El cine, como la fotografía, ha marcado de un modo central e irreversible la cultura y las artes contemporáneas. Es evidente, por demás, que antes que nada está concebido como una industria, con todas las implicaciones comerciales, políticas e ideológicas que ello implica.
Una industria fuertemente centralizada y jerárquica que actúa como un elemento básico de ejercicio y expansión de la hegemonía de los Estados Unidos sobre todo el planeta. Porque nadie puede negar la fuerza de penetración del cine: pensamos y vivimos a través de las películas, y de ello hace ya todo un siglo.
Siendo, como es, primariamente una industria, no puede extrañarnos que el vertiginoso incremento cuantitativo de la demanda de imágenes en movimiento, desarrollada de las televisiones por cable y por satélite, produzca una degradación cada vez más acusada de las exigencias estéticas del medio.
Pero esto ha sido siempre así: la elevación de la obra fílmica a rango de arte se ha hecho en no pocas ocasiones con grandes dificultades, a contra corriente de la industria. Un caso ejemplar es la trayectoria truncada de Orson Welles. Aunque, en sentido contrario, tenemos en Alfred Hitchock el ejemplo de un gran creador que pudo en gran medida (no del todo) conciliar su voluntad estética con las exigencias del sistema.
Así, siendo el cine como es, el arte que mejor define nuestra época, conviene no olvidar que las obras fílmicas alcanzan en contadas ocasiones el grado de auténtica obra de arte, si somos mínimamente exigentes en el empleo de esta categoría.
Otra cosa es el papel de la producción masiva de películas en el entretenimiento, y su valor comunicativo y cultural en la expansión de tendencias y estereotipos. Un aspecto, este último, en el que el cine está más cerca de la moda que el arte.
Sobre esta práctica industrial y artística a la vez joven y madura, y centenaria, gravita de forma más acusada, como en la moda, el vértigo de lo nuevo, la búsqueda de algo distinto para atraer a los diversísimos públicos que son sus consumidores potenciales. La pregunta “¿Qué hay de nuevo?” es, en sí misma, una pregunta “de cine”.
Está inscrita en lo más profundo (memoria, emociones íntimas) de todos los que, como yo, tuvimos en el cine, antes de la implantación de la televisión, el vehículo primario de “aculturación”. No mucho después de saber hablar, pero antes de haber aprendido a escribir, yo veía películas. Y ahí se forjaron las raíces de mi sensibilidad: un espacio donde lo audiovisual, la imagen y el sonido en movimiento, integraba todos los planos posibles de representación de la experiencia. “¿Qué hay de nuevo?” evoca, para mí, un eco distante de mis orígenes como ser humano. Una variante de la inextinguible pregunta de Bugs Bunny: “Wat´s up, Doc?”
Por desgracia, a esa pregunta, referida al propio cine (no sólo al cine dominicano, de factura incipiente y precaria, carente de imaginario y originalidad), no daría hoy una respuesta demasiado optimista: lo nuevo me parece escaso, o apenas deseable.
Creo que la cuestión tiene que ver con la propia edad del cine. Cuando se han cumplido cien años es difícil que la invocación sea el punto de referencia de cualquier actividad humana.
Es verdad, quiero insistir en ello, que el cine es el arte de nuestro tiempo, el arte que mejor caracterizó el siglo XX. Pero lo que pudo resultar realmente nuevo hasta los años sesenta del siglo ahora ya pasado: una forma de “aculturación” tan intensa u homogénea como, hasta entonces, los seres humanos no habían conocido, se ha convertido para nosotros hoy, entrando en el siglo XXI, en una tradición. Algo similar encontrábamos en nuestro estudio de la experiencia de las vanguardias artísticas.
Las dimensiones expresivas del cine, que propiciaban una “auténtica revolución antropológica”, una síntesis incalculable de visión, sonido y conocimiento, ahora ya no son nuevas, constituyen nuestro patrimonio. Las posibilidades de innovación expresiva, tanto conceptuales como formales, resultan así sumamente problemáticas en el cine de hoy. Al cine ha acabado por pasarle lo que a las demás artes: es como si todo hubiera sido ya inventando.
Lo realmente nuevo, en el universo audiovisual que en su día abrió el cine, se encuentra actualmente en las incipientes experiencias multimedia desarrolladas a partir de la informática y los nuevos soportes electrónicos. No sólo el cine. Resulta evidente que el universo de la imagen audiovisual en su conjunto tiene un futuro, e incluso un presente, marcadamente digital. Películas como “Matrix” (1999), con todas sus secuelas, “Final Fantasy” (2000), enteramente producida por ordenador a través de un videojuego de éxito, expresan nítidamente hacia donde va el cine.
La demanda de “novedad” para captar público es tan intensa, y está luego tan bien desarrollada en su segmentación de esos públicos potenciales (desde luego, no me refiero a la República Dominicana, carente de una infraestructura de mercado, y del apoyo financiero de muchos de nuestros empresarios), que el creador cinematográfico tiene cada vez márgenes más estrechos dentro de una industria también cada vez más voraz.
Y, a la vez, más amenazada, porque el horizonte digital implica, a largo plazo, la posibilidad de una quiebra de las estructuras industriales, basadas en la inversión de sumas extraordinariamente altas de capital y la obtención de unos márgenes de beneficio que, salvo en los casos de auténtico acierto, sólo pueden asegurarse por imposiciones oligopólicas de mercado o por políticas proteccionistas.
Más que una “expansión estética”, lo que actualmente estamos viviendo es una desmesurada transformación comercial de una industria que a veces era arte en un mecanismo planetario de producción y transmisión de imágenes en movimiento. El material cinematográfico se multiplica más allá de todo límite para que la “gran pantalla icónica” esté encendida continuamente y en cada rincón del planeta.
La emoción de la sala oscura y del carácter excepcional de la imagen, pasó ya para siempre. No es extraño, entonces, que la repetición y la estandarización del estilo (a partir de las pausas más comerciales del cine americano) se conjuguen con una importancia creciente de los “efectos especiales” (una dimensión que cualquier amante de los valores cinematográficos no puede dejar de considerar secundaria).
Pero, entonces, ¿es posible “lo nuevo” actualmente en el cine? Quizás le haya pasado al cine algo similar a lo que experimentó la poesía al desarrollarse la escritura: perdió el dominio exclusivo de la palabra. O la pintura con la fotografía: las imágenes visuales podían fijarse con la máquina. El cine ha perdido también la exclusividad de lo audiovisual.
Pero eso no tiene por qué significar su agotamiento expresivo. Considero, al contrario, que debería significar una reorientación de sus objetivos estéticos. Centrados ahora mucho más en la densidad de la obra que en la dudosa novedad. Lo nuevo despunta en el cine moderno, igual que en las demás artes seculares, como innovación en el marco de una tradición.
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Plinio Chahín (República Dominicana, 1959). Poeta y ensayista. Ha publicado libros como Hechizos de la Hybris (1999), Escritos sobre el silencio y otros textos (2005), y Pasión en el Oficio de escribir (2007). Contacto: pliniochahin@yahoo.com. Página ilustrada con obras del artista Carlos Colombino (Paraguay).
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