil y tenebroso: el mundo pasa a ser una cueva, una cárcel o una
tumba […]; la casa deviene un ámbito que no protege, como si se estuviera en la
intemperie; los órganos del cuerpo no cumplen sus funciones principales, y, por
el contrario, se convierten en evidencias del fracaso en su interactuar con el
mundo, en términos de sensación, percepción, imaginación o entendimiento.
(Sefamí El extrañamiento)
A este
respecto, observa Telma Luzzani que en los poemas la mayoría de los verbos
están en tercera persona, “estableciendo, ilusoriamente, la distancia que
existe entre el locutor y aquello de lo que se habla. Distancia que en este
caso permite la separación y posterior descripción de los ‘intrusos’
(monstruos, bestias, gárgolas) cuyo conjunto forma un verdadero bestiario”
(Luzzani).
Es como si
cada parte del cuerpo no se acomodase a su función, a su medida. Es, dice Le
Corre, la imagen de un cuerpo “fragmentado”, “dividido” y “desmedido (demasiado
grande o demasiado chico)” para “un yo errabundo, fantasmático, que a su vez
introduce una tensión interna” (Le Corre). A través de la corporeidad, el yo
“experimenta la imposible identidad a sí mismo” y por ello su violenta
proyección contra la realidad. Su recorrido por el cuerpo lo es como por un
museo que conserva la memoria de la especie, donde la presencia animal
elemental, salvaje e inocente, se muestra acosadora a la vez que acorralada (Le
Corre).
Por otro
lado, es interesante también observar cómo el cuerpo y sus órganos poseen
capacidad de metamorfosearse y cómo la autora, o su yo lírico, tiene también la
capacidad de observar esas transformaciones. Esto deriva a su vez del carácter
autónomo y dinámico que Orozco confiere a las diferentes partes del cuerpo
(Zonana). También de que se parte de la idea de un “sujeto incompleto,
inacabado”, de un yo corporal que “emerge en su función negativa como obstáculo
básico, por las mismas limitaciones que impone, para asir los espacios
innominados”. Los cinco sentidos, más que propiciar la comunicación con la
Unidad perdida, la limitan (Torres).
No es de
extrañar que, conversando de este libro con Jacobo Sefamí para una entrevista,
Orozco le confiese:
A medida que yo iba escribiéndolo, observándome
tan a fondo como podía, iba eliminando o alterando cosas en mí. Por ejemplo,
escribí el poema a la sangre; me hice un análisis, tenía una dosis altísima de
glucosa; escribí el poema al ojo, y para ello estuve montones de días mirándome
el ojo en un espejo, y después tuve que aumentar los cristales de mis lentes;
escribí el poema a mis huesos que se titula “Mi fósil”, y en seguida me caí y
me rompí dos costillas. Estaba deseando terminar el libro, para no llegar a
tener que escribirlo con mis borras, con mis arenillas últimas. Me iba
deteriorando a medida que escribía cada poema. Como si fuera un libro
descartable de mí misma, con cada paso que avanzaba, podía ir arrojando mis
pedazos. (Sefamí Olga Orozco)
El poemario,
como se ha dicho, se abre con un canto titulado “Génesis”. Como cualquier
relato cosmogónico, Museo salvaje comienza
por narrar la creación desde la “nada” inicial –“No había ningún signo sobre la
piel del tiempo”– hasta completar el ciclo de la creación con el primer día del
hombre sobre la tierra: “Yo estaba frente a ti; / yo, con los ojos abiertos
debajo de tus ojos / en el alba primera del olvido”. Versos que nos
proporcionan la clave interpretativa.
Antes de la
creación, “el hombre” estaba unido a Dios, no se le vetaba su presencia, ni el
Conocimiento, pero se quebró ese equilibrio primigenio y se produjo la ruptura
de esa unidad inicial: “Y alguien rompió en lo alto esta tinaja gris donde
subían a beber los recuerdos; / […] El cielo estaba ardiendo en la extinción de
todos los infiernos / y en la tierra se borraban sus huellas y sus pruebas”.
Entonces el hombre, que estaba “en algún lado muy lúcido de Dios”, se quedó
suspendido en el tiempo, ciego, sin recuerdos, porque fueron borradas todas las
huellas y las pruebas. Tiene lugar entonces la Creación de un mundo donde el
cuerpo pueda habitar: luz y tinieblas, tierra y agua, día y noche, vida
vegetal, animal…, y el hombre, “barro luminoso para colmar la forma semejante a
su imagen”. Ese instante, leído por todas las tradiciones como el inicio de la
humanidad, toma un nuevo enfoque en el poema de Orozco, porque ese último día
de la creación es para ella el primero, el primer día de la separación, del
destierro, del no saber quiénes somos ni de dónde venimos, es “el alba primera
del olvido”.
