segunda-feira, 20 de novembro de 2023

MARTÍN PALACIO GAMBOA | Escritura, ontología política y modernidad en Sueño y retorno de un campesino, de Juan Cunha



Si bien la figura del poeta Juan Cunha (1910-1985) ha comenzado a adquirir una presencia menos fantasmática en la literatura uruguaya –en el sentido de ser un poco más leído que citado–, su obra sigue siendo todavía esquiva y refractaria en términos de recepción. Y no nos referimos aquí a una falta de atención del aparato crítico: la generación del 45 así como la del 60 lo ha leído con asiduidad y sugirieron cartografías respecto al vasto territorio que el trazo de Cunha imponía sobre su producción. Más cercanos en el tiempo, Luis Bravo, Amir Hamed, Gerardo Ciancio, Rafael Courtoisie, también han ofrecido otros modos de acercamiento y abordaje.

Sin embargo, la escasísima circulación de un conjunto de ediciones que llegó en vida del autor a casi una veintena de títulos (obviamos aquí los 47 inéditos que la Academia Nacional de Letras publicó a fines de 2000 en cuatro tomos y con el nombre común de Señal de vida) no ha colaborado a que el público lector se allegara a una escritura no siempre fácil de adscribir en términos de referencia. Su asombrosa variedad formal así como su rigor compositivo ya han sido observados desde el lanzamiento de su primera publicación (El pájaro que vino de la noche, 1929), y esa condición proteica es lo que, en términos de Ciancio, nos hace intuir “la inminencia de acceder a la trabazón de las palabras en sus textos, que (…) se vuelven madeja o laberinto, que circulan en una continua rotación, soportada por reiteraciones, juegos de ecos y espejos entre las palabras, entre los fonemas, entre las pausas, intra y extra-versales, inesperadas o recurrentes; encabalgada en una vocación por los neologismos, anudada en la duplicación de palabras o de estructuras lingüísticas, facturadas con pequeñas, casi imperceptibles variantes, con mecanismos de encastramiento e incrustaciones de palabras y sintagmas de arriesgada acometida, y de los cuales, el poeta, sale casi siempre airoso”. En resumen, nos encontramos frente a “una sintaxis que siempre parece provisoria, aquejada de una marcada agramaticalidad, a punto de ceder al menor cambio o movimiento, que tienta a tirar del extremo de la hebra, a desmadejar el lienzo”.

Tal desmadejamiento corresponde a ese estarse buscando que Cunha le confesó a Líber Falco -según la anécdota de Domingo Bordoli-. Pero también a una posición que, a medida que se iba resquebrajando el monolitismo de los grandes relatos que fueron sustentando la cultura uruguaya (el batllismo y la solidez socioeconómica de la Suiza de América), instauraba un agrietamiento en la creciente dureza de las nuevas prácticas sociopolíticas sobre las subjetividades emergentes de la crisis. No otra cosa indica la hibridez y la inestabilidad de su poética (el título de uno de sus libros más emblemáticos, Palabra cabra desmandada, de 1971, es más que elocuente). Es un discurso de réplica o contradiscurso en beligerancia con el esencialismo identitario anclada en la ruralia que el imaginario uruguayo trabajó como mito fundante y como heráldica. Señalaba Daniel Vidart, de un modo muy gráfico, que “en nuestro país, por mucho tiempo y en vastos sectores de opinión, se consideró la realidad rural como la única digna de ser descrita e interpretada por una verdadera literatura nacional. He aquí lo típico e intransferible: la revolución o la patriada, el campo inmenso a más no poder, los ranchos mortecinos y las ramadas dicharacheras, el caballo y la china, el coraje y el cuchillo, la soledad de la senda y la alegría del asado, los caudillos y sus huestes”. Pero después de hacer este relevo, agrega que “a poco que se examine críticamente este animado friso de evocaciones camperas se comprueba que se trata de la apología de un mundo muerto y lo que parece una loa se convierte en la lápida de una extinguida y despistada humanidad. Las hazañas del gauchaje insumiso transcurren en un aire enrarecido de falsedades, en una sociedad sin clases, y las tristezas de los humildes se convierten en dichas camperas al pasar por el prisma embellecedor de los ideólogos del gauchismo”. Huelga decir que, genealógicamente, tal prisma “responde a las exigencias de un nacionalismo cultural que surgió en el mediodía del Uruguay batllista que coronó estéticamente el jubileo de las clases medias”. Teniendo en cuenta el peso de esta tradición, se hace posible entender el hecho de que Juan Cunha pusiera en marcha un nomadismo que afirmara el ocaso de una escena de escritura, ya fosilizada y con connotaciones de fuerte tinte reaccionario. Este principio permite señalar que la poética del universo experimental y proliferante en Cunha se inscribe en un trazo de clausura. Clausura de una forma de representación y referencia, si bien esta arremetida había tenido ya sus precursores: la poderosa narrativa de Juan José Morosoli y Tacuruses, de Serafín J. García, uno de los poemarios más logrados y ácidamente críticos (tal vez el único) que dio el criollismo en su período más epigonal.

