sexta-feira, 6 de março de 2015

JUAN CARLOS OTOÑO | Celia Gourinski: testimonios sobre el Grupo Surrealista Argentino

JCO | ¿Cuáles dirías que han sido tus más lejanos signos anunciadores de esta nueva sensibilidad que, después, definirías como "surrealista"?

CG | No te puedo decir ni cuándo, ni cómo, ni qué me influyó. ¡Estuve ahí! Era un estar ahí. Me influía todo, absolutamente todo: Nada pudo haber pasado al margen de la poesía. Y mi libertad, sobre todo al principio, cuando era muy chiquita, estaba en el soñar. Pero los sueños son de uno, son producto de uno, no los hace el otro. Todo lo que pudiera ser coercitivo, a mí me influía de manera buena aunque lo viviera de manera mala. La censura, las trabas de la sociedad, ¿qué producían en mí?: la resolución de saltarlas. Y las saltaba. Primero en sueños. Luego no tan en sueños. Y después, a plena conciencia, como rebelde. Y después, bueno, ¿ya era mi alter, no?: transgredir hasta la transgresión… Pero nunca la "chica rebelde", la enfant terrible. Yo lo vivía todo naturalmente, sin forzar absolutamente nada. Y nada, nada era determinante; todo estaba como determinado.
Hacia los nueve o diez años ­-iba sola por supuesto-, me metía en una librería que se llamaba "Goncourt", que nada tenía que ver desde ya con el surrealismo, pero me metía allí, como un ritual que debía existir después de mi lección de música en el gabinete de mi maestro que vivía a la vuelta. Un libro me llevaba a otro y a otro y a otro, y me fui descubriendo muy identificada con el surrealismo. Y bueno, fue claramente señalado el libro que iba a entrar en mi vida. Yo me metí ahí sola, y luego encontré a este grupo. No hay "casualidades" tampoco…

JCO | Por cierto. Pero también hubo un temprano viaje a París, al "París de los surrealistas", a comienzos de los años '50. Tenías entonces 13 o 14 años…

CG | Aunque no puede decirse que yo haya vivido en París: yo estuve en París, y apenas un mes (si llegó a eso). Estuve con mi familia en un hotel. Tenía muchos parientes ahí, a los que visitábamos. Caminaba mucho, iba al "café de Flore", a Montmartre -me acuerdo de las escaleritas de Montmartre, y de sus maravillosos cafés… Recuerdo que leí un libro sin ninguna importancia, un mal libro, no demasiado bien escrito, pero que a mí me gustó mucho, que era una biografía de Modigliani - Vísperas de gloria creo que se llamaba-, y era la descripción de la bohemia en esos años… Te juro que yo soñaba con eso y vivía eso, a pesar de que estaba viviendo con mis padres.

JCO | Y aparecen allí Julio Llinás y Juan Andralis…

CG | A Julio lo conocía desde chica porque era amigo de un primo mío. Yo lo ví a Julio en París, vivía en la rue De Seine, cerca de la Tour Saint-Jacques. Había llegado con mis padres, mi hermana, mi prima, pero me acuerdo que Julio hablaba de la Tour Saint-Jacques y yo le prodigaba oraciones inventadas. Después, cerca de allí, en los "bouquinistes", compré una serie de libros, y entre ellos L'Amour Fou de Breton -fue lo primero que leí de Breton y realmente me maravilló-, y en esa edición me acuerdo que había una foto de mi famosa Tour. Y bueno, yo le tenía un amor impresionante…
Desde ya, no concurría a las reuniones de los surrealistas, pero Julio sí. Y Andralis también participó y estuvo mucho tiempo viviendo en París. Después vino a la Argentina, fue muy amigo mío con su mujer Sylvia -Sylvia Valdés, un personaje maravilloso, que había hecho su doctorado en la Universidad de la Sorbonne. Pero a Andralis yo me acuerdo cómo lo conocí. Julio me lo señaló con el dedo: "Mirá a esa araña, ¿ves?" y era un traperío, todo agujereado. Y Andralis, ¡abrigándose con el traperío, en los muelles del Sena, era un "clochard"!… ­-Yo creo que no dormía como un "clochard", pero daba toda esa impresión. Y después me hice muy amiga de él, de él y de Sylvia. Andralis me daba muchísimos libros para leer y a través de ellos me hice muy amiga de "Le Grand Jeu". Ahí entré al "parasurrealismo": conocí a Roger Gilbert-Lecomte, René Daumal, Maurice Henry… Me inició a Bataille en gran forma.

JCO | Fue al regresar a Buenos Aires que tuviste verdaderamente tus primeros contactos con los poetas y pintores del grupo surrealista argentino.

CG | Claro, sí. Digamos que antes porque yo los empecé a leer, pero, personalmente, sí. Tenía 15 años.

JCO | En un comienzo, ¿dónde tenían lugar estos encuentros?

CG | Nos reuníamos en un café que se llamaba "Chambery", que quedaba en Córdoba y San Martín. Yo estudiaba en la Facultad de Filosofía, estaba en primer año, era muy chiquita. De día me iba al "Florida" a estudiar, y de noche al "Chambery" con unos amigos, donde conocí a este grupo.

JCO | ¿En qué año era eso?

CG | En el '56, más o menos.

JCO | ¿Ellos ya se definían como un grupo organizado, como grupo surrealista?

CG | Sí, sí. Y muy unido.

JCO | ¿Quiénes eran?

CG | Olga… no. Olga Orozco, no. Olga creó "La Fantasma", con su marido José María Gutiérrez. Allí nos encontrábamos después, tomando soupe a l'oignon, tomando vino, emborrachándonos… Estaban Julio Llinás, a quien yo conocía desde mucho antes; estaban el "Chino" Latorre, Vasco, mi marido Lesca -que contribuyó mucho a Boa y era pintor en ese momento-; iba Víctor Chab entre los pintores, gran amigo mío hasta ahora y hasta que los tiempos cesen -único testigo pintor, sobreviviente como yo de ese añorado grupo. Era una mesa enorme, era un bar donde solamente estábamos nosotros: era nuestro bar.

JCO | ¿Qué clima se vivía en esas reuniones?

CG | ¡Ah! El despilfarro, el desborde total, total… Yo allí me sentía a mis anchas.
En ese entonces empecé a ir a lo de Oliverio. No sé cómo, no sé cuándo. Era tan chiquita y mi madre confiaba tanto en el Señor "Coco" Madariaga, ese hermano que nunca estará ausente, que si no era con él que yo volvía de lo de Oliverio Girondo -no recuerdo qué día de la semana nos encontrábamos pero, por supuesto, a la mañana era que yo volvía-, mamá no me dejaba ir.

JCO | Madariaga te pasaba a buscar.

CG | Madariaga me llevaba desde lo de Girondo a mi casa. Mi mamá se ponía contenta al saber que eso iba a ocurrir y que no iba a caer con ningún ser de cuatro ojos. Madariaga tenía cuatro ojos, pero mi madre no le veía más que dos.

JCO | Sería interesante que nos dieras un testimonio, de cómo era aquella casa de los Girondo.

CG | En la entrada había un espantapájaros hermoso, el que fue pasajero del coche fúnebre que paseó por Buenos Aires, para presentar el libro Espantapájaros y que luego de la muerte de Oliverio pasó a ser de Enrique; y además toda una serie de cosas extrañas, que para mí eran entrañas, eran entrañables. Realmente no me llamaban la atención, me gustaban. Cosas muy mías también, yo me sentía como identificada con eso. Me acuerdo que tenía como una pared toda llena de ranitas, una vitrina llena de ranitas chiquitas. No sé a dónde habrán ido a parar. Bueno, a esa casa últimamente la están restaurando. Estuve con Requeni y la sobrina Marina Girondo -que no participó en aquellas reuniones-, para hacerle un homenaje a la casa de Girondo. Esto creo que es en Suipacha al 1400, en Suipacha y el Bajo. Parece que la piensan declarar Monumento de Interés Nacional…

JCO | ¿También a los fantasmas, que según se decía, solían frecuentar esa maison hantée? Pero, apenas acabamos de traspasar la puerta de entrada: ¿Cómo desempeñaba Girondo su papel de dueño de casa?

CG | ¡Ah, como un anfitrión, con unas solapas impresionantes! Todo el mundo se ponía junto a las solapas de Girondo, en la cabecera. Creo que la única que lo tuteaba era yo, porque no sabía que no se debía hacer.

JCO | Pero, él los recibiría en un gran salón, me imagino…

CG | Sí, la sala. ¡Era una casa impresionante! El comedor, con esa enorme mesa que no acababa más, con seres muy dispares que se reunían allí. En ese lugar los conocí a Xul Solar, a Macedonio Fernández… Estaba Luisa Sofovich -por ahí en undécimo o vigésimo grado pariente mía. Y bueno, estaba mi querida Norah Lange… Yo, cuando tenía una copita de más -nunca más de una, porque no podía nunca, porque vomitaba-, venía Norah y me decía: "Vamos Celita, vamos, que yo te acaricio el pelo" (todo el mundo me quería acariciar el pelo, porque tenía un pelo muy lindo). Me llevaba a su dormitorio, que era un recinto principesco, con una cama con dosel, colgaduras de seda, etc. Me acariciaba el pelo, y nos matábamos de risa. Al poco tiempo bajaba -Norah me venía a buscar, porque por esa escalera impresionante yo sola no bajaba. Éramos muy amigas Norah y yo, mucho más que Oliverio y yo. Pero Oliverio era un ser muy impresionante, muy diferente a Norah, totalmente diferente a Norah, pero cada uno tenía un imán muy especial, cada uno a su manera.

