La armonía invisible es mayor que la visible
Heráclito, fragmento 54
La obra pictórica de Amaya se abre a un nuevo capítulo. Quien pensaba intuir su destino en la policromía neofigurativa se equivocaba. Quien reconocía un equilibrio constante entre paleta y signo no lograba vislumbrar más que una parte. Y quien veía un perpetuo aventurarse en la expresión corpórea de la condición humana, todavía no había visto suficiente. Amaya, ciertamente, ha propuesto estos temas, profundizándolos en muchos aspectos, pero sólo hasta una etapa. No queriendo bajar dos veces al mismo río, su trayectoria se ha vuelto a transformar, creciendo en volumen con el abundante y majestuoso fragor de una cascada.
Con la seguridad de cuarenta años de oficio, la conciencia de un signo maduro y la fuerza de una visión explosiva, Amaya realiza en sólo dos años una serie de obras que marcan un gran paso adelante en su propuesta estética y una consolidación de la experiencia compositiva del pasado.
Al cumplirse el milenio, su trayectoria pictórica parecía haber llegado a un punto de equilibrio, en el que una neofiguración compuesta, integrada por muchos elementos de la experiencia abstracta expresionista, se impulsaba libremente, con absoluto dominio técnico y formal, hacia la exploración de muchos temas. Pero este punto de llegada se ha convertido en poco tiempo en una nueva salida, un nuevo pretexto para confrontarse con formas expresivas inéditas. En la producción de su último período se pueden destacar, en particular, tres acciones y un resultado: el acto de pisar el umbral, de arrancar el telón y de desaparecer entre los bastidores para renacer en el reflejo. La atenta y sabia composición de estos nuevos ingredientes en el empaste compositivo está destinada a revolucionar una vez más las imágenes reales y figuradas de una espacialidad renacida, recreada y renovada, cuyo sentido estético se revela finalmente con una presencia indestructible y definitiva.
Pisar el umbral | Los individuos prisioneros de la selva de manchas animadas que caracterizan la pintura de Amaya al cumplirse el milenio están destinados a moverse en un sistema cerrado. La animación de la policromía enmascara, en efecto, un espacio ciego e ineludible. Para definir una apertura hay que localizar un límite o un ambiente que separe un interior de un exterior, un alto de un bajo, un saliente de un entrante. En otras palabras, hay que identificar un umbral. El umbral es el lugar que separa y diferencia percepciones espaciales opuestas y complementarias: a menudo éste se resalta con un marco. La presencia de un umbral denota siempre un cambio cualitativo de la imagen: un umbral material, como una puerta, una ventana o un recuadro, define en una obra un ambiente diferente y, en el caso de Amaya, opuesto al que lo rodea. ¿Cómo llega el artista a definir esta trayectoria?
A juzgar por la evolución de la paleta y de la composición, es evidente que el espacio puede ser animado hasta cierto punto. En el Tríptico de la tempestad, que marca en el 2000 la gran vibración de la mancha, buena parte del ambiente se determina a partir del movimiento y de las variaciones dimensionales de los campos cromáticos. El artista explora esta fórmula en todas las direcciones, formato y paleta, hasta ejemplos extremos como Aplastado por la tempestad o Interior, ambos de 2005, en los que auténticas laceraciones de color determinan la profundidad o el ambiente en que las figuras parecen obligadas a habitar.
El problema de los límites de movimiento de las figuras surge en el uso del formato de la grandiosa trilogía roja, ejecutada entre 2005 y 2006: Hell’s Kitchen, Vuelo en un interior y Duda en el umbral. En el primero, que denota un real virtuosismo técnico en la realización de macrofiguras, la búsqueda de espacio y el deseo de sobrepasar los confines físicos del cuadro animan los impulsos extremos de los dos personajes. En Vuelo en un interior el contraste cromático entre la paleta roja y los trazos amarillos y turquesas empieza a imitar los movimientos de las figuras, empujando la tensión de su debatirse a una extremidad casi dramática. Pero es en el tercer cuadro, Duda en el umbral, donde el autor empieza a explorar un nuevo tema: la presencia de un umbral. El titubeo físico y perceptible de un joven ante un umbral no se reproduce a través de un confín lineal, sino que simplemente se indica en el espacio pictórico. El joven titubea frente al umbral entre su realidad y la de quien mira – exactamente como la delicada mujer ocre, violeta y turquesa de Recuerdo que vacila (2004) –, indicando una diferencia cualitativa irreversible entre su mundo y el que está fuera de la obra. ¿Cómo encontrar una vía de escape? ¿Dónde termina la realidad? ¿Cómo seguir el confín?
Junto a esta búsqueda, entre los años 2006 y 2007 continúan y se desarrollan, con nuevas propuestas, el tema del Ícaro y la serie dantesca.
