Traganíquel 1 | El traganíquel, que en algunas regiones de América Latina se llama “vitrola”, “victrola” o inclusive “piano” o “rocola”, podría ser una suerte de altar o de tabernáculo de la religión del bolero.
Voy a señalar varias instancias del bolero, como si el repertorio estuviera en diferentes traganíqules.
No hay necesidad de echar monedas en la ranura del recuerdo para que nos asalten varias instancias pasadas y presentes en torno de esa música bailable, cantable, sufrible, gozable, amable y detestable a un mismo tiempo que es el bolero.
En el mapa del bolero hay vitrolas en las que suena solamente, casi de manera privativa, el bolero mexicano, el de tríos como Los Panchos, llenos de sacarina y nostalgia.
Hay otras vitrolas que no olvidan el aporte colombiano al bolero en las que se oye alguna pieza clásica del recientemente fallecido José Barros o ese bolero de Lucho Bermúdez que se hizo delicias en la voz de Matilde Díaz, “Te busco”. En algunas habita, como si se tratara de una inmensa ballena, lo que para mi gusto musical es lo mejor del bolero, de ese género que muy pronto se distanció y que muy pronto volvió a tener contactos con España. Hablo de la cadencia venida de esa gran matriz musical que es la música de Cuba. Una música que, no obstante haber cercenado su lado indígena a través de sus olvidados areítos, lejos de las sonajas y fotutos de esa prehistoria musical, se mestizó en momentos tan ricos como el danzón, el son, el chá y el bolero.
Todavía, cuando voy a La Habana y entro al Monseñor, donde tocaba el inmortal “Bola de Nieve”, pueden sentirse los pasos rastrillados de antiguos bailarines ya muertos y la voz pedregosa de don Ignacio Villa. Algunas de sus composiciones suenan en la memoria recodándonos las vecindades de poema y bolero.
Traganíquel 2 | Cuentan que cuando Bola de Nieve pedaleaba su piano en épocas del cine mudo, cuando se hizo el mejor cine, antes de pasar de ser mudo a ser ciego, Ignacio Villa alias “Bola de Nieve”, recorría desde su piano la geografía del sueño. Decía que su voz de lija era una voz de botellero, de esos hombres que en las viejas calles cambiaban a los niños pirulís por botellas.
Yo lo pongo a cantar en las mañanas. Y lo imagino en una silenciosa película que filma mi adentro: “Bola de Nieve” recorre pedaleando con su piano una legión de paisajes, de seres y de olvidos. Y Paul Robeson lo mira cruzar a su lado, agitando su mano enguantada como la fruta de la guama, mientras canta una “bequeriana” o la graciosa canción de “Mesié Juilián”.
Y ahí cruza el aire como si no reposara en un solar de muerte en vecindades del azul, del cielo azul de su país, justo allí, en la sonora Guanabacoa. Y si bajo el telón y no hay más monedas para echar al traganíquel, “Bola de Nieve” rueda su voz por las pendientes del recuerdo y crece en el silencio su exuberante flor de la canela.
De nuevo, poetas, un guiño de una febril poesía.
Traganíquel 3 | Lo mismo podría hacerse cuando se oye a Antonio Machín, nacido en Sagua la Grande, provincia de Las Villas, ese gran bolerista que en España, donde murió, se considera vivo como el cadáver de “El Cid”, ganando la batalla de los sentimientos más sencillos.
Machín amaba la poesía desde cuando tarareaba canciones siendo alarife, un albañil en Cuba que entre empañetar casas y acomodar ladrillos, soltaba su hermosa voz para darle ritmo a las casas en construcción.
Para no dejarle todo el coto de caza del bolero, cómo no recordar una voz pequeña pero más que armoniosa, una cadencia que influyó en tantos cantantes, desde Vitín Avilés y Felipe Pirela hasta Jimmy Savater, Cheo Feliciano y Héctor Lavoe.
Lo anuncio con una fanfarria, como se haría en un bar de las antillas: el puertorriqueño renovador del bolero, Tito Rodríguez.
