terça-feira, 1 de setembro de 2015

Río Loa , estación de los sueños - Trés capítulos de una novela mágica


1 | Hacia el Sur

Siempre me resulta desagradable tener que hacer valijas. Se interrumpe el trabajo, es necesario cavilar sobre el suceder de cada día por adelantado, de alguna manera es desafiar el destino. El traje que conviene usar, los documentos necesarios, los libros que me acompañarán, cuando ya pasado el día llegue al hotel: extraño, inhóspito. Luego ese deseo de conciliar el sueño que no viene, la página empezada a leer una y otra vez.
Pero es Susana quien acomoda mis valijas haciendo que todas las pertenencias quepan en ellas como en una caja china. Además, me agregará una lista de objetos para que no olvide nada a mi regreso.
Hace un mes me llegó una invitación para que participara en un congreso de escritores organizado en Santa Fe, "El surrealismo en el Nuevo Mundo".  Sobre y carta tenían un membrete de la Alianza Francesa, y el que supongo su director me invitaba a leer algunos trabajos de recopilación. La nota era manuscrita y la firma resultaba ilegible.  Quedó sobre mi mesa durante un par de semanas hasta que vino el cartero trayéndome una nueva misiva en la que se me reiteraba la invitación.  Era casi un compromiso. Debería ir.
Hacía calor. Por primera vez en varias semanas parecía que el verano había retornado. Releí la nota, sí, quizás debería partir al sur, encontrarme con viejos amigos, intercambiar libros, ver mujeres que pasan ante los ojos como ascuas encendidas.
Y allí estaba, entre nervioso y preocupado observando como mi mujer preparaba las valijas, incluyendo remedios, píldoras para dormir, una vieja Biblia que siempre consulto antes de dormirme. ¿Qué decía entonces? San Juan 13, versículo 2. Y leo: "Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le entregase, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y que a Dios iba, se levantó de la cena, se quitó su manto, y tomando una toalla se la ciñó".
Rara nota para empezar un viaje, me dije. Besé la página según la costumbre ritual y cerrando el libro lo puse entre las camisas. Se hacía tarde; casi sin darnos cuenta el tiempo había transcurrido. ¿Dónde estaba mi pasaje? En mi cartera, por supuesto. Me pongo nervioso, al parecer no sirvo para esto.
El auto no funciona, me comunica Susana con un rostro entre serio y jocoso, será mejor que llamemos un taxi. Ni aviones ni los trenes esperan, tienes que cuidarte, estar alerta a los pequeños detalles. No puedes ser tan distraído.
Bajamos la escalera a tropezones, despidiéndonos apresurados. Las valijas estaban abajo y al parecer el taxi había llegado. Un hombre flaco y esmirriado hizo un gesto como de saludo y acomodó los bultos en la caja trasera del vehículo. Me sorprendió su fuerza, era tan bajo y flaco y sin embargo movía las valijas como si se tratara de plumas. Me acomodé en el asiento que me pareció excesivamente grande y acolchado; me hundía en él y apenas si podía divisar la cabellera un poco rala del chofer. Suspiré profundo. Al fin empezaba el viaje. No tenía noción del tiempo ni de las avenidas que atravesábamos, ya que los vidrios eran oscuros y era imposible adivinar los detalles de las calles. ¿Cuánto tiempo había pasado? No recuerdo. A veces creo que son años.
El taxi se detuvo, se abrió la puerta y apareció la cabeza del chofer: era pequeña y con una extraña similitud con la cabeza de un carnero. Sus maneras solemnes se acentuaban por el traje negro y desgastado que llevaba. Me ayudó a bajar, solícito. ¡Sí! Estábamos en la Estación de la Unión, había mucha gente tratando de abrirse paso entre bultos y personas que, o se despedían, o se encontraban después de mucho tiempo. Todos gritaban a la vez, saludándose o insultándose en idiomas extraños.  Era una verdadera batahola.
Mi chofer entretanto se abría paso entre maletas, canastos y bultos. Había que reconocer que tenía una habilidad casi animal para soslayar los obstáculos, adelantarse a ellos. Rápidamente alcanzamos nuestro tren cuyos carros estaban extrañamente vacíos: una señora de negro junto a una ventana, y un señor con una elegancia un tanto extravagante o pasada de moda eran los únicos ocupantes del vagón.
Todo estaba en orden, ahora podía arreglar mis pensamientos y ver qué me tocaba hacer en los días próximos. 
¡Partimos! 
Oí un silbato y el tren se puso lentamente en marcha, semejante a una serpiente que se arrastra en la noche.
Vanamente traté de dormir. ¿Había pasado mucho tiempo?
El vagón estaba tenuemente iluminado y la oscuridad exterior hacía pensar que avanzábamos en un túnel negro. Me levanté y pasé al baño. Quizás mojándome la cabeza podría despejarme de la modorra que me invadía. Fue buena decisión ya que el agua fría terminó de despertarme.
¿Dónde estaba?
El tren avanzaba rechinando en la noche.
Volví a recorrer el largo y solitario vagón. Me detuve junto al asiento de la mujer vestida de riguroso negro. Ella apenas si se movía. Parecía que veía algo allí afuera, tras de los vidrios, que yo no veía, donde la niebla en ráfagas se espesaba.
¡Buenas noches!, le dije. A lo que ella respondió como en un eco que viniera de otra parte:  ¡Buenas noches! Lentamente giró su rostro en dirección al mío y con un gesto desganado movió su mano como invitándome a que tomara asiento. Perdone usted, le respondí acomodándome en el asiento frente al de ella. Espero no importunarla, hoy es la primera noche de nuestro viaje rumbo al Sur y pensé que acaso no le disgustaría charlar, ya que el calor es sofocante y casi no hay esperanza de dormir.
Ella sonrió, o así creí adivinarlo, ya que un velo con pequeños lunares cubría su rostro y el sombrero ornado con una cinta coquetamente ocultaba su misterioso rostro.
Encendí un cigarrillo. Quizás quiera fumar, pensé para mí mismo, así podré ver su rostro.  Pero ella me hizo un gesto negativo con la mano, como adivinando mi pensamiento. “El fuego de cualquier tipo, siempre me recuerda otro fuego”. Su voz era tenue, como si tratara de no llamar la atención. Además, me dijo, todo será según el deseo de cada cual.
Yo asentí con una sonrisa. Indudablemente la mujer guardaba luto o algo por el estilo, su traje de un corte impecable, el abrigo de piel colgado en el perchero, dejaban ver a las claras que era una dama rica, retraída por algún asunto, pero extraordinariamente atractiva. No sabiendo muy bien qué hacer para establecer una conversación con ella yo también acerqué mi cabeza a los gruesos vidrios tratando de divisar algo en la oscuridad.             
Después de un rato, cuando mi vista se había acostumbrado, pude adivinar que los enjambres y macizos de sombra eran árboles, rocas quizás, que simulaban extrañas edificaciones del negro sobre el negro.
La mujer me miraba de frente, como si a través mío o detrás de mí otro paisaje se desenvolviera. ¿Quién era ella? ¿Tenía un nombre? Mi tensión aumentaba al igual que mi torpeza.
Sentí un deseo irresistible, casi animal, de estar cerca de esta mujer, de apoyar mi cabeza en sus hombros.
No sé si fui yo quien preguntó su nombre.
Escuché un eco como de risas y luego el sonido, ahora próximo.
¡Helena! — sí, un antiguo nombre elegido por mis padres.
Sentí como si una pared se abriera entre nosotros. Pero era insensato decirle que sentía alegría. Es que a veces los seres parece que no existen hasta que no sabemos su nombre, respondí, un bello nombre, lleno de resonancias mitológicas. Ella parecía no escuchar mis palabras.
¡Helena! La misteriosa Helena embarcada en ese largo viaje al lejano Sur. Mis rodillas parecían estirarse para rozar las de ella. ¡Si al menos por un momento me mostrara su rostro! La curiosidad me hacía confundir las palabras, enmudecer en largos silencios. Sólo un perfume de hierbas quemadas me invadía; era una fragancia de campos en el otoño, ese dulzor de flores secas esparcidas en el viento. De cuando en cuando percibía el ruido del tren avanzando en la oscuridad, deslizándose como una franja de luz en la noche. ¿Podría pedirle que me mostrara el rostro?
Me armé de valor como quien trata de cruzar un río caudaloso. ¡Helena!, le dije, y pude percibir que mi voz temblaba. Usted es una persona tan encantadora, pero creo que un duelo la aflige. Dígame, ¿no podría ayudarla? La melancolía nos cubre a veces con un velo, pero quizás...  Mis palabras quedaron en el aire.

