Mis padres emigraron a Argentina desde Hungría. La vida en Buenos Aires era
para ellos más segura en el plano político, pero también más restringida en
medios económicos. Eso afectó principalmente a mi madre. En Budapest ella tuvo
quien le ayudara en las tareas domésticas y en Buenos Aires tuvo que asumirlas.
No estaba acostumbrada a ello. Era pianista y cuando se casó con mi padre, en
lo económico él era más solvente que ella lo que favorecía su sueño de
dedicarse a la música. Pero en vez de restringir su vida a lo que soñaba como
profesión entró en la vida de mujer casada de quien se espera sobre todo que
tenga hijos. Los tuvo. Dos. Se dedicó con mucho esmero a cuidarnos; no nos
tocaron niñeras, era mi madre quien se preocupaba de que estuviéramos bien alimentados,
bien vestidos y que tuviéramos todos los días acceso a la vida de aire libre,
ya fuera en los parques cercanos a casa, o, en los veranos a los espacios junto
al lago Balaton donde ella y mi padre tuvieron una casa veraniega.
El piano, como toda forma de arte, requiere dedicación diaria. Mi madre
abandonó su trabajo de músico y se dedicó a la crianza y cuidado de sus hijos.
En los años de la primera mitad del siglo veinte existía todavía poca
posibilidad para que alguien que nacía mujer tuviera una profesión según su
deseo. Había excepciones, pero eran muy escasas. Se consideraba que la mujer
estaba hecha para las dos “c”: la cocina y la cuna. Mi madre se dedicó de lleno
a ambas. Lo pagó muy caro. Murió de depresión todavía joven, a los cincuenta y
cinco años. De su ejemplo aprendí que los que nacemos para el arte no debemos
abandonarlo, es importante vivir nuestro destino en su totalidad.
La arriba mencionada adolescencia se presenta en la vida de una joven en
forma súbita cuando comienza a funcionar como mujer, debido a los cambios
hormonales que sufre su cuerpo. Tras la primera menstruación y hasta la
menopausia, el cuerpo se inunda de estrógeno, cosa que también causa cambios en
el funcionamiento del cerebro. Como adolescente empecé a encontrar interesante
a los varones de mi edad o algo mayores que yo. Este tipo de reacción no se
puede resistir, no es voluntaria, no es racionalmente manejable. En todo caso
no lo fue para mí.
Así fue que para mis diecinueve años y dos semanas de edad era yo una mujer
casada con un joven hombre once años mayor que yo –José Hausner tenía 30 años–,
muy buenmozo y maravillosa persona. Nuestro noviazgo empezó poco después de mis
quince años y nuestro matrimonio duró siete años. La nuestra fue una relación
fuerte durante casi doce años. Para cuando comenzó a resquebrajarse yo tenía
veintiséis años.
Tuve muchos agrados en la vida con Hausner y entre ellos estuvo que durante
nuestro noviazgo en Buenos Aires íbamos semanalmente a un club de remo en el
Delta del Paraná. José me enseñó a remar. Al principio íbamos los dos en un
mismo bote y luego me gradué a mi bote personal. Me encantaba remar, desarrollé
los músculos y la pericia necesarios para ello. Estaba también que el remar se
hacía en mi medio favorito que es el agua.
Cuando niña tuve la suerte de aprender a nadar; en la escuela había ganado
un premio en gimnasia que consistía en ir a clases con dos campeonas olímpicas
de natación y se me hizo costumbre durante muchos años nadar regularmente. Soy
nadadora de resistencia, me gusta recorrer distancias nadando.
Cuando me casé con José Hausner era yo mentalmente inmadura, falta de
educación en lo social y en lo psicológico. No tuve una idea clara de lo que
era el matrimonio, ni tuve claro qué significaba tener hijos.
Por eso mi encuentro con Ludwig Zeller fue para mí un terremoto que hizo
que dentro de mí surgieran capas de impulsos inconscientes. Compartía con él
elementos básicos de mi carácter que no eran parte de la vida que compartía con
mi marido. Esos elementos tenían que ver con lo artístico y con lo religioso,
asuntos que me conectaban con lo trascendente. Me encontré de repente ante la
posibilidad de una relación que llenaba todo mi ser como persona y como
artista. Había incursionado en asuntos de ciencia, pero el impulso artístico al
que Zeller llamaba mi atención era más fuerte. Con José Hausner tenía una vida
cómoda, perfectamente solvente, y muy grata. Pero esas sensaciones se hicieron
mucho menos importantes para mí cuando descubrí que el arte era mi vocación interior
dominante.
