Sin embargo, la escasísima circulación de un conjunto
de ediciones que llegó en vida del autor a casi una veintena de títulos (obviamos
aquí los 47 inéditos que la Academia Nacional de Letras publicó a fines de 2000
en cuatro tomos y con el nombre común de Señal de vida) no ha colaborado
a que el público lector se allegara a una escritura no siempre fácil de adscribir
en términos de referencia. Su asombrosa variedad formal así como su rigor compositivo
ya han sido observados desde el lanzamiento de su primera publicación (El pájaro
que vino de la noche, 1929), y esa condición proteica es lo que, en términos
de Ciancio, nos hace intuir “la inminencia de acceder a la trabazón de las palabras
en sus textos, que (…) se vuelven madeja o laberinto, que circulan en una continua
rotación, soportada por reiteraciones, juegos de ecos y espejos entre las palabras,
entre los fonemas, entre las pausas, intra y extra-versales, inesperadas o recurrentes;
encabalgada en una vocación por los neologismos, anudada en la duplicación de palabras
o de estructuras lingüísticas, facturadas con pequeñas, casi imperceptibles variantes,
con mecanismos de encastramiento e incrustaciones de palabras y sintagmas de arriesgada
acometida, y de los cuales, el poeta, sale casi siempre airoso”. En resumen, nos
encontramos frente a “una sintaxis que siempre parece provisoria, aquejada de una
marcada agramaticalidad, a punto de ceder al menor cambio o movimiento, que tienta
a tirar del extremo de la hebra, a desmadejar el lienzo”.
Tal desmadejamiento corresponde a ese estarse buscando
que Cunha le confesó a Líber Falco -según la anécdota de Domingo Bordoli-. Pero
también a una posición que, a medida que se iba resquebrajando el monolitismo de
los grandes relatos que fueron sustentando la cultura uruguaya (el batllismo y la
solidez socioeconómica de la Suiza de América), instauraba un agrietamiento en la
creciente dureza de las nuevas prácticas sociopolíticas sobre las subjetividades
emergentes de la crisis. No otra cosa indica la hibridez y la inestabilidad de su
poética (el título de uno de sus libros más emblemáticos, Palabra cabra desmandada,
de 1971, es más que elocuente). Es un discurso de réplica o contradiscurso en beligerancia
con el esencialismo identitario anclada en la ruralia que el imaginario uruguayo
trabajó como mito fundante y como heráldica. Señalaba Daniel Vidart, de un modo
muy gráfico, que “en nuestro país, por mucho tiempo y en vastos sectores de opinión,
se consideró la realidad rural como la única digna de ser descrita e interpretada
por una verdadera literatura nacional. He aquí lo típico e intransferible: la revolución
o la patriada, el campo inmenso a más no poder, los ranchos mortecinos y las ramadas
dicharacheras, el caballo y la china, el coraje y el cuchillo, la soledad de la
senda y la alegría del asado, los caudillos y sus huestes”. Pero después de hacer
este relevo, agrega que “a poco que se examine críticamente este animado friso de
evocaciones camperas se comprueba que se trata de la apología de un mundo muerto
y lo que parece una loa se convierte en la lápida de una extinguida y despistada
humanidad. Las hazañas del gauchaje insumiso transcurren en un aire enrarecido de
falsedades, en una sociedad sin clases, y las tristezas de los humildes se convierten
en dichas camperas al pasar por el prisma embellecedor de los ideólogos del gauchismo”.
Huelga decir que, genealógicamente, tal prisma “responde a las exigencias de un
nacionalismo cultural que surgió en el mediodía del Uruguay batllista que coronó
estéticamente el jubileo de las clases medias”. Teniendo en cuenta el peso de esta
tradición, se hace posible entender el hecho de que Juan Cunha pusiera en marcha
un nomadismo que afirmara el ocaso de una escena de escritura, ya fosilizada y con
connotaciones de fuerte tinte reaccionario. Este principio permite señalar que la
poética del universo experimental y proliferante en Cunha se inscribe en un trazo
de clausura. Clausura de una forma de representación y referencia, si bien esta
arremetida había tenido ya sus precursores: la poderosa narrativa de Juan José Morosoli
y Tacuruses, de Serafín J. García, uno de los poemarios más logrados
y ácidamente críticos (tal vez el único) que dio el criollismo en su período más
epigonal.