¡Ludwig!, me respondió. Ni tú ni nadie puede ayudarme. Su voz sonaba melancólica, lenta, como si contara las sílabas. Te comportas como cuando eras un chicuelo. Además, tratas de engañarme.
Su tono resultaba familiar, recriminándome algo que ignoraba. ¿Cómo podía ser real que ella pudiera haberme visto cuando era un chicuelo, si ni siquiera tenía mi edad?
Alargué mi mano y rozando su pierna le dije: Quizás existe un juego de mentiras y un juego de verdades que acaso son lo mismo. Si me comporto como un niño es sólo porque no quieres mostrarme tu rostro.
Estábamos uno frente al otro y ella, tras vacilar un instante dijo, ¡mírame!
Entreabrí entonces el velo, en un deseo de beber su rostro. Pero no había rostro allí, el bellísimo rostro que buscaba no estaba allí. Y en el lugar que correspondía al cuello se abría un hueco turbulento en donde la vida se agitaba. Pero no existía cabeza.
El horror y la fascinación me dejaron inmóvil.
¿No querías verme, no pretendías consolarme?, susurró una voz que venía desde lo profundo, ¡sí!, desde lo profundo de su garganta, como un eco, como una invocación. Yo miraba absorto mientras desde su cuello veía levantarse una textura áspera y blanca. ¡Una coliflor!  Eso era. Una coliflor que me hablaba así desde la desnudez del rostro. Ni ojos melancólicos, ni labios temblorosos. ¡Una coliflor! ¡Imposible imaginarlo!
Sentí que todo se helaba a mi alrededor, que no tenía noción de lo que pasaba.

¡Helena!, ¡Helena!  Simplemente el tren se adentraba en las hendiduras de la noche. El tren había roto los velos de la noche.


Al abrir los ojos sentí que una persona, sosteniendo mi cabeza decía: ¡Beba, beba esta agua!  Otra mano mojaba mi frente.
Me encontraba tendido sobre uno de los asientos del tren y el señor que divisé al entrar que me pareció de una elegancia un tanto bizarra era quien trataba de reanimarme y sonreía.
¡No ha sido nada grave! ¡A veces el calor produce mareos! ¿O es que se resbaló Usted en el pasillo? Yo no atinaba a responder; allí estaba la misteriosa mujer de negro que sonreía desde un bello rostro que me hizo olvidar todo lo anterior como si fuera una pesadilla.
El inspector del tren me traía un licor helado. ¡Tome, distinguido señor!, decía con esa amabilidad servil de algunos mozos que han tenido oportunidad de ver muchas cosas distintas en este mundo. Su rostro me recordó al del taxista, ¡sí!, no cabía duda, era la misma persona; acaso un servicio extra de este expreso al Sur.
Cuando yo ya me sentía recuperado, el que yo creía un vendedor, se dirigió cortésmente a mí y dijo: Permítame presentarme, Leonardo, o simplemente, el Maestro, como mis amigos gustan llamarme. Aquí, dijo luego, madame Helena Ferrucchi, la Contessa que nos acompaña a través del mundo para olvidar su duelo. Yo asentía con la cabeza, mirando a uno y luego al otro. El inspector del tren se inclinó reverente y dijo:  Asmodeo, el Viejo, para servirle.
Yo no sabía bien como agradecer la simpatía que me mostraban mis compañeros de viaje, quería decirles también algo amable que correspondiera a sus atenciones, pero estaba sofocado.
El Maestro se adelantó y me dijo: Repose, querido amigo, ya tendremos oportunidad de charlar e intercambiar ideas. El viaje es largo y usted parece agotado. Mejor será que duerma.  Miré a la mujer de negro, la Contessa Helena Ferrucchi y vi que sonreía. ¡Qué distinto me pareció entonces su rostro! Era mejor cerrar los ojos y dormir. El Maestro Leonardo quizás tenía razón.
El tren avanzaba rugiendo y serpenteando en la noche.

