I
Leí por primera vez a Gustavo Pereira a principios de 1983, cuando Jorge Alejandro Boccanera nos incluyó en el capítulo dedicado a Venezuela en su panorama La novísima poesía latinoamericana, aparecida en México en diciembre del año anterior. Allí comenta el antólogo argentino: “Es cierto que el movimiento [cultural venezolano] no escapó al descalabro sufrido por la izquierda hacia 1967; pero no es menos cierto que aquel espíritu solidario, sostenido con un alto poder de exigencia estética, siguió latente, como lo comprueba el renacimiento poético de estos últimos años”. En ese proceso de retomar la voz de la sociedad civil Pereira sería de los más destacados y consecuentes. Sobre esa evolución de la poética de Gustavo, basada en sus orgánicos presupuestos sociales y existenciales, escribió el reconocido teórico Ludovico Silva: “Se trata de estilizar y macerar el opulento cuerpo de la poesía hasta dejarla en los puros huesos”.
En el otoño de 1988, justo después de coincidir con el entierro de Ludovico en Caracas, viajé al oriente venezolano y entablé amistad con Gustavo en su casa de Lecherías. De ahí nació, junto a proyectos compartidos, viajes, libros, libaciones, considerarnos “compañeros del alma”, al decir velado y bronco del singular español que fue Miguel Hernández.
Reconocido entre los poetas más importantes de su generación, que ha dado nombres, entre otros, como el Chino Valera Mora, Eugenio Montejo y Luis Alberto Crespo, constituye una figura representativa en la historia literaria venezolana por su indiscutible autenticidad y singularidad. Suscribo convencidamente estas valoraciones, aunque como suele suceder, ellas deben tener su disenso. Nada, ni críticos, ni panoramas literarios, ni lectores de una época, ni siquiera la Historia, definen la trascendencia real de un escritor, sólo el paso del implacable, las lecturas y desencuentros sucesivos, el reposo de los prejuicios y las pasiones, más allá del desconocimiento, las preferencias, y el tan vapuleado canon. Porque la historia de la literatura es una constante de modas y antimodas, dogmas y antidogmas, donde la heterodoxia de hoy es la ortodoxia de mañana. No hay nada más parecido al movimiento del péndulo que el espectro de su vacío. Pero la vida supera el episodio, el detritus y los buenos sentimientos, y perdura lo que conquistamos en esta larga tarea de aprender a morir.
Para Gustavo Pereira “la injusticia social es, ante todo, el peor de los males humanos, puesto que permite reinar a la muerte. La poesía es, como se sabe, el reino de la vida”. “[...] Toda cosa o criatura que habite o viva en el universo sobrepuesta a su propia consumación, henchida de germinaciones, todo estallido o iluminación en un cuerpo consciente [...] forman también parte o esencia de esa rara melancolía y esa pródiga alegría íntima que muchos llaman poesía, pero que acaso no sea más que la desconocida e inalcanzable región de un sueño que los hombres hemos inventado para reinar sobre la muerte”.
Gustavo no ha querido cargos de carácter público que desborden su carácter introspectivo o la paz turbulenta de su mesa de poeta (“Pudo ser ministro pero prefirió/ regentar sus papeles/ que se le escapaban”). Pero tal vez el reconocimiento que con más orgullo mencionamos sus amigos es que en 1999 fue elegido miembro de la Asamblea Constituyente, en donde presidió la Subcomisión de Cultura, redactó el preámbulo de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, y pudo tener un protagonismo consecuente con sus luchas y pasiones de siempre: la cultura, el legado de los pueblos aborígenes, su patria toda, para refrendar aquellos primeros versos: “aquí escribo tu nombre pueblo mío”.
“Muchos poetas de hoy siguen transitando estas derrotas (y empleo el sustantivo en toda su vastedad polisémica) para poder seguir tañendo aquellas campanas, aunque sabemos que estas derrotas no tienen fin, como tampoco tendrá fin el torrente de la vida interior que es capaz de volver visible lo oculto con el solo fulgor de la palabra”.