Esta caída
convierte al cuerpo en mortal, lo vuelve opaco y doloroso, lo despoja de la
divinidad. De ahí la exploración parte a parte de su cuerpo extrañado. Un
cuerpo que es y no es ella y al que interroga para recibir sus llamadas y sus
respuestas, sin una finalidad expresa más que la de observar desde estos puntos
de vista diferentes de lo común (Liscano) y alejados también de las coordenadas
espacio-temporales.
Para
Cristina Piña se produce aquí una “identificación del cuerpo con el cosmos, […]
que tanto como enfrenta a la poeta con su terrible y dramática limitación, le
revela su naturaleza de microcosmos y, por tanto, su sacralidad”. También
establece esta relación Telma Luzzani, pues pasa de la totalidad a la
fragmentación:
La
materialidad –dice– y la oclusión restringen la integración con el todo, pero
en tanto que microcosmos articulado alrededor de la multiplicidad y de la
autonomía sustentada por la fragmentación, permite establecer correspondencias
analógicas con el macrocosmos, y de esta forma “conocerlo” e “integrarse a él”.
(Luzzani)
El
gnosticismo, como se ha dicho, está muy presente en la obra de la argentina,
como ella misma ha reconocido en numerosas ocasiones, y es por eso que, en
“Génesis”, como atinadamente observa Frazier-Yoder “the agent of creation is
not the singular God described in section one, but a plural body of creators: ‘Entonces pronunciaron la palabra’, representing a creation by demiurges”
(Frazier-Yoder).
El segundo
poema es “Lamento de Jonás”. Su título nos conduce, a través del episodio
bíblico, a un espacio de confinamiento y oscuridad cuya metáfora es el vientre
de la ballena en la que permaneció Jonás por un tiempo hasta que Dios le
permitió ver la luz. Ese espacio es también el cuerpo. Un cuerpo tan “denso”
que “clausura todas las salidas”; un “saco de sombra” cosido a sus alas; un
“guardián opaco” que la “transporta” y la “retiene”; un cuerpo que la tapia con
un muro; paredes que la “anudan a un organismo ciego” que la “exhala” y la
“aspira sin cesar”.
Sin embargo,
ese cuerpo no le impide “pasar al fondo” para allí poder “encontrar vestigios
de otra edad” que intenta reconocer por ciertos indicios que a relámpagos se le
muestran: “A veces aparecen continentes en vuelo, plumas de otros ropajes
sumergidos; / a veces permanecen casi como el anuncio de la resurrección”. Y
esta será su lucha continua y a veces agónica: algo la “induce a escarbar
debajo de [su] sombra”, aunque ese otro lado “juega a no estar cuando yo
estoy”.
El recorrido
que Orozco hace por su cuerpo en este poemario responde a esta lucha y reafirma
la idea de lugar de destierro, de ser un rehén dentro de él, idea que aparece
de otras muchas formas en otros momentos de su obra. Por ejemplo, en el relato
titulado “DTG4” de La oscuridad es otro sol.
El título es la sigla de una organización de espías formada para el juego por
ocho amigos. Todos deben llevar a cabo un ritual de iniciación para ser
aceptados. Lía, la niña protagonista, alter ego de
Olga Orozco, debe permanecer inmóvil dentro de una bolsa, allí espera y espera
inútilmente a que alguien aparezca, la han abandonado. En esa espera, en la
soledad y la oscuridad, alejada de todo lo sensorial, es donde es capaz de
sentir su realidad más allá de lo que lo hacen los demás. En un pasaje que
tiene una conexión directa con este poema relata el descubrimiento de sus
percepciones: siente ser un oscuro organismo dentro de otro que “solamente late
y anonada y filtra en sus vísceras innominadas toda la fe, toda la esperanza y
todas las razones” hasta lograr un vacío donde el tiempo está suspendido y
también la existencia. No puede salir porque para ello tendría que hacerlo
también de su organismo, en el que se siente “incrustada”, como metida dentro
de una bolsa cosida “con puntadas que no tienen revés”. De pronto empieza a
caer, a caer hacia adentro de sí misma, “totalmente desposeída de toda
realidad, de toda cohesión: un puñado de partículas llevadas por el azar hacia
una fatalidad jamás prevista, en la que sólo perdura un sabor de vísceras que
devoran el hartazgo de sí mismas, la repugnancia de su sobrevivencia insípida o
de su presencia demasiado viva todavía en esta nada”. Siente entonces ser solo
“una adherencia de esta nada en la que aún perdura no un asomo de voluntad, ni
de esperanza, sino un resto de memoria insistente y sin sentido”. La caída
sigue largamente, pero al final se vislumbra “un jardín” y se aferra a esa
imagen preguntándose si será aquello lo que estaba esperando. Todo el tiempo de
su confinamiento mantiene la esperanza de una “resurrección”, de una salida a
la luz, a la verdadera vida, de la misma forma que Dios le permitió a Jonás
salir de su confinamiento, transformado ya en un hombre nuevo iluminado por la
verdad.