Traganíquel 4 | Quien dude de la relación del bolero con la poesía, con la tragedia que ronda muchas veces esas dos instancias creativas, que vaya a las páginas de Guillermo Cabrera Infante en “Ella cantaba boleros”, un homenaje a la que el llamaba “la estrella”, Fredesbinda García, más conocida como La Freddy, una muchacha del servicio doméstico a la que no pudieron domesticarle su voz ni su bohemia y que fuera descubierta en 1959 con unas palabras recogidas en la revista habanera “Show”: “del servicio doméstico surge una bolerista que pesa 220 libras. Su rostro parece una luna llena color sepia. ¡Pero cómo canta boleros esta voluminosa mujer!”.
Traganíquel 5 | Hay quienes señalan con desdén la poética del bolero, tan cercana al “kitsch”, palabreja alemana que designa lo pretencioso que se avecina con lo cursi. Y pueden, qué duda cabe, tener razón. Sólo que huyéndole al “kitsch” también le huirían a Rimbaud, poeta que podría tener todo menos un grado de cursilería o de pretensión ante su destino o su tragedia.
Cuando Rimbaud dice en “Una temporada en el infierno”: “Gustaba de las pinturas idiotas, ornamentos de puertas, decorados, telas de saltimbanquis, enseñas, iluminadas estampas populares, la literatura pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestros abuelas, cuentos de hadas, pequeños libros de infancia, viejas óperas, estribillos bobos, ritmos ingenuos”, ¿no hablaba ya de una estética del “kitsch”? ¿No señalaba que esos aires ingenuos a veces tienen más pureza y hondura que tantas preocupaciones ontológicas y tantos falsos hermetismos?
Todo ese recuento de sentires populares deviene poesía en el bolero.
Traganíquel 6 | No se si esto figure en algún tratado de ornitofilia, pero lo cierto es que en las noches de bohemia, en algún rincón del Caribe y del cruce de las habaneras calles Prado y Neptuno, se reunían los trasnochadores a mesurar sus tragos tomando una espesa sopa de tortuga. No se si esto lo soñé o lo leí al acaso en un libro olvidado o alguien lo narró al trasluz de las copas que deforman la realidad como un gran calidoscopio.
Pero es de suponer que alguna vez, en un restaurante mañanero e insomne de La Habana, se encontraron el cantante bohemio y el poeta gastrónomo. Se trata, para no dilatar más el asunto, del gran bolerista Bienvenido Granda y del poeta gastrónomo don José Lezama Lima.
El bohemio cantor habría salido de alguna emisora –quizá Radio Progreso-, donde cantaba con la Sonora Matancera un bolero, un merengue, un bolerengue. Con sus bigotes de herradura, caídos, espesos y negros, Bienvenido Granda tomaría su crema de tortuga, en un cuchareo musical que recordaba acaso una canción: “Morena”, del haitiano Guy du Rosier, o un trozo en donde Lino Frías hacía llover sobre su piano la lluvia formidable de sus dedos.
El poeta, el gastrónomo de las viandas habaneras, don José Lezama Lima, llegaría puntual al rito de la sopa, y pensaría en el poeta Julián del Casal o en sus versos del “Llamado del deseoso”.
Lo cierto es lo que dicta la buena imaginación. Imagino a Lezama cuando observaba a un hombre sumido en su sopa, sin levantar cabeza, un hombre que al culminar su cuchareo y erguir su cabeza, le daría al poeta la posibilidad de la metáfora: Bienvenido Granda era un hombre con un bigote tan negro y tan espeso que parecía siempre estar comiéndose una golondrina.
Por algo le decían “el bigote que canta”.
Debo decir que esto jamás ocurrió, pero gracias a la libertad que me entrega por partida doble la poesía y el bolero, gestores de imposibles, me atrevo a señalarlo para algún libro de encuentros imaginarios, o para algún curioso manual de ornitofilia.
Traganíquel 7 | Unos pocos años después de que el bolero saliera por puertas y ventanas de las casas soleadas de su lugar de nacimiento: Santiago de Cuba, este ritmo se regó por toda la región antillana.