JCO | Siempre se hace el comentario de la voz estentórea, de la que, al parecer, estaba dotado Oliverio…

CG | ¡La voz tiránica! Yo me acuerdo que una vez Enrique [Molina] me contó que en una ocasión Oliverio le dijo: "Enrique, usted nunca dejará de ser un nene". Y Enrique me decía: "…Y fue así. ¿Viste, Celita -o me llamaba a veces "Manicomio", o también "Loba", o también "Locura"-? Así fue…"
Con Enrique, en algún momento éramos ricos, en algún momento éramos pobres… Yo me acuerdo de una anécdota fantástica: Enrique estaba muy pobre, después de sus viajes, después de una de sus peleas con su familia. Y se vestía con ropas que Oliverio le daba, por supuesto con su gran bonhomía y su gran generosidad. Y Enrique era un botoncito que emergía del cuello, de uno de los cuellos con solapa de Oliverio. Era un plato verlo. Pero claro, Oliverio le ofrecía eso y Enrique muy orgulloso lo usaba. Sin saber que ni por las dudas lo podía hacer, porque quedaba, realmente, como un botoncito. Era muy impresionante la figura de Oliverio.

JCO | Más tarde, durante los años sesenta, entiendo que existían otros lugares en los que se reunían…

CG | Sí, estaba la que llamábamos "Casa de Brujas", en Lacroze y Luis María Campos, donde tenía el taller Polesello -que después, chau, se fue-; tenía el taller Wells, tenía el taller Marta Peluffo, un escritorio enorme Julio Llinás; estaba Kazuya Sakai, su mujer, y arriba tenía el taller mi marido Lesca y yo un pedacito chiquitito con el piano vertical, de cruel sonido inglés, con el cual los aturdía a todos, pobrecitos, tocando el Clave bien temperado, e invenciones mías. Con unas flores y unas plantas hermosas, que me hacían sentir una hormiga. Y bueno, tocaba siempre el Clave bien temperado y escribía un libro que se llamada El regreso de Jonás, que después publiqué. Abajo, estaba el escritorio de Julio. Allí concurrían toda clase de personajes: primero, iba Aldo Pellegrini, que allí no tenía su taller; iba Enrique Molina. En el taller de Julio nos reuníamos todos. Yo me acuerdo que una vez bajé, con mi trabajadísimo y al mismo tiempo automatísimo El regreso de Jonás, narración poética, y le dije a Aldo Pellegrini con el desparpajo con que le hablaba a Girondo: "Aldo, ¿podés leer esto?" Entonces me dijo, por cierto refunfuñando pero con un cierto cariño: "Y bueno…" Y él lo tuvo, y de pronto me dice: "Bueno Celia, ya hice el prólogo. Andá a tal dirección". Fui a una editorial, Rayuela, que era de Vanasco -Vanasco no pertenecía a nuestro grupo, pero tenía esta editorial que yo desconocía- y veo que está editado mi libro, con el prólogo de Aldo. Así que, bueno, fue un regalo de Aldo eso ¿no?, el primero donde me dice: "de la poesía y el surrealismo", y me encuadra como poeta surrealista.



JCO | ¿Qué semblanza, aparte de esta anécdota admirable, nos podés dejar del Pellegrini de entonces?

CG | Pellegrini fue uno, siempre. No era de una época u otra época. Pellegrini fue eterno y es eterno, está. Está al lado mío, está al lado nuestro, es una magnífica persona, es un surrealista engagé, de verdad. El gran promotor del surrealismo, desde su librería "Del Dragón"… Nosotros éramos todos de "Galatea", íbamos todos a "Galatea". Porque los sábados a la mañana nos reuníamos los que íbamos los viernes a la noche al "Chambery". El sábado a la mañana, no sé cómo -supongo que sin dormir- nos trasladábamos al "Jockey" de Florida y allí estábamos todos otra vez. Pero allí se tomaban "claritos" y no otra cosa -porque si no, te miraban con mala cara-, y en frente estaba "Galatea", donde Gattegno y Pierre eran amorosos conmigo… Y otra vez el pelo. Pierre siempre me decía: "Celia, yo te acaricio el pelo y te regalo el libro que quieras". Y entonces yo tenía el derecho de llevarme el libro que más quisiera. Y de ahí me iba al "Jockey" a tomarme los "claritos", y estaba el mismo grupo reunido, y Aldo por supuesto.
De esta librería, nos fuimos con mucha nostalgia a la librería "Del Dragón", que era la que creó Aldo. Nos reuníamos todos en esa galería pequeña, con muchos libros y mucha gente -no sé cómo hacíamos, para entrar ahí había una quinta dimensión, sexta dimensión, era incomprensible-, comprábamos los libros ahí, nos regalaban los libros, nos invitaban… El centro de todo estaba en la librería "Del Dragón", en la calle Suipacha.

JCO | Había una diferencia de edad bastante notoria entre unos y otros. Me imagino que sin embargo, el trato de Aldo con sus amigos, sería bastante distinto de aquél de un maestro con sus discípulos…

CG | Por supuesto… "Porque los poetas no tienen edad" (Girondo dixit ), no teníamos edad en lo de Aldo. El trato cotidiano era igualitario, como entre muchachos. Aldo no tenía edad y nosotros creo que tampoco.
Pellegrini era un gruñón, maravilloso gruñón, en algo parecido a Oliverio, pero con su personalidad. Porque todos teníamos quizás muy claro que nuestra semejanza estaba en la diferencia.

JCO | ¿Te imaginabas en ese momento que tu vida iba a estar tan unida a la de Enrique, como después sucedió?

CG | También lo supuse, así de chiquita, y lo hablamos. Ahora claro, tuvimos dos encuentros: a los 27 años, un encuentro muy intenso. Y después, como él se fue a viajar y yo me fui a viajar dentro de mí -pero, en fin, él se fue a viajar-, tuvimos nuestro encuentro definitivo en el '82, hasta su muerte.

JCO | ¿Qué contaba Molina de sus viajes?

CG | Él había comenzado a viajar desde muy jovencito. Decía que viajó por todo el mundo y que no conocía casi nada del mundo. Porque estaba generalmente preso en el barco. No estuvo casi nunca en cubierta tampoco. Era mucamo de adentro. Marina mercante. Cuando podía bajar, bajaba con su brocha y su navaja, y una bolsita. Entonces todos ya sabían que Molina se quedaba ahí:

CG | Molina, ¿qué hace?

CG | Yo pensaba quedarme ahí…
Era tan ingenuo, tan tonto para las cosas prácticas… -como todos nosotros. Bueno, lo subían e iba al calabozo hasta que el barco partía, y entonces estaba destinado a limpiar y hacer tareas, pero no en la cubierta. Cuando no estaba en el calabozo, estaba haciendo tareas dentro del barco. Así que él no tenía muchos recuerdos de sus viajes por el mundo.

JCO | Era como esos fogoneros de las calderas, de las películas bélicas.

CG | Sí, tal cual, tal cual. ¿Quién sabe de qué se escaparía, no?

JCO | ¿Y hacia dónde se escapaba, hacia dónde agarraba?

CG | ¿Quién sabe?… Hacia la Capital del Exilio.

JCO | Iría a los cabarets… Tocaba todos los puertos.

CG | Sí, claro que iba a los cabarets. Por supuesto, tocaba todos los puertos. Pero no pudo bajar…
Y yo tengo un sueño ahora… me acuerdo de un sueño que es recurrente y una especie de pesadilla, pero que no me da miedo. No sé, o me da miedo, por eso es pesadilla. Pero no tiene ninguna figura de pesadilla:
…Que yo estoy en un barco, y estoy por ver a alguien que no sé quién es. A veces me parece que es mi padre, a veces alguien, o algo… Toca tierra. Y estoy bajando por una escalerita muy chiquitita, que iba del barco a tierra firme. No tengo más que bajarla y listo, dando unos dos o tres pasos. ¿Y vos sabés que no termino de darlos? ¿Son dos o tres pasos, y no llego a tierra nunca? Y yo voy bajando, pero nunca llego. Y es tan corto el tramo y tan fácil de bajar… Pero no llego nunca a tierra.
En este momento lo asocio a Enrique, aunque… debe ser alguna cosa que teníamos los dos, que nunca tocábamos tierra.

JCO | Sí, pero esta "insensatez providencial", propia de la niñez, debería tener su contrapartida en lo opuesto: es decir, en una certeza muy acusada de las cosas. ¿Solía hablarles Molina acerca de su niñez? ¿De qué manera lo hacía?

CG | Es muy raro, porque tuvo una infancia atroz, con un padre atroz… Un escocés que ni siquiera le puso como segundo apellido el de la madre, sino su propio segundo apellido -figuraba como Enrique Molina Massey-. Se llamaba Enrique Saturnino Celestino Molina Massey; es decir, Enrique Molina Domínguez. Él tiene un poema, no me acuerdo en qué libro, dedicado a su abuela Dolores Domínguez, a quien adoraba. Y se escapaba de los palos del padre…

