sábado, 15 de junho de 2024

MÓNICA ZEPEDA | Sobre la desesperación de Rilke

 


Elegías de Duino, [1] obra que posicionó a Rainer Maria Rilke [2] dentro de los poetas universales que ha creado el siglo XX, fue publicada por primera vez en 1923, tres años antes de su muerte. En la tercera edición de Poesía Hiperión, traducida y editada por Jenaro Talens, se detalla el proceso de creación que duró, de manera intermitente, desde 1912 hasta 1922. La obra consta de diez elegías y el título proviene del nombre de la propiedad, el Castillo de Duino, donde el autor compuso sus primeros fragmentos. Asimismo, el poeta dedicó esta obra maestra a la princesa Marie von Thur, dueña entonces de dicha propiedad. Cabe mencionar que, según la RAE, [3] una elegía es una composición poética del género lírico, en que se lamenta la muerte de una persona o cualquier acontecimiento digno de ser llorado.

Así pues, Rilke se propone, desde el principio, englobar los principales conflictos que desesperan al hombre. Empeñado en el tema de la trascendencia humana, el poeta crea imágenes sobre el amor y su naturaleza, los verdaderos amantes, el dolor y la felicidad, y la relación del hombre con el mundo. Recurre, además, al ámbito divino y al ámbito animal para diferenciar al hombre y, de esta manera, logra el cometido de testimoniar la relación entre la vida y la muerte. Los aportes de Elegías de Duino, más allá de impulsar la poesía universal, destacan por traspasar las fronteras territoriales y temporales, pues desarrollan aspectos verdaderamente humanos. En este escrito se describirán las elegías en el orden preestablecido y, de manera subsecuente, éstas se clasificarán en un cuadro según los temas antes mencionados. También, se recurrirá a los tipos de desesperación que menciona el filósofo Kierkegaard en su libro La enfermedad mortal para comprender mejor la visión del poeta alemán y por qué el hombre vive y vivirá ansioso por la muerte.

Aunque la “Elegía Primera y la “Elegía Segunda” se pueden considerar como un prólogo que introduce a los temas que tratan las ocho restantes, lo que en realidad las unifica son los temas de la permanencia y de la trascendencia del hombre. Sin embargo, en esta ocasión, como ya se mencionó, se analizarán por separado.

Debido a que todo ser consciente se pregunta por su existencia, Rilke comienza la “Elegía Primera” cuestionándose:

 

¿Quién me oiría, si gritase yo, desde la esfera de los ángeles?

Y aunque uno de ellos me estrechase de pronto

contra su corazón, su existencia más fuerte

me haría perecer. Pues lo hermoso no es otra cosa que el comienzo

de lo terrible en un grado que todavía podemos soportar

y si lo admiramos tanto es sólo porque, indiferente,

rehúsa aniquilarnos. Todo ángel es terrible.

 

En su búsqueda de la verdad, la voz poética se relaciona con el ángel para comprender el todo, pero al contemplar al ángel, pierde el todo. Lo cual sugiere que nos acercamos a las cosas perdiendo cosas: la belleza humana es imperfecta y se puede soportar, pero la belleza divina es perfecta y no se puede soportar. De esta forma, el actante de la “Elegía Primera” muestra un terrible y oscuro desamparo, pues no encuentra dónde situarse ni a quién apelar: “Así pues me contengo y ahogo el clamor en mi garganta / de un oscuro sollozo. ¡Ay!, ¿a quién podremos / recurrir? A los ángeles no, ni tampoco a los hombres.”.

Sugiere luego que hasta los animales, por medio de su instinto, perciben la inseguridad del hombre “en este mundo interpretado”, y que, como consuelo, quedan las cosas terrenales, el pasado y la noche. A su vez, cuestiona acerca de ésta última: “¡Oh!, y la noche, la noche, cuando el viento colmado de universo / nos lacera el rostro… ¿A quién no le queda ella, la anhelada, / que desengaña con suavidad mientras fatigosamente se cierne / sobre el corazón solitario? ¿Será más ligera para los amantes?”.

Consecuentemente, Rilke introduce al tema de los amantes verdaderos, del héroe y de sus engañosas permanencias: “Pues no hay permanencia en parte alguna”, para concluir con el extraño habitar del mundo, de los misterios que surgen de la tristeza y la felicidad y de todo aquello que se relaciona en el universo.