Yo imagino que así como los estibadores subían a las naves surtas en los puertos racimos de plátano, bultos de cacao o grandes pacas de algodón, muchos marineros subieron a los barcos el ritmo meloso del bolero. Lo llevaban en sus memorias como un polizón y luego, en alta mar, dejaban salir esos recuerdos bailables y sentimentales en forma de tarareo o de silbido.
El bolero se bajó entonces de piraguas y canoas y se subió a los grandes navíos comerciales, primero para recorrer el continente americano y luego para regresarle modificado –y muy mejorado-, un aire musical a España, como si se les devolvieran unas nuevas carabelas cargadas de puro sabor. De purísima inspiración mestiza y criolla, ¡caballeros!
Es difícil decir quién es el fundador de una música, tanto como decir quién es el fundador de un baile. Son asuntos que se hacen de a poquito y entre todos, de manera colectiva: uno pone un ritmo, otro una letra, alguien más le agrega una interpretación, otros más le incorporan sus pasos en la pista de baile.
Sin embargo nuestro amigo cubano Helio Orovio se anima y señala que el primer bolero de que se tenga noticia, cuya composición data de 1883, se titula “Tristezas”, con lo cual se inicia una saga de melancolías, y se le adeuda a José Sánchez, un santiaguero más conocido como Pepe Sánchez, que además de bolerista fue guarachero y, antes que nada, trovador.
De don Pepe, pasando por el maravilloso Sindo Garay y haciendo grata escala en las barriadas populosas donde vivían cada uno de los tres Matamoros, el bolero ha sonado en todas las rocolas de América, en los oídos abiertos de un continente que antes de acudir al doctor Freud o a Lacan a la hora de sus sinsabores amorosos, acude al diván del bolero.
Sintetizando el asunto para no sentirnos repitiendo un viejo long play, el bolero tiene carta de navegación musical desde finales del siglo XIX, desde esa mañana en que Pepe Sánchez, guitarra en mano cantó su fundacional bolero en el que decía: “No hay pena mayor que me haga sentir/ cuánto sufro y padezco por ti”.
Traganíquel 8 (Bolero y Tarantismo) | Todos los boleros nacen en la caleta del pecho y desembocan en la calle. Pero hay calles ligadas a la evocación que nos remiten más que otras al bolero, como hay ciudades que tienen su ritmo secreto.
Para mí esa ciudad es Medellín, así esté oculto su bolerismo bajo los fuelles del bandoneón, bajo las voces del tango. Los bolerólatras que tuvimos una infancia en ese valle, que por esas calendas era un conato de ciudad cuya forma repetía la estructura ósea de un pescado: una larga calle como espina dorsal y pequeñas callejuelas saliendo hacia los montes, supimos del bolero en las esquinas.
Sí, un bolero brotaba de un surtidor de música que tenía el alias de rocola, por lares de Barriotriste. Al paso del alarife que cruzaba las calles de La Floresta, el silbo era, por supuesto, el del bolero. Y por Boston y por Aranjuez y en los lares de Otrabanda, el bolero.
Ahora, y a propósito de la zona de Otrabanda, cómo no mencionar dos palabras que designan un par de ámbitos, cuya escritura empieza con la b de bailes o de besos, de bálsamo y balanceo. Me refiero a la palabra bolero y a la palabra bar, asociadas desde que el amor y la ebriedad bailan su antigua ronda, aún en esos que no son rumbeaderos sino lánguidos tristeaderos donde también se escucha música de telaraña.
A cada rato regreso a Medellín, a esa ciudad donde más claro me resulta que Dios inventó a las muchachas para goce y sufrimiento de los poetas (he ahí otro tema para un bolero). Y en esa vocación de bumerang, mientras más lejos me arrojan la vida o el azar, se que regreso al punto de partida, a las raíces que se tienden sin otro estímulo que ellas mismas para anclarme, no en un pasado nostálgico, sino en un amplio tejido vital que se hila de futuros ya cumplidos.
Voy por calles de La Habana o de México, por rincones de Bogotá, de Barranquilla o cualquier otro fundo, y puedo ser arrastrado por la música sin que se me imponga un ritmo único, desde el mambo o el porro hasta la cumbia o el son. Puede inclusive ser una charanga: la elección depende del ánimo, del silencio o el furor.