Ahora bien, cuando se habla de clausura se habla de su articulación dialéctica con la re-escritura. Reescribir es producir un reflejo que se desplaza dinámicamente del espejo, lo cual es el texto originario (o un conjunto de ellos). Se trata de proyectar otra imagen, un devenir desdibujándose que se produce en la otredad del trazo en cuanto concienciación (o sea relectura, re-interpretación) del repertorio canónico. De allí que se revele, de un modo casi tangencial, el carácter programático del título que Juan Cunha dio a su obra más celebrada, Sueño y retorno de un campesino (Égloga, Elegía, Geórgica), de Ediciones Del Pie En El Estribo, 1951. Dividido en seis cantos –que a su vez se subdividen en otros seis, constituidos cada uno por siete tercetos endecasílabos y un serventesio final–, Sueño y retorno de un campesino muestra su filiación en el epígrafe que cita los dos versos finales de la Elegía a Ramón Sijé. Miguel Hernández gravita –isotópica, hipertextualmente– en la imagética del campo y su habitante en cuanto receptáculo de la problemática social y popular que a ambos les interesa relevar, así como en el renovado uso de los dispositivos retóricos-formales del neoclasicismo. Pero también en una toma de partido que se irá acentuando en su producción posterior.

 

Y si evoqué la sombra compañera

de Miguel, el poeta campesino:

invoco su conducta, alta, señera.

 

Que si partió tras su sangriento sino,

su pluma, me dejara, y un saludo;

cuando se fue, bogando, entre su pino.

 

Me enseñara su hombría, tierno y rudo;

y de portarme como él solía,

de pie, frente a la muerte, no lo dudo.

 

Su mano escribirá en la mano mía.

Sentiré su denuedo por mis venas.

Me dolerá el dolor que le dolía.

 


Esta empatía, esa gramática transmigratoria, evolucionará a una suerte de conversión política (Cunha se adherirá, en 1954, al partido comunista). A modo de contexto y comprensión, bástenos pensar que Cunha perteneció a la generación del Centenario cuya vinculación activa o simpatizante con la causa republicana española fue una de sus características más prominentes desde un punto de vista histórico, así como su rechazo (cuando no enfrentamiento directo, como el caso del narrador Francisco Espínola) a la dictadura de inspiración fascista de Gabriel Terra. En lo personal, Cunha avizora –desde la enunciación de su pertenencia a la patria chica, Illescas– el campo en términos de urgencia. No como algo “desprovisto de un discurso o de un cuerpo”, pasando “al verso como si el verso fuese una tela. (Ya) flora y fauna (no) se recupera(rá)n en una unidad, roussoniana o goetheana, donde todo conflicto desaparece en una articulación de tópica, gesto e inflexión”, aspectos altamente visibles en las corrientes poéticas anteriores (Juana de Ibarbourou, Silva Valdés, Leandro Ipuche, Emilio Oribe). A modo de contrapunto, el sujeto cunhano se irá construyendo y constituyendo a partir de una propuesta estética que se enraíza en lo particular de su situación, de su discurso, de su origen de clase, de su trasplante de la aldea a la urbe, de sus experiencias vitales y librescas para transformar la visión bucólica del campo en un mundo concreto que, a despecho de la nostalgia imperante en su obra anterior, se fija en imágenes de futuro. Releva a una serie de sujetos marginales, subalternos o degradados en la tradición literaria, y los convierte en arquetipos de una identidad movible, que tiene que ver con espacios y situaciones continuamente cambiantes.

 

Y qué noticias hay del pobre pobre

peón, cuyo salario no sumaba

por aquel tiempo, mucho más de un cobre?

 

De sol a sol, sin pausa, trabajaba:

del alba hasta la noche, necesario,

son recompensa, su sudor sudaba.

 

Que voraz, el patrón, este calvario

le alzaba; si restándole el aliento,

sumándole, puntual, un dolor diario.

