Mimicry reveals something in so far as it is distinct from what might be called an itself that is behind. The effect of mimicry is camouflage… It is not a question of harmonizing with the background, but against a mottled background, of becoming mottled –exactly like the technique of camouflage practiced in human warfare.
…the being gives of himself, or receives from the other, something that is like a mask, a double, an envelope, a thrown-off skin, thrown off in order to cover the frame of a shield. It is through this separated form of himself that the being comes into play in his effects of life: and death.
Jacques Lacan
Estos epígrafes de Jacques Lacan anticipan la mímica con su efecto de camuflage y el juego de toma y daca de la relación intersubjetiva que emplea como moneda de intercambio algo parecido a un doble, a una máscara, todas formas separadas del ser auténtico que constituyen elementos esenciales de la obra que trataré, Emelina Cundeamor (1988), de Eugenio Hernández Espinosa.
Originalmente estrenado por el Teatro Caribeño en los ochenta por la actriz Trinidad Rolando, [1] este monólogo fue repuesto en varias oportunidades por esta misma actriz, y más recientemente, en el 2001 y el 2003, por Monse Duany, [2] quien aclamada por el público y la crítica, entrega una nueva versión artística con diferentes acompañamientos musicales en la sala teatro del Museo de Arte Colonial y luego en la Bertold Brecht. Durante una hora, Monse Duany nos conduce bailando y cantando por el mundo de Emelina Cundeamor con sus experiencias y emociones, mientras se rebela vehemente e histriónicamente contra su situación personal y social con un sentido del humor hilarante.
Escrita en 1987 y publicada por primera vez en la revista Tablas (3/89), y luego, en 1999, por Ediciones Unión en la antología La soledad del actor de fondo (Monólogos cubanos), [3] esta pieza forma parte de un proyecto teatral de rehabilitación y celebración del legado cultural ancestral africano que, en Cuba, empieza a tomar cuerpo en la década de los sesenta. A partir de esos años, se empezó a producir en La Habana una dramaturgia con una estética anticipada por Fernando Ortiz, quien, en Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba, sugería abandonar viejos patrones y subir a escena un nuevo perfil del afro-cubano como “algo más que el negrito estereotipado del escenario y la pantalla, siempre en su papel inferior, satírico y risible y casi siempre ‘sinverguenzón’”.
Autores de la estatura del propio Eugenio Hernández Espinosa, Gerardo Fulleda León, Alberto Pedro y Tomás González, entre otros, en concierto con la actuación de los Teatreros de Orilé, de Mario Morales, así como del grupo de Xiomara Calderón, desde perspectivas originales, han venido dando cuerpo al teatro auspiciado por Fernando Ortiz, teatro que viene a encarnar e interpretar “toda la gama de las emociones humanas en la infinidad de las peripecias de la vida” del afro-cubano, en su problemática identitaria, su imaginario cultural con sus tradiciones sincréticas, tanto sagradas como profanas, con sus propios modales, tonalidades y emociones, hasta las más dolorosas (Ortiz).
Nacido, criado y educado en el barrio de El Cerro, de La Habana, Eugenio Hernández Espinosa (1936) es uno de los dramaturgos cubanos contemporáneos más logrados y celebrados dentro y fuera de la isla. Premiado por Casa de las Américas en 1977 por La Simona, como obra mayor del teatro latinoamericano, Hernández Espinosa ha recibido múltiples reconocimientos dentro y fuera de su isla. En su múltiple condición de escritor, actor y director, su obra abarca una vasta producción con piezas, muchas de ellas inéditas y sin estrenar aún, de altos valores artísticos que recupera dos claras vertientes: la popular de la cubanía, con todo un repertorio de caracteres vitales que articulan las pulsaciones más íntimas de la vida del afro-descendiente, y las tradiciones del complejo mágico religioso de la santería, con sus supersticiones, leyendas y patakines. Orientaciones ambas que no se dan necesariamente separadas como es el caso de María Antonia (1964), [4] tragedia de los bajos fondos, hoy un clásico del teatro cubano, que trae a escena el Olimpo santero en dos dimensiones, la poética y la religiosa, desencadenando con intensa fuerza dramática la pasión de vida de sus personajes.