No sé si queda claro: mi encuentro con Ludwig Zeller cambió mi vida.
Sucedió el 10 de mayo de 1963, en la Escuela de Medicina de la Universidad de
Chile donde era estudiaba y trabajaba. Como estudiante estuve en la Cátedra de
Fisiología, investigando el cerebro humano. Al mismo tiempo tenía un empleo
como secretaria de dos investigadores de asuntos de genética que en esa época
se realizaban principalmente estudiando moscas.
Por lo que me tocaba hacer, llevaba una bata de laboratorio que llamó la
atención de Ludwig mientras conversábamos en la inauguración de la exposición
de grabados del entonces ya famoso Nemesio Antúnez en la galería del Centro de
Estudiantes de la Facultad de la que Zeller era curador. Lo primero que Ludwig
me preguntó fue si yo tenía un diploma. Le dije que tenía uno, en cerámica
artística. Mirando mi atuendo blanco me preguntó: ¿Y qué hace usted aquí? Le
conté que había decidido dejar la cerámica, que me interesaba la fisiología,
etc. No sabía yo con quién hablaba. Zeller había sido el que en Chile impulsó y
descubrió centenares de talentos en la plástica durante más de dos decenios. No
hay artista plástico chileno de las décadas de los cincuentas y sesentas del
siglo veinte que no le deba una vela.
Enfocado en lo que le interesaba, y tangencialmente atraído por mi persona,
insistió en que quería ver mi trabajo artístico. Le dije que necesitaba un par
de días para sacar las telarañas y ratas de mi taller y le di la cita del caso.
Vino y vio mis dibujos que ahora siento muy deficientes y mi trabajo en barro,
nada excepcional y me invitó a hacer mi primera exposición individual. Me dio
fecha para el mes de noviembre. Luego, durante cinco meses, no cesó en buscarme
papeles para dibujar, facilitar todo lo referente a mi taller como por ejemplo
una mudanza de todo incluido mi horno y estuvo también estimulándome con
lecturas de obras literarias.
Cuando me invitó Zeller a hacer mi primera exposición individual me lancé a
trabajar con un tornero de cerámica; con su ayuda hice piezas que yo misma no
tenía fuerza para tornear. Tuve accidentes como el de tener que frenar el auto
que manejaba con lo que se movieron las piezas que estaba transportando;
aproveché las formas en que quedaron al volcar para crear piezas realmente
únicas.
Esa primera exposición mía fue un éxito rotundo. Todas las cerámicas que
expuse, menos una, se vendieron. Nadie se interesó en mis dibujos que eran mi
pasión. De esta forma quedé trabajando en cerámica durante 25 años a pesar de
tener que migrar y empezar de nuevo todo el esfuerzo puesto en mi primer taller
personal.
El nuevo comienzo se dio en Canadá, en mi casa en Agincourt, a las afueras
de Toronto. De esa casa llevé mi taller a Sheridan College, donde era docente,
cuando me mudé a su cercanía. Mi decano en algún momento decidió que el espacio
que ocupaba el taller se iba a dedicar a otros menesteres con lo que tuve que
repartir mi horno, torno y herramientas para la cerámica. Fue a fines de 1979.
Desde esa fecha en adelante me he dedicado a la pintura y a hacer “mirages”,
obra realizada en colaboración con Ludwig Zeller. Hemos producido varios
centenares de estos trabajos colaborativos. Y hemos trabajado codo a codo en lo
literario.
Tuvimos tres pequeñas editoriales, la primera, en Chile, fue Casa de la
Luna, la segunda en Canadá se llamó Oasis Publications y en México publicamos
bajo el sello de Oasis Oaxaca. En Canadá Ludwig trabajó mucho en sus collages y
sus textos poéticos que se publicaron en ediciones muy bellas. En Chile ambos
dábamos clases en el Instituto Cultural de Las Condes donde Ludwig era curador
de la galería de arte. De hecho, cuando lo conocí curaba tres galerías, la del
Ministerio de Educación la del Instituto Cultural de Las Condes y la del
Instituto Chileno-Norteamericano.