JCO | Él había transcurrido su infancia en la ciudad de Tandil…

CG | Sí… Y bueno, el padre lo azotaba directamente. Y a la madre, de paso, también, por supuesto. Y él se iba a esconder entre las faldas de su abuela.
En ocasiones, Enrique le robaba trapos a la madre, repasadores, etc., y con un piolín -que no sé cómo se las arreglaría- los cosía… Era al lado de su casa que construía una especie de carpa, que él describía como una "cueva" -porque claro, no le salía ni una carpa india, ni una casita, ni nada-; una cuevita donde, según él, transcurría todas las horas sentadito, con la boca abierta y no haciendo nada. Hasta que el padre, después de pasar unos cuantos años de verlo así, no soportó más y lo llevó a un campo vecino -Enrique tenía 14 años-, para que hiciera algo y tuviera un oficio. Oficio que era trasladar paja de una parva a otra, y luego a otra, etc. Enrique no sabía que tenía un nombre ese oficio. Y se quedó mudo cuando el padre, orgulloso, porque el hijo al fin tenía un trabajo, le dijo: "¡Enrique, ahora Usted -lo trataba siempre de Usted-, ahora Usted es un pajero!" Y Enrique se quedó pensativo: "¡Se liberó papá!"… Pero no, ése era el oficio que tenía. Y cobraba un sueldo. Luego decía: "Y con el primer jornal de pajero, me compré un traje azul fosforescente". ¡Que no se lo podía poner para nada, porque imagínate, un traje azul fosforescente, de neón…!
Así que decía que su primer oficio era de pajero. Y además, encargado por el padre.
 Enrique tenía una particularidad: convertía todo eso en una humorada, en una cosa de humor. Por supuesto que estaba muy mellado por toda la infancia que pasó, que fue muy terrible. Pero, al contármelo -aunque no lo contaba mucho a otra gente-, lo hacía como una humorada que no raspaba, ni dolía. A mí me dolía, porque sabía lo que era. Pero me asombraba su capacidad de reacción: de convertir en una cosa de humor negro -si vos querés-, pero de humor al fin, algo siniestro relacionado con el padre.
Y luego de terminada su primaria y secundaria, todas sus dificultades para salir de la casa… Pues en aquéllos tiempos, ni los varones se iban a vivir solos. Hizo la carrera de abogacía: se recibió en dos años. Y trabajó -para él, "como cuatro meses"­- como abogado en el estudio de Ezcurra. Y luego, pensando que se podía jubilar de abogado, porque de abogado ya había trabajado muchísimo, se embarcó en la Marina Mercante. Y ahí pasó, ocho años o más, en la marina. Pero yo creo que la poesía ya estaba. De la manera como contaba su infancia, se entreveía que la infancia estaba inmersa en la poesía.

JCO | Y esta fue una conducta suya que observó hasta el final…

CG | Por supuesto. Recuerdo cuando se compró el trajecito para recibir el Gran Premio de Honor del Fondo Nacional de las Artes, en el Museo de Arte Decorativo. Y aunque él siempre se vestía de la misma manera, y hasta en sus viajes, con la misma camperita ajustadita de jean, no obstante para esa ocasión se compró un traje. Consistía en un pantalón gris y un saco -no azul fosforescente sino azul marino-, con grandes botones brillantes y dorados… ¡Era un perfecto trajecito cruzado de marinero! Y todo el mundo se quedaba mirándolo, aunque él estaba encantado con su ropa "de gala" -que se puso una vez solamente, menos mal, porque era "demasiado de gala"… En fin, las cosas no resueltas se repiten.

JCO | Pero lo habitual era la camperita de jean

CG | No era fosforescente, pero era lo habitual.

JCO | En 1957, año en que Pellegrini edita Construcción de la destrucción, Domínguez se suicida en su taller de París y es enviado al espacio el primer Sputnik… vos, por tu parte, te fuiste a vivir a Córdoba, la provincia mediterránea 

CG | Fui a Córdoba. Me inscribí en la Facultad. Alquilamos, Lesca y yo, un hermoso chalet, chiquitito pero muy lindo, en una calle de tierra, cerca de la ruta. Era en el Cerro de las Rosas, cerca de Villa Allende, cuando aquello era un páramo. Yo estaba en una etapa de encantamiento: los olores eran más olores, lo que veía tenía más color, todo era más, más, todo era al máximo. Mi marido era más marido, mis lecturas eran más lecturas. Leía mucho a Rilke, y a propósito, me acuerdo de Aída Martínez Howard y de Alfredo Martínez Howard, a quienes íbamos a visitar a La Serranita. Aída tenía dos amantes: Alfredo y Rilke. Lesca trabajaba en Kaiser, era pintor, tenía su taller en casa y tenía un auto de Kaiser. Por lo tanto, nos íbamos a cualquier lado.

JCO | ¿Un Kaiser Carabella? ¿No eran esos los autos que se utilizaban para los entierros?

CG | ¿Ah, sí? ¡Pues entonces tuvo mucho trabajo ese auto! Además, me encantaba ir a los cementerios -no había leído Drácula todavía-; había uno cerquita, al cual iba sobre todo cuando llovía, o cuando lloviznaba… Me sentaba en las tumbas. ¡Era una maravilla! Siempre me han gustado los cementerios, sobre todo los del campo, con los juguetes en las tumbas de los niños. Y también, los cementerios de las capillas. En Villa Allende había un pequeño cementerio rural. Muy chiquito, con las cruces blancas, etc.

JCO | En una palabra se trataba de un cementerio pintoresco.

CG | Muy pintoresco. ¡Lleno de vida, bah…!
Y en la Facultad, yo me inscribí en un régimen muy estricto, muy exigente, porque no quería pasar exámenes. Eran seminarios y éramos 6 alumnos en cada seminario. Era ayudante de cátedra, me acuerdo. Trabajábamos mucho más en coloquios pero no pasábamos exámenes, éramos calificados por concepto y además teníamos tesis, discusiones, etc., etc. Éramos Sócrates y los Diógenes -que éramos los otros alumnos. En épocas de descanso, mis vacaciones consistían en irme al río y mirar la piedra del río. Cuando quería tomarme vacaciones de la piedra del río, es decir: dejar de ser piedra en el río, mirar la piedra en el río, convertirme en alguien -no digo en persona, es mucho, pero en alguien -, ir hasta mi casa que no quedaba tan lejos, y empezar a tocar en el piano el Clave bien temperado, eso era una experiencia climáxtica, una experiencia erótica, la mística era una erótica para mí… Yo lo llamaba mística, y era algo de mucho amor. No de un amor a Dios, quizás sí de dioses… De esos olores, de esas cosas. No, no las puedo describir, habría que vivirlas. Mi maestro en la preparación de la tesis final, en "Teleología de la cultura", era Juan Larrea.

JCO | Sería interesante que nos hicieras una semblanza sobre este personaje tan polémico, tan paradójico y tan contradictorio con relación al surrealismo…

CG | Empecé a leer -conociéndolo ya a él, y preparando mi tesis- Del surrealismo a Machu Picchu, Teleología de la cultura, Rendición de espíritu… Y bueno: inspiraba miedo, pero inspiraba mucha sabiduría. No inspiraba un sentimiento de libertad, sino todo lo contrario: era muy tirano. Muy tirano, muy empilchado… ¡muy español! Y nos reuníamos con él, en su casa, con Lesca y junto a otro grupo de gente de España, Venezuela, Centroamérica… Él vivía en nuestra misma calle, pero mucho más adentro, es decir, en el descampado total. Era una casa preciosa. Nos reuníamos frente a la chimenea, y el maestro, don Juan Larrea, nos hablaba. Yo cerraba la boca y escuchaba fascinada -sobre todo porque me encantaba y admiraba el fuego- y todos lo escuchábamos a él. Pero era muy déspota, repito. No me atrevía a abrir la boca, ni a decirle que escribía, ni nada -mi primer libro se lo dediqué y se lo mandé cuando ya no lo vería más, cuando llegué a Buenos Aires.
En Córdoba hacíamos teatro, me acuerdo que con Norman Briski, con Marinés Andrés, una amiga de Lesca, que después trabajó en televisión como productora. Y también conocimos a otros amigos, entre ellos a José Viñals -para mí, muy importante-; lo conocí a Pedrito Pont Vergés -igualmente para mí muy importante; bueno, acaba de fallecer, para gran tristeza mía… Éramos un grupito muy chico de pintores y de escritores -y del filósofo don Juan Larrea. Y yo estudiaba filosofía y tocaba el Clave bien temperado. Terminaban mis clases y tocaba el Clave bien temperado 

JCO | Tenías un pianito, en Córdoba…

CG | ¿Pianito? ¡No te permito! ¡Era un piano de cola, de concierto, un piano Pleyel…! El mismo con el que tocaba Dinu Lipatti… ¡Y yo confieso que le hacía el amor a ese piano…!
En el río, me seguía un potrillito "embichado". Me seguía a todos lados este potrillito solitario. Y bueno, había también mucha soledad, muchísima soledad. Y vos dijiste en una oportunidad que la soledad no era buena consejera. Yo agregaría, a lo Válery, que tampoco es buena compañía.

JCO | ¿Cuánto tiempo duró tu estadía en esta provincia de Córdoba?

CG | Cuatro años estuve. Bastante. Y me volví con mucho dolor, sobre todo porque me volví con muchas separaciones. Separaciones de muchas cosas… Con el accidente que me separó de mi padre, porque murió…
Íbamos a festejarlo a mi padre por un acontecimiento, y chocamos. Yo estuve con todo roto. Me acuerdo que mi padre quería saber de mí y yo no le podía contestar porque estaba con las costillas rotas, entubada. Cuando a los quince días volví del sanatorio de la ciudad, vino el médico y yo ya sabía que era para contarme que mi padre había muerto. Todo eso fue algo tremendo. Fue en el año '60. Estuve mucho tiempo en la cama. Después, enyesada desde el cuello al tobillo. Después, en silla de ruedas. Después con muletas. Después con bastón. Y después, caminé e iba a los cementerios, iba al río con mi bastón, volvía del río para tocar el Clave bien temperado, y me volví con mucho dolor a Buenos Aires.
Mi restablecimiento coincide con mi regreso a Buenos Aires, coincide con una etapa muy negra que yo viví aquí, al lado de una etapa brillante y hermosa que era el estar embarazada -de Verónica, mi primera y única hija.

JCO | Y bien, ¿cómo fue que encontraste Buenos Aires, y cómo encontraste a tus amigos surrealistas, después de todo ese tiempo?

CG | Primero no encontré nada, porque yo hice un viaje dentro de mí misma, me aislé bastante del grupo… Pero luego volvieron las reuniones, ahí fue la época del taller que llamábamos la "Casa de brujas". Estábamos con Llinás, en su gran escritorio, donde recibíamos a Aldo Pellegrini, Enrique, "Coco" Madariaga. El "Chino" Latorre, Kasuya Sakai con su mujer Sumi, Wells, iba Chab… Yo iba embarazada al estudio, y me acuerdo que durante el embarazo tocaba el Clave bien temperado, pero escuchaba todo el tiempo el Magnificat. A repetición… -¿Pareciera algo obsesivo, no?-… Bueno, todavía estoy así con la música.