Verso a verso,
golpe a golpe
Tras estos dos poemas
iniciales comentados comienza la serie de los dedicados al cuerpo, hasta un
total de diecisiete, combinando por primera vez el verso con la prosa poética.
La galería se abre con el poema dedicado a sus vísceras, a las que llama “sus
bestias”, y que recoge algunas de las imágenes más inquietantes del libro.
Estas “bestias” “respiran y palpitan, ¡sofocante asamblea!, con
la codicia y la voracidad de las flores carnívoras y esa profunda calma de los
monstruos marinos al acecho de algunos continentes tal vez a la deriva, de unas
hierbas tenaces que arrastren la creación”, son un “bestiario invisible”,
“absorben lentas sus brebajes, solemnes, taciturnas, tenebrosas […]. Inflan sus
fuelles, despliegan sus membranas, abren sus fauces locas en bostezos y en
carcajadas escarlatas entre los tapizados que cierran en carne viva el extraño
salón. […] Deliberan, conspiran, […] ¡Qué tribunal tan negro en la trastienda
de toda mi niñez amedrentada por la caída de una pluma en el mero atardecer!”
(“Mis bestias”). Su misión es ir fabricando un elixir, un narcótico que la ata
a este mundo, que le nubla la memoria, que la incapacita para reconocer la
verdad. Pero la poeta no se conforma, las apela, les recuerda que no tienen
todo el poder, que entre ellas anida la muerte que la devolverá a su lugar
primigenio. Sus vísceras están atrapadas dentro de ella como ella está atrapada
dentro de su organismo, son sus parásitos, como nosotros lo somos del mundo en
que vivimos (Sefamí El extrañamiento). Y
es curioso que “las acciones que las tienen como protagonistas no solo resultan
propias de los seres vivos, plantas y animales”, sino también “de los humanos”
(Legaz).
Una de sus
imágenes más queridas es la de su corazón, que ya había utilizado en libros
anteriores y que se convertirá también en los posteriores en una referencia
reiterada. Por ejemplo, en el poema “Para hacer un talismán”, de Los juegos peligrosos (1962), ejemplo perfecto de
la implicación profunda de Olga Orozco en su obra, de esa forma de escribir
también con el cuerpo a la que aludíamos al comienzo, ofrece su corazón en un
conjuro para poder, contra toda razón, fabricarse un talismán que le permita
aferrarse a sus intuiciones, que le abra esas puertas cerradas con las que se
va topando a cada paso. Conoce el peligro de su arriesgado intento, pero, puesto
que no parece que exista otra posibilidad, se arriesga a poner en juego lo más
valioso de su ser: su corazón. El poema ofrece la receta de la pócima que lo
convertirá en un talismán. Su “indefenso corazón enamorado” habrá de sufrir la
intemperie, la vigilia, el azote de la lluvia y el viento que dejan “caer su
látigo en un golpe de azul escalofrío”, la oscuridad que abre “sus madrigueras
a todas las jaurías”; después habrá de ser arrojado “al hervidero de la bruma”,
puesto a secar contra la piedra, escarbado por una fría aguja “hasta arrancar
el último gramo de esperanza”, sofocado por las fiebres y por la ortiga, hecho
jirones por las alimañas, despojado de sus antiguas glorias; y, finalmente,
habrán de ser abiertas “de par en par y una por una todas sus heridas” y
exhibidas al sol de la piedad, “como un mendigo que plañe su delirio en el
desierto / hasta que sólo el eco de un nombre crezca en él con la furia del
hambre: / un incesante golpe de cuchara contra el plato vacío”. A pesar de
todo, del sufrimiento extremo, ella sabe que ese talismán no es inocente, que
esconde su veneno, pues, aunque es un instrumento con el que quizás acceda al
otro lado, porta también el mal que puede acabar con ella: “Guárdalo en la
vigilia de tu pecho igual que a un centinela. / Pero vela con él. / Puede
crecer en ti como la mordedura de la lepra; / puede ser tu verdugo. / ¡El
inocente monstruo, el insaciable comensal de tu muerte!”.
¡Y estos cielos que crecen y se alejan en rojo o
en azul,
en terror o en delirio,
debajo de tu estruendo, debajo de tu rayo!
Sí, tú, corazón, talismán de catástrofes,
posado en este yo como el vampiro de todo el
porvenir,
siempre a punto de abrir y de cerrar y arrojarme
hacia fuera en cada tumbo,
en cada contracción con que me aferras y me
precipitas
entre salto y caída.
