ALEJANDRA PIZARNIK
La experiencia poética de Alejandra Pizarnik guarda estrechas
relaciones con la vivencia de la locura, su proximidad y su riesgo. Un insistente
movimiento la vincula así mismo con la fascinación y el temor ante el suicidio.
Aire denso donde también se hallan presentes una cruel y tierna melancolía, los
hundimientos de la depresión en el vacío y el aterrador hechizo de la muerte. Brotan
a su lado la euforia, la exaltación, la alegría del abandono al desbordarse como
un niño en una totalidad sin fin: “Debajo de mi vestido ardía un campo con flores
alegres como los niños de la medianoche:” (“En un ejemplar de Les chants de Maldoror”).
Nombres y figuras sobrevuelan la fisura donde el señor de la sombra hace el amor
con el silencio. La música de la abertura multiplica las posibilidades de un cuerpo
que nunca se detiene, salvo de manera efímera en el poema. Hay una afinidad entre
su voluntad de dispersión y esta concentración tan intensa que se vislumbra (o se
piensa), en uno de sus poemas, como el corazón de la existencia. Se piensa. Alejandra
Pizarnik piensa mucho, más allá del límite, a través de torrentes voluptuosos que
la poseen. Habla de voces que caen sobre su voz. Voces, imágenes hechas palabras.
Palabras ligadas a la memoria y al instante. Pero no a la memoria voluntaria, sino
a un recordar casi imperceptible, fallido las más de las veces. Vive un olvido,
una ausencia, unas ausencias que iluminan momentáneamente el instante. Arrojada
al vacío es una desposeída, su ser se ha fragmentado a raíz de un golpe, su cuerpo
se ha hecho pedazos. Quedan de él figuras del silencio. Figuras como pájaros o muñecas
de papel. Papel plateado o dorado, azul o rojo, verde, amarillo o lila: “No quiero
saber. No quiero más que un silencio para mí y las que fui, un silencio como la
pequeña choza que encuentran en el bosque los niños perdidos” (Extracción de
la piedra de la locura). Voz ávida en la cual una imagen se repite de manera
insistente; lilas deshojándose, un caer de pétalos. Caída que es signo, piel de
un abismo, azaroso transcurrir en el abismo: “… déjate caer-, umbral de la más alta
inocencia o tal vez tan sólo de la locura” (Extracción …). Abismo en el que
se desplaza a oscuras. Raras veces una luz. En ocasiones, en el amor o la palabra
un mundo se ilumina. Pero esa luz se le niega, se le escapa. Algo de lo que ha perdido
es el amor. Vive un deseo muerto, estrangulado, en el cual se retuerce envuelta
por un desgarramiento insaciable que en nada encuentra descanso. Ni el alcohol,
la palabra, la droga o los paseos nocturnos, pueden sosegar un río de sangre, una
“melancolía de volcán” como escribe Octavio Paz. Su estilo de vida, caminando siempre
sobre el lindero, le lleva a sacudir ese aspecto frecuentemente artificial de la
escritura. La fascinación de escribir no radica en un propósito sino en un llamado,
en lo que alguien llama el dictado. Escribir le hace sentir como una loca “escarbando
en el lenguaje”. Rimbaud habita la fuente de su renacimiento y su perdición, por
literatura (o por delicadeza) ha perdido su vida. Pérdida impuesta por una fuerza
inexorable pues, como lo expresa Pierre Drieu La Rochelle en Adiós a Gonzague:
“Si uno debe escribir, es cuando tiene algo en el corazón. Si yo no escribiera hoy,
entonces podrían escupirme a la cara.” Su búsqueda arde en la certeza de un despojo.
Se encamina hacia un encuentro que raras veces se produce. Va hacia él llevada por
la muerte, se ve conducida al reino de la otra que es el de la imagen y su fuga.
La imagen es para ella el producto, el hallazgo de una loca, a semejanza de aquel
interrogante propuesto por Coleridge, de que si luego de soñar con el paraíso donde
me dan una rosa y al despertarme encuentro esa rosa sobre mi mesa de noche, entonces
qué. Hallazgo que se produciría en otras dimensiones, análogas al ser que las vive
en su soledad. Figuras que nos sumergen en la tierra.