JCO | ¿Cómo fue que concluyó esa etapa de la "Casa de brujas"?

CG | Se metieron todos en una agencia de publicidad. Julio se metió en la agencia de Lesca… Un primo mío, Sergio Golova, se metió en esa agencia que se llamaba "Medium" (¡"Medium", se llamaba!). Bueno, qué podía más que fundirse, casi inmediatamente. Fundirse él, fundir a todos los miembros, fundir la casa, fundir todo. Se fundió.

JCO | De medio a medio. Pero ya en los '60 también comenzaban a correr otros vientos…

CG | ¡Los Beatles…! Aquí, en esos años se había creado el Di Tella, que para mi modo de ver no tenía nada, pero nada que ver con el surrealismo. En el Di Tella ocurrían los "happenings", el "pop"… para mí era una estupidez. Si quería entretenerme con mi hija chiquita, iba al Di Tella para que fuera al túnel de Marta Minujin, quien para mí siempre fue un personaje pero nunca una persona.

JCO | ¿No hubiera sido mucho más entretenido para ella, que la llevaras a dar una vuelta en el "Tren fantasma" del Ital Park?

CG | ¡La llevaba! ¡Iba también! Pero la tenía que acompañar, y yo me asustaba muchísimo. ¡Por favor…!
Lo que pasa es que Julio era íntimo amigo de Guido Di Tella, Lesca también estaba muy prendido con el Di Tella. Pero yo no, yo estaba desprendida. Con todo eso se desperdigó mucho, fue como una especie de disgregación del ambiente, bastante poco soportable. Pero además no es mucho lo que te puedo decir, porque desaparecí del mapa. Yo hice mi viaje interior por la escritura, por la música, por territorios muy míos.

JCO | Podemos dar por sentado que una de las estaciones más frecuentadas en ese viaje, sería el Clave bien temperado. ¿Qué significaba y qué significa la música para vos, en este contexto dominado por los poetas y los pintores?

CG | La música es lo que a mí más me fascina. Lo que pasa con ella es que, siendo lo que más me fascina, yo tuve que hacer poesía. No había otra. No sé por qué. Yo estaba predestinada a la poesía -buena o mala, no sé-, pero no a la música. Y me fascinaba mucho más y entiendo mucho más de música. Me fascina la matemática que lleva al absurdo en la música, que lleva al infinito. La única que puede describir el infinito, y aquietarte un poco, es la música. Si me pedís una definición de lo que en ella significa el infinito, si querés te hago una ecuación… Pero no te va a decir nada. Y sin embargo, no hay nada que sea más corpóreo para mí que la música.

JCO | ¿Componías?

CG | No, inventaba, improvisaba. Improvisaba fugas chiquitas. Y ni siquiera me preocupaba mucho por pasarlas a papel pentagramado. Pero estudié a fondo… Y bueno, me metí mucho en Bach. Siempre, desde chiquita. Fue lo primero que pude tocar cuando mi madre accedió a abrirme el piano, que lo tenía cerrado con llave porque no me aguantaba… Me enojé tanto que traté de resolverlo mentalmente -aunque en otro tono, mucho más simple- y lo pude hacer.
Pero no era lo mío. Mi camino era la poesía. Yo sigo amando la música, pero no puedo decir que soy música, o que me dedico a la música… Pero me fascina su matemática, su física …

JCO | ¿Tal vez, su química…?

CG | ¡Pero si yo te digo que hacía el amor con el piano! ¡Y con la música, por supuesto!

JCO | Y quien se refiere a su química, bien puede hablar de su Alquimia…

CG | Aparte, me dediqué mucho a la alquimia y al gnosticismo. Me llevaron al satanismo, y a caminos un poco riesgosos, de equilibrista… Donde mucho se puede ganar y perder.

JCO | Pero, ¿es que hacías invocaciones a las potencias de las tinieblas?

CG | ¡Hacía Misas Negras! Desde los 9 o 10 años decoraba mi habitación con velas negras, y pronunciaba neologismos… Y daba vueltas, vueltas y vueltas hasta marearme totalmente y caerme al piso. Cuando me caía -que todo giraba a mi alrededor-, cerraba los ojos y pronunciaba una palabra. Y esa palabra significaba el caos y al mismo tiempo me hacía salir del caos. Y ahí surgió mi tesis de tercer año, "El caos como vivencia" -a raíz de la cual llamaron a mi marido para ver qué me pasaba, y después me nombraron Ayudante de Cátedra. Siempre pasó lo mismo. ¡Qué horror!

JCO | Otra expresión tuya que levantó bastante polvareda, ha sido tu creación de los "fetueños"…

CG | Estaban todos muy fascinados con los "fetueños", porque eran una cosa… eran como unos bichitos hechos con piedras y con mostacilla, alambres, lenguas de víbora o lenguas espiraladas, y tenían colitas y medían unos 10 cms. Eran "fetueños", ¿me entendés? Muy coloridos, muy venenosos…

JCO | Estas criaturas, una vez liberadas, ¿qué género de vida llevarían?

CG | Mirá, una vez los regalé todos a una mujer… y se suicidó. …¡Lo lamento tanto por los "fetueños"! … ¡No sé dónde están ahora!
Una vez expuse unos en una galería de Belgrano, y llegaron a venderse casi todos. Tenían una etiqueta, y precios. Todos decían: "¿Qué es esto? ¿Qué es esto?" y como explicación yo les respondía: "Fetueños". Y entonces me preguntaban: "¿Qué son los fetueños?" y yo les respondía: " Fetos que sueñan". Y al final decidí sacarlos de la venta.

JCO | ¿Qué tipo de relación llegó a entablarse entre los "fetueños" y los miembros del grupo surrealista (Molina, Pellegrini, Latorre, etc.)?

CG | Ninguna, ninguna. Eran una cosa absolutamente mía.

JCO | Posiblemente estarían celosos de ellos.

CG | ¡Pero mirá vos…! Sí, sí, posiblemente…

JCO | Fue unos pocos años antes de esto, en 1965, que nos dijiste haber tenido tu primer encuentro con Enrique Molina…

CG | Recuerdo que fue en el Jockey, a las 11 en punto de la noche. Yo tenía 27 años y me encontraba tomando una ginebra (no puedo precisar, en este momento, si era una ginebra o un vodka). Estaba en el rincón más al fondo del Jockey de Florida y Viamonte. Era en la época en que me había divorciado de Lesca, mi marido. Estaba absolutamente de negro, (yo me vestía de negro). Y veo que se acerca Enrique con su camperita de jean y me dice: "¿Celia, te puedo acompañar…?" ¡Bueno!… y se sentó. Y creo que ahí nos dimos cuenta -yo me di cuenta, ¡qué sé yo lo que pasó!-, que teníamos que estar juntos. Pero él se embarcaba después de dos días; y yo, en realidad, hice un viaje no sé por qué otros mares también…

JCO | Por lo que podemos ver en perspectiva, entre 1962 y 1975 se abre una etapa extremadamente prolífica para este egrégoro. Se llevan a cabo tres importantes exposiciones colectivas: "El Surrealismo en la Argentina" (1962), exposición del surrealismo en el Instituto Di Tella (1967) y "Lautréamont 100 años", (Galería Gradiva, 1970). En el interin, son publicadas algunas de las obras más representativas y perdurables: Para contribuir a la confusión general, Distribución del silencioHotel pájaro, Amantes antípodasLos puntos de contactoEl asaltante veraniegoEl regreso de Jonás etc., … una verdadera "ola de sueños"… Y 1973, es el año del fallecimiento de Aldo Pellegrini.

CG | Es una temporada de hitos, realmente. Aunque también coincide con la cumbre del Di Tella. Ya te comenté que para mí era una estupidez, pues no tenía absolutamente nada que ver con el surrealismo, ni con nada, ni con él mismo. Salvo cosas organizadas como la que acabás de mencionar, sobre todo por Aldo. Pero, de no ser así, el Di Tella estaba regido por el espíritu de Marta Minujin. Es decir, que era una cosa porque sí. Pretendía ser dadá pero no era dadá. Porque dadá tenía un sentido: daba pie para una revolución; dadá destruía … ¡bueno!, sin destrucción no hay revolución; lamentablemente, pero es así: una nueva era gnoseológica, un nuevo paradigma. Ahí no: ahí eran chicos que iban a jugar, los chicos de los amigos del Di Tella que iban a jugar. Ahí creo que se creó la "Nueva Figuración", y el bar "Bárbaro", que era de mi marido (Lesca), Deira, De la Vega y Noé. Crearon el "Bárbaro", cuyo principal dueño era Lesca. El antiguo "Bárbaro", no el que está ahora. Y ahí empezó a reunirse gente que era un poco asexuada, a la "qué me importa", sin una línea definida… Era una época de disgregación… Al mismo tiempo que había acontecimientos muy importantes, había una disgregación importante.

JCO | ¿Es decir que era un período floreciente para el grupo surrealista y, al mismo tiempo, se percibían signos de disgregación en el ambiente intelectual, o por llamarlo así? Y estas corrientes tan contradictorias, ¿de algún modo convivían entre sí?

CG | Claro. Así como en el "Chambery" había la "mesa de los surrealistas", la "mesa de los más jóvenes", etc., allí, en el "Bárbaro", estaban todos ellos juntos, mezclados, pero… totalmente diferentes. Diferentes en cuanto a ideología, en cuanto a pensamiento. También había muchísima gente que no pensaba. Y tenían el lugar, la sala donde estar; la sala de estar de la intelectualidad joven, era el "Bárbaro". Creo que el "Chambery" no existía ya. El "Florida" estaba copado por alumnos de la facultad y ya se había transformado en algo diferente…

JCO | Me imagino que estos lugares, además por su proximidad con la vieja Facultad de Filosofía y Letras, serían frecuentados también por Alejandra Pizarnik, de quien eras muy amiga.