Ahora bien, cuando se habla de clausura se habla
de su articulación dialéctica con la re-escritura. Reescribir es producir un reflejo
que se desplaza dinámicamente del espejo, lo cual es el texto originario (o un conjunto
de ellos). Se trata de proyectar otra imagen, un devenir desdibujándose que se produce
en la otredad del trazo en cuanto concienciación (o sea relectura, re-interpretación)
del repertorio canónico. De allí que se revele, de un modo casi tangencial, el carácter
programático del título que Juan Cunha dio a su obra más celebrada, Sueño y retorno
de un campesino (Égloga, Elegía, Geórgica), de Ediciones Del Pie En El Estribo,
1951. Dividido en seis cantos –que a su vez se subdividen en otros seis, constituidos
cada uno por siete tercetos endecasílabos y un serventesio final–, Sueño y retorno
de un campesino muestra su filiación en el epígrafe que cita los dos versos
finales de la Elegía a Ramón Sijé. Miguel Hernández gravita –isotópica, hipertextualmente–
en la imagética del campo y su habitante en cuanto receptáculo de la problemática
social y popular que a ambos les interesa relevar, así como en el renovado uso de
los dispositivos retóricos-formales del neoclasicismo. Pero también en una toma
de partido que se irá acentuando en su producción posterior.
Y si evoqué la sombra compañera
de Miguel, el poeta campesino:
invoco su conducta, alta, señera.
Que si partió tras su sangriento
sino,
su pluma, me dejara, y un saludo;
cuando se fue, bogando, entre su
pino.
Me enseñara su hombría, tierno
y rudo;
y de portarme como él solía,
de pie, frente a la muerte, no
lo dudo.
Su mano escribirá en la mano mía.
Sentiré su denuedo por mis venas.
Me dolerá el dolor que le dolía.
Y qué noticias hay del pobre pobre
peón, cuyo salario no sumaba
por aquel tiempo, mucho más de
un cobre?
De sol a sol, sin pausa, trabajaba:
del alba hasta la noche, necesario,
son recompensa, su sudor sudaba.
–Que voraz, el patrón, este calvario
le alzaba; si restándole el aliento,
sumándole, puntual, un dolor diario–.
Aquí, circula ya otro movimiento;
y claras se entrevén, resplandecientes
las victorias, que esperan su momento.
Yo la siento venir, y tú la sientes:
es la aurora del pobre, la que
llega
empujada por manos, y por frentes.
Decididos estamos en la brega.
Algo madura: pronto estará punto;
se nos reclama leal y firme entrega.
La reivindicación de ese algo que madura responde
a un contexto en el que Uruguay comienza a discutir con mayor intensidad el problema
de sus estructuras agrarias al concluir la Segunda Guerra Mundial. Siendo un país
históricamente recostado en el sector primario de la economía, no era aquella una
discusión de segundo orden. De lo que se trataba era del agravamiento de una serie
de inconvenientes cuyos orígenes se ubicaban varias décadas más atrás: concentración
de la propiedad de la tierra, una producción agropecuaria estancada y en constante
fricción con la más reciente industrialización urbana, atraso tecnológico, permanente
tránsito de pequeños productores empobrecidos desde el campo a las ciudades (especialmente
a Montevideo), endeudamiento y pauperización de los que lograban quedarse. Ya a
fines de 1940, sin embargo, Morosoli había realizado su radiografía, tan concisa
como certera: “…ahora el hombre del campo nuestro, el proletariado rural, el peón,
el monteador, el siete-oficios, o el carbonero, está de a pie, sin fraternidad,
sin tierra para trabajar, sin guitarra y sin ilusiones. Ahora que él come guiso
de poroto y el patrón carne asada, ahora que el patrón lee el diario y él no sabe
leer, ahora que el honor de uno y otro es diferente, ahora que le falta todo, ni
siquiera tiene idea de lo que le falta. Le falta el orientador de su huella sin
destino”. De allí que la factura verbal de Sueño y retorno de un campesino
dependa de la observación de ese paisaje concreto, de la reinvención de un lenguaje
que no se propone sólo como instauración de una grafía, y mucho menos como creación
de exotismos de un regionalismo mágico o de aquiescencias metafísicas. Sobre ese
punto, la obertura al Canto IV ejerce una suerte de homenaje a los precursores.
