El viento se levanta.
Apresúrate. La vela bate a lo largo del mástil. El honor está en las
lonas; y la impaciencia sobre las aguas como fuego de la sangre.
Saint-John Perse
En medio de una brevedad y un aura de silencio
tormentosa para muchos, la obra del poeta colombiano Aurelio Arturo (La Unión,
Nariño, 1906-1974), deviene un momento inevitable y definitivo para el
surgimiento y posterior desarrollo de una poesía auténticamente contemporánea,
dotada de un vigor y una exactitud muchas veces misteriosa, dentro del
abundante mundo de papel sin vida que suele escribirse (y publicarse),
constituyendo toda una tradición retórica, en Colombia. Retórica, decimos, en
el sentido más peyorativo de la palabra, incluso más allá de la concepción
clásica citada por Ernst Robert Curtius: “ La poesía es un discurso reducido a
metro”. (Literatura Clásica y Edad
Media Latina).
En el caso nuestro y, particularmente, en el del grupo conocido
como Piedra y Cielo (surgido
entre 1940 y 1950), la poesía más que reducirse a un metro se encasillaba
dentro de un espíritu “puro”, solemne, proverbialmente decoroso y puesto al
servicio de la más cándida y almibarada tradición, llegando a basar su trabajo
en el empleo de figuras como el “sobrepujamiento”, que el ya citado crítico
alemán definía, en el mismo texto, como una forma peculiar de la comparación
destinada a “alabar” a alguna persona o encomiar alguna cosa para “mostrar a
menudo que el objeto celebrado sobrepasa a todas las personas o cosas
análogas”. (Op. Cit)
Y es que, en el caso de los autores piedracelistas, era esencial el
panegírico. La elegía, la descripción minuciosa (y artificiosa) del ser amado y
su aparente correlato, la Patria (la cual, más allá de su dimensión bucólica,
no era otra cosa que la Nación gobernada por sus amigos políticos). Con suma
facilidad se pasaba de ser, tal cual lo hacen otros hoy en día, el cantor de
Teresa (“en cuya frente el cielo empieza”), a servir de altivavedette en tertulias y cocteles
para ser consagrado, finalmente, funcionario y poeta oficial. Es por esto por
lo que nunca dejará de ser saludable considerar que Aurelio Arturo, no obstante
su oficio de abogado y los cargos ocupados en la rama judicial, siempre demostró
lo aconsejable del silencio y la conveniencia no sólo de leer y perseverar en
la poesía, sino de mantenerse apartado de conventillos y reuniones de
iniciados, con la marcada convicción de que la auténtica poesía es ajena, por
completo, a estos lugares.
Hoy, cuando muchos pretenden revivir el supuesto encanto de Piedra y Cielo, tal vez como una
reacción a una circunstancia social descarnadamente violenta y ante la cual
toda pirueta verbal corre el riesgo de ser aplastada por su contraparte, el
panfleto, el texto que convierte lo poético en sirviente de la denuncia y el
mensaje, conviene situar, así sea someramente, la obra de Aurelio Arturo en el
difuso proceso de la literatura escrita en Colombia a lo largo del siglo XX.
El rasgo más visible en la producción de Arturo es la brevedad. Si
consideramos su escritura en conjunto o bien a nivel de cada poema, vemos que
no es un poeta de palabra o sentimiento fácil. Predominan en él la medida y una
voluntad de rigor propias de las exigencias de su visión. Sus poemas nos
muestran un mundo ajeno, casi por completo, a la aspereza de la vida cotidiana,
a ese bostezar perpetuo del hábito. Por el contrario, su palabra nos envuelve
en un ensueño delicado, lento y musical. Fascina su melodía a veces oscura
pero, al final, siempre fulgurante, de una luz excesiva contenida apenas por la
mesura de su ritmo verbal. Y es que su voz proyecta la densidad del sueño, un
aire que todo lo vuelve imaginario, irreal.
Es el mundo de lo nocturno reconstruido a partir del canto y el goce de
escribir: “¿Si de tierras hermosas retorno / que traigo? ¡Me cegó su
resplandor!” De esas tierras silenciosas y deslumbrantes, de la noche callada
el poeta sólo rescata canciones que compensan la pobreza de sus manos vacías.