 

Aquí, circula ya otro movimiento;

y claras se entrevén, resplandecientes

las victorias, que esperan su momento.

 

Yo la siento venir, y tú la sientes:

es la aurora del pobre, la que llega

empujada por manos, y por frentes.

 

Decididos estamos en la brega.

Algo madura: pronto estará punto;

se nos reclama leal y firme entrega.

 

La reivindicación de ese algo que madura responde a un contexto en el que Uruguay comienza a discutir con mayor intensidad el problema de sus estructuras agrarias al concluir la Segunda Guerra Mundial. Siendo un país históricamente recostado en el sector primario de la economía, no era aquella una discusión de segundo orden. De lo que se trataba era del agravamiento de una serie de inconvenientes cuyos orígenes se ubicaban varias décadas más atrás: concentración de la propiedad de la tierra, una producción agropecuaria estancada y en constante fricción con la más reciente industrialización urbana, atraso tecnológico, permanente tránsito de pequeños productores empobrecidos desde el campo a las ciudades (especialmente a Montevideo), endeudamiento y pauperización de los que lograban quedarse. Ya a fines de 1940, sin embargo, Morosoli había realizado su radiografía, tan concisa como certera: “…ahora el hombre del campo nuestro, el proletariado rural, el peón, el monteador, el siete-oficios, o el carbonero, está de a pie, sin fraternidad, sin tierra para trabajar, sin guitarra y sin ilusiones. Ahora que él come guiso de poroto y el patrón carne asada, ahora que el patrón lee el diario y él no sabe leer, ahora que el honor de uno y otro es diferente, ahora que le falta todo, ni siquiera tiene idea de lo que le falta. Le falta el orientador de su huella sin destino”. De allí que la factura verbal de Sueño y retorno de un campesino dependa de la observación de ese paisaje concreto, de la reinvención de un lenguaje que no se propone sólo como instauración de una grafía, y mucho menos como creación de exotismos de un regionalismo mágico o de aquiescencias metafísicas. Sobre ese punto, la obertura al Canto IV ejerce una suerte de homenaje a los precursores. Un homenaje que no oculta, tampoco, el rito de un parricidio amablemente solapado a partir de citas paratextuales y contrastes de visiones inconciliables.

 

Poetas de mi patria: mis mayores;

los que me precedisteis, compañeros

cantores de los campos; los mejores.

 

Los que sabéis de infancia en los potreros:

la de “Raíz Salvaje”, campesina;

el de “Isla Patrulla”, y aparceros;

 

el del Pájaro Rojo en la Colina;

el de “Agua del Tiempo”. Recordamos

que supisteis cantar la repentina

 

nostalgia de lugares que dejamos.

A vosotros, y a otros, me dirijo;

alzando yo, a mi vez, silvestres ramos.

 

Que hacia mi tierra, hoy, yo miro fijo;

y sueño, y sólo quiero regresarme

a decirle lo que ella antes me dijo.

 

Sí, volver a su orilla, a reposarme.

Olvidar este ir de calle en calle;

y olvidar muchas cosas, y olvidarme.

 

Mas perdonadme, ahora, que no calle

mi temor; voy a hablaros de las cosas

que, tal vez, ya no son allá en mi valle.

 

Venid, valedme, frentes pesarosas.

Que hasta aquí todo ha sido un ir soñando

unas tierras, soleadas, y dichosas.

 

Y, tal vez, a esta altura, estén llorando.

 


Cunha activa su estrategia evidenciando una serie de acontecimientos que rompen con ese ir soñando/ unas tierras, soleadas, y dichosas. Intenta que esos hechos hablen, testa la productividad de esa concreción en la escritura para provocar la reflexión e iluminar el conocimiento del espacio y del momento histórico en que se desarrolla. El hambre, la miseria, el sistema económico capitalista adquieren su espesor con la notación espacial y material de ese paisano despojado, perdido en la vastedad del latifundio. De la observación del paisaje y de los objetos y seres que contiene surge la notación de los movimientos, como prueba de la creencia en la productividad que la propia realidad tiene de revelar, sólo con su existencia y presentación fenomenal, la historicidad y la significancia. Lo que explica, de algún modo, el uso de las formas heredadas del neoclasicismo y cierta remitencia escritural a otro texto fundante de la ruralia, aunque de signo muy distinto: la Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida, de Andrés Bello. La poética neoclásica impone un claro vasallaje de la expresión hacia la finalidad. El bien común se impone como supremo mandamiento. “Desde estos presupuestos, la poesía neoclásica tiene que ser una lección de moral y el poeta un moralista. Ahora bien, si cambiamos el término moral por el vocablo doctrina nos encontramos en el campo de principios de la poesía social. Pero tanto en una situación como en otra, ya sea una lección de moral o una lección de doctrina, la auténtica objetividad del mensaje descansa en el destinatario y no en el emisor”. Sobre ese punto valga la declaración conjunta que el yo explicita de manera rotunda:

 

Naturalmente di con este asunto;

le prometí el furor de mi poesía,

y si sabré cumplir, ni me pregunto.