Cuando sale
a otras partes de su cuerpo, como las manos, la cabeza, los pies, los ojos,
etc., el sentimiento primero es el de la “imparidad”, el de estar incompletos,
faltos de otra parte que se ha quedado atrás o, en el caso de los órganos
pares, como manos, ojos, pies, desconectados entre ellos. El sentimiento más
poderoso de nuevo es el de una materia cercenada, planteada como una sinécdoque
de todo su cuerpo, del hombre en general, respecto a la divinidad. Cuando habla
de sus manos exclama: “Una mano, dos manos. Nada más. / Todavía me duelen las
manos que me faltan”. Necesariamente le faltan, porque las que tiene, las que
contempla, no le sirven “para entreabrir las sombras, para quitar los velos”.
Es por eso que no las entiende, que le resultan extrañas y las siente intrusas,
y se pregunta: “qué trampa están urdiendo desde mi porvenir estas dos manos. /
Y sin embargo son las mismas manos. / Nada más que dos manos extrañamente
iguales a dos manos en su oficio de manos / desde el principio hasta el fin”.
(“Esfinges suelen ser”). Se transforman pues en las imágenes de algo ajeno, en
el símbolo mudo de otra existencia.
Horno-Delgado
observa en este poema cómo Olga Orozco:
se sitúa frente a las manos reales […] que
presentan una castración frente a la función de acercamiento propia de esta
parte del cuerpo […]. Las manos metaforizan entonces la distorsión frente a la
identidad, la violencia como agente del cuerpo que introduce el “azar” y el
“misterio” en la destrucción de la temporalidad. Orozco espiritualmente concibe
otras manos cuya existencia exclusiva es el dolor y la “transparencia”: lo
misterioso y evidenciable de la separación, el monstruoso ludismo al castrar la
“inocencia”. Las manos son “esfinge” monstruosa de su desvarío funcional
hiperbolizado en el distanciamiento y en el sufrimiento de esos muñones
intuidos. (Horno-Delgado Encarnadura)
Y recuerda
que de acuerdo al Diccionario de la RAE, la esfinge es un “monstruo fabuloso,
generalmente con cabeza, cuello y pecho humanos y cuerpo y pies de león. [Por
ende, implica el] adoptar una actitud reservada o enigmática”.
Este mismo
sentimiento es el que le hace calificar también a su cabeza con el adjetivo de
“impar” y a observar que en ella los sentidos no cumplen la función que se les
supone de ventanas abiertas a la realidad: sus oídos son “dos cavernas sordas
para escuchar la voz que rompe contra el muro”, sus ojos, “dos estrías vanas
para ver desde un claustro la caída”, su nariz solo percibe “un olor de bestia
acorralada debajo de la piel” y la boca contiene una “lengua insaciable / que
devora el idioma de la muerte en grandes llamaradas” (“El continente sumergido”).
A pesar pues
de contener los órganos de la mayoría de los sentidos, a pesar de poseer los
ojos, resulta “impermeable al bautismo de la luz”. Sin embargo, como en casi
toda su poesía, se niega a la desesperanza, por eso, aunque los sentidos no le
proporcionan ese conocimiento, sí le quedan “chispas desprendidas de la fragua
del sueño”, y siente que su cabeza es “la tumba del cielo” pues “se supone que
alguna vez fue parte desprendida de Dios, / en forma de tiniebla, / y que rodó
hacia abajo, cercenada sin duda por la condenación de la serpiente”. María
Elena Legaz considera que el título del poema, “El continente sumergido”, “bien
puede identificarse con la Atlántida pues la cabeza resulta un continente
sumergido, que oculta en su sueño de agua las huellas de un tiempo paradisíaco
sepultado” (Legaz). Esta convicción es la que la lleva a seguir esperando la
iluminación, aunque esta tenga que llegar por otra vía ajena a nuestros
ordinarios cinco sentidos. Esa búsqueda, no exenta de furia y dolor, y su
intuición hacen de su cabeza un “infierno circular / donde el perseguidor se
convierte de pronto en perseguido, /siempre detrás de sí”.