A partir de la cotidianeidad con recursos expresivos populares auténticos, Eugenio Hernández Espinosa dramatiza en Emelina Cundeamor una problemática identitaria resultante de antiguos e inacabados procesos coloniales racistas que han dejado huellas, hasta ahora, indelebles. Se trata de la alienación sufrida por el afro-cubano, proyectada hasta el ámbito de mayor intimidad emocional y sexual compartida con su mujer, y las diversas estrategias de supervivencia articuladas alrededor del fingimiento y la autenticidad. En este estudio, me propongo indagar esos procesos de ocultamiento y des-cubrimiento, de enmascaramiento y desenmascaramiento del afro-descendiente principalmente a la luz de las teorizaciones del psiquiatra martiniqueño Frantz Fanon [5] y del teórico Homi K. Bhabha, [6] en lo referente al colonialismo y el efecto sicológico y sociológico de sus premisas opresivas y denigratorias en la configuración de la subjetividad del colonizado.
Vital mulata, Emelina Cundeamor, expone entre comentarios sarcásticos y doloridos salpicados de humor el proceso de enmascaramiento del afro-cubano que emplea la mímica [7] para defenderse y sobrevivir en un entorno social que ha estigmatizado la africanía. En un nivel anecdótico, el personaje nos cuenta el drama personal del desmoronamiento de su matrimonio. Su marido, Benito Galarraga Fonseca, se había ido a estudiar para recibirse de ingeniero a la Europa socialista. Una vez en Hungría, Benito se había hecho consciente de su diferencia y de su africanía. Encarnando una personalidad absolutamente fanoniana, había abrazado el mito blanco europeo de superioridad racial y cultural, de progreso, civilización, educación y refinamiento, a la vez que había asumido actitudes y conductas consideradas blancas.
Incapaz de afirmarse a sí mismo, Benito se había sentido forzado a encarar su africanía como si fuera un estigma, rechazándola como impura y bárbara, como quintaesencia del atraso, el primitivismo y el mal (Fanon, Black Skin…). Predeterminado por su entorno, Benito se sintió apresado por una mirada enjuiciadora y despectiva negrofóbica lo cual había llegado a producir un colapso de su yo con sentimientos de no pertenencia y de exclusión (Fanon). Cayó en un delirio maniqueo. Y así como el judío puede reaccionar contra el anti-semitismo volviéndose antisemita, Benito reaccionó frente el racismo volviéndose racista. Vino entonces a representar al Jean Veneuse deBlack Skin, White Masks, de Frantz Fanon, un caribeño alienado que al residir en Europa asimila e internaliza sentimientos de insignificancia personal, complejos de inferioridad, con “la suprema aspiración” no ya de ser aceptado, sino de ser blanco.
La naturaleza humana es tal que siempre se encuentran seres débiles que quieren olvidar y esconder su verdadera identidad, mientras, frente a ellos, se encuentran aquellos que proclaman su origen. Benito, mentalmente colonizado yesclavo de modelos de identidad denigratorios, pertenece al primer grupo, mientras Emelina, desde el segundo, plena de coraje y de orgullo por sus raíces, en su evolución, se va a potentizar y oponer resistencia.
Frantz Fanon, en Black Skin, White Masks, ha explorado lúcidamente estos aspectos de identidad del afro-descendiente. Partiendo de las ideas de Jean Paul Sartre sobre el prejuicio anti-semita y los judíos, en Anti-Semite and Jew, Fanon traza los paralelos entre el judío y el negro como seres estereotipados, alienados y exiliados de la sociedad. Muestra una cultura europea que, en concierto con la colonizada eurocéntrica, ha proyectado sobre ambos personajes identidades denigratorias con imágenes plagadas de atributos negativos que, de diferentes maneras, los ha satirizado y convertido en chivos expiatorios.