 

Yo no sé de acomodo, ni sabría;

no sé ignorar para medrar las cosas;

no sé callar: que ya no lo podría.

 

Denunciaré a chacales y raposas.

 

El lenguaje se presenta al mismo tiempo como el terreno del conflicto y lo que está en juego. Esa irrupción es el acto adecuado al acontecimiento radical del lenguaje, acontecimiento cuya expresión no sería, por tanto, verbalizar (hacerse o devenir el “verbo”) sino manifestarse, tomarse la palabra, ocupar su esfera. Corresponde entonces al paisano, al campesino, la experiencia originaria del discurso donde radica el acto de enunciación. Al exponerse a sí mismo, al manifestarse y romper su silenciamiento, el paisano expone, justo porque lo interrumpe, el momento donde se sostiene la realidad, esto es, donde el trabajo produce mundo: valor, mercancías, sentido. Toma así cuerpo y se pronuncia el lugar de una diferencia irreducible al orden, y que abre el ámbito de resonancia donde acontece esencialmente la palabra –donde se la roba ya sea en forma de arenga, ya sea en forma de canto. Cunha supo o intuyó que el discurso de la subversión exige la subversión del discurso. No se trata de “hablar de otro modo”, de acceder a un espacio de sentido exterior al que acota el régimen, sino de hablar de tal modo que la posibilidad misma del coto, es decir, la propiedad quede subvertida. La intervención del “proletariado rural” no trata de convencer, no busca acuerdo o reconocimiento alguno: no se maneja, en fin, con ningún criterio de validez. Se trata de “abolir la propiedad” también en el orden del sentido. Y por eso la forma de su expresión no puede ser más que la de una provocación, una “ocupación”, una declaración de revuelta social interior no sólo al campo en manos de unos pocos, sino también al campo del discurso. De allí la interrogación retórica -que increpa hacia lo imposible de un consenso- a la hora de pedir que el amo o dueño de la tierra hable humanamente.

 

Y temo, que, por estas cosas mías,

por este mi anhelar de ser humano,

y por estas futuras alegrías;

 

los señores de blanca y bella mano,

los que dan las prebendas, el dinero;

-los que están en el limbo soberano-:

 

ya el saludo me nieguen, callejero;

y que digan de mí: “Es un pobre loco

fantasioso, imitando algo extranjero”.

 

Mas no vine a halagarlos, ni tampoco

su aprobación pensé solicitarles;

que aprendí a conocerlos, poco a poco.

 

Tan sólo aquí quisiera preguntarles:

¿soy yo de mis hermanos enemigo?

¿Quiénes, los que han querido esclavizarles?

 

¿Ilícito es pedir por todo trigo?

¿Dijisteis que traiciono, que me vendo

por decir estas cosas que yo digo?

 


Tales interrogaciones retóricas nos circunscriben de lleno en la ontología política de la escritura cunhana. Es decir, hablamos de una ontología que exige la disolución de todo límite diferenciador entre código (la mediación del signo) y experiencia (la inmediatez de lo real). Es la condición necesaria para que finalmente se cumpla la utopía de la reintegración (metafísica o revolucionaria) de la escritura en el continuum de la existencia, sin la interrupción de un sistema de puntuación semiótico-cultural que implique corte o separación. Desde este enfoque, el “todo es político” de los ideólogos se trastoca en un vehemente “todo es arte” que reclama la ausencia de toda frontera discursiva porque cada límite es visto como una limitación a suprimir. De allí que el militantismo de Sueño y retorno de un campesino lleve a definirse a sí mismo como una fuerza revolucionaria que apuesta al quehacer poético para desencadenar una toma de consciencia y de liberación colectivas. La obra plantea su eficacia en la perspectiva general de construcción de un orden distinto, la marcada por el horizonte teleológico de un cumplimiento histórico-social que sobre-determina su sentido, traspasándolo a la macro-dimensión de una serie de cambios estructurales que deben atravesar toda la sociedad. Esas consideraciones visionarias sobre el rol precursor del arte que anticipa el devenir social, descansan en una concepción finalista de la historia tomada como decurso lineal y marcha evolutiva hacia la plenitud de un resultado. Marcha conducida por una ley inequívoca de racionalización del proceso sustentada en el rol emancipatorio de la clase trabajadora, portadora de la historia cuyo ascenso revolucionario culmina en la producción de una sociedad sin clases.