Pero en Medellín no: bajo su cielo de cobalto, a cualquier hora y en cualquier lugar, me acecha un bolero, su ubicuidad melodiosa. Y es que el oído está acostumbrado a nuestras primeras músicas, como los pies de quien sufre de tarantismo, a moverse por su cuenta.
El tarantismo es, por si las dudas, una condición patológica que se manifiesta en el hombre por un ataque de baile irrefrenable. Se dice que en Aachen, Alemania, en un mediodía de julio de 1374, un enjambre de hombres y mujeres iniciaron una coreografía frenética y mucho más que compulsiva por las calles, un ataque de baile como existen los ataques de risa, que duró hasta que lesionados, exhaustos, casi muertos, cayeron en el profundo foso de un agotamiento colosal, luego de cinco febriles noches de iniciado el bailoteo.
Tal me ocurre con el bolero, con el tarantismo de su música: oigo uno que me gusta y ya quiero escucharlos todos. Para curarme de esa anomalía, si estoy en Medellín, me dirijo sin saber cómo ni a qué horas, a la zona de Otrabanda: pido un bolero doble y lo sirvo en un vaso del bar, en un coctel personal para la sed de la noche.
Traganíquel 9 (Más poesía y más boleros) | Todo poema de desamor –y recuerdo ahora el “Tango del viudo”, de Pablo Neruda, o ese otro de Henri Michaux dedicado a Juana, la que se divertía seduciendo a los muchachos “con su triste mirada de hospital-es proporcional en su intensidad al amor que desaloja.
Igual cosa ocurre con los poemas de amor, con esa lírica que asume como centro de gravedad la pasión o el festejo de Eros: al fondo, al final de cada tema, está el otro, la persona amada.
De todas estas pasiones amorosas, da cuenta, más aún que el poema, el bolero.
Cuando un viejo anarquista decía, como adelantándose a la idea de Borges de que el amor es la única religión cuyo Dios es falible, que la pasión amorosa no correspondida es igual al caso del gusano enamorado de una estrella, estoy seguro –y ya no recuerdo si el aserto es de Bakunin, de Kropotkin o de Malatesta-, que no escuchó ni trompetas apocalípticas ni el órgano de una catedral: oyó, de seguro, junto al tic-tac del corazón, algo parecido a las notas remotas de un bolero.
Si esto lo señalamos de alguien como Bakunin, qué podríamos decir de un hombre de estas tierras. La educación sentimental del hombre latinoamericano, su cercanía a una poesía popular que casi siempre le ha llegado más por vías del bolero, de su música y su jadeo, que del verso en sí mismo. El bolero le ha puesto en el centro de su vida un lirismo bailable.
¿No podría uno imaginar, cuando el Papa del surrealismo, André Breton, señalaba que “amar es estar seguro de sí”, esa misma frase en labios de Lucho Gatica? Si hasta en Rilke hay bolero. ¿No oye quien lee estos versos del autor de las “Elegías de Duino” la voz entrecortada de Pedro Vargas repitiendo que “no somos más que boca que canta el corazón”?
Me atrevo, así se enardezcan los poetas puros, a señalar que no hay casi ningún poeta ni ningún gran pensador al que no asalte, de cuando en cuando, el bolero.
No así los militares, que como en el caso de Napoleón, están más cerca de la ranchera. Esta frase de Bonaparte podría haber salido muy bien de boca de Jorge Negrete: “La bala que me haya de matar no ha sido fabricada todavía”.
Pero volvamos al bolero. ¿No bastaría aplicar bien el oído, como esos niños que en el campo lo ponen contra la carrilera para saber si algún tren se aproxima, a la poesía o a la lírica de la novela para oír al fondo un bolero?
Fragmentos de “El amante de Lady Chaterley” o de “Madame Bovary”, resultarían así un coto de caza para Agustín Lara o para Bobby Capó.
Repito que en la educación sentimental de nuestros pueblos, más que acudir a Freud o a Lacan al momento de la crisis amorosa, de la catarsis si se quiere del amor o el desamor, hombres y mujeres acudimos al diván del bolero.
