sábado, 13 de abril de 2024

CÉSAR BISSO & FLORIANO MARTINS | Otros dos fragmentos de un libro de ensayos en proceso



 1. La aparición

Un día parece que hemos elegido uno de los dos caminos posibles para el viaje humano: la línea recta o la espiral. Las ideologías llegaron a su fin, por agotamiento de recursos o por insuficiente comprensión de su destino. La adicción a consignas que no correspondían al orden de sus actitudes. Símbolos torcidos hasta el punto de perder su significado. Los últimos recursos, violentos, autoritarios, como mecanismos disfrazados de dominación social. Y sus variantes no menos criminales, en forma de los más cínicos rituales de negociación de posiciones y poderes. El mundo quemó sus cosechas y hasta en sus aspectos más elementales ya no era posible reconocer a los habitantes de estos perniciosos procesos. Las letras se convirtieron en llagas que ardían silenciosamente. El cuerpo se vio obligado a compararse con una línea recta. El espíritu se deletreaba como una espiral, la fuerza creativa que durante siglos resonaba dentro de cada letra había perdido su correspondencia con el valor simbólico de la experiencia humana. Ya sea en el rostro de Adán o en las analogías del Corán, el hombre ya no encuentra la razón sutil de su vida. ¿Cómo se puede reanimar a los muertos que aún tiene en su interior sin siquiera saber quiénes son?

Una atmósfera demencial ha cubierto todas las redes de convivencia. Tiende a convertirse en una epidemia universal, cada vez más lejos del canto de los ángeles, las fantasías de mil y una noches, el dilema de Hamlet. La violencia derrama cadáveres y el autoritarismo crece como fiebre del trópico. El eje central de la desviación de la historia hay que buscarla en la fragmentación de los sectores sociales y los grupos políticos, representantes de los intereses de una comunidad. A mayor distancia de comunicación y comprensión entre ellos, menor importancia requiere hacer hincapié en lo conceptual; es decir, utilizar el lenguaje cómo método de pensamiento y atributo de la inteligencia. ¿Para qué nos sirve el perdón, la entereza, la esperanza? ¿Hay milagro que ilumine la vida? ¿Hay destino más allá de la muerte? Los líderes religiosos proclaman la paz, pero inspiran a sus fanáticos a procrear guerras infinitas. Y ninguna plegaria mágica los regresa a un punto de reflexión, donde la oratoria estimule el reconocimiento del otro. La historia del mundo cuenta en su haber con una vasta proliferación de impiadosos líderes, que se sienten dueños de superpoderes que le posibilitan dirigir casi a voluntad el destino de los pueblos. Día tras día aceptamos que, la oscuridad de esas mentes, envenenen nuestras débiles ideas. Simultáneamente, tanta fragilidad en nuestros corazones, transforman la mesura en resentimiento. Bajo esta realidad tenebrosa ya nadie sabe quiénes somos, menos aún adónde vamos. Solo queda la imaginación para señalar otros rumbos.

La imaginación, sin embargo, se mantiene a raya por los pastores de todos los símbolos. Ya no es intuitiva y experimental, sino el mapa de recreación de rebaños deformes que se animan a pastar en su propio fracaso. Muchos creadores fueron devorados por las páginas mesiánicas de los salmos, como si ellos también hubieran abdicado de la protección del conocimiento. De nómadas a sedentarios. De lobos a dragones encadenados en leyendas decadentes. Nadie es más capaz de predecir las vulgares artimañas del tiempo. Una clarividencia sorda selecciona los rayos que deben constituir los nuevos mensajes. El lenguaje ya no es un instrumento de creación o incluso de regeneración de formas. ¿Qué piedra seguimos buscando? La antigua piedra filosofal desempeña hoy un número controlado de funciones, como un pequeño dios articulado y muy comercializado. Leemos en una pizarra envejecida y cubierta de baba: Hablo por las noches escritas en el tiempo. Hablo por los cuerpos devorados por el fuego. Hablo por todos los dioses encadenados a sus símbolos. Debe haber una manera de luchar contra la pérdida del alma colectiva. O tal vez sería mejor olvidar toda esta cosecha de males y adivinar otro nivel de existencia.