Caída de Ícaro. Estudio XIX e Ícaro en fuego, ambos de 2006, exploran el tema de la caída, sobre todo en una dinámica espacial. En el primero, la novedad con respecto al pasado es el envolverse del ambiente en torno al cuerpo, casi como si quisiera soportar su propia caída y desmaterializar su cuerpo en un tirabuzón. Las tintas nocturnas y glaciales evocan un espacio tempestuoso, capaz de reducir a Ícaro a un cuerpo carente de fuerza y de voluntad. Frente a cuadros anteriores, como Ícaro entre Esfinges (2003-4), el cambio es evidente: si en aquél el mito representa la condena de quien, privado de sus alas, se precipita hacia un ámbito infernal, en éste es la propia caída la que desintegra el cuerpo que, con ese acto, logra de nuevo resplandecer. Ícaro en fuego (2006) acentúa incluso la parábola de una caída nocturna, que se ilumina con ráfagas de color rojo anaranjado casi como si definiera un vuelo inverso, el salto acrobático y feliz que precede a la aniquilación. La postura supina del cuerpo que yace en una versión de 2007 deCaída de Ícaro deja presagiar la muerte del individuo, compuesto e iluminado como en las formas de Caravaggio. Pero sus ojos abiertos y vivos y la tensión del brazo derecho en busca de un apoyo indican que su trayectoria entre manchas incandescentes no ha terminado. Casi al límite con un umbral lineal, solar y plano, el joven que ha perdido sus alas se vuelve consciente de su destino, semejante al de Lucifer. También el último Ícaro de Danza inmóvil es un retrato vivo, en una danza inmóvil que preanuncia la postración y el abandono a la muerte. La fuerza creadora, parece recordar Amaya, reside en la danza, ignara del límite, en la danza eterna e inmóvil dirigida a desafiar el proceso destructivo del tiempo. Pero hay más, como sugiere el título de la homónima obra del escritor peruano Manuel Scorza. La danza que sobrepasa la música y el tiempo es lo que da sentido y dignidad a la vida humana, más que las ideologías y que las utopías. La danza inmóvil es además el significado que da el amor a la existencia, que de otro modo estaría destinada a la destrucción y a la soledad.
En estas nuevas composiciones ya no se trata de figuras que afloran en un ambiente, sino de un espacio determinado entre los cuerpos, los movimientos y la expresión pictórica. La tradicional dicotomía entre figura y ausencia de fondo encuentra un nuevo equilibrio a través de la composición dinámica de ambos.
Sin embargo, al retomar la serie dantesca, esta tendencia se hace más clara. El Tríptico del abismo está literalmente ambientado en las puertas del infierno, en “la valle d’ abisso dolorosa / che ‘ntorno accoglie d’infiniti guai” (Inferno, IV: 8-9). La profundidad abismal evocada por la perspectiva de este tríptico desdibuja y desenfoca un personaje central, que intenta alcanzar con un brazo la superficie de dos individuos laterales. En el texto, al igual que en el cuadro, la angustia de los condenados se refleja en los rostros de los dos viajeros, retratados aquí nítidamente. El descenso a un “cieco mondo”, donde sus residentes no tienen ni mirada ni rostro, se une a la creación espacial de un vórtice central, en el que los viajeros serán absorbidos.
En el díptico de 2008 En la batalla, en cambio, el aspecto dinámico prevalece en el interior de la visión narrativa. La descripción de una violenta batalla correspondiente a la lucha entre condenados y demonios de la quinta infernal aborda el tema de la guerra y de la violencia como forma expresiva deshumanizadora. Los dos personajes representados aparecen en el momento del ataque, tal como indica el texto, para alzar el campo y “cominciare stormo e far loro mostra e talvolta partir per loro scampo” (Inferno, XXII: 2-3). Esta imagen, casi arrancada cinematográficamente de un flujo dinámico, no se contenta, por primera vez, con ostentar un ámbito extremo en la abstracción del color. La parte baja del cuadro muestra un nuevo campo, basto y lineal, que señala el final de un espacio pictórico. El umbral irrumpe en la escena como referencia esencial al mundo de los conflictos presentados. Es un elemento nuevo e importante, destinado a confrontarse con la composición según un riqueza de significado y un valor cada vez mayores. Ahora, comparando el díptico con la trilogía roja, resulta enseguida evidente que el umbral buscado en un ambiente se ha convertido en un límite real, que se puede medir y pisar.
El 2007 se inaugura bajo este nuevo dato compositivo que, a partir del ejemplo de Caída de Ícaro, gana porciones de tela cada vez mayores. Es el caso de Aparición y del Tríptico con autorretrato, en los que una composición en tímpano de evidente clasicismo se mide a la aparición de un umbral amarillo, que ocupa casi la mitad del cuadro. Las figuras del extremo la empujan hacia abajo, en una especie de vano intento de eliminarla. Pero el umbral avanza y absorbe la envolvente danza polícroma en torno a un gran autorretrato central. Pisar el umbral: esto parece sugerir Amaya al observador con mirada lúcida y premonitoria. Vivirlo, pisarlo y limitar su espacio de influencia, antes de que su uniformidad nivele y destruya la vida. A la luz de esta superficie aniquiladora, el ambiente abigarrado que parecía aprisionar a los personajes se muestra ahora repentinamente vivo y protector: ya no es una áspera y agobiante selva, sino un territorio casi deseable. Con este objetivo, la combinación de la paleta revela una elección importante: ya no usa las zonas grises como único tono de contrapunto para los rojos, sino que los mezcla con amarillos, ocres y naranjas, difundiendo una amalgama sabiamente graduada que va del fuego a las cenizas.