Cuántos enamorados, luego de la ausencia o el desamor –despecho le dicen algunos a ese momento en que lo que más se tiene es precisamente pecho, corazón habitado por tormentas-, no logran su ensalmo, su hechizo, su vitalidad hiperbólica en versos como este de un bolero magistral.: “Aunque me cueste la vida, sigo buscando tu amor, te sigo amando, voy preguntando, dónde poderte encontrar”.
Ese fragmento, que podría servir de itinerario del bolero por su carácter nómada: “aunque vayas donde vayas, al fin del mundo yo iré”, no es otra cosa que una hipérbole, que ese pensar con el deseo, tan propio del bolero y de nuestros pueblos.
La lógica del que ve esto desde afuera, con aquello que Bertolt Brecht llamó distanciamiento, se podría preguntar, dado el origen popular del bolero, cómo un hombre que haya gastado sus últimas monedas en el bar, frente al traganíquel, a la engullidora rocola que ejerce su juglaría mecánica, puede creer que sin moverse de su silla irá “al fin del mundo” con tal de oír el sí de su amada.
Pero la lógica del bolero es una lógica de la utopía, del deseo de alcanzar lo inalcanzable.
Casi no hay –e incluyo en esto al otro bastión de la música popular, el tango- una música que, como el bolero, haga más suya su vocación de atrapar imposibles, algo que lo emparentará, siempre, con la poesía.
Así, alguien, ojalá Alberto Beltrán, pueda encontrar “los aretes que le faltan a la luna”, o hacer “la noche perpetua” como en el legendario bolero “Reloj” o, más aún, asegurar que una mujer llevará, antes que el sabor de un pintalabios, un indeleble “sabor a mí”.
Eso, y ponerse citas imposibles. Más que en un parque (mucha gente alrededor), más que en un cine (muy oscuro para mirar los ojos de la amada o del amado), más que en las contingencias cotidianas, el bolerista –por algo ama la utopía-, cita al objeto de su amor nada menos que en el cielo y, por si fuera poco, después de la muerte: “Espérame en el cielo corazón, si es que te vas primero. Espérame, que pronto yo me iré, para empezar de nuevo. Este amor es tan grande y tan grande que nunca termina, y esta vida es tan corta que no basta para nuestro idilio”.
Nadie enamorado se va a parar en incongruencias, a preguntarse si podría haber un amor tan grande y tan grande. Pero si usted se pone a dudar de la certeza del bolero, de sus grandes verdades no comprobables, pues parafraseando al gran letrista, no llame corazón lo que usted tiene.
A propósito de despropósitos, una tarde en Managua Jorge Enrique Adoum me mostró, con sorna y cariño a la vez, la incongruencia de un bolero que dice que “no me cansaría de decirte siempre pero siempre siempre, que eres en mi vida ansiedad, angustia, desesperación”, lo que equivaldría a una queja, a una cantaleta eterna, aunque estuviera acompañada de maracas.
La razón indicaría que una mujer a quien quiere seducirse no se arrimaría a alguien que le va a decir, durante toda la existencia, que ella causa “angustia y desesperación”.
Lo anterior sirva solo para señalar la presencia del absurdo en el bolero y para no dejarle esto solamente a Beckett o a Ionesco.
A propósito, Beckett dijo que “el hábito es la gran sordina”. ¿No es el bolero el hábito asordinado del sentimiento?
Traganíquel 10 | Todos, absolutamente todos los sentimientos, todas las estéticas, caben en el bolero.
Hay muchos ejemplos. La ironía de un bolero que no obstante ser una canción latina podría haber sido escrito, quién lo creyera, por un compositor alemán, el fundador del legendario grupo Alzheimer. Hablo de esa canción que expresa en uno de sus versos un orgulloso y pleno desenfado: “a pesar de lo mucho que te amé, me puedes tu creer, se me olvidó tu nombre”.
También hay quien tiene una suerte de visión planetaria del amor: “Qué me importa que el cielo no tenga estrellas ni luna, si yo tengo en tus ojos el cielo, la luna y el mar”. Y un sentir religioso: “Santa, santa mía, mujer que brilla en mi existencia, Santa, sé mi guía, en el triste calvario del vivir”.