La piedra filosofal anclada en el origen del hombre se ha convertido en un algoritmo. ¿Quién pregunta hoy por aquella piedra? La empecinada marcha de la tecnología nos ha llevado a un escenario donde David ya no sabe quién es Goliat y el gigante tampoco lo reconoce. Una astuta confusión de palabras para cambiar el sentido del mensaje. A puro artificio, no solo se modifica la reproducción del texto, sino también la estructura de la idea primigenia. Los farsantes que narran la historia ya no se preocupan para desentrañar verdades, sino acomodar en la conciencia colectiva los límites y alcances de cada suceso o conjetura. Escribir y borrar. Reescribir para poder seguir actuando. El mito homérico de tejer y destejer para que la apariencia muestre una sola cara mientras invisibles laertes esperan desnudos en el vórtice del silencio. Es allí dónde el fuego de la metáfora debe alumbrar y no convertir en cenizas el alma de Ulises. El oficio del lenguaje es quien puede desentrañar la urdimbre de irrupciones desparejas que emanan del pasado y nos impiden imaginar otro futuro. Supone hacer equilibrio entre las pérfidas ambiciones de los dioses y el inesperado hallazgo del amor tardío. Mientras, el poeta debería seguir ayudando a Penélope a concluir el abrigo de su sueño. 

Deuteronomio habla de un Dios fiel y sin inequidad, pero
nunca hubo ningún lugar donde encontrarlo. Creados a imagen del hombre, los dioses siempre fueron perecederos y fueron reemplazados según el tiempo de las escrituras y el conocimiento de sus traductores a lo largo del tiempo. Lo mismo ocurrió con la rueda y la moneda, al perder su unidad, dejando de tener el mismo significado de intercambio. La rueda se convirtió en el poderoso símbolo del movimiento en todas las culturas, mientras que la moneda hizo del hombre universal su cambista, un mercader de vicios que estimulaba la codicia allá donde iba. Si la rueda nos llevaba en todas direcciones, la moneda nos impedía renovar nuestro espíritu. El deseo siempre estuvo a disposición de la posesión. Según el Visuddhimagga, la vida no dura más que un pensamiento. Por tanto, la rueda nos libera ya que entendemos que solo toca el suelo en un único punto. La moneda, por el contrario, nos encadena a su imagen y no podemos escapar de ella. Una noche bañada de analogías y todos los cuerpos se elevan como árboles prodigiosos. El lenguaje se deja consumir por sus distorsiones, los textos se rehacen con letras mortificadas, bebemos palabras y algunas de ellas son venenos que nos hacen cometer las más repentinas atrocidades. Los caminos, sin embargo, siguen siendo una prueba de valentía. Y todos los padres deben ser desterrados, mientras todavía haya niños en el mundo.

Cuesta entender que los niños no heredan nada de los padres, solo es el lugar que le prestan para estar un tiempo junto a ellos. Tal vez los hombres dieron cuenta que podían prescindir de los dioses y encontraron en otras habilidades la posibilidad de poner en movimiento al mundo con sus propias manos. Siglo tras siglo, de una civilización a otra, los hábitos cotidianos fueron moldeando las diferentes culturas. De jefes tribales a mercaderes, de artesanos a escribas religiosos, todos fueron repitiendo sus rituales con diferentes nombres y propósitos. Entre lo sagrado y lo profano, entre el temblor de la rueda y el sometimiento de la moneda, el lenguaje fue convirtiéndose en la herramienta que unía y desunía a los pueblos. Era alimento del saber y látigo de la ignorancia. A la vez, el culto de los dioses seguía vigente en distintos tipos de creencias. Y el mito siempre empuñando la espada de lo inefable. El tiempo santificó a las instituciones y sus huéspedes supremos, intercambiando poderes terrenales. Cada escritura, en cada lengua, pudo confesar su identidad y su pertenencia. Es la historia de los hombres de Occidente, que redunda desde la aparición de Adán y Eva. Ante los ojos de la ciencia se puede inferir que los cimientos del cristianismo se apoyan en divinidades del antiguo Egipto. La fe católica tiene otra manera de mirar y, por esa misma razón irreductible, la imagen de María sosteniendo en brazos a su hijo Jesús en nada se asemeja a Isis acunando a su hijo Horus. Son miles de años de indiferencia, pero el eje que mueve el misterio del universo es el mismo. Aquellos niños revelaron la magia de la creación y aún conservan la existencia de su palabra. Nos siguen prestando un pedazo de cielo, mientras la vida y la muerte gobiernan abajo.