Esta política de identificación ha sido articulada mediante una dialéctica de reconocimiento formulada por Hegel, según la cual, para acceder a una humanidad íntegra es necesario, más aún imprescindible, un reconocimiento mutuo entre el sujeto y sus otros. Según Fanon, entonces, la construcción de identidad se produce fuera del sujeto. De ahí que el afro-descendiente, por necesitar ese reconocimiento, también configura su identidad fuera de sí mismo. Temiendo el no-reconocimiento y la discriminación que lo torna socialmente invisible, sin validez ni legitimación, Benito Galarraga trata de ocultar quien realmente es, mientras, proyectándose sobre Emelina, mantiene una relación de rechazo con ésta, su otredad negra, y la denigra. [8]
Como pasaporte de aceptación en el mundo blanco, Benito desea desesperada y perversamente ser blanco en lo que Homi K. Bhabha ha designado “mímica colonial,” de acuerdo a la cual el individuo puede imitar, repetir, pero no re-presentar. Haciéndose visible, a la vez que se priva de su yo auténtico, es parecido, quizá casi el mismo, pero no el mismo. Inspirado por el deseo de imitar, creyendo poder llegar ser su modelo, Benito cambia su nombre por uno húngaro, Tíbor. Imita al blanco y repite los signos de esa cultura para lograr una “presencia metonímica” (Bhabha “Fanon…”).
Benito/Tibor articula una identidad fingida que se ha sentido obligado a adoptar para reflejar en un espejo ficticio (sicoanalítico) una imagen alucinada “como” la del colonizador. Por supuesto, nunca podrá salvar la distancia infranqueable que lo separa de la imagen en ese espejo social, pues aunque pueda parecerse al blanco, nunca llegará a serlo. Cree con esa máscara ocultar su fractura interior y adquirir una imagen completa de sí mismo. De esa manera, adoptando un barniz cultural artificial, se vuelve un europeízado, nunca un europeo.
Por otra parte, perpetúa el mito sexual del negro con apetito insaciable de mujeres blancas. Emelina comenta que Benito/Tíbor ha entablado relaciones con una camarada de Hungría, la rubia y “budapestosa” Julianska. Es más, para crear en Emelina el artificio de la mujer blanca le impone una máscara cruel. En una “mise-en-scéne” de su propia fantasía y de los fantasmas racistas que habitan la escena colonial, [9] la hace usar una peluca rubia para esperarlo en su casa, peluca que incluso ha de ponerse hasta en los momentos en que tienen relaciones sexuales. Benito no se percata que al intentar forjar una imagen blanca en su mujer haciéndola “presente” con la peluca, está marcando una ausencia. De tal modo convierte a “la negra … en Blancanieves” Emelina ya sabía que este personaje infantil, de niño había alucinado a Benito al punto que, un día, los Reyes Magos lo habían complacido y le habían llenado el catre de postalitas de Blancanieves que él, enajenado, cubría de besos.
Como resultado de esta imposición de la peluca, que a la postre no es sino otra máscara, Emelina no puede experimentar más orgasmos. Comienza a fingirlos para acabar sintiéndose prostituida:
Te he mentido. Tú has sido el culpable, Benito, que en lo más sagrado, donde no se puede mentir, te haya yo mentido como una vulgar prostituta. ¡Y no soy frígida, Benito!
Benito llega al colmo de la denegación racial al arguir que “en términos antropológicos y antropométricos … [e]l negro es una ilusión óptica,” pues “[n]o existe” (54). Es más, en su deseo de borrar las señas de africanía, él empieza a indicar disgusto con los fabulosamente pretuberantes glúteos de Emelina. Antes de ir a Hungría, esas formas le resultaban seductoras, pero después habían pasado a ser fuente de vergüenza al compararlas con las formas de su nuevo amor rubio quien no tenía “una gota de culo”. Actitud europeizante, claro residuo de la deshumanización y fetichización a que fuera sometida la mujer africana en virtud de su anatomía natural.