CG | No, Alejandra no iba a ningún lado. A veces iba a reuniones, pero en casas de amigos. Yo me acuerdo que una vez bailó con Raúl Gustavo Aguirre y fue todo un acontecimiento, ¡que hasta les sacaron fotos!… Porque Alejandra era un ser que se tapaba con las manos, se tapaba con los brazos… estaba increíblemente tapada por ella misma; era muy tímida, andaba siempre muy mal vestida… Yo me acuerdo que una vez Alicia Dujovne Ortíz, que también era muy amiga de Alejandra, me contó que, como Alejandra estaba necesitando un trabajo, le dijo: "Mirá, te conseguí algo en tal y tal diario…" (Alicia siempre trabajó en diarios). Y cuando la vio, cuando vio cómo se había arreglado, dijo: "A esta chica no solamente no la van a tomar, sino que la van a encerrar". Porque era una maraña en el pelo, una mirada triste y baja, pantalones desiguales de una pierna a la otra… En fin, como nosotros siempre estábamos acostumbrados a verla, y no nos hacía nada, pero Alicia se fijó en eso porque se trataba de un trabajo. Y no hubo caso, no pudo trabajar.
Alejandra era una chica divina. Yo me acuerdo que cuando la iba a visitar, siempre en su casa, jamás nos sentábamos en un sillón, siempre en el suelo, como si fuésemos dos criaturas. Y jugábamos, hablábamos de cosas importantes y no importantes… Era una muchacha dada por momentos, con sus berretines, como yo con los míos, y estábamos bien. Pero, Alejandra, o recibía de a uno o iba de pronto a casa de alguien. Nunca fue a un bar, nunca formó parte de un grupo. Una chica muy retraída, sumamente encerrada en sí misma.

JCO | ¿Qué circunstancias estabas viviendo en aquéllos momentos del 28 de septiembre de 1972? (fecha de la muerte de Alejandra Pizarnik).

CG | Era un jueves. Bueno, yo iba muy seguido a la casa de Alejandra. Generalmente ella me llamaba o yo la llamaba a ella. Pero no había nada que me indicara qué iba a pasar entonces, o que estaba cercano el día de su muerte o de su suicidio. Fui el 27 y toqué el timbre de su casa, como siempre. Igual que siempre, ella me abriría y me quedaría allí en silencio, o hablaríamos, no lo sé, ya que realmente éramos muy compinches. Esto era de tarde, siempre era por la tarde, a eso de las 3 o de las 4. Insistí, toqué el timbre, y nada… Alejandra generalmente me abría en seguida, como ávida, ella era una solitaria igual que yo. Pero en esa ocasión, nada… Entonces golpeé un poco la puerta, volví a tocar el timbre, y esperé… Golpeé un poco más fuerte, toqué un poco más fuerte, me empecé a poner un poco furiosa -realmente no sé si furiosa contra lo que suponía que podía haber ocurrido, ya que en algún lugar de mí misma lo suponía por supuesto, como todos nosotros…
La llamé: "¡Alejandra! ¡Por favor, Alejandra, abrime! ¡Estoy yo, acordate, soy Celia! ¡Alejandra, abrí de una vez…!" Yo sabía que estaba allí desde luego, pero estaría dormida o no querría abrirme… En cierta forma la estaba retando, ya que estas cosas, las impuntualidades, las tardanzas, realmente las soporto muy poco… Entonces, me quedé algún tiempo más, habría pasado un cuarto de hora. Hasta que finalmente, ya cansada, me retiré. Tal como era mi costumbre en aquéllos tiempos, volví a mi casa, muy deprimida, y me arrojé a la cama. -Yo solía tener a veces esas depresiones, que por cierto no las tenía con Alejandra, ni se la veía a ella muy deprimida conmigo tampoco.
A la mañana siguiente vino a mi casa mi primo Sergio Golova -que fue quien había ayudado a que saliera la revista "Boa"- y directamente, tal como era su manera de ser, me dijo: "¿Sabés que tu amiga Alejandra se suicidó?". No sé qué pasó entonces por mi mente, yo creo que tengo un blanco … Pero sé que yo había estado golpeando la puerta y, del otro lado, Alejandra estaba muerta… Recién me entero por vos, que había una especie de rumor acerca de una amiga que la estaba llamando. ¡Curioso!, porque esa amiga soy yo.



JCO | ¿Durante los días previos en los que habías estado con ella, no habías notado nada que presumiera este desenlace?

CG | No, realmente no lo noté. Yo no lo noté. ¿Viste cómo te juega el inconsciente, cuando vos no evocás nada? Puede que me equivoque de cabo a rabo, pero creo que no había nada en Alejandra, creo que Alejandra no denotaba nada… Seguíamos jugando en el suelo, a tirar palitos, a conversar de cosas importantes y no importantes; o nos quedábamos en silencio -gran compañero nuestro, el tercer compañero que teníamos-: nos poníamos a charlar con los ojos, en silencio por supuesto… Por otra parte, Alejandra jamás hacía proyectos.

JCO | ¿De qué modo impactó esta noticia entre las otras personas, más o menos vinculadas a este círculo de amistades?

CG | Nosotros, los que éramos del núcleo más pequeño, del "nuclecito", mal, con mucha tristeza. No te digo que con sorpresa, ya que Alejandra era eso también, eso formaba parte de ella. Y quizás algo de nosotros estaba puesto en ese acontecimiento.
Pero, por ejemplo, yo no recuerdo de mi parte haber concurrido al cementerio. Recuerdo haberle comentado a David Vogelmann, quien también había sido muy amigo de nosotras, que al poco tiempo se creó una especie de rumoreo infame de cómo había sido: si había consumido barbitúricos, si se había abierto las venas, sobre el modo cómo la habían enterrado… Eran todos rumores provocados por la angustia o simplemente para tratar de "exprimir" un personaje, para dotarse ellos de cierta popularidad.

JCO | ¿Qué pensaba Molina de la poesía de Alejandra?

CG | No la admiraba tanto como la admirábamos nosotros. En realidad, al conocerla, había una gran traba para admirarla. Pero se hizo tanto mito con ella, se la mitificó tanto, que, como digo yo, desaparece su persona, desaparece su poesía con el mito, desaparece Alejandra Pizarnik. Para que aparezca Alejandra Pizarnik, tiene que demolerse el mito de Alejandra Pizarnik. Su poesía es una poesía importante, trascendente, pero ¡por favor!, no se puede enaltecer a una persona por características singulares que no hacen a su poesía o se refieren a su personalidad… Yo creo que si bien son interesantes las anécdotas de la persona que la escribe, la poesía está totalmente sobre el papel, escrita sobre papel, con tinta y papel. Y, como dice Rilke: "El poeta pasa" y la poesía queda. La poesía de Alejandra es muy importante, pero no se la puede mitificar a la par de como se la mitificó a ella. Se va a pasar la moda de mitificar a Alejandra y va a quedar ella, va a quedar su poesía.

JCO | Estamos hablando de un contexto cultural signado por el snobismo; ella permanentemente vivía inmersa en ese ambiente, formado por tantos que se han dicho y se dicen sus amigos…

CG | Pienso que sí. Alejandra era un ser absolutamente solitario, era "El lobo estepario"…

JCO | Mucho más sociables, en apariencia, se veían Pellegrini, Molina, Vasco, Madariaga, … ¡e incluso el "Chino" Latorre!, luego Ceselli…

CG | ¡No! Ceselli era más del tipo de Alejandra.

JCO | ¡Ah!, era más retraído.

CG | Era más del tipo Alejandra en su casa. Viviendo en la cama; además, objeto de las burlas de Edgar Bayley, constantemente. Porque, ¿vos sabés que Ceselli fue el inventor de los zuecos? Esos famosos zapatos con plataformas, que hacían que las mujeres se cayesen… Eso lo creó Ceselli.

JCO | ¿Por qué? ¿Él andaba con zuecos?

CG | ¡Seguramente!: Con zuecos mentales…

JCO | ¿Era diseñador?

CG | No, no era diseñador, ni nada. Se le ocurrió inventar algo para ganar plata, y ganó plata. ¡Habrá tenido un sueño con gente que se fracturaba! Y al mismo tiempo que diseñó esos zuecos luego comenzó a escribir, él comenzó a escribir a los cuarenta y pico. Entonces, Edgar, siempre le hacía burla: "El poeta de los cuarenta y pico de años que empieza a escribir"… "el que hace zapatos"… ("El Zapatero", lo llamaba). Y Ceselli sufría en voz baja. Era una pasita de uva Ceselli, y sufría las humillaciones de Edgar en voz baja…

JCO | Su primer compte-rendu aparece en Letra y Línea, en 1954. Antonio Vasco se lo dedicó cuando Ceselli tenía 45 años.

CG | Ahí aparece. Ahí aparece Ceselli.

JCO | ¿Y él qué decía de esa moda que causó tanto furor, de la que era su inventor?

CG | ¡Él no decía nada, se avergonzaba de todo! Se avergonzaba de él, de sus zuecos, de su mujer, de su hija, de donde vivía… Vivía en el pasaje La Selva 4040. La Selva 4040 es el título de un libro suyo, que cuando lo publicó nadie se animaba a preguntarle por qué le había puesto ese título. Yo me dí cuenta cuando empecé a frecuentar su casa, que era cerca de la calle Lamarca, pasando Floresta…

JCO | ¡Pero era un hombre torturado, este Ceselli…!