Uno de los mayores males cometidos a la siempre fluida historia de las sociedades fue situar una determinada experiencia, en este caso la aparición del cristianismo en el mundo, como principio ineludible de la humanidad, como esa escuela artística que rechazaba todo lo que la precedía. A los creyentes se les llama así precisamente por su falta de cultura. Ignoran la pantomima que, en sus improvisados ​​escenarios callejeros, niega la existencia de los antepasados. Y cuando es inevitable hablar de una época anterior y destacada por la creación de algo incuestionable, la solución a la que se llega es atenuar la relevancia, otorgando mayor importancia al descubrimiento de algo que emerge de las cenizas de un pasado constreñido. Las verdades son como facetas de este juego de apariencias, donde los valores son tan circunstanciales que llegan a ser ridículos. Sólo entonces, por exceso de circunstancias, algunos son denunciados o percibidos como fracasos criminales de la comedia humana. Sin embargo, si el bien puede deshacerse en cualquier momento, el mal, una vez coronado, va más allá de los límites de su reinado. Las diferencias acaban convirtiéndose en reliquias atribuidas a la perversión del azar.

Las religiones siempre fueron el altar del poder más acérrimo. Del aura divina procedía el destino de hombres y mujeres que deambulaban por distintos rincones de la tierra. De pronto acertaron en hallar el lugar exacto donde desarrollar la divisoria de culturas, idiomas, oráculos, creencias, símbolos y sacramentos.  Ese lugar se llamaba Anatolia, la frontera entre dos perfiles de una misma barbarie.  Cruzar del Oriente a Occidente o viceversa significaba trasladarse de una atrocidad a otra. Las hordas no discutían entre ellas, porque no existía la elocuencia del habla. Solo dirimían el espacio terrenal y la dinastía del tiempo a través de desgarramientos de cuerpos y torrentes de sangre. La violencia era el rasgo esencial de tanta ignorancia. Y los dioses continuaban recibiendo todas las invocaciones y ofrendas. Pero la vida en común también avizoró otros rumbos para que aquellos hombres y mujeres conozcan y recorran el mundo: el mercado y la escritura. Entonces los mares se transformaron en rutas donde viajan bienes de un puerto a otro. Y los códices comenzaron a subyugar a las viejas comunidades desde la irreverencia institucional del cristianismo. Nacía el poder absoluto de Dios y el surgimiento de un pensamiento unilateral. Anatolia no solo dejó de ser un escenario de místicas hogueras y feroces guerreros, sino también fue la muerte de otras culturas y civilizaciones. Algunas, ni siquiera la magia de la poesía pudo revivirlas.


Los soñados siete grados de perfección nunca lograron liberarse de las siete máscaras con sus cabezas sacrificiales. Los siete reinos que atribuían al comercio toda forma de representación del ser, cuyas vibraciones cósmicas se convirtieron en una muzak que se propaga por la tierra, con su bucle satánico, atrofiando los sentidos. Siete veces dejamos de ser la totalidad del universo. Siete veces fuimos alejados siete peldaños de todos los dones prometidos. Siete versos abren siete llagas en la piel del tiempo y nuestros dolores son amortiguados por siete catedrales invisibles devoradas por el pánico. Hemos creado una raza de adoradores del vértigo reseco, los árboles exiliados con sus muletas, las diversiones electrónicas del infierno. Las siete vírgenes dando a luz a sus monstruos en los patios de comidas del mercado negro. Creamos una conciencia artificial y los siete ideogramas de sus miembros ilegítimos. Mantenemos el mismo cuadro de torturas, con su desgaste atribuido a la búsqueda frenética de inventos perdidos que antes fueron receptáculos de imágenes adversas sembradas en línea recta o en espiral, allí donde el hombre arrastra su carretilla como si fuera un templo del Dios-Sol.