Parte de ese
infierno se plasma en las inquietantes imágenes que utiliza para hablar sobre
su cabello. Con ciertas referencias al amor y al sexo, pues el pelo es
culturalmente objeto fetiche, se mezcla la angustia de una “loca maleza que
enfunda de la noche a la mañana algún recinto destinado a ser estatua y tumba
del secreto cautivo”. Se pregunta a expensas de qué vive su cabellera, y la
convierte en “parásita de fiebres”, en “vampira en la profunda garganta de los
sueños”. Y en un magnífico despliegue del mejor surrealismo se la presenta, de
manera ambigua, ávida por proyectarse hacia afuera, arrebatada por un ansia incontrolable
parecida a la de su alma, que le pide romper amarras y deshacer secretamente la
trama del sudario que nos ata a esta vida y extenderse silenciosamente palpando
las realidades externas para sacarles el secreto de su verdadera naturaleza:
¡Cuando la oigo respirar a leves sacudidas y
deslizarse astuta y sigilosa, destejiendo mi trama, devanando sin duda la
urdimbre que me fija a duras penas a este pozo abierto en lo ilusorio!, ¡cuando
siento que se escurre feroz, palpando los objetos y los muebles con oscuras
llamaradas dementes, y tapiza sin tregua, como una devoradora enfermedad, el
piso y las paredes, y se enrosca y palpita en esta habitación lo mismo que una
insaciable y esponjosa bestia exigiendo la dádiva de todo el universo!, ¡qué
visión admirable!, ¡qué fiesta en los telares del Apocalipsis!
Pero
finalmente, con una reiterada desilusión, ve cómo también esa tentativa se
desvanece:
Pero no. Se retrae. Se domestica como un gato.
Se convierte en caricia vagabunda en busca de caricias, en reclamo entre
insomnios más lentos que las letanías. (“Parentesco animal con lo
imaginario”)
Y es en este
poema donde se alude por primera vez al acto de creación poética, referencia
que se irá intensificando y enriqueciendo en poemas sucesivos, estableciendo relaciones
y conexiones intrincadas –como lo está el cabello– que nos llevan también al
resto de su obra.
Todas las
partes de su cuerpo, como estamos viendo, la encadenan a la tierra, pero quizás
sean los pies el símbolo más visible de esta atadura, así que son considerados
como un “error de nacimiento”, una “condena visible a volver a caer una vez más
bajo las implacables ruedas del zodíaco, / si no logran volar” (“El sello
personal”). No son el basamento del templo ni la piedra del hogar, sino solo
“dos serafines mutilados” que apenas sirven para dejar una huella propia en
este mundo. Están “cautivos” y, a pesar de ser el órgano propio del movimiento,
solo se desplazan pegados a esta tierra: “¡Qué instrumentos inaptos para salir
y para entrar!”. Los pies la sujetan de tal manera que al final del poema
confiesa que ella también ha caído en su trampa, pues creyó que se elevarían en
cada pisada, pero era solo para, con una fuerza telúrica inapelable, volver a
plantarse de nuevo en el suelo. De ahí su grito de rebelión, de incomprensión,
su angustiada imagen final:
He caído en la trampa de estos pies
como un rehén del cielo o del infierno que se
interroga en vano por su especie,
que no entiende sus huesos ni su piel,
ni esta perseverancia de coleóptero solo,
ni este tam-tam con que se le convoca a un
eterno retorno.
¿Y adónde va este ser inmenso, legendario,
increíble,
que despliega su vivo laberinto como una
pesadilla,
aquí, todavía de pie,
sobre dos fugitivos delirios de la espuma,
debajo del diluvio?
Para Olga
Orozco la piel envuelve esa fiera amputación que la vida le ha hecho. Siente
que ha sido arrancada de Dios y “envuelta” en esa piel cuyo perfume es la
nostalgia. La imagen de claustrofobia y opresión que ofrece en este poema es
realmente asfixiante, y de nuevo nos recuerda el citado episodio del cuento
“DTG4”. Pero no se trata únicamente de un sentimiento de opresión, sino
también, como con otras partes de su cuerpo, de insuficiencia: “No me sirve
esta piel que apenas me contiene, / esta cáscara errante que me controla y me
recuenta, / esta túnica avara cortada en lo invisible a la medida de mi muerte
visible” (“Plumas para unas alas”). La piel es sobre todo el órgano que hace
posible la separación, que marca la línea entre lo que de nosotros se ofrece
como única realidad y lo que se nos oculta de nuestra propia naturaleza y que
es para Orozco una realidad más verdadera que la primera. Y tendrá siempre “ese
aspecto de falso testimonio con que encubre, bajo la misma lona, el fantasma de
ayer y el de mañana”. Aunque ponga en juego esa piel, o aunque intente
evitarla, esta seguirá siendo una “superficie donde sólo se inscriben los
errores sobre la borra de los años”.