CG | Todo hecho una pasa de uva, enfermo casi siempre, deprimido… Una vez estaba tan deprimido, que me llama un amigo de él -después descubro que era un vecino, no un amigo- y me dice: "Celia, vení en seguida al Hospital Fernández, porque Ceselli está a la muerte: se quiso suicidar". Entonces yo voy corriendo al Hospital Fernández y lo veo a Ceselli paseando con este vecino, más locuaz que nunca. Y me dice: "¡Celia, viniste, querida! ¡Vos sabés que me quise suicidar, pero no sé por qué no funcionó…!" "¿Y qué hiciste, José Juan?" (le gustaba que yo le llamara José Juan, que era su nombre verdadero). "¡Y… me tomé cuatro Valium!", me dijo. ¡Qué barbaridad, sobrevivió!

JCO | ¡Se habría dormido una siesta!

CG | Me acuerdo de una vez, con Ceselli, que él me invitó a ver una película de Woody Allen (no recuerdo si era Manhattan, o alguna otra muy crítica de los Estados Unidos), y él se vistió con un trajecito. Desaparecía en su trajecito, se había puesto corbata…

JCO | Porque él pertenecía a una generación que se vestía con traje y corbata para ir al cine. Eran así esos caballeros.

CG | Pero claro… Pero además, era el acontecimiento de su vida: se levantaba de la cama.

JCO | Frente a este constante estado de zozobra, a que eras sometida por los "impromptus" de Ceselli, podemos imaginar que la compañía de "Coco" Madariaga sería para vos como un remanso…

CG | No sé si remanso o qué. Realmente "Coco" era un hermano para mí. En mi vida apareció hermanado. Hermanado a mí.
Formaba parte del grupo del "Chambery". Fue trascendente en mi vida. Tengo libros de él que los había leído antes de conocerlo, cuando era chica en serio. "Coco" era un Señor. En esa época, yo iba a su casa también. Estaba casado con Amalia Cernadas. Vivían en un conventillo, en Flores. Era una especie de inquilinato, donde, si mal no recuerdo, las puertas de los departamentos tenían un número. Íbamos, con Amalia, a comprarles "Cabshas" a los nenes. Los nenes de "Coco" y de Amalia se llamaban Florencia y Gaspar, los adoraba. Recuerdo que una vez le llevé a "Coco" un San La Muerte -que es el santo de Corrientes-, y como se le había roto la guadaña, yo le puse una especie de plástico recortado por mí. Y "Coco" me humilló tanto…, porque vio eso y se empezó a matar de risa… Y era un regalo que me había costado el alma en lo de un anticuario, este San La Muerte. Imagínate, era una cosa antiquísima y yo le puse un adornito de plástico, porque se me había roto la guadaña.

JCO | Fuera de esta broma, que al fin de cuentas lo demuestra como un perfecto conocedor del folklore (no lograste engañarlo), ¡qué injusticia que tantos críticos imbéciles hayan querido verlo como un poeta "pintoresquista"!

CG | Bueno… Pintaba el paisaje, pintaba Corrientes, pero era un Corrientes cósmico. Pintaba una dimensión que te daba otra cosa que el paisaje, o lo local. Madariaga era un poeta universal. Digamos, que la estancia de él era Corrientes. Pero, claro, él tenía que comer. Y entonces, cada bocado que comía, era un cacho de Corrientes que se iba… Hasta que bueno, Madariaga terminó siendo sereno del INTA. Trabajaba de noche y supongo que dormiría de día. Me acuerdo que una vez lo llamé a eso de las ocho de la noche. Era un sábado, un día que él no trabajaba. Y me dijo: "¡Pero Celita, yo me despierto muy tempranito!", o "¡Me acuesto muy tempranito!", una cosa así. Tenía los horarios muy limitados. ¡Ser sereno del INTA! ¡Era sólo sentarse, nada más! Pero realizó una obra muy prolífica, una obra maravillosa. Yo recuerdo que era muy amigo de Teresa Parodi -correntina, como él-, y me invitó a un recital. Y yo me decía: "Bueno, voy a escuchar el poema de 'Coco' Llegada de un jaguar a la tranquera, interpretado por Teresita Parodi, por Teresa y más que nada porque me invitó 'Coco'". Porque a mí no me gusta mezclar las cosas. Ni me gustan las óperas donde hay que atender también al libreto, ni me gusta la poesía cantada. Y bueno: fui, y salí embriagada. Salí embriagada, porque su poesía daba para todo. Realmente.
Pero, en cuanto a la vida práctica, como todos, "Coco" era muy despistado. Recuerdo que una vez fue a lo de Freddy [Alfredo Martínez Howard, h.], y decidieron hacer clericó. "Coco" preguntó cómo era que se hacía. Parecía que había entendido y empezó a cortar fruta. Cortaba pedacitos chiquititos, según la orden de Freddy. Y en un momento dijo: "¿Hay que pelarlos?" "¡Por supuesto!", le contestaron. Y no fue que tomara otra fruta o pensara que había hecho una barbaridad, sino que empezó a pelar trocito por trocito, los trocitos ya cortados con diminutos pedazos de piel. Ya a todo esto, todas las moscas de La Boca estaban sobre su cabeza.

JCO | ¡Que ya es decir!

CG | Y después de todo esto, le puso azúcar, le puso champagne, y vió otra botella -él no sabía qué licor era, pero igual la puso- y al cabo era Coca-Cola.

JCO | Eran maravillosas esas reuniones en las casas de Freddy, en La Boca. Realmente.

CG | Nunca salió de La Boca hasta el último período de su vida. Se hacían en una terraza -no sé si vos conociste esa terraza-, en una mesa enorme… Que nunca se sabía bien si era la casa de Freddy, o si Freddy se había mudado a la casa de un amigo…

JCO | Conocí dos casas. Una estaba construida sobre pilotes. Fue la que él mismo, ayudado por un amigo, roció con querosene y después le prendió fuego. Sólo quedaron unas maderas carbonizadas y unas palmeras tiznadas de hollín… ¡Y pensar que allí una noche habíamos comido con Enrique Molina, y nos contaba fascinado la escena del Increíble hombre menguante, de Jack Arnold, en la que un hombrecito diminuto luchaba contra una araña gigantesca, peleando con un lápiz!

CG | En esa casa viví yo mucho tiempo.

JCO | Realmente ellos manifestaban también una sensualidad, un eros prodigioso, en el comer; que sabían acompañar, o sazonar más bien, con la conversación.

CG | Freddy era un gourmet, pero de cocina simple. Hacía asado y, cuando estaba muy inspirado, polenta con queso. Pero, la verdad, le salía riquísima. No les daba para mucho más. O sí, a veces les daba para comprar un poquito más de pan. ¡Esas casas de Freddy tienen su historia! Su historia dentro de nosotros…

JCO | ¿Iba también el "Chino" [Carlos Latorre]?

CG | Iba con todos nosotros. Ocupábamos todo un ómnibus, me acuerdo que era el 152. Con Edgar, que solía despatarrarse entre tres asientos. Durante el viaje cantábamos. Íbamos él y Madariaga y las mujeres… ¡Pobre el "Chino"! Era muy torturado, sumamente hipocondríaco y por ratos muy paranoico, hasta el punto que temblaba… Una vez yo le dije: "¿Qué tal, 'Chino', cómo estás? Te veo un poco pálido" (como para decirle que debía tomar un poco de sol). Y me paró ahí: "¡Celia! ¿Cómo me decís que estoy un poco pálido? ¿No sabés que soy hipocondríaco? ¿Cómo me decís tal cosa?" Así, enojadísimo, y después se fue. Rabioso y con tirria; rabioso y asustado. En su presencia, no se podía nombrar a las enfermedades: enfermedad que se nombraba, enfermedad de la que se contagiaba.

JCO | Por eso tal vez, buscaba la compañía de un gran médico.

CG | ¿Pellegrini? ¡No se le podía decir "médico" a Aldo! ¡Él era un librero, él era un poeta! Nadie le decía "Dr. Pellegrini", ni nada…Y él sin embargo había sido el creador, el fundador y dueño de la Cruz Azul…
Tal vez el mismo año de su muerte, o poco antes, fue cuando Aldo Pellegrini nos invitó por primera vez a todos a su casa y conocimos a su señora. A sus hijos sí los conocíamos, pero a su casa jamás habíamos ido. Y todos estábamos muy "duritos" en la casa de Aldo, muy desubicados. Tenía una casa muy linda, muy grande. No había precisamente allí el desborde que había en el "Dragón", pero existía una sensación muy linda de libertad.

JCO | Cuando muere Pellegrini, en 1973, ¿los tomó por sorpresa, la suya fue una muerte anunciada?

CG | Digamos que repentina, porque no duró tiempo su enfermedad. Creo que a todos nos tomó por sorpresa porque creo que para mí Aldo no se iba a morir nunca. Sin embargo, me ocurrió algo, que me había sucedido con otro ser, que lo tenía tan introyectado, tan dentro de mí, que no hubo un duelo verdadero. Es decir, es como si hubiera algo de Aldo dentro de mí, que sigue, que no muere. Es lo que ocurre con todos los amigos verdaderos. Además él era como un padre para nosotros, aunque lo era de una especie diferente: era como un padre-nene, como tienen que ser los padres.
Y Molina estaba muy apegado a él. Lo estuvo en todo sentido, puesto que hicieron traducciones juntos, trabajaron juntos, hacían las revistas juntos, tenían la comisión directiva de las revistas juntos…

JCO | Una vez que murió Pellegrini, ¿cómo se desarrolló la vida del grupo? Por ejemplo, ¿seguían concurriendo a la "Librería Del Dragón"?

CG | No, porque tomó las riendas la hija de Pellegrini, Adriana, que nunca había estado con nosotros, y la convirtió en un centro de budismo zen. Algo que era muy interesante, pero nada que ver con lo que había sido el "Dragón". Así que realmente desaparecimos todos. Y fue muy triste porque con ella desapareció toda una era. Me acuerdo que en una oportunidad, años después, nos encontrábamos en "Fausto" Mario Pellegrini, Juan Andralis y Eliseo Subiela. Fuimos a comer a un restaurant que estaba cerca del "Dragón", y, a la salida, Mario nos invitó a ingresar al local de la librería. Y empezó a decir: "¿Qué libro querés? ¿Qué libro querés?". Me pareció que estaba frente a la figura de Aldo… Me llevé, no recuerdo qué libro, con mucho respeto, veneración, retraimiento e impresión. Como de que todo eso se acababa, pero en serio. Pero además muy bellamente, porque así lo hacía Mario. Muy bellamente, nada ostentoso, Mario regalaba las cosas.