El misterio del destino habrá que buscarlo en las palabras que amasaron el cuerpo y el alma de la sabiduría. No hubo fórmulas para llegar a la verdad, solo alcanzó con aglutinar todas las tragedias a lo largo del tiempo. La dualidad generada entre lo humano y lo divino, el violento enfrentamiento de dos mitades bárbaras, la supremacía del pensamiento sobre la superstición, fueron eslabones que forjaron la pesada cadena de la historia. Cuando el hombre occidental descubrió el alfabeto y, por medio de ese sistema de conocimiento construyó un lenguaje uniforme, los pueblos fueron incorporando gradualmente el hálito de la creación. Disiparon viejas creencias sostenidas por el temor de acceder a regiones inexploradas de la realidad. Fue el paso por las Termópilas desde la oscuridad de la ignorancia hacia el albor de la conciencia. Aquella conjunción de acontecimientos y rituales dejaron entrever al hombre que la vida persiste en repetirse y que el retorno eterno a su origen seguirá siendo el mito más trascendente. El lenguaje le permitió dar pasos más altos, inventar nuevas maneras de pensar y elucubrar otras vivencias. Y la poesía significó ser la gran cuchara que podía revolver un mágico alimento compuesto de imágenes y metáforas; la música que inundó las almas desamparadas. Gracias a ella no pudo apagarse el fuego del dragón de siete cabezas, siguió brillando la menorá de siete brazos, danzan aún los siete cielos del universo bíblico y levan como antes los siete chakras hindúes. Tal vez, algún otro número improbable simbolice la razón y la búsqueda de la luz. O quizás, otro dios aparezca más allá del sol y advierta que la infinitud sucederá ante la consagración del canto universal. ¿Abrazaremos el resurgimiento de la hermosura, la salvación de la naturaleza, el gran sueño de amor al prójimo, la urgente liberación del espíritu? Necesitamos convencer a la muerte que no estamos solos. Nuestro trasiego hacia el campo de los lirios lo representa una tenue nube imperceptible. Sobre ella, a contraviento, vuela por siempre el azaroso rumbo del poema.

 

2. Escribir lo vivido o vivir lo escrito

No hay nada más complejo en poesía que el uso del lenguaje. Escribir un poema puede resultar un acto irrealizable en la mayoría de los intentos. ¿Qué escribo? ¿Desde dónde lo hago? La invención poética no alcanza con la buena intención de construir un oxímoron y hacerlo brillar en medio de una metáfora. Tampoco queda satisfecha con el juego sonoro de los endecasílabos. Nada garantiza el éxito de una buena estructura sintáctica. Los creadores adoran la vida, los dioses, la fascinación, la naturaleza, entre tantas revelaciones. Pero a quien ama, en el último instante de su elección, es a sí mismo. Y desde esa consigna comienza a elucubrar los trazos y las imágenes que lo llevarán al encuentro con el poema. No es una cuestión de egocentrismo, es la manera de estar solo para poder mirar al mundo. Experimenta el oscuro accionar del propio ser y busca reconocerse poéticamente en cada vivencia, en cada contrariedad, en cada deseo. El desarrollo de la escritura alienta la motivación del poeta y lo inevitable ocurre cuando las palabras comienzan a tener significado y poco a poco se transforma en poema. Esta experiencia se repetirá en un nuevo intento, pero será diferente, porque ninguna escritura puede ser igual a otra. Nadie habla lo mismo que su receptor, en la misma medida que nadie cuenta lo vivido con las mismas palabras que puedan utilizar otros. Es el ejercicio de la imaginación, pero también representa la necesidad de no hallar semejantes. Lo único real en la poesía es la contradicción de hacernos formular que la vida es bella cuando en realidad estamos cabalgando en lo escrito sobre un caballo desbocado camino al abismo.