………………………
en el amor yo me abría
y ritmaba los viejos gestos de la amante
heredera de la visión
de un jardín prohibido.
El impulso al suicidio se apodera del
cuerpo y los sueños de la Pizarnik. Entre poetas obsesos y dogmáticos se ve llamada
a adelantarse al morir y a apresurar el retorno delirante a “los lugares de los
cuerpos poéticos”. A una tierra natal imposible de ubicar por más que se recuerde.
De ahí su vivencia de un origen no cronológico. En alguna página de su Diario
se dice consciente de que debería matarse, pero algo (quizás su vitalidad exuberante)
le impide realizar este deseo. Algo que no puede recordar y que por su hermosura
sirve de apoyo, de asidero, para continuar viviendo. Aunque también el suicidio
sea hermoso. Esta atmósfera hace visible el miedo. La perspectiva de disolverse,
de borrarse en un mundo sin fronteras, es bella y por lo mismo pavorosa. Desintegrarse
en el mundo sin identidad, en las múltiples identidades: “Algo caía en el silencio.
Mi última palabra fue yo pero me refería al alba luminosa” (Caminos del
espejo). Muñecas con espejos en sus corazones, en ellos se reflejan los ojos
del ser poético. Este se mira a sí mismo en las cosas. Las cosas son, como decía
Jacques Rigaut, síntomas de la nada. No podemos eludir la contemplación y el silencio,
la soledad, la muerte, y menos aun el extravío en la naturaleza que nos es propia:
“Los mundos imaginarios y cálidos que circulan sin descanso por la campiña en la
época de la cosecha vuelven el ojo agresivo y la soledad intolerable para aquel
que dispone del poder de destrucción. Para los extraordinarios trastornos, es de
todas maneras preferible apelar enteramente a ellos”. (Malcolm Lowry, Ultramarina).
El tiempo disuelto por el poema deja
entrar nuevos ritmos, pero es también el movimiento hacia un reposo absoluto. Un
abandono de sí, una entrega a la devoción del extravío. Una quietud igualmente amenazante,
una infancia hechizada por la sombra. Quietud que tan sólo el viento cruza de cuando
en cuando. Sin embargo, el rumor de la vida vibra para quien escucha, para quien
sabe estar alerta, próximo a los ríos de nieve y a los bosques de hierba encendida,
en la espera de los mirlos. La eterna quietud sería el deleite del instante.
Uno de los aspectos que más nos impresionan
en la obra de Alejandra Pizarnik es su tendencia a confundirse con la vida en un
espacio abierto al sueño. Amante del todo en que naufragamos, una ciega tormenta
le reducía a ser meramente un adentro. Deseo de amar enfrentado a un torvo universo,
donde los hombres se hacen cada vez más insensibles a las posibilidades del goce
de su existencia. Fue ella otra asesinada por la sociedad, víctima de un complot
de fuerzas destinado a orientarla hacia su perdición. Cuando sale de noche a vagar
por las calles, soñando con un extraño encuentro al amanecer, tras sentirse como
si de nuevo la hubieran dejado “pidiendo”, se descubre a expensas de alguien que
va a asesinarla. Atmósfera de muerte en donde debe moverse, tropezar, caer, reír
y volver a levantarse. Una densidad rasgada por la música, por el deseo de hundirse
en las teclas del piano. En la música y el vacío revelados por el éxtasis. Esta
música de vísceras rotas le acerca, por un lado, distinto a la literatura, con la
cantante norteamericana de blues Janis Joplin. Hubiera preferido ser como
la Joplin un ser nocturno, antes que permanecer encerrada ante un papel en un cuarto
sombrío. Es este el nexo que nos muestra la niña monstruo: ruptura del nombre propio,
destello de verdes soles, surgiendo de los cuerpos como sangre de las bocas al vomitar
estrellas:
IN MEMORIAM JANIS JOPLIN
tus ganas de ladrar en vez de
a cantar dulce y a morirse luego.
cantar como, para la gitana de Rousseau, dormir–
más las lecciones de terror.
es preciso llorar tanto para poder decir
la más pequeña canción.
gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia–
vos y yo no hicimos otra cosa.
me pregunto si eso no aumentó el error.
sé de qué momentos de abandono estuvo agujereada
tu vida,
hiciste bien,
por eso me confío a una niña monstruo.