En la “Elegía Segunda”, la voz poética clasifica la naturaleza y sentimiento del ángel, del hombre y de los amantes. A pesar de reafirmar que “todo ángel es terrible”, la voz poética les canta. Y, entre otras imágenes con que describe a los ángeles, los diferencia del hombre mencionando lo siguiente: “Espacios de esencia, escudos de felicidad, tumultos / de un sentimiento tormentosamente arrebatado, y de pronto, / solitarios, espejos: que la propia belleza que irradian / la recogen de nuevo en su propio rostro. // Porque sentir para nosotros es, ¡ay!, desvanecerse…

Tras manifestar el conflicto de ser del hombre que no poseen los ángeles debido a su divinidad o por ser “los mimados de la creación”, ubica a los amantes verdaderos en un ámbito entre lo terrenal y lo divino pues, para ellos, la duración surge del amor. El hombre puede constatar su existencia al tocarse; sin embargo, el amado prevalece al ser acariciado por su amante: “…Ya sé / que os tocáis tan dichosos porque la caricia persiste, / porque el lugar que, tiernos, cubrís no se desvanece; / porque debajo de él experimentáis un poco la pura duración. / Por eso os prometéis con el abrazo casi la eternidad.”

De esta manera, el hombre tiene la sensación de ser, pero se sabe mortal; los ángeles, por ser divinos y espejos, se reflejan en sí mismos y no se percatan del torbellino de la existencia; y los amantes se sumergen en ellos evadiendo la realidad al reconocerse en el otro.

La “Elegía Tercera” hace hincapié sobre los fundamentos del amor, el “dios-río de la sangre”, como si éste y el placer del amante nacieran de la divinidad:

 

¡Oh, el Neptuno de la sangre!, ¡oh su temible tridente!

¡Oh el soplo oscuro de su pecho nacido de una sinuosa caracola!

Oye cómo la noche se abre en valles, se ahonda. Ah, vosotras, estrellas,

¿no surge de vosotras el gozo del amante al ver el rostro

de su amada? La visión interior que él tiene de su frente pura,

¿no le viene de la pureza de las constelaciones?

 

Rilke niega que la conmoción del joven ante el amor haya sido causada por la muchacha o por su madre. Sin embargo, el amado se familiariza con la amante para asumirse e iniciarse a sí mismo, y la madre marca el principio de éste al traerlo al mundo. Siendo niño estaba resguardado del destino y del mundo bajo el cobijo de su madre: “Él atento te oía y se calmaba. ¡Tanto podía la ternura / de tu presencia! Tras el armario, en el alto gabán, / se escondía su destino, y se asentaba entre los pliegues / de la cortina, desplazándose con suavidad, su porvenir inquieto.” No obstante, el niño quedaba indefenso mientras dormía y se entregaba a su interior, a la naturaleza “acosadora como el mundo animal”, y luego, “amando descendió hasta la sangre más antigua, a los barrancos donde yacía lo terrible, ahíto aún de sus padres.” Asimismo, la voz poética habla a la muchacha para explicarle que el amor se le anticipó, que el hombre ama diferente a la naturaleza, pues ésta sólo sigue “el ciclo del año”; y el hombre, entre otras cosas, la “innumerable germinación”. Pero ya que la muchacha conjuró el “pasado remoto en el amante”, pide que retenga al amado para brindarle “la supremacía de las noches”, es decir, la esencia divina del amor.

Sobre la relación del hombre con el mundo y de la vida con la muerte trata la “Elegía Cuarta”. En un principio, el actante se dirige a los árboles como representantes de la naturaleza para marcar una diferencia ante el provenir: “¿Cuándo seréis invernales? / No somos unánimes. No nos entendemos / como las aves migratorias.” Insiste en los ciclos del año y en que sólo los hombres “somos conscientes a la vez de florecer y el marchitarse.”

A continuación, el poeta se enfoca en la rivalidad que vive el hombre acerca de lo próximo y de cómo éste desconoce su interior debido a lo que le circunda:

 

Ahí, mientras se configura un solo instante

se nos prepara un fondo de contraste, fatigosamente,

a fin de que veamos cómo es; porque se es muy claro con nosotros.

No conocemos el contorno de nuestro sentir:

sólo lo que lo forma desde fuera.

 

Para Rilke, el hombre posee miedo ante el sentir que es “el telón del propio corazón”. Y equipara a una despedida con un escenario. A su vez, se refiere a las máscaras del hombre con un bailarín y dice preferir una marioneta a las “máscaras a medio llenar”, porque la primera está llena de sí.