Cuando desperté algunas horas más tarde ya era día claro. Toda huella de malestar había desaparecido junto con las sombras. El Maestro había ordenado componer una mesa para cuatro en el coche comedor, y fue con alegría que luego de mojarme el rostro, me reuní con mis acompañantes ante una mesa cubierta de frutas y manjares exóticos. 
He preferido, me dijo Helena Ferrucchi, que usted probara los exquisitos manjares del Sur, esas frutas que se mustian fuera del sol de los trópicos.
La luz entraba ahora a lo largo de ventanales tras los que veíamos deslizarse un paisaje de cactus y enormes rocas de variados colores. ¿Será el Desierto Mojave?, pensé para mis adentros. Como si adivinara mis pensamientos, Asmodeo, vestido ahora con un impecable traje blanco y negro, me mostró una señal a la orilla de la vía:  "Laberinto de la Memoria." Reí al verlo, mientras decía a mis acompañantes: Si el nombre corresponde a la realidad, quizás podamos encontrar algunas diversiones para entretenernos.
El Maestro y la Contessa charlaban de imágenes mientras pinchaban frutas cubiertas con azúcar. El misterioso perfil aquilino se volvió hacia mí y dijo: Son mayores las realidades que encontrará querido poeta, que lo que jamás ha imaginado. Sé que mucho dudó al emprender este viaje. Ahora lo importante, precisamente, es pedir, exigir lo imposible.
Ahora me tocó reír a mí. ¿No he perseguido siempre lo imposible? ¡Ja!, exclamé, vamos como los pájaros hacia el Sur y ahora ustedes me recuerdan problemas cotidianos. Todos reímos.
Asmodeo destapó una botella de "Flor de cactus" y decidimos brindar por el éxito de nuestra empresa. Helena Ferrucchi sugirió que juntándonos todos en el brindis formáramos el cubo de la buena fortuna, en donde cada cual bebe del vaso del otro. Una receta infalible, agregó. Además a cada uno de nosotros se nos cumplirán así los secretos deseos. Rápidamente el licor desapareció de los vasos  y cada cual tenía la certeza de que sus anhelos encontrarían satisfacción.
El Maestro, sentado a mi izquierda, se acercó más a mí, como para comunicarme un secreto. Tenía en sus manos un mazo de cartas que semejaban un antiguo Tarot; deslizándolas entre sus dedos me dijo: "A veces los lobos cantan como ruiseñores". Aquí veo dar vuelta la Rueda de la Fortuna, todos los deseos se verán cumplidos, habrá tiempo mientras la Luna esté en el cielo. Ahora podremos ver lo que era invisible. Reía, en tanto que familiarmente palmoteaba mi hombro. Esto me dio ánimo para tratarlo también más familiarmente. ¡Qué bien hablas el castellano!, dije, ¿dónde lo aprendiste? Vi una luz de orgullo en sus ojos. ¡Soy políglota!, me respondió, sólo en las lenguas muertas se me nota un acento local; como no las practico, la mayor parte de mis amigos suponen que mi lengua materna es el alemán.
Noté un dejo de tristeza en sus ojos. Lamento, le respondí. Es un idioma que escuché en la infancia, una vieja melodía que nos persigue a lo largo de los días, pero de la que no recordamos el texto.
Sonrió melancólico. Los paisajes volaban por las ventanas: inmensas planicies rocosas, árboles y casas aparecían y desaparecían a efectos de la velocidad.
Helena Ferrucchi, en un tono de  chanza me dirigió una pregunta: ¿Qué deseo es más importante al poeta que sube en la Rueda de la Fortuna? Sus ojos brillaron, como intercambiando suposiciones con el Maestro. Yo no sabía bien qué contestarle. ¿Podría alguno imaginar los días de mi infancia a la que vuelvo a veces en sueños? ¡No sé exactamente!, le contesté. Además el recuerdo de tiempos felices siempre nos arrastra a la melancolía.
Pareció por un instante que todos coincidíamos en tal juicio.
El Maestro se animó entonces y dijo: ¡Nada de tristezas!, lo que el poeta desea en lo más profundo le será concedido. Vi que entre sus largos dedos barajaba unos gastados naipes que quizás lo distraían de preocupaciones más profundas.  
Volvimos a nuestros asientos en el vagón, en fila, lentamente.
El Maestro vestía  un traje negro desteñido y sobre sus hombros lucía una capa cuyo cuello de piel despedía reflejos rojizos. Solía apoyarse en un bastón de empuñadura dorada, pero supongo que era más bien un adorno antiguo, quizás uno de esos estiletes venecianos, envueltos en una elegante vaina de bambú. Yo ofrecí mi brazo a la bella Helena. Pude sentir con el vaivén del tren cuán delgada era, como si moviera una delicada estructura cubierta de sedas. Su brazo cogido al mío era frío y como yo mirara con insistencia sus largos dedos, ella sonrió y me dijo:  He gastado mis yemas en el amor, pero el cuerpo se enfría en otras llamas. Yo reí como quien recibe una confidencia. Asmodeo, que había arreglado una fuente de licores exóticos y de bocadillos, nos seguía tarareando una vieja canción.
Helena volvió a su asiento. Como al pasar me dijo: He amado incansablemente, asediada por el deseo de miles de hombres; siempre es lo mismo. Ahora me parece que después de años he encontrado algo distinto.
El Maestro en cambio me invitó a revisar unos viejos libros y yo me acomodé en el asiento frente al suyo. Extendimos una larga mesa plegable y a la usanza de los jugadores nos sobamos las manos antes de empezar a revisar los libros. "Un sorbo de expectación antes de ver lo invisible", susurró mi compañero. Asmodeo, ordenó luego, ¡tráele al poeta una copa al hielo de las frutas de la pasión! El mozo se apresuró a servirnos una bebida roja como la sangre, pero de la que un sólo sorbo parecía helarlo a uno por dentro. Nos dejó la botella y terminamos de acomodarnos en los mullidos asientos. Yo, cara al norte, el Maestro, frente a mí, en la dirección en la que corría el tren piafando hacia el sur. Volvió a mirar las gastadas cartas, cuyos bizarros grabados parecían descoloridos por el uso.
Ahora viajas hacia atrás, me dijo notando la ubicación de mi asiento. Se cumplirán tus deseos, créeme. Desplegó entonces un especie de rollo similar a algunas pinturas japonesas en el que se podía ver un mapa en vivo de los lugares que atravesábamos, todo cubierto con una especie de cristal que flotaba sobre el paisaje. Aquí va el tren, me dijo, resulta más confortable para ti y tendremos oportunidad de charlar de viejas pasiones. Golpeó esa especie de vidrio que cubría el rollo de mapas y como si nos acercáramos, o viéramos la tierra con un inmenso vidrio de aumento, vimos deslizarse lentamente las secas planicies del norte de México. Sé que hay lugares que añoras, me dijo en tono suspicaz, pero quizás sea mejor que no te detengas en el "Río de Piedras", ya que podría significarte una caída o un desastre. Yo asentí, sorprendido de que supiera mi debilidad por la ciudad donde han vivido un par de mujeres a quienes amé en vano. No quise hacer comentarios y miré distraído por la ventana tras la que se deslizaban uno tras otro los paisajes vistos en el rollo.
Sonriendo y mirándole al rostro le dije: Me gustaría hojear algunos libros que sólo conozco por los sueños. Son diminutas ediciones encontradas en mis correrías oníricas, las he guardado en los bolsillos, pero no las encuentro al despertar. Tenía un buen amigo veneciano, que me mostró una edición de Dante, pero sólo recuerdo las tapas con dorados, no el interior.
Mi compañero parecía entre divertido y fastidiado. Hay pequeños errores en tu memoria, me dijo. El libro que has visto son las Rimas de Petrarca, editadas por F. Ongania, hace más de un siglo. Si quieres ver escenas de La Comedia, yo te mostraré la edición de Boss, hecha por los alquimistas de Amsterdam un par de siglos antes. Sacó de su bolsillo un pequeño libro de tapas negras con caracteres orientales, en los que el texto mezclábase con imágenes muy vívidas que moviéndose de un lado al otro de la página parecían querer hablarme.
Yo estaba como quien mira un espejismo. En montañas de duro relieve subían hombres arrastrando pesadas piedras humeantes, ¡todo estaba vivo! Lo que las figuras repetían eran tercetos del poeta florentino, estábamos mirando el mismísimo infierno. Yo permanecía extático, mirando las viejas imágenes que parecían haber cobrado nueva vida.
Son ilusiones, ¡mascaradas!, exclamó el Maestro. Ilusiones ofuscadas de un exilado. A veces creí encontrar en él a un amigo, dijo, volviendo su cabeza hacia mí, pero todos padecemos errores.
Vi un aire de tristeza en mi acompañante. Tú sabes, tú tienes que recordar, me dijo, fijando sus ojos en mi rostro. Yo te pedí hace años que escribieras una historia de mi vida, yo te habría ayudado a juntar los materiales para el texto y para los collages que crearas como ilustración.
Yo traté de recordar. Efectivamente en un sueño, se me había aparecido el demonio y me había pasado un grueso tomo encuadernado en piel; sus páginas estaban en blanco, pero era cosa de escribir lo que él me dictara en forma de memorias. Recordé claramente el sueño, pero este Maestro bibliófilo, y seguramente un mago ilusionista, ¿era entonces el demonio? Me sobresalté al pensarlo, no sabiendo bien qué hacer.
El Maestro sonrió del otro lado de la mesa. ¡Temores de niño, mi querido poeta! Ilusiones que se convierten en realidad. Sí, mi nombre es Leonardo, uno de los tantos nombres recientes.  Efectivamente te di un libro en blanco en el que sólo era cosa de dictar lo que iba ocurriendo. Pero al parecer te has llevado un susto, mi querido amigo, yo soy sólo un reflejo triste de lo que todos los hombres llevan dentro, su demonio interior.
Me acomodé en el asiento. Frente a mí, como si me hablara tras un vidrio, observé al Maestro: Un señor que parecía en sus cincuenta, elegante en el traje gris, casi negro que lo envolvía. Sus manos cubiertas de vellos lucían largas uñas y un par de sortijas parpadeantes. Fue su rostro, sin embargo, lo que llamó mi atención. Diríase que estaba hecho de madera seca y carcomida, y en sus ojos había una vivacidad que alternaba con una constante melancolía, como si fuera completamente escéptico de que alguien lo pudiera querer.       
Recordé entonces un sueño.