El extranjero es alguien que vive siempre en un lugar impredecible o que simplemente se encuentra fuera de lugar. El lenguaje es una manifestación formidable de lo extranjero que buscamos dentro de nosotros mismos. Cuando escribimos un poema, la divinidad responsable de la mutación del lenguaje nos devuelve a una parte de la existencia que pensábamos que ya no nos pertenecía. Quizás podamos hablar de un espíritu orientado a presentarnos mundos distintos de aquellos que la memoria nos anima a revelar. Nos resulta difícil creer en la insuficiencia de la eternidad, porque ella puede limitar la identidad del tiempo. El torbellino de la escritura es a veces una saga despiadada que nos hace poner en escena símbolos irregulares, sombras indefinidas, imágenes simultáneas. En algún lugar de la creación nos espera un personaje que nos distrae de la similitud. Drama, comedia, tragedia – hay una tensión emocional que elude los elementos arrastrados por la trama. Aun así, no dejamos de crear. En los más diversos planos de existencia evocamos las más terribles contradicciones. Como si los opuestos fueran equivalentes. Siempre creamos un mundo adversario. La fiebre iniciática del extranjero. Las formas desiguales que seducen al reparto de todo el botín. El duelo irreparable entre el oro y el excremento, el otro y la ilusión del ser.

El lenguaje que utiliza la poesía es ajeno al habla común de la gente. No es un acto superficial, no tiene nada que ver con el trabajo rutinario de todos aquellos ciudadanos que ingresan y salen del festín de las vanidades. Donde reina la soledad, el vino agrio, el humo espeso, la sangre caliente, es donde se sobrecoge el alma rota del poeta. Sabe que debe buscar sentido a las palabras, quitarles la grandiosidad religiosa, dejarlas desnudas al filo de la noche bajo una lluvia fría. Y en cada gota que cae sobre la página en blanco absorber el placer sensorial de la magia. Así, de pronto, se revela lo bello, lo secreto, lo inalcanzable. La lámpara de Aladino alumbra la blancura del papel y la negritud de la palabra. Los signos adquieren un valor inusitado, repercuten en el silencio del poema. Allí distingue el hablante que su escritura no se identifica con su forma de pensar, ni sus deseos de decir algo diferente. Hay otros sonidos, otras articulaciones de palabras. Y después de haber desandado por un túnel infectado de dudas y fantasmas, el poeta ya no recurre al esfuerzo de expresar lo vívido, porque quien habla ahora por él es la resultante de esa experiencia alucinante con el lenguaje: su escritura comienza a brotar como el aullido de un lobo en medio del bosque.  

En el momento en que decidí suicidarme me pregunté cuál
sería la mejor manera. De hecho, no existe una muerte hermosa. Incluso aplicada a la vida, la belleza siempre será cuestionable. Al escribir estas primeras líneas de su novela, el autor vuelve a pensar en el lenguaje perdido en el que los símbolos tenían un valor distinto de los tallados por la moral o la ley. Baudelaire decía que, al contemplar el mar, un hombre libre contemplaba su propia alma. Las metamorfosis de la mirada contienen en su interior algunos de los espejos más transfigurados de este lenguaje oculto. Crear equivale a atribuir secretos a las apariencias. El hombre desconoce sus grandezas más íntimas, aquellas que le permiten identificar lo vivido o lo soñado en las páginas leídas como una mística de correspondencias. La lectura es una fuente real de dobles sentidos del mundo. Somos lo que imaginamos y lo que experimentamos con cada uno de nuestros sentidos. Incluso el ojo ciego puede desenmascarar los trucos de la belleza. Las recompensas prometidas por la moralidad son falsas. Las leyendas están más allá del alcance de las leyes. No hay mayor eficacia en el mundo que la de una imagen fascinante: Vi tres conejitos en la luna que comían ciruelas y bebían demasiado vino – algunos niños todavía cantan esta canción. La tradición mantiene una puerta abierta para quienes saben soñar.