 

Yo no quiero estas máscaras a medio llenar,

mejor la marioneta. Está llena. Yo quiero

Sostener el muñeco y los hilos del alambre,

su apariencia de rostro. Aquí. Ya estoy delante.

Y aunque las luces se apaguen, incluso

si alguien me dice: “No más” …Aunque del escenario

llegue el vacío con la corriente de aire gris,

aunque ninguno de mis silenciosos antepasados

se siente aquí conmigo, ni ninguna mujer, ni siquiera

el muchacho de pardos ojos bizcos:

yo, no obstante, me quedo. Siempre hay algo que ver.

 


Sin embargo, un rostro no le basta ni le puede tener el control. El yo poético, aunque no alcance la comprensión de sus sentimientos y aunque el vacío de una despedida le embista, se quedará. Lo anterior solicita una lectura de interiorización, de la soledad, del conocimiento del yo y, sobre todo, de una permanencia en la vida o, mejor dicho, de la trascendencia después de la vida.

Posteriormente, el actante reclama a su padre por haberse entrometido en su “visión todavía empañada”, mientras creía y en su “escaso destino”, siendo adulto. Asimismo, reclama a los demás “porque el espacio que en vuestro rostro, / desde el momento en que lo amaba, se volvía un universo / en el que ya no estabais”. Por eso dice quedarse a la espera de un ángel que participe en el ámbito de lo terrenal para que éste sea “como un actor que mueva los muñecos”. En este sentido, lo divino, al tener control sobre el acontecer mundano, disolvería las máscaras humanas inculcadas desde la niñez. Aquí, la infancia juega un papel similar al de los amantes verdaderos donde sólo existe un presente perecedero, pero sin tener plena conciencia de la situación:

 

Cierto, nosotros crecíamos y a veces teníamos la urgencia

de llegar pronto a ser mayores, en parte por amor

a quienes ya no tenían nada, sino en el hecho de serlo.

Y, sin embargo, en nuestro solitario caminar

sentíamos el goce de lo duradero y nos quedábamos ahí,

en el intervalo entre mundo y juguete,

en un lugar que desde los comienzos

se fundó para el puro acontecer.

 

El niño no tiene, como ya se dijo, plena consciencia de la situación, es decir, no está consciente del fin de su existencia; pues los adultos, “los asesinos”, al igual que la madre que protege del exterior a su hijo en la “Elegía Segunda”, encubren al niño la realidad y la muerte y ellos mismos se enmascaran como si la vida fuese un espectáculo. Por ello, Rilke enaltece la niñez en los últimos versos de su “Elegía Cuarta”: “Pero esto: contener la muerte, / toda la muerte, así, con tanta suavidad, / aún antes de la vida, sin quejarse, / eso es indescriptible.”

Ya que, durante la “Elegía Tercera”, Rilke había tratado al amor y su naturaleza; en la “Elegía Quinta”, se sumerge de lleno en el tema de los amantes verdaderos. La troupe de saltimbanquis es un paralelismo de la realidad: el hombre ve y forma parte del espectáculo real como el de los enamorados. Es un símbolo de lo efímero del hombre contra la estabilidad de los amantes. En este sentido, el autor, no sólo ubica a los saltimbanquis en “una alfombra perdida / en medio del universo, tendida como un esparadrapo, como si el cielo del suburbio ahí hubiese causado / daño a la tierra”, sino que critica: “se exhiben, muy erguidos: son la mayúscula inicial / de estar De pie…”

Por ello, sugiere que los amantes poseen una fuerza superior al resto de los hombres. Y además, en torno a los enamorados, la naturaleza, de manera inconsciente, los admira y les sonríe. Entonces, el autor pide al ángel que conserve entre alegrías a la flor que observa a los amantes y que la glorifique. Asimismo, el poeta menciona que al morir la amada, con ella muere su amante, y sólo el hombre “forzudo, marchito y arrugado”, sobrevive “en la enviudada piel”. Es decir, cuando el amado muere, el amante pierde la mitad de sí, de su vida, pues al amarse fueron complemento, pertenecieron uno al otro y eso les proporcionaba cierta cualidad divina, un sentido de ilusoria permanencia.