El autor nos da la respuesta, al recordarnos su probada capacidad de sobrevivencia al atesorarla el hombre más allá de instituciones o normas, por la violenta compenetración entre la poesía y la razón de la especie. “La poesía ha sido un largo camino hacia la otra conciencia, allí donde la existencia humana se descubre, redescubre y arriesga a plenitud. Hacia el ser y no hacia el parecer”. La ideología, la religión, la filosofía, han tratado de “formular sus verdades”, o “afirmar los hechos”, pero como bien advierte Claudio Magris citando a Manzoni, “solo la literatura –el arte en general– dice cómo y por qué los hombres viven aquellas verdades y aquellos hechos”. Más allá de cualquier dogma (como ya dijimos, filosófico, político, religioso), de lo que se trata es de tantear la inmortalidad (parafraseando a otro de los preferidos del venezolano, Mayakovski, “el poeta es el más terrenal de todos los hombres”), palpar sus bordes materiales y perecederos, desde la herejía que por naturaleza es el poema. Y en su caso, en estos tiempos en que hablar de identidad o utopía puede sonar tonto o trasnochado, en el mejor de los casos, el poeta reivindica en toda su obra a “los seres invisibles”, tanto más luminosos cuanto más prolongada la pandemia de su larga noche de explotación y desconocimiento. Porque de sus poemas pudiera decirse lo que escribió sobre algunos de sus textos en prosa, “hijos de circunstancias no siempre explícitas ni apacibles de la conciencia sensible y del oficio de vivir”.
Se dice con razón que Gustavo Pereira pertenece a esa larga y entrañable familia de poetas que han hecho de su condición de intelectuales su vocación de patria y humanidad, de reivindicar para la esperanza a esos hasta ayer “seres invisibles y salvajes”, que son los protagonistas junto a temas eternos como el amor y la muerte, de lo más legítimo de su escritura, yuxtapuesta en una auténtica voz, orgánica en todos sus postulados como escritor, ser desgarrado y generoso, comprometido en su agonía de “oficiante de la poesía”.
Pereira en sus textos nos ayuda a imaginar al hacedor de versos como un personaje principal de nuestra lectura. Y a concebir la poesía como algo al mismo tiempo íntimo y compartido, donde el tiempo remoto y el presente inmediato confluyen en el asombro y la complicidad del lector. Cada palabra del poeta persigue, no importa si “a plena voz” o como “una conversación en la penumbra”, la expresión y el ámbito en que él y el interlocutor desconocido (¿desconocido?) son cautivos de ese lenguaje, ese diálogo integrador y esa condición perturbadora que es la poesía, no importa dónde ni cuándo.
Es voluntad del escritor, más allá de fronteras y épocas, de territorios y circunstancias sociales, mostrarnos los vasos comunicantes y lugares comunes (“poetas comunicantes” llamaría Benedetti) que registra el lenguaje metafórico, y la función del poeta desde la más remota estrofa.
La literatura en sus potencialidades, como la cultura en general, nos da los recursos para ayudarnos a sobreponer cada período crítico de la sociedad, trascendiéndolo. Y esas reservas nos ayudan a compartir lo hermoso, lo terrenal, lo sobrenatural, con la herejía, la rebeldía, la crítica, y todo contra el dogma y a favor, aun desde el pozo de la angustia, del mejoramiento humano.
Cada día se lee el texto sobre el texto, y así sucesivamente, sin llegar al texto original, pues la poesía está hecha de silencio y misterio, y no de la banalización del ruido y el falso conocimiento.
II | Lector de Ramos Sucre, redescubierto por el país y descubierto por él apasionadamente a mediados de los 50, justo a raíz de su llegada a Caracas y la publicación de sus primeros poemas, también tuvo a Mayakovski, Vallejo, Neruda, Huidobro, García Lorca, Alberti, Cernuda, Whitman, Williams, Apollinaire, Cendrars, Eluard, Prévert, y un largo etc, en la galería de sus preferidos. Se identificó entonces con los autores de las revistas Tabla Redonda y El Techo de la Ballena, y a eso suma su pasión por la pintura, que representa con la caligrafía de sus dedicatorias al enlazar su afición por la escritura y el dibujo, o sentir la correspondencia con lo anatómico, muy presente sobre todo en sus primeros libros. “Me duele el esternón, el hígado profundo” o “Este ojo que no puede verse a sí mismo sino como reflejo del otro”.
Ya hace cincuenta años de que publicara su primer libro, El rumor de la luz (1957), que llama con razón “poemas de infancia y adolescencia”, donde se registran los tanteos precoces de su iniciación como escritor. Y, recientemente, después de ese medio siglo de dar a conocer sus primeros textos y con más de treinta y cinco libros publicados, el poeta se autodefinió como “un incierto oficiante de la poesía”.