En Chile Zeller fue muy activo en lo cultural y social. Por el contrario,
en Canadá se quedaba en casa y era yo quien salía afuera. Trabajé en las
oficinas de una fábrica de tubos de asbesto y cemento. Hice reservaciones
hoteleras para una firma de tarjetas de crédito. Acepté cuanto trabajo se me
ponía delante, a sueldo mínimo. En Canadá no he estado sin trabajo un solo día
de mi estadía de veinticinco años.
En el principio de mi vida en Canadá fui docente en Centennial College de
Toronto donde daba clases de historia de arte vespertinas y de fin de semana y
también daba clases de cerámica en el taller que tenía instalado en casa. Y se
dio el milagro de que una amiga se compadeció de mi situación y me consiguió un
trabajo en Sheridan College, en Oakville. Esto cambió mi vida y la de la
familia. Durante veinte años nada nos faltó. Con Ludwig podíamos hacer viajes a
Europa y contactar a artistas y escritores surrealistas.
Cuando yo andaba trabajando fuera, Ludwig se ocupaba de los niños. Beatriz,
mi hija y la mayor de los hermanos, le ayudaba porque Ludwig nunca tuvo
inclinación ni talento para las cosas domésticas.
A Ludwig se le hizo muy difícil aprender a hablar inglés. Contrastando con
su vida en Chile, en Canadá le tocó trabajar y estar solo y también solitario.
Fue Ludwig quien, tras apenas conocernos, por primera vez me habló del
surrealismo y me inundó de libros surrealistas. Cuando se mudó conmigo trajo
consigo mil quinientos volúmenes, en su mayoría de poesía en francés y en
castellano. Se abrió para mí un mundo de maravillas. Fue muy grato incluso que
todo ello me convirtió en traductora literaria y en intérprete. Leíamos juntos
algunos libros importantes. Yo los veía en francés o inglés y Ludwig los oía en
castellano. Estas lecturas traducidas me sirvieron de educación. Cambiaba mi
vida, se abrió para mí un campo de trabajo diferente.
Siendo hija de familia burguesa se consideraba de rigor que hablara varias
lenguas. En Buenos Aires estudié francés e inglés. Comencé en una sucursal de
la Alliance Française que estaba en una biblioteca pública, en Villa Devoto,
cerca de la casa en que vivíamos. Y venía a casa un hombre joven a enseñarme
inglés. Luego fui a clases en la casa central de la Alianza en la calle
Córdoba, un edificio alto de seis pisos que también fue un centro cultural. Iba
allí a estudiar francés y para el inglés iba los mismos días al Instituto
Argentino-Británico. Ambos estaban en el centro y yo tenía mucha energía para
caminar. Iba por las calles intermedias entre los dos institutos, variando mi
recorrido para pasar frente a diversas florerías que tenían la costumbre de
exhibir en sus vitrinas vistosas variedades de orquídeas.
Mis lectores tienen que tener paciencia conmigo cuando me ven saltar de un
tema a otro. A mi vida accidentada en los primeros doce años se sumó el tiempo
de mi relación y colaboración con Zeller que se mantuvo durante cincuenta y dos
años. Cabe mucha vida en esos tiempos.
Los textos que publicábamos Zeller y yo en nuestras editoriales las escogía
él. Fue el motor intelectual de nuestros esfuerzos para producir libros. El
financiamiento de las editoriales fue principal, pero no enteramente, esfuerzo
mío. Ludwig obtenía becas de organizaciones culturales de Canadá y las invertía
inmediatamente en sus publicaciones. Hacer libros siempre fue su pasión y a mí
me encantaba.
Zeller hacía los bocetos de los diseños y yo los interpretaba y
desarrollaba para tener todo listo para las prensas de las imprentas con las
que trabajamos. En Chile nos tocó llevar nuestros trabajos a la imprenta de la
Gratitud Nacional, una organización que conocí a través de Ludwig. Era también
la imprenta que producía las invitaciones y catálogos de las exposiciones que
Zeller organizaba en las galerías que regentaba.