JCO | Ese mismo año de 1973, año en que moría Aldo Pellegrini, se publicaba también Una sombra donde sueña Camila O'Gorman, seguramente uno de los títulos mayores de toda la obra de Enrique Molina, el cual tuvo un inmenso suceso. Tiempo después, María Luisa Bemberg llevó a la pantalla, con un gran sentido de la oportunidad, su película Camila, versión cinematográfica basada en la misma historia. ¿Qué tenía que ver Molina con esta película?

CG | Nada. Es decir, todo. Este libro, una maravillosa novela poética, tuvo muchas repercusiones, inmediatamente tuvo muchas ediciones, se tradujo a varios idiomas… Te puedo contar algunos entretelones sobre su gestación, si vos querés.
Girondo y Molina iban caminando por San Telmo y Oliverio vio, en una vidriera, un fajo enorme de documentos sobre Camila O'Gorman. De los cuales no tenía idea, pero alcanzó a ver que decían algunas cosas sobre Rosas. Y bueno, lo obligó a Molina, no con su dinero sino con el de Molina, que nunca tenía dinero, a comprar ese fajo enorme de documentos sobre Camila O'Gorman. Y le dijo: "Molina: léalo y después escriba". ¡Órdenes superiores! Enrique lo leyó, se olvidó de Oliverio, pero se inspiró muchísimo en eso. Y escribió, basándose en una rigurosa documentación histórica, Una sombra donde sueña Camila O'Gorman, históricamente impecable, ya que no le faltó el respeto a ningún documento; aunque claro, inventivamente, era algo totalmente de Enrique. El libro tuvo un inmenso éxito que trascendió las barreras del nuestro círculo y también de las de los ambientes franceses, donde se conocían algunas de nuestras cosas. Y llegó a manos de María Luisa Bemberg. Entonces ella, tuvo muchas ganas de hacer una película. Como correspondía, lo llamó a Enrique y le dijo: "Señor Molina, tengo mucho interés en hacer una película basada en su novela" y le ofreció muchas facilidades, lo que le hubiera reportado a Enrique no sólo hacer una buena película, sino un desahogo económico que jamás tuvo. Molina le dijo: "No. No quiero". Y María Luisa Bemberg: "Bueno, señor Molina, creo que es cuestión de encontrarnos y charlar un rato". "No quiero", le volvió a contestar Molina "El incierto". "¿Pero por qué, señor Molina? ¿Usted tiene algo contra mí?" "No, es que no la conozco". La cuestión es que, yo no sé si es que quedaron o si María Luisa Bemberg fue por su cuenta -seguramente quedaron, porque, finalmente, Enrique nunca decía que no-, que ella se apareció en su casa de la calle Cabello, un lugar al que Enrique había bautizado como "La Burbuja", porque era muy chiquito. Llamó por el portero eléctrico y se presentó: "¿Quién es?" "María Luisa Bemberg, señor Molina". Enrique dejó el contestador y mientras ella subía, abrió la ventana, se trepó, subió a la cornisa y se fue caminando, cautelosamente y con grave riesgo para su vida, hasta la ventana vecina, mientras su mujer -mejor dicho, su esposa- abría la puerta. Cuando abrió, ella no sabía que Enrique se había ido por la ventana. Él estaba golpeando la ventana vecina hasta que dos chicas que vivían allí, asombradísimas, lo dejaron pasar. Se hizo muy amigo de las chicas, creo que estuvo con ellas toda la tarde. Mientras tanto, María Luisa Bemberg y Genoveva se habían puesto a buscarlo por toda la casa y Enrique no estaba, ¡había desaparecido! La Bemberg lo esperó un buen rato y después se retiró. Y finalmente le plagió el libro. Y digo que se lo plagió, porque si bien históricamente pudo haberse inspirado en otras fuentes, imaginativamente, la escena de la procesión, los diálogos, etc. eran totalmente copiados del libro y sin ninguna referencia a Enrique Molina. Él, que no tenía nada que ver con leyes ni con la justicia, aunque era abogado, siguiendo los consejos de sus amigos la demandó. Pero, por supuesto, el juicio no prosperó en su favor.
Hubiera sido la primera vez en la historia Argentina que la justicia fallara en favor de la poesía. Bueno, es una lástima…



JCO | Dado el inmenso suceso del que gozó la novela de Enrique Molina, ¿eso cambió en algo el ritmo de sus vidas cotidianas?

CG | No, en absoluto. Pero fue un año de muchos acontecimientos. Fue entonces que me hice amiga, y hasta su muerte, de un personaje maravilloso: David Vogelmann. Había sido el marido de una ex-mujer de Enrique, Mary Acha de Vogelmann. Era sinólogo, políglota, ya que sabía 12 idiomas, y, entre ellos, el chino: hablaba el chino antiguo, tradujo el I Ching y lo publicó con un prólogo de Borges. Bueno, me pasaba muchos libros, por ejemplo el Tao Te King. Estaba muy metido, pero en serio, en el tema del zen; en el zen sin maestros, en el que se vive. Recuerdo que una vez me encontraba descifrándole a Vogelmann, no sé en qué lugar, cuestiones del gnosticismo. Le decía (apenas nos conocíamos y ya lo tuteaba): "Mirá, esto es el águila final, el árbol de los Sefirots…" Empecé con una construcción mental muy abigarrada, muy hermética, tanto que David Vogelmann me dijo: "Celia, paremos…" Y entonces, me llevó con él hasta la plaza San Martín, y me dijo: "Celia, mirá el árbol". Me quedé mirando el árbol, como nunca he mirado un árbol, y después de ver ese jacarandá, simplemente me dijo: "¡Bueno… te lo regalo!" Fue un regalo maravilloso. Verdaderamente, era un poco incómodo para llevármelo a casa (tampoco era de él), así que se quedó ahí.

JCO | ¿No sería que Vogelmann había encontrado el legendario "Árbol de los 12 Sefirots"…?

CG | ¡Me estás abriendo el cerebro! ¡Seguramente que sí! ¡Lo hizo completo, entonces…!
La cuestión es que, a partir de allí, con David, empecé a vivir un poco el budismo Zen.

JCO | Esta experiencia mística, con el jacarandá de la plaza San Martín, me trae a la memoria una "iluminación" semejante, que supo tener Enrique Molina…

CG | Enrique, fue una sola vez a la iglesia -supongo que, cuando era chico, habría ido más veces-; pero ya, a partir de los 18 años, o 20, dejó de concurrir. Según él me contó, había sido en ocasión de un funeral. Era una ocasión triste. Pero claro, hay un momento de la misa en que se dice: "La paz sea contigo", ¿no es verdad? Y allí se toman de la mano, la gente se besa… ¡Y él se puso eufórico! No se sabe cómo fue, si pensó que había habido otro Concilio después del de Trento -el más importante-, o qué cuestión… La cosa es que empezó a besar a todo el mundo: el que estaba atrás, el que estaba adelante, grandes besos, abrazos, "¡Cómo te va!". Después de aquél "la paz sea contigo", realmente se había sentido muy cómodo y reconciliado con la iglesia… Hasta que salió y le dijeron: "¿Qué te pasó, Enrique? Eso no se hace".

JCO | ¡Pero se entiende su desconocimiento! ¡Si él era practicante de otra secta!

CG | ¡Practicante de la "Alta marea", de la poesía! … Y además -ésto no es un secreto, así que lo puedo decir-: él pertenecía a la secta Umbanda. No iba mucho, pero tenía un gran respeto por todo eso. Y le servía sobre todo, según decía, para que, cuando escondía el dinero que llevaba a su casa -siempre en el mismo lugar, en un libro forrado de blanco del marqués de Sade-, y al día siguiente no lo encontraba, pudiese llamar al pay Ciro y el pay Ciro le prometía que se lo iba a buscar y que lo iba a encontrar.

JCO | ¿Qué curioso, no? En las prisiones, Sade también tenía la costumbre de guardar sus manuscritos -generalmente se trataba de unos pequeños rollitos-, escondiéndolos en los huecos de las paredes…

CG | Hum… ¿Vos sabés cuál era el último deseo de Enrique, para cuando se muriese?: que por favor no le pusiesen mortaja ni esas cosas horribles de puntillas, sino la camiseta que le hacían usar, totalmente agujereada, cuando era marinero en la Marina Mercante. Camiseta que tenía escrita la leyenda: "Hacia una isla incierta" (título también de su último libro, que presentó en la exposición "Surrealismo Nuevo Mundo", de octubre de 1992, en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires). Él quería que sus amigos le pusieran rollitos con cosas escritas, a la manera de despedida, en los agujeros de su camiseta. Y éste es el que yo le escribí:

A ENRIQUE, CIERTAMENTE.
Yo, que he sido tu desobediencia y tu religión
Tu Santa Puta la Fiel, yo, que contigo he transgredido aún a la transgresión, hasta el único límite fuera de lo que nada limita,
hasta la muerte la tanta vida, hasta que nada nos aleja de nuestras Bodas en el origen de lo que no concluye
nuestro Loco Amor…………………………

Y entre las manos, en lugar de tener un rosario o una cruz, tenía lo que yo le regalé, que era una estatuilla africana de ébano. Y estaba realmente precioso. Parecía que estuviese vivo, realmente. Daba un cierto miedo que le cerraran la tapa.

JCO | Esto fue en 1996. Una de sus últimas apariciones en público, entonces, habría tenido lugar en la exposición "Surrealismo Nuevo Mundo", con la presencia de Jean Schuster, José Pierre y Edouard Jaguer.