 

A sembrar, y a segar: de gozo en gozo.

Y el corazón poniendo en la balanza,

partámonos, fatigas, y reposo.

 

Que a cada cual su pan toque, y holganza:

justo, el que corresponda a sus sudores:

el producto total de su labranza:

 

pues que tendremos tierra sin señores.

Este agenciamiento artístico-revolucionario reitera la tendencia a la no división como principio totalista de categorización universal. Tal como la síntesis arte/vida planteaba lo real como un todo indiferenciado (sin límites formales entre los distintos regímenes de experiencia y discursos), la fusión arte/política plantea lo social y lo histórico como totalidades unificadas: la historia como plenum de sentido al servicio de un referente último y trascendente, la sociedad como macro-horizonte que absorberá las diferencias y resolverá las contradicciones una vez concretada la utopía del cuerpo homogéneo de la sociedad sin clases. Por eso, vale destacar que en Cunha la escritura también se inscribe a partir del lazo social que denuncia la falta. En este sentido, la falta que en el pasado pervive como elección retroactiva del presente donde pesa la imagen de una ancestralidad oprimida –el paisanaje– cuya redención llega a nosotros como factura impaga. Sueño y retorno, al igual que buena parte de la producción que se enmarca en la poesía social del siglo XX, impone un voluntarismo de la conciencia oprimida, un libre albedrío de la acción, y más aún, de la intelección presentes, por el cual se elige un conjunto particular de posibilidades que se buscará realizar en su propio futuro. O, como culminaría Cunha en uno de sus cantos:

 

Qué? Acaso no amas, tú, lo que yo amo?

No sientes, como yo, la esa alegría

de un unánime pan, sin voraz amo?

 

Y ese día, oh, se acerca; y ese día

serás cierta, viril palabra: hermano.

Ya amanece: te dije que vendría.

 

Pon ya tu mano, pura, entre mis manos;

y déjame decirte que te quiero;

y déjame abrazarte, mi paisano.

 

Y alcemos el unánime granero.




MARTÍN PALACIO GAMBOA (Uruguay, 1977). Poeta, traductor y músico. Publicó diversos artículos de crítica literaria y artes plásticas. Entre sus obras, Lecciones de antropofagia (2009), y Los Trazos de Pandora. Otras voces, otros territorios. Ensayos sobre las distintas vertientes de la poesía brasileña contemporánea (2010), y Celebriedad del fauno (2011).






GLADYS MENDÍA (Venezuela, 1975). Poeta, ensayista, editora, artista plástica. Traductora del portugués al castellano, contando entre sus trabajos de traducción la antología poética de Roberto Piva titulada La catedral del desorden (2017). Fue becaria de la Fundación Neruda (2003 y 2017). Participó en el Taller de creación poética con Raúl Zurita (2006). Ha publicado en diversas revistas literarias, así como también en antologías. Sus libros: El tiempo es la herida que gotea, 2009; El alcohol de los estados intermedios, 2009; La silenciosa desesperación del sueño, 2010; La grita. Reescritura de Las Moradas, de Teresa de Ávila, 2011; Inquietantes dislocaciones del pulso, 2012; El cantar de los manglares, 2018, Telemática. Reflexiones de una adicta digital, 2021; LUCES ALTAS luces de peligro, 2022 y sus más recientes libros co-creados con Inteligencia Artificial: Fosforescencia tigra, Aire y Memorias de árboles (2023). Es editora fundadora de la Revista de Literatura y Artes LP5.cl y LP5 Editora, desde el año 2004. Cofundadora de la Furia del Libro (Feria de editoriales independientes, Chile). Como editora ha desarrollado más de veinticinco colecciones entre poesía, narrativa, ensayo y audiovisuales, publicando a más de 500 autores. Integra, con Floriano Martins y Elys Regina Zils, el equipo de traductores del “Atlas Lírico de Hispanoamérica”, de la revista brasileña Acrobata. Gladys Mendía es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.




Agulha Revista de Cultura

Número 245 | novembro de 2023

Artista convidada: Gladys Mendía (Venezuela, 1975)

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023 

 


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