Desgarrar el telón | La búsqueda de Amaya en el espacio ambiental no se detiene en la comprensión del sentido del umbral, sino que profundiza más, hacia los confines de la composición de las manchas, para revelar su esencia. En las obras que realiza hasta el año 2000 destaca de manera evidente una estructura ambiental que ofrece espacialidad a la aparición de las figuras. Pero precisamente gracias a la composición, a la masa y a la luminosidad de estas últimas el bosque polícromo se hace tal. Una atenta mirada a algunas parejas de personajes puede explicar cómo.
En una serie compuesta en 2005, las dos obras complementarias Figura y Torsión muestran cómo se obtiene el mismo efecto con paletas opuestas.
En Figura, un personaje femenino que danza en una postura casi arrodillada tuerce la cabeza hacia arriba, confiando al resto del cuerpo su expresión visible. En el centro de un movimiento polícromo y polifónico la masa surge, capturada en un solo instante, combinando la armónica flexión de las extremidades con la robusta presencia del torso y la contracción del cuello. La paleta del cuerpo y del ambiente refleja exactamente este conjunto: la luz tórrida de los colores tierra, la momentánea aparición de luminiscencias rojas, la lluvia de turquesas y las envolventes franjas azules: la múltiple presencia sonora revela que se puede descomponer el cuerpo en el espacio o reconstruir el vacío a través de las masas. Esta composición compleja, sabia – y en algunos trazos incluso incomprensible e ilegible – revela la potencia y lo ilusorio de un mundo semejante a un telón, una lona en la que cada vacío y cada lleno se pueden recomponer una y otra vez, en un juego perpetuo del que también participa la experiencia humana. El telón no es fijo: es un caleidoscopio dinámico en el que la masa y las luces, reales y creíbles, se muestran efímeras, momentáneas, condenadas al flujo perpetuo de la creación por la autodestrucción. Se trata de un telón, y como tal, de una fina tela.
Opuesto y complementario a Figura, Torsión se realiza del mismo modo. También aquí el rostro de un personaje masculino se esconde, dirigiéndose hacia lo alto desde una posición prácticamente arrodillada. También aquí las extremidades flexionadas se componen en torno a la contracción muscular que sostiene la barbilla. También aquí los colores nocturnos reproducen la misma danza: la luz subterránea de los azules, los relampagueos grises y puntiformes, la tormenta helada de los azules, la lluvia persistente de los anaranjados y las franjas celestes. La paleta lunar masculina, complemento de la solar femenina, desarrolla la temática propuesta en Ícaro entre Esfinges, en el que un personaje masculino central se contrapone a dos figuras femeninas, de las que sólo se aprecian bien los rostros. En Torsión, sin embargo, la paleta es más agresiva en la composición de la masa: la pierna derecha del personaje está casi totalmente descompuesta entre las manchas, siendo al mismo tiempo compacta. Lo mismo ocurre con el hombro izquierdo, que se proyecta sin solución de continuidad en el propio movimiento y en el ambiente que lo absorbe. El espacio es un telón, pero se convierte también en telón la masa, no menos ficticia que el juego de luces que la genera.
Entre 2007 y 2008 Amaya retoma esta solución pictórica para elaborarla posteriormente a través de dos obras que marcan otro paso adelante: Hacia la luz, dedicada al escritor portugués José Saramago, y Voz de la sombra. Las imágenes vuelven a proponer el tema de la búsqueda y la pérdida de la luz. Los personajes de los dos lienzos se presentan interrelacionados: opuestos en su paleta, en su composición, en sus gestos y en sus supuestas intenciones, parecen ligados a una misma condición. Las dos paletas, totalmente especulares, son equivalentes también en la dimensión de las manchas: rojas, naranjas y azules para Hacia la luz y azul, celeste y rosa para Voz de la sombra. Surgiendo de un tórrido y tormentoso atardecer, un joven se dirige hacia la luz, que lo ilumina frontalmente. En la base del cuerpo el espacio se desmaterializa en un umbral rojo fuego, semejante a una enorme llama capaz de absorber toda la imagen. En Voz de la Sombra una mujer opone resistencia al vórtice generado en el ambiente que la rodea, inmerso en una luz nocturna bastante próxima al amanecer. El ambiente polícromo no se ve interrumpido por un umbral visible, sino que se disgrega literalmente en arroyos de color que borran rápidamente la imagen. El telón espacial, primero compuesto y articulado en manchas, y más tarde interrumpido por los umbrales, se deshace definitivamente en un goteo.