Como en San Juan de la Cruz, puede decirse que de la música callada del
universo onírico, sólo persiste la soledad sonora, un tejido de palabras que
suprime el tiempo al celebrar la materia poética. Largos corredores, oscuros
salones, son el continente de una tierra perdida, de un país lejano o acaso del
extravío de una mujer voluptuosa, el sonido de un piano o de unos ángeles
revoloteando por la casa. Quizás este sea el mundo del sur, donde soplara “El
curvo viento” fértil trayendo el sosiego con “franjas de aroma”. Un perfume, un
sonido que existieron hace tanto tiempo que ya no los percibimos en el tiempo,
en la memoria, sino que los sentimos en el ansioso preguntarse, en el
asombrarse del presente. Aquellos momentos no conocen desaparición en la mirada
poética. Ésta nunca pierde de vista el objeto de su conjetura, por eso la
contemplación se erige sobre un plano de eternidad. El pasado que se evoca
“Importa como eterno gozar de nuestro instante” de acuerdo con el verso de Luis
Cernuda en un poema de nombre por sí mismo revelador: “Las ruinas”. La continua
vigencia del ensueño late más allá del pasado en ruinas. El deseo muerto
alcanza una dimensión inapagable: “Aquí las ruinas no están quietas: / El
viento las modela...” (Eduardo Cote
Lamus, Estoraques).
Los poemas de Aurelio Arturo, aparentemente portadores de un paisaje
nacional, expresan más bien, a nuestro juicio, la flora de un país interior al
que todo hacía creer como extinguido (1). El territorio del sur, el de Morada al Sur (1963) — único
libro propiamente conocido de Aurelio Arturo, el de la poesía. Canta el júbilo
de una fecundidad sin muerte. Es la morada de la inocencia, una quietud no
violada. Esto por un lado, por otro restituye el itinerario de una culpa, de un
“tic tac profundo” que ensombreciera el paraíso. De nuevo acude la voz de
Saint-John Perse a estas páginas, no en vano sus obras se han asociado de
alguna manera en otras ocasiones: “Los grandes itinerarios todavía se iluminan
en el reverso del espíritu, como trazas de la uña en el vivo de los platos de
plata”.
Este itinerario adolorido del viento, quiere traer de nuevo al mundo la
inocencia perdida. Tal restitución, el afán de vivirla otra vez, es el móvil de
la escritura. Es el deseo, no la memoria, quien manipula su voluntad:
No es para ti este canto que fulge de tus
lágrimas,
No es para ti este verso de melodías oscuras,
sino que entre mis manos tu temblor aún persiste
y en él el fuego eterno de nuestras horas mudas.
La poesía: “Fuego eterno”, “Fiebre dormida”. La persistencia de un trozo
de vida, de calor, anula el frío yo razonable que desearía situar y clasificar
su memoria. Arturo nos revela que en este orden familiar y prosaico se deslizan
sombras de pasiones más bellas, ecos de la alegría despreciada cuando llegamos
al “uso de razón”:
Yo soy el que has querido, piel sinuosa,
Yo soy el que tú sueñas, ojos llenos
de esa sombra tenaz en que boscajes
abren y cierran párpados serenos.
Durante la infancia estamos conectados de verdad con nuestras raíces,
convivimos con nuestros dioses interiores, los dioses de la tierra. En este
sentido, la infancia es la “edad balsámica”, el fervor de una caricia
apaciguadora. En medio de sus conflictos todo es luz, algunos hombres nunca
renuncian a ella. Prefieren morir, desaparecer para el mundo fáctico y ser leales
a la antigua poesía. A cada rato parecen preguntarnos: “¿Te acuerdas de esos
viajes bordeados de fábulas?”.
En este orden de impresiones, la sangre, el corazón, las vibraciones de
la carne son los pilares del templo. En algún poema de Morada al Sur, el viento (imagen de
libertad) golpea contra la puerta, encuentra algo listo a impedir su camino.
Sin embargo, se trata de “un viento fértil”, además de persistente, y en él se
“mece el poema”. Cruzar aquel umbral, transgredir el sagrado recinto, es la
aventura de las palabras, el destino –casi siempre aciago– del poeta. Por eso
él no vive al norte, con los dioses del cielo, imágenes del ver adulto y
sensato. Sus voces vienen del sur y nunca dejan de retornar por sobre cualquier
exigencia lógica. Lo mejor (para enriquecer la vida presente) sería perdernos
en la intensidad de este absoluto, no vibrar con otra vida que su fuego. El
canto es la nostalgia de fundir la acción con el sueño:
Déjame ya ocultarme en tu recuerdo inmenso,
que me toca y me ciñe como una niebla
amante.