El derrotero de la escritura poética solo encuentra un punto y aparte cuando se hace lectura ante los ojos de quien le confiere espacio y tiempo para ser objetivada. El receptor le quita el manto de pertenencia exclusiva al creador, entonces los colores y los sonidos que daban forma al poema quedan invalidados. El dualismo en el arte es el modo de explicar cómo funcionan las contradicciones de la vida. Siempre hace falta otro para establecer el diálogo. Es una construcción metafísica que rige desde los orígenes del pensamiento. Para qué contar lo vivido a través de un poema, si en la orilla de enfrente no hay alguien esperando el mensaje. El poeta puede usar diáforas y epíforas, pero ninguna de las metáforas servirá para conmover al otro si no existe un puente entre sujeto y objeto o una cuerda que sostenga la tensión entre la ficción y la realidad. Toda ofrenda de los dioses estaba representada por la admisión de aquellos símbolos que los hombres no sabían comprender conceptualmente. Y el poema puede transformarse en un dios cargado de soledad y arrogancia si no se deja atrapar por la mirada del lector o los oídos del oyente. También el poema puede embriagar de egocentrismo al creador. La entrada al Olimpo nunca fue alcanzada por nadie, pero hay quienes desean llegar a él a través de la experiencia de remontar vuelo desde lo escrito. ¿Es posible? Ningún sueño se hace realidad desde la escritura; es como intentar ascender hacia un cielo invertido. El mayor anhelo es quedarse contemplando la belleza del mundo, aunque no exista. Y descubrir la intimidad del poema, el por qué nace siendo en la palabra de uno y se vuelve siendo con palabras en el otro.

Ella me hizo jurar que nunca renunciaría a una perenne construcción de paradojas. No olvides las migajas de pensamiento que quedan en el suelo a lo largo del camino. Era necesario escuchar la voz lúgubre del silencio dejando escapar cuánto necesitaba protección. ¿Existe realmente una coincidencia de opuestos? Es verdad que lo que somos siempre está buscando algo más. Nuestros sueños resultan ser el contenedor de otra materia prima del deseo. En su combinación, el dolor esconde conflictos invisibles, exilios superados, la inmensa sala de evidencias del misterio. Los dolores con sus láminas de colores luminosos preparan el itinerario espiritual de espejos retocados. Todo ello como si aún fuera posible volver al presente. Como si la historia estuviera amenazada con dejar de existir. Como si un simple romance pudiera significar el fin del mundo. Ella me mantuvo prisionero en sus sentencias y me obligó a distinguir entre hábitos e impulsos. El creador acaba soplando en la oreja de los personajes las características infatigables de sus metáforas. Enséñales a cada uno la seducción de la escritura, para que la realidad se nutra con la celestial harina de la ambivalencia. Leemos lo que vivimos, vivimos lo que leemos. He aquí otro enigma, en la predicación del disparate. Ella me hace creer que soy una sucesión de desamparos conservados en la mirada de las distintas bestias de mi insomnio. El poder de la vida es la contraseña para la levitación de los árboles. Lo único que queda a los estereotipos es la lealtad del bosque petrificado.

El poeta no hace malabarismo con las palabras con intención de divertir al receptor de las mismas. De solo estar con ellas aprende a contemplarlas, a descubrir su origen, abrirles un hueco en medio del roquedal. Y les habla de su vida, sus emociones, sus miedos. Sabe que los sentimientos nunca son puros, pero es la condición más genuina que posee. Trabaja en distintas maneras de expresarlos: ¿Alguien conoce el odio por no saberse amado?, se pregunta desde la perplejidad y las palabras exploran y buscan la respuesta en una urdimbre de sensaciones; ¿La muerte es más poderosa que un dios?, inquiere, abstraído por la dudosa existencia de la eternidad, y las palabras implosionan. Surgen más elucubraciones extravagantes, porque la noche de la invención jamás termina, aunque la llama expiatoria se apague. De pronto percibe la sangre de un verso corriendo por las venas de la inspiración y lo conmueve. Las palabras se agitan, gritan, muerden la página y por fin se acomodan sobre las sábanas del poema como sensuales hechiceras. Es un proceso perverso, enfermizo y profundamente reflexivo.  Esto ocurre porque existe un espacio sensorial que une la locura del creador con la supuesta ecuanimidad de su lector. Nada será en vano. Lo escrito será leído y lo leído redundará en nuevas escrituras. Porque siempre habrá dos orillas para que el río del saber siga su curso, aún entre bosques petrificados, pedregales, ciénagas y murallas de espinas. El lenguaje acertó su dardo en el vientre de la ignorancia. Tal vez el mundo se anime a pensar otros alumbramientos.