Me habían propuesto subir o bajar. Yo decidí subir y me vi luego trepando escaleras de piedra tras un personaje que me pareció envuelto en una capa que agitaba el viento. No logré entonces divisar su rostro.
Sólo cuando estábamos en la parte superior de una inmensa cúpula, observando una costa con palmeras frente al mar, me volví hacia él y vi que era el demonio, triste, sumergido en una melancolía profunda. No decía palabra; como yo mismo, miraba el crepúsculo que caía sobre la costa dibujando nubes rojizas en el cielo tormentoso. Vi entonces que estaba silente debido a la repulsión y el miedo que me causaba su rostro. Y no me habló ni profirió palabra alguna.
Vi luego salir desde su boca humo que espesándose tomaba una forma que lentamente semejaba una persona: era una bella mujer que lloraba, lloraba por el rechazo que yo tenía al rostro del demonio. Traté de explicarle que era algo irracional, que yo sabía que todos nos descarnaríamos y seríamos polvo, que la materia que envolvía nuestros huesos era tan ilusoria como el temor al demonio, ese espejo arrugado que llevamos en nuestro interior. No sabía bien qué relación podía tener la bella joven que apareció en el humo, con el rostro de aquel ser que me inspiraba temor.
Prometí sin embargo tratar de entender, de hablar con ese ser horrible y al mismo tiempo atormentado. Ella dejó de llorar y el humo se fue disipando, como si el ser del que saliera se la hubiera tragado. Invité entonces al demonio a que bajáramos por las escaleras hasta la playa.  Así lo hicimos, corriendo cuesta abajo. Al llegar a la playa vi que la persona que corría delante mío era mi amigo Mario Espinosa, un rubio de bello rostro que se volvía riendo a carcajadas. ¿Podría él ser el demonio?
¡Ilusiones!,¡ilusiones!, me dije entonces, cada vez que hacemos bajar la imagen de nuestros mitos a la altura del hombre, cobran su condición humana y sus debilidades.
El mar seguía allí moliendo los siglos.