Volver al sur, a lo primigenio y más auténtico. Origen que trasciende el
mito del principio en el tiempo. Incluso, este origen posee, por paradoja, un
futuro. Es preciso cantar mientras el sueño se cumple. El sur, infierno mágico,
acaso el único destino posible cuando el hombre quiere, en lugar de ser una
categoría abstracta, convertirse en un ser auténtico, identificado con la
miseria de sus riquezas y la fértil presencia de sus ausencias. En armonía con
su naturaleza desea que la noche y el día se confundan en el alejarse de
nuestra persona, en el vacío donde sólo la sangre, iluminándonos las venas,
deja ver qué país corpóreo es frecuentado por el sueño. Sed de forjarlo todo,
diluyéndose en la nada:
En esas cámaras yo vi la faz de la luz pura,
pero cuando las sombras las poblaban de musgos,
allí mimosa y cauta, ponía entre mis manos,
sus lunas más hermosas la noche de las fábulas.
En la obra de Aurelio Arturo se respira un aura de embriaguez. Resulta
válido indicar en él un gusto sensual por la palabra, un placer de escritura.
La tierra canta en sus versos. Su amor por el ejercicio de la poesía está
presente en todos sus textos, no suele manejar ideas, lo seductor de su voz
busca lo sensible, esa inmensa extensión suave y sinuosa que es la piel de la
amada. Y en este goce del decir se transparenta, igualmente, una necesidad del
conocimiento de sí mismo. Esta necesidad torna a las palabras en espejos: “En
ella nos miramos / para saber quiénes somos”, escribe en un decisivo poema
llamado “Palabra”, el cual encierra una profunda reflexión acerca de la
experiencia poética (2). La palabra nos dice la verdad de estas batallas que
nunca podrá asir la mano (y, menos aún, la sana razón), nos dice que somos un
signo del sueño, el rastro de un viaje, y nos invita a confundirnos con ella en
el trasfondo de la lluvia, en el país de tambores:
Torna a esta tierra donde es dulce la vida.
De este modo, “los muertos viven en nuestras canciones”, ayudándonos a
mirar mejor las cosas, a sentirlas más profundamente, con la paciencia de abrir
quedamente un postigo. Aurelio Arturo, su obra, su discreción, su manera de
comprender la actividad poética como algo completamente ajeno a un oficio, a
un modus vivendi, enseñan
numerosas cosas, dando fe –al mismo tiempo– del sentido siempre radical de
renunciar a la habladuría para volver la vista hacia adentro, depurando así los
contornos del afuera, y ponerse a vivir (y, por qué no, a escribir) como quien
anda perdido en la oscuridad y presiente, de súbito, un fulgor que viene –en
último término– a conducirle hacia sí mismo. (3)
NOTAS
1. A este respecto, no sobra recordar el
texto del poeta Fernando Arbeláez publicado en 1964, donde, por el contrario,
la interpretación tiende a poner de manifiesto en Morada al Sur, “las iniciales de una ontología lírica del
paisaje americano …”
2. En cuanto a este punto se refiere, sería
importante indagar por dos momentos, marcadamente distintos, en la obra de A.
Arturo, determinados, al parecer, entre 1963 y 1973. Si bien ello desborda las
pretensiones del presente comentario, no olvidemos lo que, a este propósito,
escribió Danilo Cruz Vélez en la revista Golpe de Dados: “…en los últimos años de su vida, el autor
de Morada al Sur ya
había roto el círculo mágico que había quedado encantado desde su primera
juventud. De la producción de este nuevo período que no sabemos cuándo comenzó,
conocemos sólo tres poemas (…) Después de su obra anterior, que es la de un
pequeño gran poeta, dichos poemas nos revelan la “manera grande” de su arte”.
3. Una versión abreviada del presente trabajo,
se publicó en la revista Acuarimántima,
en diciembre de 1974, en forma de homenaje al poeta, por entonces, recién
fallecido.
***
Carlos Bedoya (Colombia, 1951). Poeta, ensayista y
traductor. Ha publicado Pequeña
Reina de Espadas (1988). Desde hace más de diez años se dedica a la
radio, sobre jazz y rock. Contacto: nadja35@hotmail.com. Agulha Revista de Cultura # 65. Setembro de 2008.
Nenhum comentário:
Postar um comentário