Asimismo relacionadas entre sí explícitamente en sus títulos, las dos obras evocan el tema del continuo alternarse de la luz y la sombra en la configuración del tiempo y del espacio. Hacia la luz nace como respuesta al desafío lanzado por José Saramago con su novela Ensayo sobre la ceguera, que identifica en la incapacidad de ver la inconsciencia y la absurda oscuridad de la condición contemporánea. Por otra parte, es lo que observa también Federico Balart en el poema Voz de la sombra: “Yo soy la inseparable compañera /que allá en tu soledad […] te turba el corazón: yo soy la Duda”. En el cuadro homónimo, el alternarse de luz y sombra en una complementariedad de figuras masculinas y femeninas parece condensar el universo poético del artista, que se vale de esta imagen literaria para investigar la condición de la soledad y el dolor, la miseria y la grandeza humanas. El individuo mora en la duda, consciente del naufragio de las ideologías, pero se mantiene íntegro, capaz de mirar lejos. La contemplación de la duda, parece sugerir Amaya, no es por tanto una condena, sino una condición esencial para el reconocimiento del esplendor.
Por su parte, al poeta cubano Pablo Armando Fernández le dedica, la obra Espejismo nocturno, en la que dos figuras envueltas por la misma atmósfera nocturna de Voz en la sombra danzan en el vacío. Se vislumbra aquí una reflexión central en la producción del bienio, la relativa al reflejo y al espejo, que dará vida a cinco cuadros dedicados a otros tantos poetas. En Fernández el espejo define el umbral de la visión, siempre premonitoria, ya sea onírica o real. El sueño vaticinador, que se refleja en una armónica relación con la realidad diurna, presagia y anticipa la llegada del nuevo día, el [día] ausente. De esta manera, las figuras danzantes , como personajes en sueños, reconstruyen la parte que les falta en su reflejo en el espejo: “Los vivos – de esta mitad oscura del espejo, / inventan, reconstruyen o adulteran / su relación con el ausente”.
Esta propuesta temática, de calado más onírico, consiente al artista plasmar las masas con mayor libertad expresiva; sin embargo, la variabilidad del contexto luminoso que evoca cromáticamente la llegada del amanecer ya exhala por sí misma los elementos que inducen a los cuerpos a una fluidez danzante. A medida que se va bajando, la consistencia aérea empieza a degradarse, revelando la textura del lino puro sobre la que se dibuja: una alusión al telón arrancado que representa al mismo tiempo la memoria de una estructura subyacente y el presagio de un nuevo elemento en la escena.
La solución compositiva utilizada para la base de Espejismo nocturno se repite nuevamente en Crucifixión I, dedicado al pintor Umberto Giangrandi, compañero de aventuras del artista en Bogotá en sus primeras experiencias pictóricas y sobre todo en el grabado. Una figura femenina yacente y vista desde arriba replantea el tema de la crucifixión, al que Amaya dedicó una serie entera de dibujos a principios de los noventa, en un espacio pictórico completamente renovado en su contexto. Si en los dibujos la linealidad de los cuerpos en tensión indicaba la experiencia del dolor como parte de la realidad física y material de la vida, aquí el verde brillante y rico de matices del fondo amplifica el sentido, dotándolo de un efecto ambiental. La crucifixión deja de presentarse como tragedia individual para transformarse en una metáfora de la condición humana, perennemente atraída y rechazada por la vida, incapaz de trascender por su perpetua lucha contra una naturaleza a la que pertenece y de la que al mismo tiempo se autoexcluye. En este dolor perpetuo se advierte una melancolía de fondo, cuyos límites son superar la grandeza, la finitud, destruir el deseo de superación: casi como un presagio de derrota, que ni siquiera la más viva de las paletas puede labrar. La animada selva de manchas puede arrancarse como un telón, pero persiste un paño, una superficie limitada, cerrada y restringida, en la que la conciencia en evolución se halla prisionera.
Desaparecer entre bastidores | Es necesario un nuevo cambio para presenciar la regeneración del escenario en una modalidad dinámica, que se compara con la experiencia de algunos maestros de los siglos XVI y XX en la formulación de una idea de espacio precisa. El trabajo de Francis Bacon ofrece un punto de partida importante, por ejemplo a través de la Figura in rotación(Turning Figure1962), que introduce el lino como espacio bidimensional, o bien Estudio para un hombr que habla (Study for a Man Talking,1981), en el que la áspera textura del lienzo se utiliza tanto para la base como para el espacio de fondo. Para Amaya, esta posibilidad existe desde Recuerdo (1987) y se evidencia ya a partir de 2001, cuando, inaugurando la temática del espejo destinada a acompañarlo hasta sus cuadros más recientes, define en la composición de El otro espejo un área de lino. Se trata de una pared o una separación o, acaso, de una superficie destinada a hacer las veces de espejo, que interrumpe el flujo de manchas que rodea a tres personajes en ambientes diferentes. Aquí la comparación con Bacon y con Velázquez es evidente, tanto por la postura de los personajes como por la presencia diagonal de la pared/espejo de Las Meninas. No se trata sólo de una reflexión pictórica, sino también literaria: poco tiempo antes, de hecho, Amaya termina su ensayo Per speculum in aenigmate, dedicado a la centralidad del espejo en Borges.