Un homenaje que no oculta, tampoco, el rito de un parricidio amablemente
solapado a partir de citas paratextuales y contrastes de visiones inconciliables.
Poetas de mi patria: mis mayores;
los que me precedisteis, compañeros
cantores de los campos; los mejores.
Los que sabéis de infancia en los
potreros:
la de “Raíz Salvaje”, campesina;
el de “Isla Patrulla”, y aparceros;
el del Pájaro Rojo en la Colina;
el de “Agua del Tiempo”. Recordamos
que supisteis cantar la repentina
nostalgia de lugares que dejamos.
A vosotros, y a otros, me dirijo;
alzando yo, a mi vez, silvestres
ramos.
Que hacia mi tierra, hoy, yo miro
fijo;
y sueño, y sólo quiero regresarme
a decirle lo que ella antes me
dijo.
Sí, volver a su orilla, a reposarme.
Olvidar este ir de calle en calle;
y olvidar muchas cosas, y olvidarme.
Mas perdonadme, ahora, que no calle
mi temor; voy a hablaros de las
cosas
que, tal vez, ya no son allá en
mi valle.
Venid, valedme, frentes pesarosas.
Que hasta aquí todo ha sido un
ir soñando
unas tierras, soleadas, y dichosas.
Y, tal vez, a esta altura, estén
llorando.
Naturalmente di con este asunto;
le prometí el furor de mi poesía,
y si sabré cumplir, ni me pregunto.
Yo no sé de acomodo, ni sabría;
no sé ignorar –para medrar–
las cosas;
no sé callar: que ya no lo podría.
Denunciaré a chacales y raposas.
El lenguaje se presenta al mismo tiempo como el terreno
del conflicto y lo que está en juego. Esa irrupción es el acto adecuado al acontecimiento
radical del lenguaje, acontecimiento cuya expresión no sería, por tanto, verbalizar
(hacerse o devenir el “verbo”) sino manifestarse, tomarse la palabra, ocupar su
esfera. Corresponde entonces al paisano, al campesino, la experiencia originaria
del discurso donde radica el acto de enunciación. Al exponerse a sí mismo, al manifestarse
y romper su silenciamiento, el paisano expone, justo porque lo interrumpe, el momento
donde se sostiene la realidad, esto es, donde el trabajo produce mundo: valor, mercancías,
sentido. Toma así cuerpo y se pronuncia el lugar de una diferencia irreducible al
orden, y que abre el ámbito de resonancia donde acontece esencialmente la palabra
–donde se la roba ya sea en forma de arenga, ya sea en forma de canto. Cunha supo
o intuyó que el discurso de la subversión exige la subversión del discurso. No se
trata de “hablar de otro modo”, de acceder a un espacio de sentido exterior al que
acota el régimen, sino de hablar de tal modo que la posibilidad misma del coto,
es decir, la propiedad quede subvertida. La intervención del “proletariado rural”
no trata de convencer, no busca acuerdo o reconocimiento alguno: no se maneja, en
fin, con ningún criterio de validez. Se trata de “abolir la propiedad” también en
el orden del sentido. Y por eso la forma de su expresión no puede ser más que la
de una provocación, una “ocupación”, una declaración de revuelta social interior
no sólo al campo en manos de unos pocos, sino también al campo del discurso. De
allí la interrogación retórica -que increpa hacia lo imposible de un consenso- a
la hora de pedir que el amo o dueño de la tierra hable humanamente.
Y temo, que, por estas cosas mías,
por este mi anhelar de ser humano,
y por estas futuras alegrías;
los señores de blanca y bella mano,
los que dan las prebendas, el dinero;
-los que están en el limbo soberano-:
ya el saludo me nieguen, callejero;
y que digan de mí: “Es un pobre
loco
fantasioso, imitando algo extranjero”.
Mas no vine a halagarlos, ni tampoco
su aprobación pensé solicitarles;
que aprendí a conocerlos, poco
a poco.
Tan sólo aquí quisiera preguntarles:
¿soy yo de mis hermanos enemigo?