Esa incertidumbre ante el hecho creativo, ese pálpito ante lo desconocido, y esa asunción del oficio de escribir, son claves de su arte poética.
La incertidumbre de hacer un poema parte del mismo poema
que finalmente ignora su papel como poema
y desea con fervor parecerse
a una piedra
a la arena
o al agua
O mejor Ser la piedra
la arena
y el agua
que todo poeta
desdice.
[“La incertidumbre de hacer un poema”, de Sentimentario]
Su vocación de escritor consecuente es una constante en su trayectoria profesional, ciudadana, y esa angustia compartida es la matriz de su creación.
Y todo indisolublemente mezclado desde la individualidad del poeta, con la condición social implícita en todo creador, otra de las claves sobre las que el autor quiere dialogar con nosotros.
Compartir el errante espacio de las interrogantes del escritor, en el discurso dialógico de ficción y realidad, es compartir y recuperar el paradigma emancipatorio de la literatura.
De imprevistos de azares de dudas diezmadas y repuestas De las pocas
certezas rescatadas de las vacilaciones sin enmienda
De amantes y de amigos De quienes me iluminan o me libran
de unas cuantas palabras calladas para siempre
De taras de defectos de algunas cualidades adquiridas o innatas
[“Mampostería”, de Sentimentario]
En su texto “Función del poeta”, vuelve sobre las claves del peor de los oficios: La poesía tiene “la facultad de iluminar, es decir, de hacer visible lo oculto, develar otra realidad –o la verdadera realidad–, acaso la más sagrada pretensión que los poetas contemporáneos, desde Rimbaud, confieren a su arte”. Porque como él mismo se reconoce es un contemporáneo de Rimbaud, Ramos Sucre, Mayakovski, Vallejo, o Ramón Palomares, para no hablar de sus reencarnaciones de los poetas chinos, árabes o los naturales del delta del Orinoco.
Otro de sus exegetas de privilegio, el maestro Juan Liscano, define puntualmente esa génesis y trayectoria en el prólogo a su Antología poética, editada por Monte Ávila en 1994:
La obra toda [...] oscilará entre dos polos: el de su toma de conciencia social, marxista, vinculada a la imagen paterna, a ese trabajador que le “enseñaba la Internacional entre los ruidos de las máquinas” y “devoraba hasta el amanecer los libros rojos”, a la consiguiente aproximación afectiva hacia los pobres: “tienen el vientre vacío / la cabeza de cerveza”, y su sentir íntimo, personal, introspectivo, suyo, como decía Vallejo de sí mismo, conmovido sin cesar por impulsos contradictorios de alma, por alas y llamas, “por el pánico de caer en mi propia trampa”.
Aquí escribo tu nombre pueblo mío
Descubridor de todos los buenos sentimientos
[“Escribo tu nombre”, de Preparativos de viaje, 1964]
De esos presupuestos iniciales se nutre, cambiante y enriquecida, su trayectoria posterior, que nos llega como “una corriente de “subversión” lingüística y política”, de la que forma parte con autores que le son muy afines por lo mucho compartido, sobre todo en el desarrollo temático del lirismo urbano y político, como el recordado Víctor Valera Mora, Caupolicán Ovalles y Juan Calzadilla.
Una muestra de esa síntesis se encuentra en “Canción del otro con ceniza”, uno de mis poemas favoritos:
Como animal óseo y con lágrimas
que lame con su hocico húmedo y largo los basurales de la gran
ciudad [.]Como un poeta tonto entre miles de técnicos geniales
en las suntuosas oficinas donde se deciden los destinos, las fornicaciones
y el hastío [.]
Así tal vez seré algún día
cuando de mi cabeza no salgan pájaros sino pardas o locas cenizas.
Es en esa etapa decisiva de su vida cuando, entre los avatares de la literatura y la militancia política, conoce a una joven, Maureen Pacheco, que marcaría los nuevos tiempos, como su compañera de más de cuarenta años, presencia palpable o subterránea en toda su poesía, incluso antes de conocerla.
Ella entre en el reino del agua
Molusco invisible se hace su cuerpo
Lengua de plancton desnuda
Compañera desposada con la vida
Iluminada por el sol
como una máscara de
vidrio.