Al otro lado de la mesa el Maestro me observaba.
Siguió un largo silencio, luego, como hablando consigo mismo, le oí murmurar frases doloridas por su deseo de entender a los hombres y de ser querido por ellos. Como huyendo de un pensamiento triste, volví a hablar de libros: Hay uno, que supongo de origen japonés o quizás hindú, con cubiertas de marfil labrado que en su interior guardan una serie de secretos sobre el amor. El Maestro pensó un instante. Son siempre pequeños errores los que acumula la memoria, me dijo. Hay ruinas de templos, templos completos en que a través de pasillos y galerías se desenvuelven todas las formas de la pasión. Otros los llaman "Las piedras del éxtasis". Mucho de esto se ha destruido ya que lo que más se teme es la propia lujuria que nos arrastra. Sin embargo hay algunos que copiaron dibujos y me imploraron nuevas formas de esa locura de amar, de poseer lo que verdaderamente se ama. Compusieron pequeños libros que era posible esconder, los cubrieron de joyas, les dieron un olor, los enchaparon en marfil pintado.
No cabe duda, es alguno de aquellos libros traducidos desde las piedras al papel, lo que tú has visto. Yo asentía, era como si mi compañero de viaje me estuviera describiendo el pequeño libro; lo vi revolver algunos bolsillos de su capa y de pronto salió de entre sus pliegues una especie de faisán con cabeza de mujer. Se paseaba sobre la mesa, acercaba su rostro al mío y sentí caer sus lágrimas. No sabía qué responder, incluso las habituales patas de ave me parecían diminutas piernas de mujer.
Sentí que el Maestro reía al otro lado de la mesa.
Ludwig Zeller, decía, ¿es que ya no recuerdas lo que tú mismo escribes?  Yo no lograba reponerme de mi asombro: un rostro que miraba al borde de las lágrimas.
Bueno, dijo al fin, veo que el tiempo se acorta. Te regalo este pájaro que cuando quieras será el libro con tapas de marfil o la mujer que sueñas dentro de sus páginas. Acariciando la cabeza del faisán, este se transformó en un pequeño libro que Leonardo me extendió a través de la mesa. Recuerda que es un libro y es también un amuleto con el que siempre se puede alcanzar a la mujer ave.
Cogiendo el pequeño libro miré al Maestro y le dije: ¡Gracias! Por segunda vez me regalas un libro; en el primero se podía escribir y dibujar tu historia, en este otro puedo alcanzar un pájaro mágico que se transforma en mujer y me enseña las formas anudadas del amor. ¿Qué podría yo darte?
El Maestro pensó un instante y me dijo: Has mirado mi rostro y has puesto tu piedad en mis ojos.  Viajas ahora hacia atrás, donde muchas cosas y personas queridas te resultarán extrañas. Quizás nos permitas acompañarte. Me aburre el ruido que suelen hacer los banqueros contando monedas, prefiero la compañía de los poetas para quienes las ilusiones son el pan de cada día. Le estreché la mano en señal de acuerdo.
El tren corría ahora entre cerros de poca altura y el árido paisaje por alguna razón me resultaba familiar. Serían las cuatro o cinco de la tarde y la Luna empezaba a elevarse recién en el horizonte.
Miré hacia afuera, una extraña sensación de plenitud me sobrecogió. Pensé en el libro, en mis bizarros compañeros de viaje, el ave con rostro de mujer. ¿Hacia dónde íbamos? El Maestro puso su brazo sobre mi hombro y me mostró a lo lejos una estación de ferrocarril en medio del desierto. Me pareció extrañamente conocida, y a medida que el tren se acercaba mis sospechas se hacían certidumbre.
Miré pasar algunos vagones y luego un cartel en letras negras al lado de la vía que anunciaban el nombre del lugar: Río Loa.
Aquí estamos, repitió el Maestro, la estación de los sueños.
Distintas personas movíanse apresuradamente. Rechinaron los frenos del tren en el que habíamos realizado este largo viaje. Vestidos multicolores se veían a lo largo de todo el andén: mujeres cholas vendían los más diversos objetos, piedras, frutas y flores. Allí estaban mis padres, haciéndome señas, indicándome que estaban alertas a mi llegada. El Maestro bajó primero, luego Helena Ferrucchi, yo mismo un poco azorado por efecto de las emociones, y finalmente Asmodeo que se había encargado de todo el equipaje que llevábamos: cajas y más cajas que no sabía para qué podían servir.