Por otro lado, el actante cae de nueva cuenta en la realidad: “Y de pronto, en este fatigoso no-lugar, de pronto / este lugar inefable donde la pura escasez / incomprensiblemente se transforma—, se vuelve / abundancia vacía.” Le duele ver que, en las plazas de París, “escenario sin fin”, se pasea la muerte entrelazando los “sombreros invernales del destino”, es decir, el hombre pasa por alto su existencia y su muerte y sólo es capaz de enfrentar la vida con sonrisas falsas.

Para finalizar la “Elegía Quinta”, el poeta alude al ángel (por su cualidad divina), sobre el actuar de los hombres si las circunstancias fuesen diferentes: “¿Arrojarían éstos sus últimas monedas / las siempre ahorradas y ocultas, que no conocemos / las eternamente válidas de la felicidad, ante aquella pareja / que por fin sonríe de verdad sobre la apaciguada alfombra?”

En la “Elegía Sexta” se describe la figura del héroe. El poeta comienza enalteciendo a la higuera por ser una planta que pasa por alto el estadio intermedio de la floración para ofrecer su fruto: “Higuera, hace ya mucho que significa algo para mí / que saltes casi enteramente por encima de la floración, / e introduzcas tu puro misterio sin gloria / en el interior del fruto prematuramente decidido”.

A continuación, Rilke hace una analogía entre la higuera y la fuente, pues estos dos símbolos representan tanto la vida como la muerte, pero sin hacer alarde de la dicha de sus logros como los harían los hombres: “…Nosotros nos detenemos, sin embargo, / ay, ciframos la gloria en floreces y entramos traicionados / en el meollo tardío de nuestro fruto final.”

Dicho esto, el actante corrobora que la naturaleza vive según las estaciones del año, mientras que el hombre intenta glorificar su vida o su florecer para retrasar su muerte o su fruto final. Sin embargo, dentro del ámbito humano, existen héroes “tempranamente elegidos por el más allá”, que actúan de manera distinta: “Éstos se lanzan hacia delante: se anticipan a su propia sonrisa”, y los compara con los que mueren jóvenes porque también se aproximan a su destino: “Extraño es, sin embargo, cómo se asemeja el héroe a los que mueren jóvenes. / No le importa durar. Su aurora es ya existencia; sin descanso / se desprende de sí y se adentra en la figura astral / del peligro continuo. Alló pocos podrían encontrarle.”

Es decir, el héroe pasaría a traspasar el umbral de lo visible, a ubicarse entre lo terrenal y lo divino, desprecia una vida larga. El héroe rilkeano es héroe incluso antes de nacer. Éste tiene como cualidad la elección soberana: “…él tomaba y dejaba —eligió y pudo. / Y si derribó columnas fue porque irrumpía / del mundo de tu cuerpo uno más estrecho, donde / no dejó de elegir ni de poder…” Y cada mujer que ama al héroe le permite mantenerse en su condición, pasar “sin detenerse en los rellanos del amor”, y erguirse diferente en el límite de las sonrisas, pues con el amor puede ascender a un estadio superior.

La “Elegía séptima” expone la permanencia y la trascendencia a través de la interiorización. Sugiere que el sentir de la existencia se debe cantar e invita a “que la naturaleza de tu grito / sea voz que de ti emana”, pero no como lo hace un pájaro carente de conciencia, sino como una anunciación que afirma el yo del hombre, pues “la dicha más visible se nos da a conocer / sólo cuando la transformamos dentro de nosotros”.

En los ámbitos de lo natural, lo animal y lo humano, lo único cierto es que todo nace para morir, aunque el hombre sí tiene la capacidad y la conciencia para reparar sobre ello. Es por esto que “en ningún sitio, amada mía, habrá mundo sino en el interior”. Agrega que la vida está en constante transformación y que lo externo la disipa: “Cada sombrío cambio del mundo tiene tales desheredados, / a quienes ni lo pasado ni lo todavía próximo pertenece”. Es decir, muchos hombres, a pesar de poseer conciencia, no reparan en su existencia y se entretienen con lo que sucede a su alrededor. No obstante, a quienes se autoconstruyen y piensan no solo en la permanencia, sino en el trascender, Rilke les propone:

 

Porque también lo próximo está lejos para el hombre. A nosotros esto

no nos debe turbar; antes bien, que refuerce en nosotros la conservación

de una forma aún reconocida. Ésta una vez estuvo entre los hombres,

estuvo en medio del destino, ese aniquilador del no-saber-adónde-ir,

como si estuviese siendo e inclinó las estrellas

de los seguros cielos hacia sí.