Precisamente Anca Vlasopolos, en su revelador artículo “Venus Live! Sarah Bartmann, the HottentotVenus, Re-Membered,” ha analizado la dimensión simbólica de la Venus sudafricana hotentote de glúteos gigantescos que, en el siglo XIX, fuera exhibida perversamente en museos de Londres, como configuración de primitiva degeneración (“esteatopigia”), monstruosidad y obscenidad. Mientras que, por otra parte, en un doble estándar hipócrita, esa misma Venus africana había invadido el imaginario europeo ejerciendo una fascinación erótica tanto sobre hombres blancos, artistas, escritores, como sobre mujeres, quienes secretamente aspiraban a esos mismos atributos para hacerse más atractivas sexualmente llegándose a crear en la época una moda que artificialmente reproducía esas formas.
Preocupada, Emelina nos comenta su herencia genética:
Siempre tuve la desgracia, desde mi infancia, de tener una protuberancia anal desacostumbrada. … Es herencia de familia. Mi tía Carlota, que en paz descanse tenía un fondillo descomunal. Por eso le pusieron en el barrio “El volumen de Carlota”.
Basándose en una creencia popular, continúa contando que su “desproporción anal” había empezado por su bisabuela por comer muchos boniatos los cuales por la albúmina hacían crecer los glúteos. A Benito ahora le disgustan esas nalgas: “Son muy voluminosas, Emelina, son de mal gusto. Es un fondillo mal hecho”. Ante la creencia de Benito que el té de limón reduce los glúteos, Emelina comienza una dieta a base de esta bebida. Frente a la falta de resultados, el marido le reclama que se haga una cirugía estética, pues aspira a que su mujer “tenga un culo a la francesa.”
Con una capacidad notable para llevar al público por todos los estados de ánimo desde la compasión hasta la hilaridad, Emelina canta aquí siguiendo la melodía de “La vie en rose”:
Güi, güi petit culó
Güi, güi petit culó
Ningún discurso es realmente monólogo, nos ha dicho Richard Terdiman, pues siempre presupone otro horizonte contra el cual afirma todas sus energías. Nunca más cierto que en este unipersonal en que Emelina, siguiendo el modelo mariano de abnegación, había renunciado a todo sacrificándose en aras de la realización de su marido, y, en un momento, apostróficamente se dirige a Tíbor. Le dirá que está harta de él: “Toda tu carrera me la pasé dejando de ser yo para ser tú”. Sacrificios que luego fueron pagados con “la concreta verdad” de ser no sólo “¡Doméstica permanente!,” involuntaria, sino doméstica invisible cuya labor carecía de valor para ella misma, aunque se tradujera en poder social para Benito. [10] Frustrada y plena de ira, Emelina es conciente de haber contribuido en cierta medida a que él hubiera ascendido a tener el “patrimonio” personal del que goza ahora.
En un principio, Emelina le cree a Benito cuando, con actitudes despectivas y degradantes, la hace sentirse “torpe, aburrida y pesada” llegando a coronarla por una serie de insultos que ella irónicamente ordena alfabéticamente: “anormal, bruta, comemierda, chismosa, desajustada, extremista, feminista, glotona, histérica, incapaz, etc., etc., etc.” En su toma de consciencia, se da cuenta de que si es “bruta” y no estudió ni se logró profesionalmente fue porque él mismo zalameramente se lo pidiera: “Mi amorcito, los dos no podemos estudiar y trabajar… mi chini, mami, yo estoy más adelantado que tú. Yo estoy más estabilizado laboralmente que tú”.