A ese engaño
contribuyen también los ojos. Aunque estos son testigos de otro momento, “dos
fragmentos arrancados a la cantera de la eternidad”, “una cripta donde se
exhuma el sol”, están “sometidos a ciegas a la ley de la alianza en la
separación”. Han perdido su utilidad para ver esa realidad, en ellos la luz del
sol muere y solo salen sus despojos, y la luz de la oscuridad, de la noche, de
la luna, que podría iluminar mejor los abismos escondidos en nosotros mismos,
es sacrificada “en la piedra roja del altar” (“En la rueda solar”). La poeta
siente entonces que no le sirven y que está “a solas con su estuche de nieblas,
/ lo mismo que un rehén”. No entiende para qué están ahí la córnea, “con
avaricia de ostra”; el iris, “que destella y se apaga lo mismo que un relámpago
de tigres”; la pupila, “cautiva entre cristales”, “túnel contráctil siempre
alerta a la inminencia a solas”, “palpitación a medias con la muerte”, y se
rebela contra ella y le grita: “¡Basta, mirada de fisura, incesante mirada de
pólipo en tinieblas!”, y se repite como en letanía:
Es otra vez el mismo tembladeral de aguas voraces
[…]
Es otra vez el mismo recinto central adonde
caigo […]
Es otra vez el mismo centinela que dice que no
estoy,
la misma luz de espada que me empuja hacia fuera
hasta el revés de mí,
hasta la ciega condena de estos ojos que me
impiden mirar
y que sólo atestiguan la división debajo de
estos párpados.
Julieta
Gómez Paz afirma que la conclusión final de Orozco en este libro es que “para
la bestia, mortal sin remedio, no hay posibilidad de conocimiento”. Del “eterno
retorno” que postulaban las visiones primeras, Olga Orozco ha caído en una
visión atea de la aniquilación definitiva. Piensa que “en este libro se cumple
la terrible profecía que aparecía en su anterior poemario Los juegos peligrosos: ‘Vas a quedarte a oscuras. Vas a
quedarte a solas’”, y que en este es “más lacerante que en los libros
anteriores la nostalgia de Dios”. Sin embargo, a pesar de todo, admite que la
poeta se resiste a pensar que haya sido finalmente derrotada en su búsqueda, en
la misión de su poesía.
El órgano
que mejor puede reflejar esta búsqueda es la boca, por eso es uno de los más
contradictorios. De ella salen la palabra, la poesía… También es un órgano para
el amor. Sin embargo, o quizás precisamente por ello, tiene más culpa que el
resto de los órganos de su incapacidad para interpretar el mundo, de su torpeza
para comunicarse, de no compartir la dádiva de la verdad que esconde. Y la
lucha entonces de la poeta con/contra ella es mucho más dolorosa. La
posibilidad de articular el lenguaje le ofrece esa vía de exploración y de
expiación a la que Orozco se aferra: la palabra, sobre todo la palabra poética,
es la creadora, es la única posibilidad de trascender los límites de la
realidad. Esta posibilidad se va haciendo más y más acuciante en los siguientes
poemarios, hasta llegar al punto de empezar con ella otro nuevo génesis, el
inicio de la verdadera creación, “En el final era el verbo” es el título del
poema con que cierra En el revés del cielo (1987).
El poeta,
dice Orozco, “elige la palabra como un elemento de conversión simbólica de este
universo imperfecto. La idea de que el nombre no sólo designa, sino que es el
ser mismo y que contiene dentro de sí la fuerza del ser es el punto de partida
de la creación del mundo y de la creación poética”. En consecuencia “la poesía es
un acto de fe, una crítica de la vida, un cuestionamiento de la realidad, una
respuesta frente a la carencia del hombre en el mundo, una tentativa por aunar
las fuerzas que se oponen en este universo regido por la distancia y por el
tiempo, un intento supremo y desesperado de verdad y rescate en la perduración”
(Orozco Páginas).
Es este uno de
los elementos más interesantes por esa doble cara: “¡Y tanta ambivalencia en
esta boca, bajo el signo de la carencia y la embriaguez, bajo los dobles nudos
ceñidos por el amor y el aislamiento!” (“Duro brillo, mi boca”). En los
primeros párrafos acumula vocablos de connotaciones negativas: falaz, traidor,
malicia, inexplicable, fauces, acecho, tenebrosa, verdugos, feroces,
inmolación, monstruos, cautivo, leviatán… Y la increpa con rabia. Pero después
reconoce que en ella se esconde la única posibilidad de respuesta:
Y un poco
más acá de lo visible, debajo de esta lengua que celebra el silencio y escarba
en la prohibida oscuridad, ¿no comienzan también las canteras del verbo, las
roncas fundiciones de la poesía, el acceso a las altas transparencias que hacen
palidecer la pregunta y la respuesta?
Y cierra el
poema con un oxímoron que resume todas estas contradicciones: “Duro brillo,
este oráculo mudo”.