 


La voz poética se pregunta entonces si el trascender por medio de la interiorización acaso sería un milagro, ya que acerca al hombre a lo divino, incluso cuando el primero no deje de formar parte de lo mundano. Exclama al ángel que se maraville y proclame la capacidad del hombre para afirmar su ser porque éste no alcanza a celebrarla.

Como el actante, desde que comienza la “Elegía Séptima”, incita al hombre a que no recurra a las súplicas para manifestar su existencia, sino que se construya a partir de su interior, finaliza exponiendo, con una imagen bellísima, la razón por la cual una súplica siempre queda fuera del alcance de la divinidad:

 

¡No creas que suplico,

Ángel, y de qué valdría si te suplicase! Tú no vienes. Porque mi llamada

siempre está llena de rechazo; en contra de tan fuerte

corriente tú no puedes avanzar. Mi llamada

es como un brazo extendido. Y su manos,

que para asir se abre hacia lo alto, permanece ante ti,

abierta como una defensa y una admonición,

allí arriba, inasible.

 

La relación del hombre con el mundo y la relación de la vida con la muerte se pueden observar nuevamente en la “Elegía Octava”. Rilke hace una reflexión melancólica sobre el ser humano y lo distingue de los animales: “Con plenos ojos la criatura ve / lo abierto. Sólo nuestros ojos están / como invertidos y colocados en torno a ella por entero / semejantes a trampas, alrededor de su salida libre.” En este sentido, los animales están libres de la muerte porque no tienen conciencia de la vida y porque su mirada, a diferencia de los hombres, es hacia afuera. El animal se relaciona con la realidad estando en el mundo y el hombre se relaciona con la realidad a manera de espejismo: estando frente al mundo.

Cuando se es niño no se ve la muerte, “le obligamos a que mire hacia atrás / al mundo de las formas”; sin embargo, al crecer ya se fija en el destino. A esto, Rilke agrega que con los amantes sucede algo parecido al de los niños, sólo que ellos no miran, sino que uno al otro se tapan la visión y, de esa forma, crean un mundo para ambos. Por ello, la voz poética aparta a los niños y a los amantes del hombre.

Luego, el poeta emplea el término de consciencia para marcar una distinción más notoria entre el ámbito humano y el ámbito animal. Refiriéndose al animal afirma: “pero su ser es para él infinito”; en cambio, el hombre comprende que tiene un porvenir, una muerte y un fin. Es así como la voz poética realza la “dicha de la pequeña criatura, / que siempre permanece en el seno que la albergó”, y se lamenta por los hombres: “¡Y nosotros: espectadores, siempre y en todas partes, / vueltos hacia todo, pero nunca hacia afuera! / Esto nos desborda. Lo ordenamos. Se derrumba. / Lo ordenamos de nuevo y nos derrumbamos nosotros.”.

Debido a la consciencia, el hombre tiene siempre “la actitud del que se marcha”, pues su existencia atraviesa por estadios sucesivos que no tienen vuelta atrás y que lo hacen vivir “siempre en despedida”.

Los temas de la trascendencia y de la permanencia en la “Elegía Novena” surgen de la razón de ser del hombre. Rilke, a pesar de su angustia, aprecia la existencia. Sabe que más allá del laurel, de la dicha misma, de la curiosidad y de los sentimientos que experimenta el humano, el rehuir y el anhelar el destino son provocados y deben valorarse por el simple hecho de habitar el mundo y de vivir una sola vez:

 

Porque es mucho estar aquí, y porque, en apariencia,

todo lo que es de aquí nos necesita, esta fugacidad, que tan

extrañamente nos incumbe. A nosotros, los más fugaces. Cada cosa,

una vez, sólo una. Una vez y nada más. Y nosotros también

una vez. Nunca más. Pero ese

haber sido una vez, aunque sea una sola:

haber sido terrestres parece irrevocable.

 

Por esa única vez, el hombre pretende abarcar y conservar todo para siempre, por eso procura permanecer y trascender. Sin embargo, a la muerte, “a la otra condición”, el hombre no podrá llevarse lo que hizo en vida, a lo mucho se llevaría los dolores, lo que oprime, “quizá la larga experiencia del amor, quizá / tan sólo lo indecible”. Debido a esto, el poeta propone lo siguiente:

 

Quizá estemos aquí sólo para decir: casa, puente

manantial, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana,

todo lo más: columna, torre… pero para decir, compréndelo,

ay, para decirlo así como las cosas mismas en su intimidad

nunca creyeron ser.