Un viejo bolero nutricio mezcla harina, levadura y cariño: “Amor es el pan de la vida”. Y hay desvelos de amor que en la voz de Celia Cruz se hacen ensoñación: “Dejo el lecho y me asomo a la ventana, contemplo de la noche su esplendor”.
Sentimientos, deseos, no hay obstáculos para el bolerista, capaz de ejercer oficios tan exuberantes como el de buzo: “Por hondo que sea el mar profundo no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no pueda romper”.
El kitsch. El gran lirismo. Las pruebas del dolor espiritual. El humor, muchas veces inconsciente. La vida toda fluye en un bolero.
Qué político de América Latina no quisiera que alguien, desglosando la estrofa de un bolero, le dijera trocando amor en ideología: “Supiste esclarecer mis pensamientos, me diste la verdad que yo soñé”.
Sí, la vida fluye en un bolero. El transcurrir del tiempo, que va más allá del tiempo mecánico de los relojes. Cuando el bolerista le pide al reloj que no marque las horas y le implora: “Detén el tiempo en tus brazos, haz esta noche perpetua”, en mi mente surreal aparece una de las más bellas imágenes del cine mudo: Harold Lloyd pende, más que de las manecillas, de su propio sombrero canotier, mientras intenta detener los brazos del implacable reloj de una alta torre.
Es una escena de una poética cercana al bolero, otro guiño a Lucho Gatica.
He querido señalar el humor que subyace en la ternura del bolero, pues no hay rasgo más humano que el que descansa en el humorismo. Pero más allá de esto, está su hondo lirismo: las voces de Tito Rodríguez, del inmortal Benny Moré, aunque algunos lo recuerden más como sonero que como bolerista (mientras escribo esto oigo, una y otra vez, el más espléndido de sus boleros “Cómo fue”), o las voces de Toña la Negra, Luis Alcaraz, Leo Marini, Cheo Feliciano, César Portillo de la Luz, Bola de Nieve y compositores como Agustín Lara, ese modernista del bolero, o como María Greever, José Antonio Méndez, Rafael Hernández, Guty Cárdenas, Consuelo Velásquez, entre otros, forman un santoral en la educación sentimental y poética de América Latina.
La envidia de cualquier poeta por encontrar aquellos legendarios aretes de la luna, es proporcional a la envidia que suscita la popularidad del bolero lírico.
No hay sentimiento, por pobre que resulte la esfera sentimental para la poesía, ni alegría o tristeza, que no hayan sido llevados al plano del bolero.
Todo cambia mientras gira la luna negra del disco, pero aún así, el reino del bolero no es exclusivo de la nostalgia. Es el de la evocación desde un presente que se perpetúa cada noche junto a la rocola, algo así como un capítulo del amor en Occidente.
Más allá de las racionalidades al bolero, todo, le “sobra mucho, pero mucho corazón”.
Tras la pesquisa anterior, tras un memorioso rastreo, todo me lleva a pensar que el perro de la R.C.A. Víctor, ese perro melómano que ponía impasible su oreja en la flor metálica de una vitrola, lo que oía era un bolero. A lo mejor fuera un tango, pero con esa estampa de fondo proveniente del almacén de imágenes de la infancia, de un lugar donde embodegamos jirones de tiempos idos, no me queda otra cosa que garabatear una pequeña plegaria desde el bolero mismo:
Bolero,
Adorarte para mí fue religión. Aunque perdiera el arcoiris su belleza Me gusta todo lo tuyo, todo me gusta de ti. Bolero, En la boca llevarás el mar, espejo de mi corazón. Bolero, Si acaso te ofendí, perdón. En esta vida lo mejor es callar. |
Juan Manuel Roca (Colombia, 1946). Poeta, crítico de arte y periodista. Ha publicado los libros Ciudadano de la noche (1989), Teatro de sombras con César Vallejo (2002), Un violín para Chagall (2003), Las hipótesis de Nadie (2005), El ángel sitiado y otros poemas (2006), y Testamentos (2008). Contacto: juan_manuelroca@hotmail.com. Página ilustrada con obras del artista Carlos Colombino (Paraguay).
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