Incluso los
órganos sexuales le parece que tienen que servir para algo más que para la
reproducción o el placer. Lo niega categóricamente: “No. Ni vivero de la
perpetuación, ni fragua del pecado original, ni trampa del instinto, por más
que un solo viento exasperado propague a la vez el humo, la combustión y la
ceniza” (“El jardín de las delicias”). El centro del sexo multiplica sus ramas
“hasta el árbol de la primera tentación”, sus ondas “se expanden de pronto de
la cabeza hasta los pies igual que una sonrisa, […] poniendo en suspensión
corolas como labios, esferas como frutas palpitantes, burbujas donde late la
espuma de otro mundo”, en un “torbellino atronador que ya se precipita por el
embudo de la muerte con todo el universo en expansión, con todo el universo en
contracción para el parto del cielo, hace estallar de pronto la redoma y
dispersa en la sangre la creación”. Sin embargo, todo ello no es más que “la
mitad del deseo, que es apenas la mitad del amor”. Por lo tanto, se impone de
nuevo un ir más allá de él. Torres de Peralta considera que para Orozco el
deseo es
una categoría metafísica que posee un sentido
similar al de la mística, pues es siempre un deseo de recuperar a la Totalidad,
es decir, Dios, Espacio y Tiempo sin límites. Por lo tanto, lo erótico, o la
unión de cuerpos, constituye otra instancia, otro recurso y otro medio que se
explora sin represión para alcanzar esa Totalidad. (Torres La poética)
El último
poema, “Corre sobre los muelles”, lo dedica a la sangre, elemento que reparte
vida por todo el cuerpo, pero que también le proporciona sensaciones
contradictorias:
Hace ya muchos años que corres dando tumbos por
estos laberintos
y aún ahora no logro comprender si buscas a
borbotones la salida
o si acudes como un manso ganado a ese último
recinto donde se fragua el crimen con las puertas abiertas.
No juegues a perderme en estas destilerías
palpitantes;
no me filtres ahora con tu alquimia de animal
iniciado en todos los arcanos
ni me arrojes desnuda e ignorante contra el
indescifrable grimorio de los cielos
En un credo
al revés, donde Dios será el juzgado por el hombre al final de ese recorrido
incesante, irremediable y ciego que impulsa la vida pero que esconde su sentido
último, termina el poema y el libro:
Y aún sigues transitando por esta red de venas y
de arterias,
bajo los dos relámpagos que iluminan tu noche
con el signo de la purificación,
mientras arrastras fardos y canciones lo mismo
que la loca de los muelles
o igual que una inmigrante que se lleva en
pedazos su país,
para depositar toda tu carga de pruebas y de
errores a los pies del gran mártir o el pequeño verdugo:
ese juez prodigioso que bajó al sexto día,
que está sentado aquí, a la siniestra, en su
sitial de zarzas,
y que será juzgado por vivos y por muertos.
Una vez
hecho el recorrido, es fácil sentir el desgarro de la autora cuando grita,
encerrada en su cuerpo como Jonás en su ballena: “¿Y quién ha dicho acaso que
éste fuera un lugar para mí?” (“Lamento de Jonás”).
A pesar de
ello, el conflicto, como apunta Zonana, no se presenta como resuelto, sino que
la condición trascendente del cuerpo se plantea como misterio y “en numerosas
ocasiones el interrogante queda abierto y el poema se cierra como un desafío a
la reflexión del lector”. Y es que la poesía de Orozco evita siempre lo
dogmático, hace uso de sus imágenes. pero estas, por un proceso dialógico,
refuerzan precisamente la lejanía respecto de su origen. En este sentido dice
Le Corre:
Utiliza conscientemente motivos bíblicos y de
inspiración religiosa […], pero exacerbando las tensiones, deshaciendo los
binarismos consuetudinarios. Se centra en el cuerpo-yo, pero su “parentesco
animal” lo inserta en la especie, la estirpe humana, le proporciona una
historia (fabulosa-real) y una tarea: descifrar “las tablas de [una] implacable
ley” (“Corre sobre los muelles”), o fundir esas “tablas de la ley inscritas con
la sangre coagulada de las historias muertas” (“Génesis”), para fundar otra
historia […].
La “sed de lo imposible” que impulsa al sujeto
poético a “perder la piel y acampar en el alma” (“Lugar de residencia”), es una
figura de la movilidad, del lugar traspuesto (cuerpo/escritura): “En cada
encrucijada donde escarbo mi nombre compruebo que no estoy” (“Corre sobre los
muelles”). Para una poesía que renuncie a la certidumbre, no a la esperanza. (Le Corre)
Hay, pues,
que quedarse con esa doble mirada, con esa dualidad, con esa batalla continua.