 

La vida es el aquí y “he aquí el tiempo de lo decible, aquí su patria. / Habla y proclama.”. La patria es la tierra y en lo terrenal habitan las cosas que sirven para que el hombre pueda interiorizarlas y reafirmar su yo mientras vive. Y cuando esté frente al ángel, el hombre debe decir las cosas para salvarlas y para que la tierra se transforme y resurja invisible en él, pues una sola primavera de ésta, un solo comienzo “ya es demasiado para la sangre”. Aunque esté en disposición para la tierra, Rikle afirma: “tu sagrada inspiración es la íntima muerte”, es decir, lo que motiva al hombre a vivir es su propio destino. Y, puesto que el poeta enfatiza: “Mira, yo vivo. ¿De qué? Ni la niñez ni el porvenir / menguan… Una existencia que me excede / brota en mi corazón”, se puede entender, debido al simple hecho de existir, de tener consciencia de ello, de aprehender el comienzo y el fin, y de interiorizar el mundo, el hombre logra así trascender.

Por último, la “Elegía Décima” trata sobre el placer y el dolor. Puede ser considerada como una conclusión que da Rilke sobre los conflictos que desesperan al hombre. En ésta se expresan las lamentaciones más profundas del ser humano. Cuando el hombre asume su dolor y está consciente de su sufrimiento, entonces puede acercarse al conocimiento de la verdad de sí mismo y de la realidad que lo rodea. Lo cual significa que, a través del dolor, el hombre puede alcanzar la plenitud y así cumplir su misión de vida.

En esta elegía, el poeta reflexiona más hondamente sobre lo falso y lo real de la vida. Emplea una perspectiva diferente al resto de sus cantos, pues describe el viaje de un joven ya muerto que es guiado por una joven lamentación hacia la fuente de la alegría. Durante este recorrido, el joven logra apreciar que los sufrimientos que padece el hombre “son lugar, colonia, campamento, suelo, residencia”. Asimismo, se percata de cómo la gente en general pasa por algo lo que es verdadero y cómo el hombre vive y se entretiene con el espectáculo de la farsa y se ciega ante su muerte en la Ciudad del dolor:

 

¡Columpios de libertad! ¡Buzos e ilusionistas del frenesí!

Y el tiro al blanco, con figura de la felicidad engalanada,

dianas que se agitan y suenan a hojalata cuando un tirador

más hábil da en el blanco. Del aplauso al azar, vacilante, él avanza indeciso;

porque barracas con todo tipo de curiosidades anuncian,

aúllan y tamborilean. Pero para los mayores todavía hay, no obstante,

algo especial que ver, cómo el dinero automáticamente se multiplica,

no sólo como simple diversión: el órgano sexual del dinero,

todo el conjunto, el acto, eso instruye y da

felicidad…

 

Dice también que lo real está “detrás de la última valla con carteles pegados de ‘Sin-Muerte’.”, ahí, donde “los niños juegan, y los amantes se cogen el uno al otro, apartados, / graves, sobre la hierba mísera, y los perros tienen su mundo.” Es por esto que el joven muerto quiere ir más allá y se deja arrastrar por la joven lamentación que ama. Ella lo conduce al Valle donde habitan los muertos, el dolor verdadero y las demás lamentaciones. Una de las viejas lamentaciones le cuenta al joven lo que antes ellas fueron. Luego observa todo el paisaje, entre varias cosas, ve “las ruinas de los castillos donde un día los príncipes de las lamentaciones / gobernaban la tierra con sabiduría”. Sin embargo, el joven no entiende que está muerto: “sus ojos no lo comprenden todavía: están llenos del vértigo de una muerte temprana”. Posteriormente, la joven lamentación le muestra las estrellas y las nombra. Conduce al muerto hacia el barranco, “la fuente de la alegría”. Debido a que la felicidad está en una sima, Rilke concluye su obra exponiendo que si los muertos fuesen un símbolo y mostrasen al hombre los verdaderos lamentos que existen sobre la tierra, el ideal de felicidad no sería tan irónico como lo es: “Y nosotros, que pensamos en una felicidad / ascendente, experimentaríamos la emoción / que casi nos confunde / cuando algo feliz se desmorona.”.