En Canadá encontramos por recomendación de una amiga a la imprenta de Zivo
Belic, instalada en el sótano de la casa en que vivía. Se dio una amistad
verdadera entre Zivo, su mujer Ljubica, y su hijo y nosotros. Pasamos muchas
horas viendo cómo salían las hojas impresas de las dos máquinas con que
trabajaba Zivo, una prensa plana Heilderberg y una Multilith. Se daba que
mientras se ajustaban las máquinas se “ensuciaban” muchas hojas que nosotros
nos llevábamos para convertirlas partes de nuestros mirages.
Nuestras ediciones las imprimía Zivo en papeles de gran calidad que eran
recortes, es decir desecho, de imprentas grandes con los que Zivo tenía
contacto. Los diseños de nuestras publicaciones se ajustaban a formatos que
daban el plegar de estos papeles por lo cual resultaban de tamaños variados.
Siempre ha llamado la atención de nuestros amigos que nuestros pequeños libros
venían en papeles finos. Ahora esto se llama reciclaje…
Cuando falleció Zivo –de cáncer probablemente causado por el ambiente
tóxico en que trabajaba en su sótano sin ventilación–, nuestro afán editorial
lo llevamos a Ampersand, una imprenta mucho mayor que la de Zivo, manejada por
un joven impresor que también se convirtió en amigo cercano nuestro.
Desde nuestro primer viaje en 1975, armados de nuestras ediciones íbamos a
Europa a visitar los amigos surrealistas con quienes llevábamos años de
contacto por correo. Esos viajes se repitieron durante ocho años; íbamos a
París o Madrid en visitas que solemnemente podemos llamar profesionales. Eran
mucho más de eso. Nuestro primer contacto fue Edouard Jaguer a quien Aldo
Pellegrini, el impulsor del surrealismo en Argentina, recomendó a Ludwig
contactar. Jaguer había visto el nombre de Ludwig en el Boletín de los
surrealistas de París y antes de que llegara nuestra primera carta a la puerta
de su departamento tuvo un sueño premonitorio de que iba a recibir algo de un
tal Zeller. Cuando nos relató esto en su primera carta escrita en respuesta a
la nuestra decidimos de inmediato que ese fenómeno maravilloso en el sentido en
que entienden la vida los surrealistas exigía que nosotros lo conociéramos
personalmente. Cuando comencé a trabajar en Sheridan College tuve de repente un
excelente sueldo y ello permitió que emprendiéramos nuestros viajes hacia los
amigos europeos. En otro lugar he descrito nuestra llegada a la casa de los
Jaguer, el hecho es que nuestro contacto inmediatamente verídico y hasta íntimo
se mantuvo inalterado al paso de los años a pesar de nuestra distancia física
entre un continente y otro.
Los viajes a Europa fueron la delicia de Zeller. Al principio íbamos a
Francia, pero su placer se agudizó cuando empezamos a ir a España. Llegó el
momento en que estos viajes tropezaron con problemas económicos. Los precios de
Europa se elevaron, el dólar canadiense se debilitó. Esto hizo que tuviéramos
que cambiar de vida y de orientación de esfuerzos: comenzaron nuestros viajes a
México, más cercano, más a nuestra medida, de muchas maneras.
Para Ludwig mudarse a Oaxaca era el remedio a la difícil soledad que
padeció en Toronto. Se dedicó de lleno a hacer contactos con artistas y
escritores; formó talleres literarios y dio talleres de collage. Iba a diario
al Centro Histórico de Oaxaca a encontrarse con amigos y gente joven que
buscaba su apoyo. Fue generoso con todos ellos como lo fue con cuánta gente
conoció en su vida. La generosidad era firme cimiento de su personalidad.
Nunca cargó a otros con sus problemas. En su conversación llevaba un
discurso especial que fue una cortina de humo tras el cual se ocultaba su ser
verdadero. Su memoria fue su sostén principal en todas sus actividades. Jamás
hizo una lista de quehaceres o plan de trabajo fuera de lo poético, se acordaba
de eventos, personas y circunstancias especiales muchos años después de
enfrentarse a ellos. Veinte años antes de su muerte mencionó que sentía cierta
erosión en su memoria y el deterioro constante que sufrió este talento suyo lo
torturó hasta el fin.