Este conjunto de propuestas estéticas está destinado a madurar en el artista durante algunos años, hasta fundirse y originar una nueva presencia espacial: el bastidor.
Dos áreas de lino crudo casi simétricas dan forma a Crucifixión II y III en sus variantes con la paleta verde y roja, en las que dos figuras femeninas, yacentes o vistas desde arriba, como en Crucifixión I, se debaten en atmósferas apabullantes y surcadas por imprevistas cuchillas luminosas. Puesto que los cuerpos no sobresalen de los campos polícromos, las áreas sin pintar, sino precisamente delineadas, se presentan como bastidores.
El bastidor de un escenario está normalmente formado por un telar que se introduce diagonalmente sobre la escena por sus extremidades, creando entradas y salidas invisibles para los espectadores. Esto permite la permeabilidad de un ambiente delimitado como el escenario. La generación de bastidores superficialmente vacíos, en los que el lino virgen se convierte en telón de fondo y límite de la imagen, permite al bosque de manchas animadas existir más allá del cuadro y a los personajes diluirse en éste. El contraste es tan extremo que genera una constante oposición entre la precisa línea que define el campo carente de color y el desigual proceso de disgregación y disolución de la policromía animada. La entrada del bastidor permite a los ambientes dilatarse hasta el infinito y a los personajes salir de éste. Es más: la constitución de un elemento geométrico espacial acentúa, en su composición abstracta, la existencia de la línea pura y la destrucción de la masa informe. La línea se convierte en una frontera, en un límite que separa la ausencia de color como signo gráfico detenido y delimitado por la selva de manchas en perpetua transformación. Es una evolución estética importante, que el pintor explorará a fondo en todas sus obras posteriores, forzando continuamente el límite entre contrastes posibles.
Con Detenida en la penumbra y Nocturno en fuego el bastidor asume un papel escénico completo, enmarcando escenas que se dirigen hacia la composición de perspectiva central y trazan los límites de ambientes cada vez más complejos.
En el primer cuadro, un personaje femenino arrodillado, con la cabeza volteada hacia arriba, se apoya sobre su brazo derecho que sostiene con fatiga el torso. Formada y al mismo tiempo envuelta por una amalgama nocturna de manchas azules, celestes y violetas, su posición se presenta bien iluminada pero prisionera de los bastidores, de un recuadro superior y de una sombra diagonal que se extiende amenazando con reducir su espacio de movimiento. La sombra sería conceptualmente imposible, pero logra transformar los bastidores en paredes y el recuadro en ventana. El bosque polícromo, repentinamente, se transforma en la luz de una celda nocturna. Como en una ilusión óptica que contiene simultáneamente dos imágenes y dos mundos, la abstracción y la figuración parecen enfrentarse aquí en un duelo perpetuo, animado por el movimiento de la sombra.
La obra Nocturno en fuego acentúa a su vez la paradoja figurativa que se deduce de los bastidores, creando las premisas para una disolución definitiva de la selva de manchas. También aquí la paleta de azules claros y oscuros produce una ambientación nocturna, pero el habitual proliferar de cromatismos se va dilatando en favor de una figura que se impone de manera más decidida, nítidamente definida por las tintas celestes. La cabeza y las articulaciones se adentran en un abismo gaseoso azul oscuro, sobre el que el resto del cuerpo parece casi flotar. Algunos destellos y trayectorias de luz roja rodean el cuerpo, decididamente separado de su ambiente. Pero justo allí donde el espacio pareciera adquirir mayor consistencia figurativa, el telón se desgarra en una nítida hendidura que deja entrever el lienzo. Más al fondo, la consistencia oscura de la masa azul se disgrega abriéndose hacia un vacío imposible. Imposible pero no impenetrable.
El cielo nocturno surcado de cometas llameantes responde claramente a la imagen del poeta mexicano Octavio Paz: “Astros desnudos como el oro y la plata / alto espacio / noche derramada”. La noche, dice Amaya, la masa oscura de un telón aplastado por dos bastidores, se disuelve al paso de la desnuda luminosidad celeste.