 

 


Habiendo interpretado las Elegías de Duino una por una, se mostró un cuadro que clasifica a todas ellas según los temas principales que tratan. Cabe reiterar que, independientemente de los temas, la obra se constituye como una totalidad, como una misión ante la cual el hombre está expuesto debido a los conflictos que surgen de su capacidad de consciencia sobre la existencia. Además, los procesos por los cuales el hombre debe atravesar son la esencia de dichas elegías.

A partir de ahora, se procede a hacer una analogía con la desesperación que esboza Rilke en Elegías de Duino comparado a la propuesta de los tipos de desesperación de Kierkegaard [4] en La enfermedad Mortal. Se debe tener en cuenta que el propósito de este análisis no se refiere, en absoluto, a un aspecto religioso, sino que está basado propiamente en los aspectos literario y filosófico que ambos autores utilizan sobre la existencia humana.

Para Rilke, el mundo puede dividirse en tres ámbitos: el divino, el humano y el natural. En el primero, se encuentran los ángeles; en el segundo, los hombres; y, en el tercero, los animales y las plantas. A los héroes, a los amantes verdaderos y a los niños, el poeta los clasifica en un apartado que se localiza entre el ámbito divino y el ámbito humano. Esto se ejemplifica en la siguiente imagen:

 

ÁNGELES

Representan divinidad y bondade, conciencia plena e infinita

 

HUMANOS

Desesperación ante la muerte, conciencia imperfecta y finita

 

NATURALEZA (ANIMALES Y PLANTAS)

Libres del temor a morir, carencia de conciencia

 

HÉROES, AMANTES VERDADEROS, NIÑOS

Humanos con cualidades divinas olvidan el temor ante la muerte, no sienten desesperación

 

Como puede observarse, en el esquema anterior, los únicos que poseen conciencia son los ángeles y los humanos. Entonces, para enfocarnos a la desesperación, se descartarán automáticamente el ámbito animal y las esferas de héroes, amantes verdaderos y niños. De los dos prototipos conscientes que restan, los ángeles también deben descartarse ya que, al poseer una consciencia plena e infinita son incapaces de experimentar ningún tipo de angustia. Por lo tanto, sólo quedan los humanos. Esta condición imperfecta y finita de la consciencia del hombre lo hace padecer su existencia. Sin embargo, no todos los hombres la padecen de la misma manera.

Según Kierkegaard, “la desesperación es una enfermedad propia del espíritu, del yo, y por consiguiente puede revestir tres formas: la del desesperado que ignora poseer un yo (desesperación impropiamente tal), la del desesperado que no quiere ser sí mismo y la del desesperado que quiere ser sí mismo.” Toda desesperación está considerada bajo una categoría de conciencia, y la diferencia cualitativa entre una u otra desesperación depende de que se sea o no consciente. A la primera categoría, se le considera impura; y a las dos últimas, puras. La segunda es catalogada como la desesperación de la debilidad y la tercera de la obstinación.

Como ya se analizó, durante las Elegías de Duino, Rilke critica a todos aquellos hombres que se enmascaran y forman parte del espectáculo. A éstos se les puede asignar en la segunda categoría, incluso en la primera. La naturaleza como estado externo del hombre sirve pues para que éste asuma su interiorización. Al existir una relación entre ambos, el hombre puede acceder a la verdad y abandonar así el engaño de lo cotidiano, ya que se crea una correlación universal que lo hace formar parte de un todo, pero que lo distingue de lo demás.

Mediante las Elegías de Duino, Rilke expresa y contagia al lector el trágico sentimiento causado por la mortalidad del hombre y la brevedad de su existencia, es decir, por la desesperación inherente que posee todo ser consciente. El tema de la trascendencia humana constituye la visión particular que el poeta Rilke tiene sobre el mundo y refleja el misticismo generalizado que emana de la vida y lía la muerte con la angustia del hombre.

De esta manera, las Elegías de Duino son la revelación que conduce al hombre del dolor al placer, de la contemplación de lo terrenal a lo divino, del temor a morir al festejo de la vida y del mundo, y de la mortalidad del cuerpo, incluso, a la trascendencia poética. Por este motivo, la obra posee gran valor en lo humano, social, filosófico y literario.

Kierkegaard manifiesta: “Desesperarse uno por lo temporal o por alguna cosa temporal equivale también, en el sentido propio, a la desesperación en torno a lo eterno y por uno mismo, ya que ésta es la verdadera desesperación y la fórmula de toda desesperación.” Debido a esto, intuyo que el tipo de desesperación que experimentó Rilke fue la que se ve con plena claridad y apasionadamente, aquella que logra desprenderse de sí misma para ver lo que otros desesperados obviamos con los ojos aparentemente sanos y bien abiertos.