Por eso, para concluir, rescatamos de sus libros posteriores otros versos en
los que, sin dejar de sentir las coerciones de su cuerpo, de saberlo su
“costado de inevitable realidad”, se detiene a alabarlo. Es el caso por ejemplo
de los últimos versos de “Catecismo animal”, de En el
revés del cielo (1987). En el poema, después de preguntarse
nuevamente si su cuerpo le servirá para sobrevivir más allá o será solo “como
un escombro que se arroja y se olvida”, se responde:
No, este cuerpo no puede ser tan sólo para
entrar y salir.
Yo reclamo los ojos que guardaron el Etna bajo
las ascuas de otros ojos:
pido por esta piel con la que caigo al fondo de
cada precipicio:
abogo por estas manos que buscaron, por los pies
que perdieron:
apelo hasta por el luto de mi sangre y el hielo
de mis huesos.
Aunque no haya descanso, ni permanencia, ni
sabiduría,
defiendo mi lugar;
esta humilde morada donde el alma insondable se
repliega,
donde inmola sus sombras
y se va.
Y en uno de
sus últimos poemas, “Himno de alabanza”, se muestra gozosa al decir:
¡Ah, sentidos, mis guardianes insomnes,
refugios instantáneos en un mundo improbable y
sin fondo,
como yo!
Desde lo más profundo de mi estupor y mi
deslumbramiento yo te celebro,
cuerpo, suntuoso comensal en esta mesa de dones
fugitivos
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NOTA
El presente artículo recoge,
revisadas y puestas al día, las páginas publicadas en Ramírez Almazán, Dolores
(ed.). In corpore dominae. Cuerpos escritos/Cuerpos proscritos.
Sevilla, ARCIBEL, 2011, bajo el título “Un rehén en las tinieblas: visión del
cuerpo en Museo salvaje de Olga Orozco”.
INMACULADA LERGO (España, 1957) es escritora, crítica literaria y editora. Cursó estudios de Geografía e Historia y de Filología, doctorándose en Filología hispánica. Es miembro correspondiente de la Academia Peruana de la Lengua desde 2013. En el ámbito de la creación, ha publicado el poemario El cuerpo del veneno (2020) y otros poemas y textos en revistas y antologías. El silencio de las jacarandas, resultado de un dilatado proceso de escritura, es su primer volumen en prosa, no exento, sin embargo, de un profundo lirismo. Como crítica, está especializada en literatura peruana e hispanoamericana, con diversas publicaciones en su haber, entre las que destacan Antologías poéticas peruanas (1853-1967). Búsqueda y consolidación de una literatura nacional (2008) y ediciones de César Vallejo y Carlos Germán Belli, así como varios volúmenes en la Biblioteca Rosa Arciniega que, editada por Renacimiento, rescata la obra de esta autora peruana de vanguardia. Colabora en cabeceras como Mediodía, Clarín, Sibila, Palimpsesto y otras más. Es directora de la revista Entorno Literario. Y jurado en diversos premios literarios, entre los que se cuenta el Cervantes de Literatura (2014) o algunos de la editorial Hiperión, como el Antonio Machado, Ciudad de Valencia o Jaén de poesía. Ha sido profesora de Instituto, ejercido docencia en la Universidad de Sevilla e impartido cursos en la Universidad de Piura (Perú).
GLADYS MENDÍA (Venezuela, 1975). Poeta, ensayista, editora, artista plástica. Traductora del portugués al castellano, contando entre sus trabajos de traducción la antología poética de Roberto Piva titulada La catedral del desorden (2017). Fue becaria de la Fundación Neruda (2003 y 2017). Participó en el Taller de creación poética con Raúl Zurita (2006). Ha publicado en diversas revistas literarias, así como también en antologías. Sus libros: El tiempo es la herida que gotea, 2009; El alcohol de los estados intermedios, 2009; La silenciosa desesperación del sueño, 2010; La grita. Reescritura de Las Moradas, de Teresa de Ávila, 2011; Inquietantes dislocaciones del pulso, 2012; El cantar de los manglares, 2018, Telemática. Reflexiones de una adicta digital, 2021; LUCES ALTAS luces de peligro, 2022 y sus más recientes libros co-creados con Inteligencia Artificial: Fosforescencia tigra, Aire y Memorias de árboles (2023). Es editora fundadora de la Revista de Literatura y Artes LP5.cl y LP5 Editora, desde el año 2004. Cofundadora de la Furia del Libro (Feria de editoriales independientes, Chile). Como editora ha desarrollado más de veinticinco colecciones entre poesía, narrativa, ensayo y audiovisuales, publicando a más de 500 autores. Integra, con Floriano Martins y Elys Regina Zils, el equipo de traductores del “Atlas Lírico de Hispanoamérica”, de la revista brasileña Acrobata. Gladys Mendía es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Número 245 | novembro de 2023
Artista convidada: Gladys Mendía (Venezuela, 1975)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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