De nuevo Octavio Paz es quien guía la visión encerrada en la siguiente obra, que toma explícitamente el título del poema Ardor sin llama que Amaya dedica a la escritora colombiana Marvel Moreno. La síntesis entre laceración del telón y presencia de los bastidores abre aquí las puertas a una nueva definición de especialidad, en la que las figuras pueden a la vez sumergirse y posarse, perderse y encontrar una referencia. Un elemento autónomo y rojo, semejante a una fina cubierta, une horizontalmente los bastidores y separa a dos personajes, uno masculino tumbado boca abajo y uno femenino en la habitual postura arrodillada. Una primera versión de esta dicotomía que relaciona dos mundos se puede encontrar en Abandono celeste (1997), perteneciente al ciclo dantesco, en el que una figura femenina rodeada por una propagación de bases celestes aparece cromática y linealmente separada por una figura masculina tumbada. En esta nueva interpretación, sin embargo, el artista va más allá en la correspondencia-separación cromática y espacial. La paleta del telón de manchas es la misma en ambos planos separados por la cubierta roja, pero una franja rectangular se interpone entre el telón y la cubierta, señalando un vasto surco horizontal. La figura masculina, retratada en una postura descompuesta, excepcionalmente amalgamada por una bicromía violeta y celeste, desaparece allí donde la corporeidad se vuelve más robusta, como en los brazos y las piernas. La femenina, por el contrario, se muestra resplandeciente, cincelada, casi incorpórea en su simetría. Quien separa estos dos mundos es una soledad, una incomunicabilidad claramente expresada en los versos de Paz: “Arde en la soledad que nos deshace / tierra de piedra ardiente […] arde en ti mismo, ardor sin llama, soledad sin imagen”. A la condición humana de soledad material se une, a través de la dedicatoria a Marvel Moreno, la del aislamiento existencial, que condena a las conciencias a ese silencio tan bien documentado en las novelas de la escritora del caribe colombiano.
Renacer en el reflejo | La correspondencia entre elementos abstractos y figuraciones, entre figuras masculinas y femeninas, y la continua alternancia de paletas encuentra en la introducción de los bastidores y el desgarre del telón una nueva espacialidad, literalmente multidimensional. Cada signo, color, gesto o elemento de la composición se convierte en el reflejo de otro que, normalmente invertido u opuesto, evoca incesablemente otra realidad. Esta visión se coagula en dos obras centrales, en las que el espacio renace y al mismo tiempo se configura a través de la experiencia del observador. Se trata de Secreto del espejo y Confianza en la ventana.
Secreto presenta por lo menos tres composiciones diferentes, enlazadas por la idea de la eterna evocación contenida en el espejo. La primera replantea, a través de la paleta deArdor sin llama, un personaje femenino del que no se ve el rostro abandonado sobre una suave nube cromática: el clasicismo de esta postura, indudable evocación al icono de laVenus de Velázquez, está naturalmente diluido, en parte, por las hendiduras del vórtice polícromo que la genera. La segunda composición parece querer invertir y negar el virtuosismo técnico de la primera, con un campo rojo comprimido entre dos bastidores de lino crudo en los que una enérgica batalla de salpicaduras y goteos luminosos golpea el lienzo. Pero es la tercera composición la que aglutina las dos primeras: una rejilla de franjas verticales y horizontales azules y rojas surca el lienzo como una red subyacente, dinámica, capaz de borrar toda señal a su paso. En este entramado tienen lugar los efectos ópticos más inverosímiles: el desvanecimiento vertical de parte de las piernas de la figura femenina, la definición de una franja horizontal superior, la prosecución de la sección azul en el interior los bastidores, la gran franja paralela de la composición inferior, oxidada en su base, el acordonamiento de una franja negativa vertical en el interior del campo de goteo rojo, e, incluso la sombra generada por la franja sobre un espacio carente de profundidad. En este dinamismo infinito y vortiginoso, la mente del observador no puede gobernar la eterna evocación de un sistema formal tan perfectamente armónico como invisible –las proporciones invisibles, por otra parte, son las únicas permanentes.
Una explicación de este continuo e incesante reflejo se puede, hallar quizá en la multidimensionalidad evocada por Borges, a quien la obra remite parcialmente: “Infinitos los veo, elementales /Ejecutores de un antiguo pacto / Multiplicar el mundo como el acto / Generativo, insomnes y fatales”. Pero si para Borges el espejo contiene el terror de la regeneración, para Amaya la perpetua disolución y recomposición de un sistema de imágenes posee, en cambio, el valor de una alta y original afirmación estética: el renacimiento en el reflejo es un verdadero, continuo y perpetuo renacimiento de la realidad a partir del reflejo de las imágenes que lo definen.
En Confianza en la ventana, el renacimiento en el reflejo tiene lugar según una solución más simple, pero no por ello menos innovadora: la multiplicación de imágenes sucesivas a partir de un plano principal de la realidad. La base de desarrollo de la composición es un vasto ambiente polícromo que retoma la paleta azul y violeta de Secreto del espejo. La grandiosa fluidez del empaste produce también una variación significativa en el esparcimiento del color, casi uniforme en superior derecha, mezclada en el centro, diluida y goteante en la parte inferior y aclarada en la parte superior izquierda.
Una figura femenina medio tumbada se dirige hacia el centro. A la izquierda, el rostro de una joven –quizá la hija menor del artista- se asoma entre las manchas, dos veces.