Le dijo a Beatriz Hausner: “Yo no me adapto”. Y no
lo hizo.
Fue hombre de granito, de aire y nube. Sólido e
inasible. Fue muy tierno y muy generoso. No se adaptó a Santiago, ni a Toronto,
ni a Huayapan. Otros tuvieron que adaptarse a él para absorber su inagotable
esencia de poeta, su indetenible, irrefrenable fluir de creador. Fue piedra
filosofal que transformaba a todo y a todos. Transmutaba lo invisible. Modelaba
el aire, tallaba la palabra. Grito y silencio, su presencia es inamovible,
sutil y fugaz.
Amaba lo inalcanzable: las aves y su vuelo, el Río
Loa de su niñez del que no quedan huellas en el Desierto más seco del planeta.
De ese desierto él recordaba los pimientos plantados por su padre y los sutiles
cosmos seguramente regados por su madre. Absorbía lo que conectaba con su
interior y el resto caía de encima suyo como agua del plumaje de un pato.
Guardaba el recuerdo del lugar en que nació. Allí
nada guarda su recuerdo. Otros espacios, otras mentes aman y guardan su memoria
y sus palabras.
Vio, entendió, pero no se adaptó, ni a lo material
ni en lo literario. Que el mundo fuera donde él. Él no era del mundo.
Sus restos descansan en un cementerio indígena, en
un pueblo olvidado del olvidado Sur de México. Le gustaba vivir allí, a su
manera. Lo dijo. Llegó allí ¡porque le dio la gana!
Gozó los largos viajes por tierra de Toronto al
sur de México, los breves viajes de Huayapan al Zócalo de la ciudad de Oaxaca.
Su dicha eran los días de sol y el verde de los árboles que veía por las
ventanas.
Exudaba un intenso magnetismo personal al que
nadie escapaba. De modales suaves, manifestó rápidamente y en forma muy
resguardada su interés en mi persona. Fuimos a la cafetería de la Facultad de
Medicina para poder sentarnos y conversar un poco. Él era el que hacía
preguntas y escuchaba atento mis respuestas. Se vio agitado cuando supo mi nombre.
Susana era un enigma que encontró pocos meses antes en un sueño y que de
repente estaba allí…
Me cubrió de regalos. Papel, un rincón apartado
para dibujar. Música. Un camafeo que encontró en quizás qué negocio de
antigüedades.
Me traía sus primeros libros bellamente editados,
siempre con alguna imagen fascinante. Me leía sus poemas. Uno de estos, A
Aloyse, que escuché en la intimidad de mi automóvil estacionado, me tocó
muy en especial. Pensé que había perdido la razón. El poema es fruto del sondeo
de la mentalidad de los esquizofrénicos que él supo captar maravillosamente.
Desde diciembre de 1966 hemos vivido juntos. Casi
53 años. En el primer tiempo jamás estuvimos separados más de una hora o dos.
Trabajamos incesantemente, compartimos el espacio y la música que nos
transportaba fuera de lo cotidiano.
Fue él quien propuso que emigráramos a Canadá;
creo que esperaba una liberación, un horizonte amplio. En vez, se sumió en una
sombra. En el mundo anglófono todo le era extraño y perdió el contacto con
muchos amigos lejanos y cercanos a él. Quedó rodeado de silencios.
En el quinto año de nuestra estadía en Canadá
pudimos por fin viajar y ver personas cuyas ideas le eran afines. Fuimos
primero a Francia y un par de años más tarde a España. Nueve años después de
llegar a Toronto nos invitaron a participar en una exposición en México. Fuimos
para estar presentes en la inauguración. Por primera vez desde nuestra
emigración ambos nos sentíamos en nuestro elemento. Nueve años más tarde, en
1988, comenzó el ciclo de nuestros viajes anuales de Toronto a Oaxaca, por
tierra. Ludwig había llegado a su casa. Poco después decidió quedarse en
México. Al inicio de su vida en Oaxaca estuvo activo en lo social. Brindó
talleres de literatura y también de collages. Logró ayudar a sus alumnos a
publicar textos que elaboraron junto con él.