Benito llega a alterizar a Emelina al punto que ella acaba perdiendo toda su confianza en sí misma. Es arrastrada a una neurosis con sentimientos de inseguridad, rechazo, desamor y exclusión que, en última instancia, ella ha de resentir. Busca liberarse del arsenal de complejos de inferioridad que Benito le ha impuesto. Empieza a atenderse con un siquiatra. Muy perspicaz, descubre que Benito/Tíbor es un ser lleno de complejos, totalmente alienado, con sus miras siempre puestas más allá de fronteras:
Nos entra un culillo con lo de afuera, que todo lo que viene es bueno. El día menos pensado nos van a dar mierda plástica y vamos a decir que es buena…
En su proceso de resistencia desalienadora, capta el problema identitario de Benito. Llega a reconocer que él es cruel y que la neurótica no es ella, sino él. Así, Emelina se erige en la contraparte del neurótico racializado.
Nos cita la acusación de uno de sus colegas ingenieros: “¿Sabes una cosa, Tíbor? No eres más que un negro intrínsicamente transculturado.” La desdeñada esposa continua con sorna:
Me dio tantas ganas de reír que por poco suelto la gandinga, aunque yo no sabía ni pitocha lo que quería decir intrínsicamente transculturado, pero como a Benito, perdón, a Tíbor, se le pararon las pasas y se le estiró la bemba, pensé que sería algo así como un coño grande (RIE) ¡intrínsicamente transculturado!
Para comprender esta idea de transculturación intrínseca, Emelina solicita una explicación de una compañera ingeniera que es solidaria a la causa de “las domésticas vanguardistas.” La respuesta no se hace esperar:
Intrínsicamente transculturado, dos puntos: Persona que no se acepta culturalmente tal cual es por complejo de inferioridad y necesita apoyarse en otra cultura, que él estima superior, para valer.
Aquí precisamente se percibe una crítica a la noción de transculturación como fusión cultural, apuntando a una interpretación como asociación de diversos caracteres culturales superpuestos que se da para ocultar una identidad que se ha aprendido a menospreciar. De ahí Emelina deduce el motivo por el cual Benito cambió su nombre por el húngaro Tíbor y por qué sin tener ningún problema en la vista, empezó a usar gafas con cristales naturales blancos para adquirir un barniz intelectual ya que había oído : “Un negro con espejuelos es una persona interesante”.
En otro nivel, Emelina nos revela que tanto el título de ingeniero como su experiencia en Europa y su eurocentrismo son pátinas que, no han llegado a hacer desaparecer en Benito lo que más que vestigios son elementos vivos del legado cultural africano como es el caso de las prácticas mágicas de la vida diaria de la santería. Prácticas que “el ingeniero Tíbor” era el primero en requerir para ayudar su desenvolvimiento o para un supuesta protección: “Mami, en la empresa me tienen envidia. Vete a un espiritista, a un santero para que me quite las malas influencias”. Incluso para su promoción como jefe de departamento, le ruega: “Emelina, llévame a un santero, pero que sea reservado”. En una especie de esquizofrenia, Benito intenta ser simultáneamente dos personas sin ser realmente ninguna. Vive un exilio interior, exilio de sí mismo y de su cultura de origen ayudando inconscientemente a perpetuar un delirio maniqueo que resulta en discriminación y exclusión.
En Benito, Hernández Espinosa ha creado a un afro-descendiente neurótico que, en una dependencia pre-edípica de Europa, sin fe ni en su propio mundo ni en sí mismo, se ha dejado contaminar por la mirada colonizadora que le adjudicara una distorsionada y maltrecha identidad. En su aspiración a ser más que aceptado, adoptado y asimilado por la hegemonía blanca, ha sucumbido al irresistible impulso mimético que, proyectando una imagen separada de su ser genuino, le impide alcanzar una identidad íntegra.
Por su parte, Emelina, en lo que resulta ser una rendición de cuentas, encarna a una mulata, infinitamente más sabia y fuerte. Con espíritu de desafío, reconstrucción y afirmación, da voz a la otredad y, elevándose más allá del absurdo mito negrofóbico homogeneizador, abraza su africanía. Insiste en su derecho a existir sin máscara, auténticamente, y muestra cómo vivir la alteridad defendiendo el derecho a la diferencia.