En el centro, un tabique de lino delimita el espacio de un dibujo trazado con sanguina, en el que otra mujer de postura inestable parece intentar salir de su realidad. El tabique parece precipitarse lejos, empujado por un bastidor perspectivo que surge de una fina línea de color amarillo brillante. Pero otra imagen se superpone a estas dos, con una paleta y un tema diferente: un hombre tiende el brazo derecho hacia arriba, en una desproporción anatómica que sólo la nube roja por la que está envuelto logra camuflar. La imagen está empapada de una luminosidad omnipresente, casi como si quisiera presentar un cuerpo capaz de resplandecer en la oscuridad. La obra, dedicada al poeta Sebastiano Grasso, hace explícita referencia, a través del título Confianza en la ventana, a un verso del poeta peruano César Vallejo: “Confianza en el cauce, jamás en la corriente […] Confianza en la ventana, no en la puerta”. Vallejo alude al orden de las circunstancias, capaces de determinar o explicar la realidad más que las experiencias individuales. Tres personajes separados que no se conocen y no se ven viven un drama existencial destinado a regenerarse simultáneamente en mundos diferentes, separados pero ligados por un orden, un orden armónico e invisible que hace posible lo visible localmente. Reconociendo la fuerza de este orden, Amaya reivindica la réplica de éste en las relaciones proporcionales, invisibles singularmente, pero perceptibles en su conjunto. Su esfera de acción no está en la corriente, sino en el cauce: es aquí donde se manifiesta la fuerza de Amaya.
Una serie de trípticos confirma esta nueva estética del espacio, basada en la presencia simultánea de mundos y escenarios paralelos, complementarios o inconscientemente entrelazados, pero sin comunicación entre sí: aquí la pintura a menudo se vale del tríptico, como forma expresiva privilegiada por extensión narrativa y horizontalidad del efecto.
El Tríptico del vacío, dedicado al gran dibujante colombiano Luis Caballero, y el Tríptico del absurdo, homenaje al latinoamericanista Jacques Gilard, confirman esta tendencia. En el primero, una presencia casi metaespacial de las figuras traza una ambientación claramente irreal. Tanto la figura central, directa evolución de Ardor sin llamas, como las laterales que provienen de las Crucifixiones, se recortan con una separación cromática y compositiva nunca antes vista. Asistimos a una exploración al límite de la representatividad del cuerpo humano como emblema y modelo expresivo de condiciones existenciales extremas, como la de la desesperación y la de la incomunicabilidad, manifestadas en esta ocasión con una fuerza inédita y grandiosa. Los cuerpos ya no pertenecen a un espacio ambiental, sino que dan vida, frente al espacio que ocupan, a un sentido de enajenación completa. El potente contraste de la paleta no hace más que confirmar este efecto. Simultáneamente, la composición que conecta bastidores asimétricos en una perspectiva central pone de manifiesto la enajenación individual de los personajes. El uso de las manchas se sustituye por nuevas líneas finas, cromáticamente definidas, que separan los bastidores y los planos. La evolución es tal que sus obras, incluso las de sólo dos años antes, se antojan lejanas y difíciles de comparar.
El cuadro siguiente, Tríptico del absurdo, continúa con esta tendencia a la irrealidad de la experiencia humana en la realidad de la vida. Cinco individuos enmarcados por otros tantos ambientes autónomos se enfrentan ignorantes, uno del otro, en un espacio común. La figura central aparece enjaulada por una estructura semitransparente: una probable reflexión sobre el tema de los paralepípedos de Bacon, visibles en el seminal Estudio para un retrato (Study for a Portrait,1949).. Aquí, sin embargo, el paralepípedo no se despedaza, sino que se compone con una neoespacialidad de bastidores y planos superpuestos, hasta identificar una profundidad hexagonal recubierta por una superficie blanca.
De la superficie hexagonal surgen dos planos inclinados en los dos cuadros laterales, en los que dos figuras, una masculina y una femenina, se prolongan hacia arriba para alcanzar una superficie iluminada. En lo alto, sus respectivos retratos cruzados de enfrentan, como en un continuo juego de quiasmos pertenecientes a una misma simetría. La paleta brillante aviva la dureza de los contrastes en un espacio en el que la nube multicromática se reduce a la mínima expresión.
Es una metafísica de la constricción, en la que los seres humanos no encuentran ni siquiera el espacio para expresar una existencia completa: de ellos no aparecen más que fragmentos, que buscan continuamente una vía de escape a la absurdidad de su condición.
La composición en trípticos es una modalidad recurrente en toda la producción de Amaya: junto a las dimensiones de los lienzos es, quizá, el único aspecto inmutable de su trabajo. Las últimas dos obras del 2008 abordan el tema del exilio y de la muerte con el Tríptico del exilio, dedicado al editor mexicano Jesús Anaya, y el Tríptico de los heraldos, homenaje al escritor Alfredo Antonaros y explícita referencia a César Vallejo. Presentes desde los orígenes de la producción artística de Amaya, los dos temas pueden atribuirse a toda una corriente del arte latinoamericano que entre 1960 y 1975 manifestó su compromiso en la lucha contra las injusticias sociales y la violencia de su propio país y del continente y sobre la exploración de diferentes temáticas sociales. Sin embargo, bien visto, cuarenta años después la interpretación se presenta muy evolucionada, no sólo en el lenguaje pictórico, sino también en sus posturas de fondo.