CG | En realidad, yo creo que su verdadera última aparición en público fue aquélla, la del día de su muerte. Pero sí, en esa exposición presentó su último libro. Él no presentaba sus libros, pero lo hizo en esa oportunidad. Fue en la "Sala Borges", del tercer piso, en la Biblioteca Nacional. ¡Estaba todo el mundo!: gente que hacía tiempo que no veíamos o que no nos percatábamos que nos seguían, algunas sombras, algunos muertos… En una mesa vidriada expuso mi libro [ El regreso de Jonás ], con una foto mía que no sabía que él tenía (yo aparecía junto a Vogelmann, tal vez era en la casa de Girondo, no estoy muy segura). Por esos días vivíamos juntos y teníamos un lindo departamento en un pulmón de manzana, en la calle Ayacucho 1027; se llamaba "la Galaxia". No es que viviéramos allí todos los días, ni todo el tiempo: pasábamos 15 días, una semana o día por medio. Y había temporadas en las que no íbamos más que de día. Enrique la alquilaba gratis -tal vez por eso era tan linda y tan cómoda y estaba tan bien ubicada-, como resultado de un intercambio con el dueño de casa. Éste último, un personaje bastante pintoresco, como sabía que Enrique era muy importante, pero que él era mucho más importante que Enrique en cuanto a poesía -puesto que pertenecía a la Academia Nacional del Tango-, recibía sus textos y sus poemas y se los corregía. Entonces Enrique se reservaba sus originales, pero le daba una copia pidiéndole de rodillas que se los corrigiera. Y el dueño, que estaba muy impresionado, por agradecimiento, le dejaba la casa gratis.

JCO | Pero Molina no murió en esa casa.

CG | No, murió en la casa de Genoveva. Pero en sus últimos tiempos él estaba muy deteriorado. Así como nunca le había pasado nada en su vida, las tuvo todas antes de morir: operaciones, infartos, etc., etc. Últimamente los amigos lo llevaban alzado de los brazos. Y anímicamente, se sentía muy humillado.

JCO | ¿Cómo fue que recibiste la noticia de su muerte?

CG | Cuando murió, yo vivía en un hotel. Me llamó nuestro amigo Miguel Espejo, que era nuestro pied-à-terre, nuestro apoyo, nuestro cable a tierra. Era como a las doce de la noche del día 13 de noviembre [1996]. Casualmente atendí yo el teléfono, y me dijo: "Bueno Celia, falleció Enrique". Y me quedé parada, con la boca abierta, sin pronunciar una palabra. Un momento después volví a escuchar la voz de Miguel del otro lado del teléfono, ya en un tono muy enojado (porque es un hombre que se enoja muy a menudo): "¡Bueno Celia, mirá! ¿Yo creo que te lo tenía que decir, no?".
Bueno, lloré. Lloré mucho, pero muy en silencio. Me fui en silencio hacia el velorio. Encontré poca gente, pero había algunos que hacían escenas de histeria; otros, de "aquí no pasa nada" (otra forma de histeria, supongo), y yo que estaba sorprendida de ver, al mismo tiempo, un "cadáver exquisito" y un cadáver que me producía la mayor tristeza del mundo. Lo besé, lo despedí… Y bueno, Enrique sigue estando naturalmente conmigo, con todos nosotros…

JCO | ¿De qué modo?

CG | A veces se viene con su ataúd a cuestas -y los rollitos caen, ¿no?-; a veces se viene en camiseta, y, de la cintura para abajo, desnudo; a veces muy empilchado; a veces con su traje de marinerito con el cual recibió el Gran Premio de Honor del Fondo Nacional de las Artes; a veces se viene volando, como los pajaritos -él decía que los únicos animales domésticos que podían hacerle compañía al hombre, eran los pajaritos; Julio Llinás, fijate qué diferencia, decía que eran los únicos animales domésticos que lo aterraban.

JCO | El amor que Molina sentía por las aves, acaso provenga de su recuerdo de las gaviotas: esas aves que seguramente le acompañarían en sus travesías por el mar…

CG | Sí, gaviotas con una sola ala. O el ala sola de la gaviota… Es curioso, porque tiene ese libro: El ala de la gaviota … y yo comprendí muy bien que no podían ser "las alas de la gaviota", ¡tenía que ser " el ala", como en Brancusi!, ¡qué maravilla Brancusi!: siempre un ala, solamente.

JCO | Tu último libro es un homenaje a Molina…

CG | Íntegramente, y todos los poemas escritos enseguida después de su muerte. Lo publicó mi querida editorial Argonauta; allí lo dejé sin pronunciar palabra, y me lo publicaron, con la condición de que no llamara para preguntar cuándo ni dónde. Hasta que un día, Mario [Pellegrini], el director de la editorial, me llamó para decirme: "Celia, te olvidaste que acá tenés un libro". ¡Desde luego que no me había olvidado!

JCO | Se ha dicho seguramente, y con toda razón, que quizás ese sea tu mejor libro.

CG | ¡No lo sé! Yo lo quiero mucho. A El regreso de Jonás, también. Pero, todo el mundo dice que sí, que es el mejor. Pero también, entre libro y libro, son muy dispares mis estilos.

JCO | En esos momentos, prácticamente el grupo se está disgregando por las muertes sucesivas de sus animadores… Poco tiempo después, mueren Olga Orozco, Francisco Madariaga…

CG | Después de una enfermedad muy terrible muere "Coco" [Madariaga], muy terrible… con la pérdida de sus fuerzas. Y yo fui una de las últimas en verlo, porque fui al hospital, con mi amigo Julio Salgado, puesto que yo sola no me atrevía, y a los dos o tres días murió. Estaba en el Hospital de Clínicas, ya con dificultades respiratorias…
Fueron años, éstos últimos, en los que unos tras otros se fueron muriendo, "como si nos persiguiera la Parca", como decía Enrique. "La Parca está ahí… ¿La ves?" Y realmente la ví, porque mis amigos se fueron yendo. Tengo nuevos amigos por supuesto, pero ya no puedo decir "mis amigos desde los trece años", "los amigos que me traían desde la casa de Oliverio"… Así que por lo tanto, bueno, mi sensación fue muy tremenda, de mucho, muchísimo dolor, de ver cómo se iban mis amigos y también de ver cómo se acababa una época: la época de mis amigos.

JCO | Eras muy joven, con respecto a ellos…

CG | Yo era la "Benjamín", la chiquitita. La más joven, sí.

JCO | …Simplemente viste el paso de una generación a otra…

CG | Tal cual, y te juro que es muy… La sensación que tengo es la de la clausura de algo. Y fuera de mí, ¿no?

JCO | Qué curioso, y qué terrible a la vez, que del mismo seno de este grupo surrealista no haya podido surgir una nueva generación. Como sí ocurrió con otros grupos en el exterior: el de París o el de Praga por ejemplo. ¿A qué lo adjudicás?

CG | Quizás porque éramos muy cerrados; o quizás, porque algunos murieron de una manera trágica, como murió "Coco"… Enrique, a pesar de todo, llegó a una edad bastante avanzada; Latorre, murió de su aprensión a la muerte -aunque estaba lleno de vida, naturalmente-; Alejandra, ¡qué te parece! -ella no era del grupo, pero de todas maneras estaba.
Aunque, por supuesto, esto no agota todas las explicaciones: ya que ha habido y hay gente como Julio Salgado, a quien identifico con la poesía surrealista, con sus libros Escritos sobre los animales solitarios o Agua de Piedra

JCO | Pero paradójicamente, mal que les pese a los enemigos del surrealismo, la poesía que produjo esta generación de la que hablamos es la única que pueden leer los jóvenes en este momento, y es la única que evidentemente leen.

CG | Naturalmente. Es paradojal. De un lado, muy bueno y, por otro lado, muy malo. Pero de alguna manera sí, es verdad que dejaron semilla. ¡Siempre hay algo que no muere!

JCO | Me doy cuenta que, a lo largo de todas estas entrevistas, casi no hemos mencionado la figura de Olga Orozco. ¿Qué podrías agregar acerca de ella?

CG | Olga era mucha mujer, era una gran poeta. Y también un ser sumamente contradictorio, como todo ser humano, con sus imperfecciones y sus magnificencias. Ella era más sosegada, más formal que nosotros. Aunque también tuvo sus momentos de exaltación, sus ingresos en las comisarías. Siempre por motivos de rebeldía, por su inadecuación, como todos nosotros. Nunca estuvimos en la perversión o en la cosa insana. Al contrario, estuvimos en la poesía, en la libertad, en el amor: eso no es insano. A pesar de vidas como la de Alejandra, o de sombras como las que yo misma he podido atravesar en algún momento, siempre eran superiores nuestra libertad y nuestra alegría. Todos éramos "pasitas de uva" algunas veces, como Ceselli; todos éramos grandes miedosos como el "Chino"; o silenciosos como "Freddy" o como "Coco"; o "patafísicos" como Bayley…

JCO | Al cabo de todos estos recuerdos y de todas estas alegrías y tristezas que acabás de enumerar… De todo lo vivido, ¿vos dirías que valió la pena?

CG | ¡Valió la vida! ¡Valió el mundo! Sí, tuvimos penas, muchísimas penas. Las penas mías de perderlos a todos, por ejemplo. Pero valió la alegría, valió la vida, el haber podido alcanzar una vida maravillosa, frente a la vida gris.


Juan Carlos Otaño (Argentina). Poeta y fotógrafo. Fue director de la revista El Hemofílico. Entrevista publicada en www.archivosurrealista.com.ar, Buenos Aires, diciembre de 2003/enero de 2004. Contacto: jcotano@archivosurrealista.com.ar. Página ilustrada con obras de Fabio Rincones (Venezuela), artista invitado de esta edición de ARC.






Um comentário:

  1. Hola amigos. Gracias por esta entrevista -que recién descubro-. Un detalle: hay un error en el apellido de Otaño. Un abrazo!

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