Construí una casa en San Andrés Huayapan, a doce
kilómetros del Zócalo de Oaxaca. Tuvo que venir un terremoto, dañarse
considerablemente el departamento que arrendábamos en Centro, para que se
mudara conmigo a la nueva casa. Los oaxaqueños no van a lugares que les parecen
lejanos, pocos de sus amigos viajaron para verlo en su nuevo domicilio.
Nosotros íbamos donde ellos.
La casa es amplia. Capté el ánimo de la gente y
hice fiestas multitudinarias para celebrar sus cumpleaños. Cien o más personas.
Al principio le gustaban, pero con el paso de los años se volvió hacia dentro,
se apartó de las multitudes, quedó ensimismado en sus libros, su poesía y sus
collages.
Jamás cedió en sus ideales. En la juventud fue
apasionado defensor de sus preferencias literarias. En la vejez y luego en su
periodo como anciano se volvió más pacífico, pero no toleró que se le tratara
de alejar de lo que le parecía verídico. Como heredero del Romanticismo fue defensor
en alto grado de todas sus ideas. El adverbio que más usaba era
“absolutamente”. Encontró su hogar intelectual en el surrealismo.
Cuando en Santiago se mudó a mi casa llegó en un
camión cargado de cajas de libros. Varios miles. Al emigrar, de esa colección
elegimos mil quinientos que dejamos en resguardo y el resto lo regalamos, junto
con la colección de pinturas que él amaba. Todo se dispersó. En nuestros viajes
a París, México, Barcelona y Madrid, juntábamos libros para volver a edificar
los cimientos de nuestra biblioteca y aumentar el número de nuestros tesoros.
Otros construían casas, nosotros aumentábamos la colección de libros.
Otra gran pasión suya era publicar los textos y
las imágenes que amaba o que prefería. Era excelente diseñador de libros, desde
su planeación inicial, haciendo minúsculas maquetas, verdaderas joyas, hasta su
estricta vigilancia del trabajo de la imprenta. No se daba descanso en estas
tareas. No se terminaba de encuadernar un libro y ya tenía sus planes para el
siguiente. El resultado fueron nuestras sucesivos esfuerzos editoriales: Libros
y una revista: en Casa de la Luna, en Santiago; y libros otra vez en Oasis
Publications, en Toronto, además de nuestra revista El Huevo Filosófico. Luego,
en Oaxaca, Vaso Comunicante: una revista literaria y artística.
Le gustaba comer algunas cosas, pero se olvidaba
de la comida y no le llamaban la atención los esfuerzos culinarios de cercanos
y ajenos. Lo que le tentaba a fondo era todo lo dulce. Comía lo que no le
gustaba para así llegar al postre.
Me imagino por esto, entre otros detalles, que fue
muy cuidado en la infancia, que le tocaron muchos mimos y mucha cosa dulce.
Me parece que adquirió una disciplina interior y
una fuerza sobrecogedora para realizar sus trabajos durante los cuatro años en
que estuvo de novicio entre los jesuitas. La esencia de lo religioso fue su
guía y su sostén. Pero, a pesar de que había hecho sus votos, se alejó sin
permiso de la Compañía y de todo lo que tiene que ver con las jerarquías
eclesiásticas. Y también de otras. Practicaba su religión personal e íntimo con
sus propios rituales secretos.
No tuvo reparos en compartir con todos, gente de
clases sociales altas, gente con dinero o pretensiones elitistas, así como con
gente de pocos recursos. Conoció el hambre y la pobreza. Decía que se
necesitaba ser “buen pobre”, es decir mantenerse firme en la vida interior y
sus manifestaciones incluso dentro de la pobreza. No le importaban las
carencias a las que a menudo nos vimos sometidos. Su visión era interior, no le
interesaban adornos ni atenciones, ni halagos.
Tenía un concepto naif de todo lo que se refería a
asuntos de finanzas. Le gustaba jugar a imaginar qué harían él u otros con
cantidades enormes de dinero. Castillos en el aire, imágenes de acceso a
mujeres que le atraían o que su imaginación creaba.
Su sed de la compañía, o de la presencia femenina
no lo abandonó nunca. Era el motor de su producción poética. Tuvo relación con
varias mujeres, se casó con una, con otras pudo mantener contacto constante
durante años. Era adorador de lo femenino con una elevada concepción de lo
excelso e insuperable.