Junto a la vocación civil, está presente desde un inicio y se va acentuando con la madurez de su poética el tema amoroso, otra de sus constantes cardinales, que fue sedimentándose, después de los desbordamientos de la primera juventud, y trasformándose cada vez más en un leimotiv. “En ejercicio del amor” es un ejemplo claro de una poesía amatoria asociada a los temas universales:
En ejercicio del amor
los dioses conocen de torpezas
y apuran su vino eternamente
y son humanas sus carencias
y es de zozobra su equilibrio
y es humareda su perfección
y es como un espejo la transparencia
En ejercicio del amor
nada concluye todo recomienza.
De ahí, de esos versos dedicados a ese amor a la criatura indispensable, en lo físico y en lo espiritual, viene tan bien esa “fuerza moral” que reclama el creador para su existencia plena. El poeta nos hace saber en su antología Poesía de bolsillo que “la poesía ha sido un largo camino hacia la otra conciencia, allí donde la existencia humana se descubre, redescubre y arriesga a plenitud [...]. Porque la poesía no es sólo una referencia estética, sino también una fuerza moral”.
Su cosmovisión existencial, más allá de lo trágico, del fatalismo histórico, de la subordinación del individuo al fin de las identidades, está dada por las diferentes fuentes donde explora la alquimia de sus versos, que toma de Occidente y Oriente, de la lengua colonizadora y las tradiciones aborígenes, de las comunidades primigenias y las vanguardias de hoy, del planeta globalizado y el mosaico de las diásporas, el discernir de todo lo que nos atañe. Su “Canción mestiza para domesticar la hierba” dialoga con esos presupuestos sincréticos, desde el recurso enumerativo, una constante que domina a su gusto:
Hierba buena, hierba cana, hierba carmín, hierba de ballesteros, hierba del ala, hierba perra, hierba de las coyunturas, hierba de las golondrinas [...] hierba flecha, hierba de la puta madre, hierba plana, hierba pamatacual, hierba del once ahau, hierba maldita,
No nos sepultes.
Sobre los somaris, el sello distintivo de su poesía, que a no dudarlo nos quedará en su lección de calidez, ironía y brevedad como legado y materia de estudio para los lectores y especialistas del futuro, se ha escrito, especulado y a veces minimizado por el propio autor, que los considera “nimias y pasajeras escaramuzas”, aunque al enunciar sus ambiciosas intenciones se contradiga, pues más allá de la intencional fugacidad son portadores del humor, la herejía, la irreverencia, la bohemia, la soledad, el amor y el desamor, como en un buen bolero, y por tanto siempre, no a veces, la voluntad de “un asomo de estremecimiento compartido”. Por eso nadie mejor que el poeta para desentrañar eso que pretende, aunque paladinamente no lo confiese, ser algo más que una colección de noticias diversas:
[...] desde hace mucho he venido escribiendo o intentando pequeños artefactos que por recato, luego de haberlos llamados “poemas breves”, nombré con un neologismo devenido al azar: somaris. No tienen ellos forma específica como los haikús y tankas japoneses o los sonetos itálicos, ni intención precisa como los epigramas griegos y romanos, sino que los caracteriza, amén de la concisión, su libertad formal, su poliantea y casi siempre su laconismo.
Un ejemplo es la síntesis donde mezcla sus lecturas de adolescencia (Salgari, Stevenson), con sus estudios sobre el Caribe conquistado, o sus vivencias como hijo de isla y vecino de costa de ese mare nostrum sin el cual no nos imaginamos otra vida y otra historia:
Recostado en la barra frente al mar
mientras apuro una cerveza
veo los antiguos barcos que
retornan
Tripulaciones de lenguas extrañas
vueltas brumas y
oquedad
y roncos ijares de anclas chorreando verdes ramas
mientras las velas se iluminan en el horizonte
[“Somari con galeones”, de Escrito de salvaje]
Con estos “poemas breves” o “somaris”, Pereira se propuso generar “escaramuzas que pretenden conciliar [...] la fugacidad del vivir, el humor, el extravío, la insensatez, la insubordinación y a veces, por qué no, un asomo de estremecimiento compartido”. El somari devela lo oculto, su estética se asocia a un lenguaje descarnado, sugerente pero sin giros retóricos, donde el silencio complementa al verso, por aquello de que “sólo lo fugitivo permanece y dura”. Como escribiera uno de sus críticos, igualmente aflora en los somaris la declarada voluntad de que los poemas son acciones.