La gran complejidad constructiva de la geometría de los trípticos utiliza la jerarquía de los polípticos toscanos del “Trecento”, pero rompiendo naturalmente la estructura y el sentido. En Tríptico del exilio, un autorretrato de perfil –nacido junto con el retrato de la mujer madura de Enigma de la esfinge- se acompaña de dos figuras contrapuestas, una masculina y una femenina, que encuentran su correspondiente cruzado en el extremo inferior de las pinturas. Opuesto al retrato central, aparece un chorro vertical blanco que se confronta con las franjas laterales de la parte alta.
Esta extrema articulación de cruces vuelve a mostrarse para planos y volúmenes en Tríptico de los heraldos: aquí el autorretrato se convierte en uno de los personajes que pueblan toda una galería, en la que los espacios están formados por las propias obras y en la que la figura central desarticula el volumen que la aprisiona. Una galería de heraldos que anuncian la muerte como un presagio, como aquellos golpes destinados a empozar la vida de los que hablaba Vallejo en su poema Los heraldos negros, Vallejo: “Hay golpes en la vida tan fuertes […] como del odio de Dios […] Serán los heraldos negros / que nos manda la Muerte”.
Otro verso de Vallejo da título a una obra concebida en torno a una única figura inmersa en espacios y dimensiones múltiples: Ella, vibrando y forcejeando, en la que se ve una figura femenina enrollada en sí misma, casi como si estuviera a punto de dar una voltereta. Una selva monocroma politonal de rojos que van del cadmio al veneciano, pasando por el escarlata y el bermejo, genera esta figura en una composición extremadamente elaborada. El contraste a esta politonalidad viene dado por un inmenso campo violeta claro, resaltado por una franja diagonal blanca y con una base cobalto. Una jaula compuesta por líneas sin color crea un paralepípedo que en realidad es fruto de una ilusión óptica. La mano de la figura femenina, tendida más allá de su espacio aferrando un falso plano inclinado que se revela como franja bidimensional, la resalta aún más.
El delicado equilibrio de la composición bloquea el movimiento en un instante casi acrobático, en el que la ligereza del gesto y la imposibilidad del espacio se encuentran en una nueva expresión estética. Un fenómeno análogo reaparece en Miradas divergentes, en la que las miradas de un hombre y una mujer pertenecientes a universos y pinturas diferentes coexisten sin lograr encontrarse nunca. La gran vitalidad de un vasto campo cromático amarillo cadmio claro y brillante hace aún más significativa la ausencia de contacto entre las dimensiones, literalmente divergentes, de los dos individuos.
La exploración de vastos ambientes monocromáticos y monotonales rodeando recuadros de manchas politonales alcanza una nueva definición a finales de 2008, en particular con la obra Hay otro.
El equilibrio que se genera en la combinación de colores y tonos parece aplicar al pie de la letra la enseñanza del tratado leonardesco: “Cada color se conoce mejor en su contrario que en su semejante, como lo oscuro en lo claro, lo claro en lo oscuro”. Así la composición de tonos opuestos y correspondientes (amarillo y azul, rojo y verde) se utiliza para crear un marco, abierto en un lado. En su interior, una figura que titubea ante un umbral. Consciente de que su reflejo ha generado otra presencia, parece preguntar al observador cuál es la figura más real: ¿cuál de las dos permanece en la memoria? ¿La presencia visible o la figura invisible que el personaje femenino está observando? Esto es algo que indica claramente el texto de Borges del que toma el nombre este último cuadro dedicado al espejo y a la profunda esencia de la alteridad: “Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro / Paredes de la alcoba hay un espejo / Ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo/ Que arma en el alba un sigiloso teatro”.
He aquí las cuatro paredes, la figura, el presagio de una presencia, la luz aguamarina del alba que está llegando. Amaya logra mostrar al doble sin mostrarlo, pinta un espejo ausente, obliga al observador a convertirse en el otro que la figura busca. Hay siempre otro delante de quien se busca a sí mismo, recuerdan Borges y Velázquez. Hay otro, angelical para Caravaggio o diabólico para Goya. Hay otro, solitario para Hopper y desesperado para Bacon. Hay otro para Amaya, y se encuentra siempre, si se sabe buscar. Pero cuando nos damos la vuelta para hablarle, la habitación se queda vacía, resonando por un instante luminoso con la vibración de su presencia.
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Sean Funes (Dublín, 1930). Historiador y crítico de artes. Ha trabajado como conservador en el Museo de instrumentos musicales de Edimburgo. Sucesivamente se ha dedicado al estudio del grabado y de los libros de arte de la colección de la Queen’s Gallery at Holyroodhouse de la que ha sido hasta 1999 curador del Gabinete de Dibujo y Grabado. Ha publicado diferentes libros, entre los cuales Grabado y pintura de América Latina de mitad del siglo XX(1962), Historia innaturalis (1968), Books, bindings and manuscripts of the Queen’s Gallery at Holyroodhouse (1994), An ivory Cantonese chocolate fan (1999), Nothing that has been heard can be retold in the same words(2003). La traducción al español está a cargo de Mercedes González de Sande. Contacto: s.funes5@googlemail.com. Página ilustrada con obras del artista Fabio Amaya (Colombia).
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