Nuestra relación fue de amor, de ese amor que
mueve el sol y las estrellas, como dice el Dante. Vivimos juntos, viajamos
juntos y disfrutamos de todo y de todos. Nuestro muy abundante trabajo en
colaboración fue verdaderamente excepcional y ejemplar; además nos daba enorme
satisfacción y constantes sorpresas. Verdadera expresión de lo maravilloso.
Vivimos nuestro amor en libertad y verdadera entrega. Entre nosotros no hubo
secretos.
Se fue de a poco, repitiendo un mantra de amor. En su última hora miraba fijo la luz que fue su guía toda la vida. Luz de amor, de poesía, de infinito. La luz de lo absoluto.
SUSANA WALD (Hungría, 1937). A los 12 años debe emigrar junto a su familia desde su país de origen hacia Argentina, debido al régimen de Iósif Stalin en la Unión Soviética. Ingresa en 1951 a la Escuela Nacional de Cerámica de Buenos Aires, donde además de recibir sus primeros estudios formales en historia del arte, se especializa en cerámica decorativa. En el año 1957 llega a Chile, obteniendo años más tarde la nacionalidad, e instala un taller de cerámica en Santiago. A principios de la década de 1960 conoce al artista surrealista Ludwig Zeller, de quien será pareja y junto a quien funda tres editoriales auto-gestionadas donde diseñó, ilustró y tradujo libros, revistas y catálogos de exposiciones relacionadas a los movimientos de vanguardia internacional. Luego de 13 años de estadía, en 1970, la artista emigra hacia Toronto, Canadá, junto a Zeller y sus tres hijos. Durante su estadía en Canadá, entre 1970 y 1994, se aleja del trabajo con la cerámica, dedicándose principalmente al dibujo y a la pintura en pequeño formato. A este periodo corresponden sus primeros mirages, pequeñas obras donde se complementan técnicas diversas como el collage, el acrílico y el dibujo a pluma. Wald ha participado de múltiples exposiciones individuales y colectivas. En 1963 adhiere al surrealismo de manera formal, aunque previo a ello había indagado intuitivamente en los principios del movimiento. En ese sentido, Wald es un referente clave del surrealismo en Chile y su arte es heredero de la vanguardia en tanto presenta escenarios misteriosos, realizados con gran rigurosidad y gracias a herramientas como el automatismo, el humor negro o la atención a su mundo onírico, la artista confronta al espectador con imágenes en las que este reconoce sus propios deseos, miedos e inquietudes. Entre las temáticas principales encontramos una preocupación por la naturaleza, por lo metafísico, por el sexo y el erotismo y, sobre todo, por la condición de lo femenino universal presente en nuestras sociedades. Esto último representa el motor de su obra de los últimos treinta años y se evidencia en la recurrencia de figuras femeninas, míticas y reales, en sus composiciones, así como también por temáticas que cuestionan el orden patriarcal. Susana Wald formó parte entre 1975 y principios de 1980 del movimiento artístico intelectual Phases, fundado en la década de 1950 por Edouard Jaguer y Anne Ethuin, que reunió a un grupo de pintores, poetas y escritores europeos y latinoamericanos en torno a los principios del surrealismo internacional. Desde 2012 forma parte del Colectivo Guenda, que reúne a mujeres artistas que viven y trabajan en Oaxaca, México. Desde 1994 la artista vive y trabaja en la ciudad de San Andrés Huayapam, en el estado de Oaxaca, México.
TRIANA VIDAL (México, 1992). Artista plástica multidisciplinaria con experiencia en producción en barro, manejo de pastas, vidriados y control de quemas, modelado y manejo de torno alfarero. Tarotista por tradición familiar, su trabajo figurativo tiene bases en los arquetipos junguianos y en la exploración de los elementos presentes en el inconsciente colectivo. Su formación comenzó en el taller “Tres Piedras” en Monterrey Nuevo León y actualmente radica en la ciudad de Cuernavaca donde se dedica a la producción de su obra. Triana Vidal es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Agulha Revista de Cultura
Número 256 | outubro de 2024
Artista convidada: Triana Vidal (México, 1992)
Editores:
Floriano Martins | floriano.agulha@gmail.com
Elys Regina Zils | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2024
∞ contatos
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FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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