Pierre Bonnard (Fontenay-aux Roses, 1867 - Le Cannet, 1947), es sin duda, el mayor ejemplo de las exclusiones históricas que marcó la crítica de arte del siglo XX. Bonnard creció alineado en la tradición del panteísmo sensualista y cromático que definía el tópico estético de luz y color – Monet, Gauguin y Matisse- que convirtió a la pintura francesa en una añoranza de eternidad pictórica. El incómodo Cézanne, los constructivistas policromos de inicios de siglo, el transcendentalismo geometrista de Cercle et Carré quedan al margen, por supuesto. Sin embargo, la pintura de Bonnard adquiere niveles de originalidad en la muestra que organiza el El Metropolitan Museum of Art de Nueva York, que presenta una exposición dedicada a la obra de Pierre Bonnard, con obras realizadas entre 1923 y 1947, cuyo eje temático en su pintura de interiores; un género en el que el francés destacó notablemente, como podemos comprobar en algunas de sus obras más celebradas de 1932 -Dining Room at Le Cannet, The White Interior o The French Window- que constituyen el núcleo duro de esta exposición, en la que se presentan un total de 80 piezas del artista (45 pinturas, 16 acuarelas y 19 dibujos).
En 1998 pudo verse en la Tate Gallery de Londres, una inesperada selección del artista. La muestra quedó en una invitación a la aventura de Bonnard. Pero la retrospectiva que el Metropolitan Museum presenta en esta ocasión, y particularmente ese cuidadoso subrayado de las escenas de baño, en las antípodas de Cézanne y Picasso, nos acerca al núcleo creativo de Bonnard. La impecable secuencia narrativa distribuida en las salas da la seriedad con que el artista afrontó, a contrapelo de convenciones, el proceso siempre tentativo de educar la mirada en la perfección visual. El ojo y la mirada son para Bonnard los agentes de una renovada experiencia estética que, a través de unos temas de siempre, naturaleza y paisaje, construcciones, desnudos, retratos y autorretratos, nos adiestran en el goce de lo que vemos. Pero a partir de una doble polarización: intensidad e interioridad.
Pierre Bonnard, hijo sensible de la burguesía ascendente, saltó a la pintura en unas oposiciones al funcionarioestatal. Lanzado al arte se vinculó con mayor aliento que convicción al grupo de los Nabis, seguidores del cromatismo plano y la sencillez constructiva e Gauguin, con un punto de mesianismo social del que Bonnard siempre desconfió.
Su afinidad electiva fue Vuillard y la beligerancia peleona de la Revue Blanche su campo de acción, capitaneada por el coleccionista Natason y la vehemente Misia, más tarde Madame Sert. El anarquismo vital y el descaro inconformalista fin de siécle convierten al artista en un irónico fláneur de la calle parisina que comparte en la figuración el plano de voluntad exótica de Toulouse- Lautrec y las invectivas disolventes de Ubu roi, de Jarry es para Bonnard la tentación del presente en unos años de aprendizaje acelerado. La tendencia de Bonnard hacia el intimismo constrictivo, la búsqueda de una percepción subjetiva e internalizada a través del color y el espacio se convierten muy pronto en las raíces de un lenguaje visual rico y personal. A partir de 1908, el estilo de Bonnard se aleja del impresionismo y las convenciones naturalistas y se depura en el proceso de una síntesis imaginativa que lo convirtió en el gran periférico de las vanguardias del siglo XX. Es, sin discusión, uno de los mayores coloristas modernos, capaz como nadie de extraer del naturalismo romántico unos signos formales positivos y originales.
En la década de los veinte, decepcionado del decorativismo anecdótico del visualismo fauve, se recluye en un ámbito cerrado que lo acerca a las poéticas de Mallaré, al intuicionismo bergsoniano. Le sobra cuanto va más allá del objeto y su mediación a través del color y la composición. Personalmente le basta con la presencia inquietante de Martre, su compañera, criatura también mágica para él, para destilar de un complejo complot depresivo. Motivo eterno de su pintura: cómo construir un instante visual con soportes formales. Bonnard es también, por qué no, uno de los grandes artífices de la mirada moderna, ajeno por entero a la dinámica de negatividades que llamamos vanguardias históricas, pero con matices que marcaron la profunda huella del artista. Aspira a reproducir sobre el lienzo sólo aquellos “instantes de visión”, capaces de configurar sensaciones sensibles que convierten en espectrales sus escenas de baño y en inquietantes sus plácidos interiores. Quedan así en espacios sin tiempo, en bellísimos artificios visuales que disuelven los límites entre el objeto y sus fondos. Son, por ejemplo, gamas de amarillo que disuelven en ocre rostros más y más genéricos, descarnados y delimitados en un tiempo de arte. Sus pinturas de estos años se caracterizan por el uso muy particular del color, con una paleta brillante y llena de matices, así como de la iluminación, las composiciones y la perspectiva, configurando escenas en las que los objetos y el espacio aparecen como elementos superpuestos, alterándose de este modo la percepción de las distancias.
Para Bonnard pensar en pintura no es sino intensificar el valor de cada gama cromática, su densidad y transparencia. Biografía y autobiografía se entrecruzan en el acto pictórico que condensan las obras. El arte de Bonnard es complejo. Elija el mejor artista de nuestro tiempo, preguntaron a Balthus. ¿ Bonnard o Matisse? Bonnard…¡ Para qué más! El color se razona mejor que el dibujo, repetía nuestro artista a su sobrino Terrase. No es casual que se haya convertido en el enemigo declarado del mecanicismo de la historiografía lineal que sitúa en las secuencias de influencias y negaciones el proceso de lo nuevo. El desdén de Picasso hacia la pintura de Bonnard pone el dedo en la llaga de una intensidad mal comprendida en tiempos de frentes y batallas estéticas. Su pintura, decía Picasso, es una "mescolanza de indecisiones", sin entender que esos titubeos hacen la grandeza artística de Bonnard reducir la pintura a un registro de sensaciones perceptivas y visuales sobre las que se construyen nuevas formas de mirar. Las obras últimas alcanzan el impresionante estadio de depuración que califica el gran arte. El almendro, por ejemplo, traduce una secuencia de pinceladas breves en azul y blanco, El baño se transforma en tumba radiante de amarillo y añil; formas y formas sobrepuestas a la búsqueda de un significado estético y poético, que le ha dado a la pintura del siglo XX la grandeza de delicioso traductor de la naturaleza y el color. Parece acertado asegurar que el artista grande es aquel que ha “visto” de una manera la naturaleza y nos ha dado las razones formales para hacerlo de esa manera, enseñaba Berenson. En la tradición clásica las sombras eran siempre oscuras; pero los impresionistas, sin embargo, nos enseñaron a verlas rojas, azules o violetas, y Pierre Bonnard, nos dejó como gran enseñanza darle luz a todos los contrastes del color y de la vida.
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Miguel Angel Muñoz (México, 1972). Poeta, historiador y crítico de arte. Es autor de los libros de ensayo: La imaginación del instante: signos de José Luis Cuevas (2001), Materia y pintura: aproximaciones a la obra de Albert Ràfols-Casamada (2002), y Travesías (2004). Es director de la revista literaria Tinta Seca. Contacto: miguelamunozpalos@prodigy.net.mx. Página ilustrada con obras del artista Pierre Bonnard (França).
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