¿Quiénes, los que han querido esclavizarles?
¿Ilícito es pedir por todo trigo?
¿Dijisteis que traiciono, que me
vendo
por decir estas cosas que yo digo?
A sembrar, y a segar: de gozo en
gozo.
Y el corazón poniendo en la balanza,
partámonos, fatigas, y reposo.
Que a cada cual su pan toque, y
holganza:
justo, el que corresponda a sus
sudores:
el producto total de su labranza:
pues que tendremos tierra sin señores.
Este agenciamiento artístico-revolucionario reitera
la tendencia a la no división como principio totalista de categorización
universal. Tal como la síntesis arte/vida planteaba lo real como un todo indiferenciado
(sin límites formales entre los distintos regímenes de experiencia y discursos),
la fusión arte/política plantea lo social y lo histórico como totalidades unificadas:
la historia como plenum de sentido al servicio de un referente último y trascendente,
la sociedad como macro-horizonte que absorberá las diferencias y resolverá las contradicciones
una vez concretada la utopía del cuerpo homogéneo de la sociedad sin clases. Por
eso, vale destacar que en Cunha la escritura también se inscribe a partir del lazo
social que denuncia la falta. En este sentido, la falta que en el pasado pervive
como elección retroactiva del presente donde pesa la imagen de una ancestralidad
oprimida –el paisanaje– cuya redención llega a nosotros como factura impaga. Sueño
y retorno, al igual que buena parte de la producción que se enmarca en la poesía
social del siglo XX, impone un voluntarismo de la conciencia oprimida, un libre
albedrío de la acción, y más aún, de la intelección presentes, por el cual se elige
un conjunto particular de posibilidades que se buscará realizar en su propio futuro.
O, como culminaría Cunha en uno de sus cantos:
Qué? Acaso no amas, tú, lo que
yo amo?
No sientes, como yo, la esa alegría
de un unánime pan, sin voraz amo?
Y ese día, oh, se acerca; y ese
día
serás cierta, viril palabra: hermano.
Ya amanece: te dije que vendría.
Pon ya tu mano, pura, entre mis
manos;
y déjame decirte que te quiero;
y déjame abrazarte, mi paisano.
Y alcemos el unánime granero.
MARTÍN PALACIO GAMBOA (Uruguay, 1977). Poeta, traductor y músico. Publicó diversos artículos de crítica literaria y artes plásticas. Entre sus obras, Lecciones de antropofagia (2009), y Los Trazos de Pandora. Otras voces, otros territorios. Ensayos sobre las distintas vertientes de la poesía brasileña contemporánea (2010), y Celebriedad del fauno (2011).
GLADYS MENDÍA (Venezuela, 1975). Poeta, ensayista, editora, artista plástica. Traductora del portugués al castellano, contando entre sus trabajos de traducción la antología poética de Roberto Piva titulada La catedral del desorden (2017). Fue becaria de la Fundación Neruda (2003 y 2017). Participó en el Taller de creación poética con Raúl Zurita (2006). Ha publicado en diversas revistas literarias, así como también en antologías. Sus libros: El tiempo es la herida que gotea, 2009; El alcohol de los estados intermedios, 2009; La silenciosa desesperación del sueño, 2010; La grita. Reescritura de Las Moradas, de Teresa de Ávila, 2011; Inquietantes dislocaciones del pulso, 2012; El cantar de los manglares, 2018, Telemática. Reflexiones de una adicta digital, 2021; LUCES ALTAS luces de peligro, 2022 y sus más recientes libros co-creados con Inteligencia Artificial: Fosforescencia tigra, Aire y Memorias de árboles (2023). Es editora fundadora de la Revista de Literatura y Artes LP5.cl y LP5 Editora, desde el año 2004. Cofundadora de la Furia del Libro (Feria de editoriales independientes, Chile). Como editora ha desarrollado más de veinticinco colecciones entre poesía, narrativa, ensayo y audiovisuales, publicando a más de 500 autores. Integra, con Floriano Martins y Elys Regina Zils, el equipo de traductores del “Atlas Lírico de Hispanoamérica”, de la revista brasileña Acrobata. Gladys Mendía es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Número 245 | novembro de 2023
Artista convidada: Gladys Mendía (Venezuela, 1975)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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