Los poemas de Alejandra Pizarnik no se
ven libres, en muchas ocasiones, de una inclinación hacia lo intelectual. Un pensar
demasiado abstracto sobre la poesía, una reflexión llevada a cabo desde la perspectiva
heideggeriana acerca del ser del lenguaje, amenazan con desplazar la imagen sensual
y detener la cascada de visiones característica de la mayor parte de su trabajo
poético.
Vale la pena igualmente señalar cierto énfasis nostálgico y desesperado en textos que muchas veces obligan a olvidar la alegría y la ternura propias de otro polo presente en su obra. Es ahí cuando ésta tiende a pierde pie en la abertura, hundiéndose en un miedo paralizante, incapaz de violentar la vida.
NOTA
Ensayo originalmente publicado en la revista Punto Seguido # 44. Medellín:
Editorial Endymión, 2002.
CARLOS BEDOYA (Colombia, 1951). Poeta, ensayista, traductor y programador musical. Filósofo y licenciado en Letras de la Pontificia Bolivariana de Medellín. Dirigió y coordinó la revista Escritos en su primera época. Ha sido también director de distintos programas de jazz y rock en emisoras culturales de la ciudad. Colaborador permanente de revistas como Punto Seguido, de la cual es miembro y de periódicos como El Mundo de Medellín. Su poesía inaugura un tono diferente en su dicción y sus temáticas ligadas a la experiencia con la música, las visiones sicotrópicas, el erotismo y el sueño. Igualmente, como ensayista, realiza una labor importante y lúcida. En 2002 se publicó en Londres, Inglaterra, su traducción de La Escultura, del poeta hindú Aminur Rahman. Distintos trabajos suyos han aparecido en antologías realizadas dentro y fuera de Colombia.
TARŌ OKAMOTO (Japão, 1911-1996). Filho do cartunista Ippei Okamoto e da escritora Kanoko Okamoto. Estudou na Sorbonne nos anos 1930 e criou muitas obras de arte, após a II Guerra Mundial. Foi um artista e escritor prolífico até sua morte. Entre os artistas com os quais Okamoto se associou durante a sua estadia em Paris estiveram André Breton e Kurt Seligmann, este último uma autoridade surrealista em magia e que conheceu os pais de Okamoto durante uma viagem ao Japão, em 1936. Okamoto também se associou com Pablo Picasso, Man Ray, Robert Capa e sua parceira, Gerda Tarō, que adotou o primeiro nome de Okamoto como seu próprio sobrenome. Em 1964, Tarō Okamoto publicou um livro intitulado Shinpi Nihon (Mistérios no Japão). Seu interesse em mistérios japoneses foi provocado por uma visita feita ao Museu Nacional de Tóquio. Depois de ficar intrigado com a cerâmica Jōmon que encontrou lá, ele viajou por todo o Japão para investigar o que entendia como o mistério que se encontra sob a cultura japonesa e, em seguida, publicou Nihon Sai hakken – Geijutsu Fudoki (Redescoberta do Japão – Topografia de Arte). Tarō Okamoto é o artista convidado desta edição de Agulha Revista de Cultura, e sua presença entre nós se deu graças à generosidade do bailarino e tradutor Daniel Aleixo. Sugerimos visitar o Museu de Arte Tarō Okamoto: https://taro-okamoto.or.jp.
Agulha Revista de Cultura
Número 259 | janeiro de 2025
Artista convidado: Tarō Okamoto (Japão, 1911-1996)
Editores:
Floriano Martins | floriano.agulha@gmail.com
Elys Regina Zils | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2025
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