9 | Sofía la médium

Mientras caminábamos vi que algunos metros adelante iba mi hermano Carlos cargando su bolso. No sabíamos lo que podía resultar de todo esto, pero el asunto nos intrigaba. Como lo habíamos visto en nuestra excursión de la mañana, estaban clavados en tierra los palos pintados de rojo con una cinta del mismo color en las puntas, a modo de banderolas. Había ya mucha gente en el lugar, que al ver a Papá y al Maestro nos abrieron paso, para que pudiéramos estar lo más cerca del círculo dibujado en arena de color entre los palos. Al centro del mismo, con sus largos cabellos sueltos, estaba Sofía, una mujer que vivía solitaria en una pequeña choza junto al río. Más que serena parecía ausente, y apenas si notó nuestra llegada.
La vimos concentrarse como quien escucha la voz del viento, ya que de seguro el viento habla a los videntes de cosas que apenas logramos percibir. Sofía se retorcía pronunciando palabras guturales dentro del círculo, sus músculos habíanse aflojado y bien podía ser una inmensa flor como una animal quieto, desconocido en esta superficie.
Una viejecilla esmirriada, con voz de falsete, adelantó entonces una palmatoria con un cirio encendido hasta tocar el círculo. Era la madre de Elvira Ossorio que llamaba a su difundo esposo, don Julián, para informarle que su hija se casaría y preguntarle qué le auguraba él desde las tinieblas. Pasaron algunos instantes que nos parecieron larguísimos, ya que la médium era presa de contorsiones en el suelo. De pronto se apoyó en su brazo izquierdo y de sus labios brotó una voz de hombre que parecía venir de muy lejos.
¿Qué quieres, bruja malvada? ¿Por qué me cierras el camino con llamas?, interrogaba la voz de don Julián. Es que Elvira se casa, repetía la vieja con temor, creo que con un buen hombre que tú has visto cuando era niño, Sixto Lora. ¿Lo recuerdas?
Se extendía de nuevo el silencio, parpadeaba el cirio y volcando su cabeza hacia atrás, decía la médium con voz ronca: ¡Putas!, ¡putas sois! ¿Para qué interrogáis si sabéis la respuesta? Veo a Elvira atravesando un barranco, su vestido se mancha con licor rojo, parce querer reunir pedazos de una jarra sin poder lograrlo. ¡Mujerzuelas!, es eso lo que sois, ¡despejad el camino! Veíamos convulsionarse a la médium. La madre de Elvira arrastraba un poco avergonzada su candela fuera del círculo.
Vi entonces a Humberto Gaona adelantarse andando de rodillas para encender un cirio y llevarla hasta que éste tocara el círculo. Al parecer preguntaba a su difunta madrina por el destino de cada uno de los de su familia. Se repitieron las convulsiones de la médium hasta aquietarse de nuevo. Una voz de mujer resonaba en la oscuridad de la noche, su tono era serio, con cierta solemnidad.
Escucho, huelo subir miasmas desde tu casa. Tus pecados serán perdonados por el fuego, pero en el fuego serás dispersado para siempre. La lepra de tu mujer se extenderá y nadie querrá ver su rostro en el resto del tiempo. Tu hija seguirá el mismo camino de su madre. Veo a tu hijo mayor frente a los altos murallones, muchos disparan sobre él, lo están fusilando. Sal de este pozo, Humberto, ruega a quien lleva en su boina una pluma roja que tenga de ti misericordia, ¡misericordia!...
Humberto Gaona, pálido como la cera retiró el pabilo desde el centro del círculo. Parecía que una gran piedra oscura hubiera caído de pronto sobre él, sepultándolo. Todos los presentes estaban bajo el efecto de la angustia.
Habló la médium entonces con voz de hombre, y su tono era burlón. Soy Necochea, amigos; la peste me llevó hace veinte años y nadie me recuerda. Cuando veo los cirios pienso que alguien ha de llorar por mí, pero es inútil, el horror a la peste borra en vosotros mi recuerdo. Digan ¡salud! por mí. No les pido rezos. Sentí reír, toser, levantarse un murmullo entre la gente: ¡Salud, salud, Necochea! Bajo los ponchos vi que algunos guardaban una botella de aguardiente, era un trago a favor del difunto.
Miré entonces a Carlos sopesando si se atrevería o no a presentar la cabeza que encontramos en la mañana. Mi mirada al parecer lo decidió, sacó entonces un plato, la puso encima y empujándola junto con un candil hizo entrar éste dentro del círculo. Vimos que la médium se revolvía y finalmente empezó a hablar en quechua, pero luego cayó y parecía rígida. El Maestro que estaba a mi lado tocó entonces con su bastón la calavera y ésta cubrióse de carne y pelos aderezados en un complicado moño. Sobre el plato la cabeza parecía recién arrancada al cuerpo y sus ojos estaban muy abiertos. Empezó a hablar con un largo lamento. Sentí entonces que el armadillo en mi hombro nos traducía en voz alta lo que la difunta hablaba en lengua india. ¿Para qué me queréis, hermanos? Mi cabeza ha sido arrancada de mi cuerpo y escondida en un horno. Mi nombre es Ata Ata y hace cientos de años que oigo correr las agua río abajo. No conocí varón y un mal incurable me separó de vosotros llevándome hacia el sol. ¿Qué queréis, qué os turba el corazón, mis hermanitos?
Se adelantó uno de los hermanos Puca, y hablándole también en quechua, le dijo: La curiosidad nos llevó a conjurarte, por tu cabeza se adivina tu belleza, quizás yo habría sido el hombre que podría haber sido tu esposo.
Oímos de nuevo el largo lamento, y la cabeza, moviendo los ojos, repitió un “quizás”, que sonó como una campanada. Puca se quedó mudo y sólo atinó a retirar la pequeña luz, tirándola fuera del círculo. Al instante la cabeza viviente se descarnó absolutamente y sólo vimos brillar sus huesos blancos en la luz de la una.
Durand, entonando un ensalmo, cogió la mano de Sofía, la médium, tratando de sacarla fuera del círculo. Reuniendo la fuerza de varios hombres pareció esto posible, pero fue necesario que el Maestro tocara con su bastón las arenas coloreadas haciendo una abertura para que al fin pudiéramos recuperar a Sofía del poder de los Espíritus.
Todos estábamos conmovidos y aliviados. Leonardo, el Maestro, se acercó a Carlos y le dijo: No es justo arrebatarle el trabajo a la gente de abajo, eso lo intentarán más adelante otros condenados enloquecidos por el orgullo de la raza pura. Tu travesura ha conmovido el corazón de todas estas gentes. Tocó con sus largos dedos los labios de Sofía y vimos como esta recuperaba el color y se animaba, volviendo a ser la persona que conocíamos.
Surgió entonces Asmodeo y a la usanza zapoteca vertió licor en un pequeño vaso y lo bebió de un trago. Luego fue ofreciendo a cada uno de los presentes del licor rojo como sangre que nos volvió el alma a los cuerpos y la alegría a la mente. Vi que el Maestro tomaba del brazo a mis padres, yo hice lo mismo con Helena, emprendiendo el lento regreso.
La alegría parecía haber vuelto a empapar nuestro corazón. Mi padre que iba a un par de pasos adelante dijo al Maestro Leonardo con cierto dejo de nostalgia: ¿Recuerdas el calor, allá en Batavia? Aquí no es muy distinto, hay frío al amanecer, pero jamás ese embrujo de la nieve que cae, esos pétalos cubriendo de blanco todas las cosas. No han cambiado tus deseos, querido Guillermo, le respondió nuestro simpático huésped, ni pasarán veinticuatro horas sin que veamos de nuevo ese milagro blanco que tanto anhelas.
Helena, tomada a mi brazo, preguntaba cosas de mi infancia y reía de mis soluciones. Siempre exigiendo lo imposible, decía. Nadie quiere oír la verdad, todos quieren tan sólo que se les ame. Ese es un aforismo ya gastado, me dijo ella, yo prefiero los que tú has inventado, denigrando al camello. Yo me reía, pero ella agregó en tono solemne: “Dando cuerda a lo imposible” es una imagen en que te veo a ti, junto a una mujer-muñeca de la cintura hacia arriba, cuyas palmas tocan las palmas de otra mujer en el cielo de afuera. Un pequeño lagarto presencia la escena. Está pintado por Susana, y aunque lo roben con malas artes el asunto te traerá suerte. ¡Recuérdame cuando suceda! A mí me parecía imposible olvidar el menor gesto de ella, pero prometí contarle todos los detalles si esto sucedía.
Como en las noches anteriores este paseo bajo la Luna de marfil fue un verdadero regalo para cuantos habíamos podido disfrutar de la velada. En el horizonte se divisaba a veces un resplandor sobre los volcanes, esa lejana tempestad donde nacían las agua del río. Caminar así, del brazo de la bella Helena Ferrucchi podía parecer un sueño, pero a través de sus delgadas manos sentía el torrente golpear allá en las turbinas del corazón. Entonces habría sido posible hacer cualquier poema, las estrellas me tenían fijado el destino.


15 | Las cartas del Tarot

Acaso el calor, que reverbera en el desierto calentando las piedras, hizo más larga nuestra vuelta a casa. El cementerio no estaba lejos, pero había algo en el ambiente que pesaba sobre nosotros, haciéndonos asumir pensamientos graves. La mayor parte de los acompañantes se dispersaron ya en el camino y el grupo terminó reducido a mis familiares, un par de amigos fieles como Kruger, Gustavo Schutt y su mujer, que no querían regresar a su casa, los Sarabia, la señorita Zoila Campana, el Maestro y los tres diablejos que revoloteaban de un lado al otro.
Cuando llegamos al balcón frente a la casa nos fue una alegría encontrar a Mamá y a Helena esperándonos. Habían preparado algunos refrescos y les parecía que ya habíamos traqueteado más de la cuenta y que era necesario que nos tomáramos un pequeño descanso. No hubo ninguna oposición a tan cariñosa acogida.
Sentados en los asientos de mimbre y bambú podíamos ver con otros ojos las horas recién vividas. Sobre el brazo de mi sillón se sentó Helena y su cercanía despertó en mí todos los recuerdos de la noche pasada, su aroma, su manera de moverse, el tono de su voz que se tornaba para mí en un bálsamo que me transportaba a otro universo. Todo lo que sucedía alrededor mío, mi padre charlando con Leonardo sobre los cultos en Indonesia, las bromas que se hacían mis hermanas, todo estaba asordinado por esta pasión que me envolvía.
Tú entiendes Guillermo, le decía el Maestro, que el bien y el mal son una misma entidad, ya que el misterio del universo los hombres lo tratan de resolver con anteojos muy estrechos, de apenas una decena de milenios. Las religiones y los cultos repiten, solidifican la imagen de los sueños, y los sueños son algo más que la insatisfacción de los deseos. Se diría que a veces los hombres no se percatan de la brevedad, de la fragilidad de la vida. Y todo en blanco y negro, siempre como los errores, repitiéndose hasta el cansancio.
Se diría que a veces el Maestro estaba cansado, hastiado acaso por las torpezas de quienes lo rodeaban, lo que lo sumía en una profunda melancolía. Miré su rostro y sentí compasión por esa soledad que le había tocado afrontar por edades, con otros rostros a veces, con otras lenguas y otras costumbres. Volviéndome a Helena le dije lo que sentía y ella me confesó que a lo largo de años le había acompañado en parte para palear esa misma soledad. Pocos seres logran entender esto, me dijo, yo te amo porque he entrevisto en ti desde hace muchos años, esa capacidad de compasión, esa libertad para enfrentar lo desconocido, aún lo invisible.