 

NOTAS

1. Rilke, Rainer Maria. Elegías de Duino. Poesía Hiperión, 2007.

2. Rainer Maria Rilke (1875-1926). Poeta alemán. Además de Elegías de Duino, entre sus obras fundamentales también se encuentran los Sonetos a Orfeo y Cartas a un joven poeta.

3. “Elegía”. Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, 2013, https://dle.rae.es/eleg%C3%ADa. Consultado el 2 de diciembre de 2013.

4. Kierkegaard, Sören. La enfermedad mortal. Los grandes pensadores, 1984.

 

REFERENCIAS

BLANCO, José Joaquín. Rainer Maria Rilke, Poéticas, Biblioteca Virtual BEAT 57, www.poeticas.com.ar/Directorio/Poetas miembros/Rainer_Maria_Rilke.html.

CHOZA, Jacinto, Al otro lado de la muerte - Las elegías de Rilke, Editorial EUNSA,

España, 1991.

CONSTANTE, Alberto, Rainer Maria Rilke, la poesía en la edad moderna, Revista Observaciones. Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México, www.observacionesfilosoficas.net/poesiamod.html.

KIERKEGAARD, Sören, La enfermedad mortal, Traducción de Demetrio G. Rivero, Editorial Los Grandes Pensadores, España, 1984.

RILKE, Rainer Maria, Elegías de Duino, Traducción de Jenaro Talens, Editorial Hiperión, España, 2007.

 

 


MÓNICA ZEPEDA (San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México, 1987). Licenciada en Literatura y Creación Literaria por Casa Lamm. Meta-NLP Master Practitioner por The International Society of Neuro-Semantics. Es autora de Si miento sobre el abismo - If I lie About the Abyss (2014; Nueva York Poetry Press, Estados Unidos, 2024) y Las arrugas de mi infancia (Coneculta Chiapas, México, 2020; Ediciones El Pez Soluble, El Salvador, 2023). Ha participado en festivales de poesía nacionales e internacionales como Jornadas Pellicerianas 2022, The Americas Poetry Festival of New York 2022 y Encuentro Internacional de Poesía en Paralelo Cero 2023. Parte de su obra poética ha sido traducida al polaco, inglés e italiano e incluida en diversas antologías. Poemas suyos también han sido publicados en reconocidos medios impresos y electrónicos de México, España, Honduras, Guatemala, Perú, Bolivia, Colombia, Chile, Estados Unidos, Italia, Puerto Rico, El Salvador y Ecuador.

 

 


ILCA BARCELLOS (Brasil, 1955) | Artista Visual, Graduada em Ciências Biológicas pela Universidade Federal de Santa Catarina e mestre em Biologia Vegetal pela Université Pierre et Marie Curie – Paris VI, por muitos anos foi professora de biologia no Colégio de Aplicação da UFSC onde já recorria aos desenhos e às formas orgânicas tridimensionais de seres vivos – representando organelas, sistemas e organismos, em massa de modelagem – como recurso didático. Em 2006, ingressou no campo artístico por meio da cerâmica, participando de exposições coletivas nacionais e internacionais. Ampliando sua produção artística, explora atualmente outros materiais – tecidos, espuma expansiva de poliuretano, EVA, madeira, metal – e diversas linguagens – instalação, pintura, desenho, fotografia, vídeo. Em seu processo investiga as possibilidades conceituais que tangem um duplo percurso: científico e artístico; e busca indagar através de sua produção a poética do pulsar, do devir. Participa de salões nacionais e internacionais desde 2007. Em 2008 através do Salão dos Jovens Artistas de Santa Catarina ganhou o Prêmio Aquisição do Museu de Arte de Santa Catarina – MASC e em 2016 ganhou terceiro lugar do 1º Salão de Artes Visuais de Navegantes, SC. Participou de residências artísticas no Canadá e Cuba. Artista convidada da presente edição da Agulha Revista de Cultura.

 


Agulha Revista de Cultura

Número 252 | junho de 2024

Artista convidada: Ilca Barcellos (Brasil, 1955)

Editores:

Floriano Martins | floriano.agulha@gmail.com

Elys Regina Zils | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2024


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FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

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