Cuando aparecen voces a lo largo del camino de la escritura, ellas dictan el futuro de cada verbo. Lo sagrado siempre exige sacrificio. Ningún sueño se hace realidad. Es sólo un signo de nuevas ramas sacrificiales de la existencia. Los sueños más profundos se aferran a la vida, como si dependieran de ella. El castigo de Perséfone fue alimentar a los desertores. Los milagros pueden recrearse según el significado robado a la pronunciación de las palabras. Lo que leemos es una cosmogonía inventada. Como la propia vida que adquirimos en las páginas de los libros sagrados. La vida que no nos sirve. Las plantas carnívoras atraviesan la línea divisoria entre el bien y el mal. No hay nada malo en escribir. Todo mal profundo proviene de la lectura. Incluso cuando están selladas, las puertas dan acceso a revelaciones. Cuando escribimos que el universo es el frontispicio de una profecía de la que dependemos para dormir y despertar, dejamos las ventanas entreabiertas y un tarro de miel en el umbral para endulzar la revuelta de los justos. Cada uno de nosotros recoge sus colores como si fueran una asociación de abismos. El espíritu de garganta inflamada afirma que la sabiduría popular acaba sacando las peores conclusiones. Cuando leemos cartas de los lectores, tal vez incluso admitamos que los tronos están en llamas, que el fuego brota sobre las espaldas de las jerarquías de la escritura. Nada se nos escapa, precisamente porque no lo sabemos todo. La representación del pensamiento humano es una alegoría que sólo conoce la verdad cuando es desenmascarada por la historia. Y diseños tan desafortunados siguen las huellas de los supervivientes. Y se escribe otro libro con la misma tinta de la redención.

Un libro es la búsqueda obsesiva de uno mismo a través del otro. Laberintos donde la palabra desanda el destino común de extraños personajes que luchan por sobrevivir. ¿Acaso cabe otra alternativa más feliz en la vida que no sea transcurrirla desde el asombro? En el curso de cada página el lector siente la sensación de ser partícipe de acontecimientos que siempre suceden, inexorablemente, en distintos los momentos y lugares. Incluso, imágenes que simulan ser parte del absurdo y al leerlas se sorprende que también afuera de un poema suceden cosas parecidas. A veces, el lector prosigue como si nada lo perturbara y poco pudiera hacer para cambiar el rumbo de las palabras. Prefiere ser un partícipe de hielo y no artífice del riesgo de apasionarse. El arte de persuadir no ha funcionado y el poema queda atascado ante la indiferencia del opuesto. Una batalla trunca, donde la trama sucumbió, porque no siempre las palabras logran su cometido de domar conciencias. El poeta vive en lo escrito porque es parte de su cosmos y del instinto por transformar lo real. Levanta la bandera de los sentimientos, se alienta con el mito de los dioses creadores, irrumpe contra todas las evidencias, pero el poema lo trasciende. Su decir nunca es incoherente. Siempre tiene sentido, por él y para su destino en el cuerpo de otro.

Una rama de oro es lo que buscamos. En la vida leemos todos los palos cortados de este inmenso árbol que es la palabra dada. En el camino, los más atentos recuerdan el epígrafe de un viejo libro cuyas raíces siguen siendo garantía de protección para muchos de los que lo leen: En madera verde la llama quema la tierna médula. Un presagio que ha atravesado las membranas del tiempo, como guía para quienes desean penetrar en las profundidades de la tierra y sus recintos llenos de lámparas con remolinos de luces y sombras y lamentos. Las confesiones rituales de todas las mitologías, la consagración de vidas ordinarias, las mujeres que representan el renacimiento incluso de los dioses más despreciables. Los lugares donde buscamos la explicación trivial de todo lo que somos, incluidos los motivos de las derrotas y las palabras más feas que nos rodean de aflicción y muerte. No hay descanso en el mundo. Somos lo que escribimos –garantiza uno de los guardianes del abismo. Escribimos lo que somos –con una rama de oro en la mano, el otro protector del templo intercede. El hombre saborea la resina de sus palabras y al menos comprende que nunca habrá retorno. Que no podrá borrarlos ni disuadirlos de atender otro llamado o mostrarse indiferentes a sus designios. Por eso el lenguaje es cizaña y trigo, santo y maligno, seducción y conflicto. Las páginas de un libro se abren en todas direcciones y quien lo lee debe estar preparado para encontrar allí su propia vida.