Con una consciencia social satírica transgresora, plena de humor e ingenio, en Emelina Cundeamor, Eugenio Hernández Espinosa ha desmantelado tanto la definición hegemónica de otredad en categorías de oscuridad e irracionalidad, como el primitivismo y el impulso mimético de enmascaramiento que promueve, mientras propone una relatividad cultural, heterogénea y emancipadora, mediante el desenmascaramiento y la autenticidad.
NOTAS
01. Trinidad Rolando recibió la Mención Laurencia de la Editorial de la Mujer por la representación de la obra en el II Festival Nacional de Monólogo (1989). Asimismo, le fue otorgada la mención de Dirección del Premio Segismundo del mismo Festival.
02. Actriz nacida en Santiago de Cuba y graduada en 1990 del Instituto Superior de Arte de La Habana, que ha representado varias obras de Hernández Espinosa. Recibió el premio de actuación femenina del XII Festival de Pequeño Formato, de Villa Clara, así como también, el premio de actuación femenina del I Festival Nacional de Monólogos Cubanos, en Cienfuegos, evento en el cual también se hizo acreedora del Premio de la Asociación Hermanos Saíz y el Premio del Centro de Cultura Comunitaria.
03. Las citas provienen de esta edición.
04. A los cuarenta años de su creación, la crítica Inés María Martiatu Terry está coordinando un volumen de estudios críticos dedicados exclusivamente a esta obra, a ser publicado próximamente en La Habana.
05. Para un desarrollo de las ideas fanonianas, se han consultado además de los textos de Fanon incluidos en la bibliografía, “Critical Fanonism,” de Henry Louis Gates, JR., “Remembering Fanon: Self, Psyche, and the Colonial Condition,” de Homi K. Bhabha, y Rethinking Fanon, de Nigel C. Gibson.
06. Sobre la mímica, se han consultado de Bhabha “Remembering Fanon: Self, Psyche, and the Colonial Condition,” y “Of Mimicry and Man : The Ambivalence of Colonial Discourse” (The Location of Culture).
07. Respecto a la máscara y la mímica he optado por las teorizaciones de Frantz Fanon, en Black Skin, White Masks, y de Homi K. Bhabha, en “Of Mimicry and Man : The Ambivalence of Colonial Discourse.” (The Location of Culture), y “Remembering Fanon: Self, Psyche, and the Colonial Condition.”
08. Para todo este proceso, consúltese a Frantz Fanon (Black Skin…).
09. Bhabha, en “Remembering Fanon…,” comenta sobre la correspondencia.
10. Anne McClintock, en Imperial Leather, discurre lúcidamente sobre el valor social de la labor doméstica de la mujer y el desconocimiento que sufre.
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Juanamaría Cordones-Cook. Profesora de literatura hispanoamericana de la Universidad de Missouri. Autora de Poética de transgresión en la novelística de Luisa Valenzuela (1991), ¿Teatro negro uruguayo? (1996) y Soltando amarras y memorias. Mundo y poesía de Nancy Morejón (2009). Página ilustrada con obras de Roberto Cabrera (Guatemala).
El período de enero de 2010 hasta diciembre de 2011 Agulha Revista de Cultura cambia su nombre para Agulha Hispânica, bajo la coordinación editorial general de Floriano Martins, para atender la necesidad de circulación periódica de ideas, reflexiones, propuestas, acompañamiento crítico de aspectos relevantes en lo que se refiere al tema de la cultura en América Hispánica. La revista, de circulación bimestral, ha tratado de temas generales ligados al arte y a la cultura, constituyendo un fórum amplio de discusión de asuntos diversos, estableciendo puntos de contacto entre los países hispano-americanos que posibiliten mayor articulación entre sus referentes. Acompañamiento general de traducción y revisión a cargo de Gladys Mendía y Floriano Martins. |
terça-feira, 18 de novembro de 2014
La voz de la otredad en el teatro de Eugenio Hernández Espinosa | Juanamaría Cordones-Cook
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