En los somaris, al igual que en gran parte de su poesía de la madurez, más allá de los textos citadinos de los primeros libros, está presente la deuda con Historias del paraíso, su apasionante trilogía, visión de los vencidos que nos recuerda otros clásicos como Biografía del Caribe, de Germán Arciniegas, o De Cristóbal Colón a Fidel Castro, de Juan Bosch. O las crónicas de Indias, o toda la tradición y acervo de las culturas aborígenes que integran ese gran mosaico donde se deposita el origen de nuestros pueblos; o los cantares en lengua pemón que nos traen el paisaje inconmensurable de la Gran Sabana, divino incluso para los que presumimos de ateos convencidos; y los waraos del delta o los wayús con la oralidad que trasmite la riqueza de la península guajira. La gran capacidad de sugerencia minimalista de la poesía heredada de nuestros primeros padres, es el río mestizo que se empoza y discurre en cada uno de los somaris, tan iguales y diferentes. También se suman en sus valores sincréticos los clásicos de las tradiciones helénicas o del Asia profunda, en reescrituras, proverbios y máximas, referentes desde la ironía o el guiño, hasta lo intertextual o de intencional mimetismo.
Como en otros textos, en su ya antológico poema “Sobre salvajes”, devela el humanismo, la sensibilidad, la ejecutoria civil del hombre que, en el ejercicio de su escritura, reconoce a “los seres invisibles” de la sociedad.
Los muy tontos no saben lo que dicen
Para decir tierra dicen madre
Para decir madre dicen
ternura
Para decir ternura dicen
entrega
Tienen tal confusión de
sentimientos
que con toda razón
las buenas gentes que somos
les llamamos
salvajes.
Igual de presente está la experiencia enriquecedora de los viajes, cuando el poeta es un eterno nómada, desde su biblioteca, en las aventuras imaginarias o en las físicas: desde la Verona de los ancestros, pasando por La Habana a la que siempre vuelve, hasta la Samarkanda milenaria:
En Samarkanda conocí los tigres
Hay una foto ante la gran mezquita
en la
que puedo verme
Y al fondo
flanqueándome
los diablos de
Timur desvanecidos.
Tuve la experiencia de acompañar a Gustavo desde Cumaná, la tierra de su admirado Ramos Sucre y mi muy recordado Andrés Eloy Blanco, hasta Maturín, haciendo el camino de Alejandro de Humboldt, pero al revés. Y allí hablamos de la huella imperecedera del sabio alemán en nuestras tierras, y la visita que Pereira compartió con el entrañable Ramón Palomares, y la clara presencia de las relaciones del tiempo y el espacio en la poesía del trujillano que hallamos en el cuaderno Alegres provincias (que lo subtitula Un homenaje a Humboldt). Este libro de Palomares, de honda madurez, dedicado a nuestro segundo descubridor –tanto de Venezuela como de Cuba–, es un itinerario de viajes, relecturas sobre Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente de Humboldt; tributo merecidísimo al viajero alemán. Como evocación de esas lecturas y de ese encuentro memorable de dos buenos amigos por las rutas de la Historia, escribió el autor de Sentimentario su “Con Ramón Palomares en el camino de Humboldt cerca de una aldea en una colina”.
Y con la voz del poeta en estos recordados versos, que igual pudieran estar tributados a él, quiero concluir mi evocación del amigo y el escritor que admiro:
Cuando estallaban las margaritas y el sol se abandonaba y apenas
desembozábase alrededor la oscuridad
te escribí estas
palabras
para recordar
aquel poema tuyo
olvidado
que siempre nos perseguirá.
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Norberto Codina (Venezuela, 1951). Poeta y editor. Desde hace 22 años es director de la revista de arte y literatura La Gaceta de Cuba. Tiene publicado, entre otros, los cuadernos de poesía: A este tiempo llamarán antiguo(1975); Lugares comunes (1987); Cuaderno de travesía (2003); Convexa pesadumbre (2006); y el volumen de prosa varia Caligrafía rápida (2006). Es autor o coautor, entre una docena, de las antologías Donde nacen las aguas, (de Nicolás Guillén) y Poesía cubana del siglo XX (ambas aparecidas en el 2002). Contacto: jimena@cubarte.cult.cu. Página ilustrada con obras de la artista Aline Daka (Brasil).
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