 








CÉSAR BISSO (Argentina, 1952). Poeta y ensayista. Ha publicado los siguientes libros: La agonía del silencio; El límite de los días; El otro río; A pesar de nosotros; Contramuros; Isla adentro (Primer premio de poesía José Pedroni); De lluvias y regresos; Las trazas del agua (antología); Permanencia; Coronda  
(antología); Cabeza de Medusa (ensayo)Un niño en la orilla (Segundo premio municipal de poesía Ciudad de Buenos Aires); AndaresLa jornada (Tercer premio Fundación Argentina para la Poesía); De abajo mira el cielo. Fue invitado a participar en diferentes ediciones de ferias de libros, festivales de poesía y encuentros culturales realizados en ciudades de Argentina, América Latina y Europa. Algunos de sus escritos han sido incluidos en diversas antologías publicadas en el país y en el extranjero; otros textos fueron traducidos al inglés, portugués, francés, alemán, italiano y árabe. Este ensayo fue escrito al alimón con Floriano Martins, en una sesión automática.

  

FLORIANO MARTINS (Fortaleza, 1957). Poeta, editor, dramaturgo, ensaísta, artista plástico e tradutor. Criou em 1999 a Agulha Revista de Cultura. Coordenou (2005-2010) a coleção “Ponte Velha” de autores portugueses da Escrituras Editora (São Paulo). Curador do projeto “Atlas Lírico da América Hispânica”, da revista Acrobata. Esteve presente em festivais de poesia realizados em países como Bolívia, Chile, Colômbia, Costa Rica, República Dominicana, El Salvador, Equador, Espanha, México, Nicarágua, Panamá, Portugal e Venezuela. Curador da Bienal Internacional do Livro do Ceará (Brasil, 2008), e membro do júri do Prêmio Casa das Américas (Cuba, 2009), foi professor convidado da Universidade de Cincinnati (Ohio, Estados Unidos, 2010). Tradutor de livros de César Moro, Federico García Lorca, Guillermo Cabrera Infante, Vicente Huidobro, Hans Arp, Juan Calzadilla, Enrique Molina, Jorge Luis Borges, Aldo Pellegrini e Pablo Antonio Cuadra. Criador e integrante da “Rede de Aproximações Líricas”. Entre seus livros mais recentes se destacam Un poco más de surrealismo no hará ningún daño a la realidad (ensaio, México, 2015), O iluminismo é uma baleia (teatro, Brasil, em parceria com Zuca Sardan, 2016), Antes que a árvore se feche (poesia completa, Brasil, 2020), Naufrágios do tempo (novela, com Berta Lucía Estrada, 2020), Las mujeres desaparecidas (poesia, Chile, 2022) e Sombras no jardim (prosa poética, Brasil, 2023). 


JAVIER MARÍN (México, 1962). Con una trayectoria activa de más de treinta años, la obra de Javier Marín gira en torno al cuerpo humano como entidad integral, involucrando el análisis en el proceso creativo basado en la construcción y deconstrucción de formas tridimensionales. Aunque la escultura ha sido su punto focal, ahora incluye el dibujo y la fotografía como disciplinas centrales. Javier Marin es el artista invitado de nuestra presente edición de Agulha Revista de Cultura.







Agulha Revista de Cultura

Número 250 | abril de 2024

Artista convidado: Javier Marin (México, 1962)

editora | Elys Regina Zils | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2024

  


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