Yo, decía Sara, la mulata, creo en la magia porque he visto sus efectos. Es una fuerza poderosísima que se concentra en lo sexual, y estoy segura que lo sexual mueve al mundo. Viéndola así, en su carnalidad tan plena, no era difícil creer en la sinceridad de sus palabras.  Además, decía, hay algo irresistible que nos lleva a satisfacer nuestros deseos. Yo no sé como será para los otros, pero mi abuela, que había venido de África, pensaba que golpeando una cuerda con un nudo que correspondiera al nombre del hombre que se deseaba, éste venía sólo, como enviado por los espíritus para suplicarte aunque fuera una pizca de pasión. Gustavo la miraba y supongo que recomponía la imagen de la sensual Sara golpeando los nudos de un cordel y repitiendo su nombre.
Como la charla se había tornado más abierta, Inés y el doctor Sarabia aseguraron que tenían urgentes trabajos que hacer. Mamá tenía que arreglar algunos asuntillos con ellos y los acompañó hasta su casa.
Fue entonces que tomando la mano de Helena le pregunté al Maestro: Sé que tú sabes casi todo de nosotros y de nuestro destino, pero es tan poco lo que nosotros sabemos de ti. Yo te rogaría que me respondieras a algunas preguntas que nunca me atreví a formularme a mí mismo.  Entiendo que no tienen ninguna novedad, pero si te considero mi amigo y hemos podido venir juntos a este pueblo donde transcurrió mi infancia, ¿no podrías contestarme, así, simplemente, para que pudiera entender aunque fuera en un chispazo, lo que es nuestro destino?
Vi que el Maestro sonreía. Su rostro a la luz era bello y dolorido, se volvió hacia mí y me dijo: ¿Qué prefieres, que te responda con simples palabras o que aquí, delante de todos, juguemos esta arcaica ceremonia de veros las cartas?
Algo dentro de mí se decidió por el Tarot, y despejando la mesa le respondí que prefería intercambiar y descifrar las cartas. El Maestro pasó entonces la mano sobre la mesa y ésta se cubrió de arena que se movía lentamente, como a impulsos del viento.
Sacó desde el bolsillo interior de su capa un mazo hecho en pergamino y pidió a Helena que batiera las cartas. Luego cada uno cortó una vez el mazo que caras abajo quedó sobre la arena.  Vi que el reverso de las cartas tenían pintadas, pero en realidad estaban vivas, una inmensa cantidad de seres humanos en las más distintas labores. Será mejor, me indicó Leonardo, que cada uno saque una carta por vez y según ella formule su pregunta.
Todos los concurrentes se habían agrupado en torno a la mesa, ansiosos de saber lo que sucedía. Extendí mi mano sobre la arena que se movía y saqué mi primera carta. El Arcano Seis, de los dos caminos, o el amor. El Maestro sonrió y dijo: ¿Por qué me tocará explicarte algo que de sí es inexplicable?  Miró a Helena que inclinada sobre la mesa parecía absorta en el juego. Tienes suerte, repitió, aquí por fin se cumple un ciclo y después de tantos avatares Helena estará contigo hasta el fin del tiempo. Todos nacemos de mujer en una cadena que nadie recuerda, y en cada vida nos encontramos con seres que se aproximan o no a una imagen que llevamos en el interior de nosotros. Una especie de espejo al que te asomas muchas veces y en el que a veces te equivocas. Helena te sigue hace ya un par de centenares de años y cuando la encontré en Italia, hace más de cien años, era un pintor con cierto parecido contigo el que se asomó a su espejo.  Pero era una ilusión, como las rocas y el agua que pintaba. Yo era su amigo, pero no pudo entender mis sentimientos y allí me ves, tocando el violín como la muerte en uno de sus autorretratos. Es como no entender lo que cada uno de nosotros lleva adentro: el descarnado esqueleto. Creo que nunca vio mi cara, la verdadera sed que me consume. Todas las mujeres que amas las encontrarás en Helena y todo rostro visto en este espejo no tiene sino sus ojos que tanto han llorado esperándote.
¿Y el libro de marfil que me regalaste?, le pregunté.
¡Ay, querido amigo!, me dijo, ¿no entiendes que a través de multitud de variantes, los faisanes vuelan siempre hacia el mismo jardín, en donde amas y eres de verdad correspondido?
Miré una vez más la carta, acariciándola entre los dedos y vi aparecer rostros que casi había olvidado: el de mi madre cuando era pequeño y el de otras tantas mujeres ataviadas a veces con trajes exóticos, como si fueran del oriente o el alto Himalaya. Pensé que me había respondido sabiamente sobre la carta y le hice una venia, en señal de que a él le tocaba el turno.
Vi que Leonardo extendía su delgada mano, con algunas joyas que relucían sobre los dedos. Tomó una carta y la volvió cara arriba: The Old Man, el Eremita.
Mis hermanas a coro, así como Zoila Campana, reclamaron. ¡No puede ser, si es un galán apuesto y lleno de juventud!
Lamento decepcionarlas, queridas damas, este juego abarca zonas que engañan al ojo y bien puedo ser el solitario eremita, solo entre tantos, ya que he vivido muchos años y como cada una de ustedes vengo rodando hace muchas vidas. La única diferencia es que "yo me recuerdo, y esta es la nostalgia". [1] Porque el bien es inseparable del mal y viven en el interior del hombre desde el principio de los tiempos. Vi que Leonardo entrecerraba los ojos como para recordar una imagen. Los hombres quieren el bien, pero hacen el mal, tratan de hacer un monigote de ambos y los dioses y los demonios se multiplican. Mientras no exista un equilibrio en la mente del  hombre, por cada Fra Angélico, existirá un Jerónimo Bosch. No se puede evitar, hay que concebir al ser en su unidad. Yo quisiera, dijo..., pero la frase quedó suspendida en el aire.
Con un gesto me indicó que mi turno había llegado.
Miré las caras de mis familiares, mis amigos, Helena. Y como jugando todo al azar, extendí mi mano y cogí la carta. Oí aún antes de mirarla que los otros decían: La Rueda de la Fortuna.  Allí, efectivamente, entre mis dedos, estaba la esquiva suerte que baja a unos mientras encumbra a otros. ¡Te la deseo!, me dijo el Maestro, hace ya varias vidas que te toca demoler murallas, arrastrar días y años, fríos y burocráticos. Si Helena representa el haber llegado al fin a realizar tus sueños, el amor te dará la fortuna que está más cerca de lo que imaginas.
Mamá había regresado entretanto y con ayuda de Asmodeo nos trajo sendas bandejas de refrescos. ¡Están tan serios!, nos dijo. Como si toda la vida dependiera de un mazo de naipes.
Poco tenía yo que preguntar porque la fortuna es algo que desconocemos, que nos es dado como un don, una gracia, un regalo gratuito. Miré la carta y vi que la mujer que movía la rueda se parecía a la grabada por Durero, sólo que ahora viva, me miraba a los ojos y sonreía.
Tomó Leonardo el mazo y con ese gesto exagerado de los prestidigitadores puso en la mesa el Arcano Quince, El Diablo. Y luego nos miró a todos, como interrogándonos, qué queríamos saber.
Como nadie hablara, yo le dije: Hay cosas bastante distintas que te querría consultar. Ante todo querría saber la razón de que tu aparición en los sueños me produjera un especie de horror. Incluso tu fisonomía la siento cambiada a lo largo a los años.
Es así, me dijo Leonardo, porque la imagen que tienes de mí, es tu propio demonio interior, y a medida que has podido madurar y equilibrar tus sentimientos me has sentido más humano, un compañero que puedes ser tú o tu semejante.
Yo he anotado sueños durante largos períodos de mi vida y sabía que su respuesta correspondía a la verdad.
Pero, si Dios es la unidad, y tú su contraparte, le dije, ¿cómo es posible que siempre lo infernal resulte artificial y monstruoso? ¿No es eso lo que pretenden artistas como Picasso o Kafka? Yo hago collage. Si se puede crear un equilibrio de contrarios, es difícil, no sé si lo podría lograr. Leonardo se animó con mi pregunta: Es cierto que gran parte del arte y la vida es un collage, dijo, pero, ¿por qué no intentar una unidad que no venga de la razón, sino de algo biológico e irracional? Yo conozco una pieza en que tú mezclaste textos de poemas con trozos de pinturas y recortes. No sé cómo los llamabas, creo que "imágenes y palabras", allí está la clave de esa unidad irracional y convulsiva.
Yo apenas recordaba el experimento, lo había hecho hacía años y tendría que estar traspapelado en algún lugar del taller. Sin embargo me apasionaba tanto poder aclarar algunos aspectos míticos del Maestro que no dudé en seguir preguntando. Hay, le dije, un libro de cerca de mil páginas escrito sobre este mismo tema por Jan Potocki, que a pesar de su fluidez de estilo deja traslucir el miedo que lo poseía. Además, querido Leonardo, ¿no podrías decirnos si hay algo de verdad respecto a ti en el texto de Mijail A. Bulgakov?
Algo de verdad siempre existe en todo. Es cierto que Jan Potocki habló una vez conmigo, pero fue en uno de sus viajes como embajador a la China, allí nos encontramos en el borde de la Mongolia. Su visión del sur de España tiene mucho del folklore de la época, además, esas hermanas moras que aparecen en sus relatos corresponden al concepto cristiano que no concibe algunos aspectos del amor. Vivió bastante atormentado, sin encontrar el equilibrio del que recién hablamos, no se explica su suicidio romántico, ni la superstición de haber pulido él mismo un balín de plata que habría de dispararse en la sien. Es como si después de muchos años le acosaran a un hombre ya viejo los terrores de niño.
Se veía por la charla de Leonardo que tenía una cierta simpatía por el conde polaco y su voluminoso Manuscrito encontrado en Zaragoza.
Respecto a Mijail, dijo, era un buen amigo. Oprimido por un sistema encontró en la caricatura de mí mismo, según el modelo de Goethe, el modo de hacer un relato bastante cercano a sus sueños y a las conversaciones que tuvimos. Gustaba de hacer caricaturas como toda la gente de teatro, dándole unos brochazos bastante crueles a un gato que recogí en Moscú. Él me pidió que le indicara un nombre y yo le indiqué el de Popota. Hay muchos aspectos en que tu carácter se le parece, trató de sacarme de un mito y hacerme vivir en ese infierno doméstico que planearon los revolucionarios rusos. Las escenas en el teatro, aunque a veces me aburrían, las hice para él. Hay lugares de Moscú que hemos visto juntos y cuyo recuerdo aún me emociona. Rió, diciendo: "Harías buenas migas con él".
Vi que Leonardo se había puesto nostálgico y traté de hablar de otra cosa, de dejar de recorrer el simbolismo de las cartas.
Sabes una cosa, dijo él entonces, supongo que alguna vez quisiste escribir sobre el Galileo. Te puedo asegurar una cosa, nadie entendió lo que escribía sobre la arena, vieron sus propias fallas porque en ellas tenían aprisionada la vida. Si te puedo contar algo importante, es que, a pesar de todas las exégesis, el mundo lo sigue ignorando, y si volviera a nacer, te aseguro que de nuevo lo crucificarían.
Había melancolía en sus ojos. Escribe algo, me dijo, la arena lo cubre a veces, pero aparece luego en otras lenguas. Yo escribí:

"Los tejedores del deseo escuchan ese correr del hilo
Hacia tus ojos en donde arde el carbón deshecho en plumas."

 Vi bailar las palabras sobre la arena y luego el viento planeó en un remolino llevándose arenas y versos por el aire.
Pedí un brindis por Leonardo, el amigo entrañable; el que se había decidido a pasar algunos días en ese pequeño mundo de Río Loa, tan pequeño a veces que era sólo un poblado cubierto de polvo. Del Maestro sabíamos los portentos que podía hacer, pero ahora queríamos celebrar al amigo. Mamá trajo un licor de tamarindos soleados y le dijo: Yo quiero agradecerte como mujer y madre, haberme traído una vez más al hijo hasta mis brazos. El destino es como la arena que se dispersa en el viento, algunos ven las palabras y otros las ignoran. ¡Salud!, querido Leonardo, me alegra haberlo tenido de visita aquí con nosotros. ¡Salud!, ¡salud!, repetimos todos al unísono.  Yo vi húmedos los párpados de nuestro huésped.

NOTA
1. Enrique Gómez-Correa, [in] Mandrágora Siglo XX.


Foto: Cruzeiro Seixas, Isabel Meyrelles, Eugenio Granell, Amparo Segarra y Ludwig Zeller © Lisboa, 1983





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