1 | Hacia el Sur
Siempre me resulta desagradable tener que hacer
valijas. Se interrumpe el trabajo, es necesario cavilar sobre el suceder de
cada día por adelantado, de alguna manera es desafiar el destino. El traje que
conviene usar, los documentos necesarios, los libros que me acompañarán, cuando
ya pasado el día llegue al hotel: extraño, inhóspito. Luego ese deseo de
conciliar el sueño que no viene, la página empezada a leer una y otra vez.
Pero
es Susana quien acomoda mis valijas haciendo que todas las pertenencias quepan
en ellas como en una caja china. Además, me agregará una lista de objetos para
que no olvide nada a mi regreso.
Hace
un mes me llegó una invitación para que participara en un congreso de
escritores organizado en Santa Fe, "El surrealismo en el Nuevo Mundo". Sobre y carta tenían un membrete de la
Alianza Francesa, y el que supongo su director me invitaba a leer algunos
trabajos de recopilación. La nota era manuscrita y la firma resultaba ilegible. Quedó sobre mi mesa durante un par de semanas
hasta que vino el cartero trayéndome una nueva misiva en la que se me reiteraba
la invitación. Era casi un compromiso.
Debería ir.
Hacía
calor. Por primera vez en varias semanas parecía que el verano había retornado.
Releí la nota, sí, quizás debería partir al sur, encontrarme con viejos amigos,
intercambiar libros, ver mujeres que pasan ante los ojos como ascuas
encendidas.
Y
allí estaba, entre nervioso y preocupado observando como mi mujer preparaba las
valijas, incluyendo remedios, píldoras para dormir, una vieja Biblia que
siempre consulto antes de dormirme. ¿Qué decía entonces? San Juan 13, versículo
2. Y leo: "Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón
de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le entregase, sabiendo Jesús que el Padre
le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y que a
Dios iba, se levantó de la cena, se quitó su manto, y tomando una toalla se la
ciñó".
Rara
nota para empezar un viaje, me dije. Besé la página según la costumbre ritual y
cerrando el libro lo puse entre las camisas. Se hacía tarde; casi sin darnos
cuenta el tiempo había transcurrido. ¿Dónde estaba mi pasaje? En mi cartera,
por supuesto. Me pongo nervioso, al parecer no sirvo para esto.
El
auto no funciona, me comunica Susana con un rostro entre serio y jocoso, será
mejor que llamemos un taxi. Ni aviones ni los trenes esperan, tienes que
cuidarte, estar alerta a los pequeños detalles. No puedes ser tan distraído.
Bajamos
la escalera a tropezones, despidiéndonos apresurados. Las valijas estaban abajo
y al parecer el taxi había llegado. Un hombre flaco y esmirriado hizo un gesto
como de saludo y acomodó los bultos en la caja trasera del vehículo. Me
sorprendió su fuerza, era tan bajo y flaco y sin embargo movía las valijas como
si se tratara de plumas. Me acomodé en el asiento que me pareció excesivamente
grande y acolchado; me hundía en él y apenas si podía divisar la cabellera un
poco rala del chofer. Suspiré profundo. Al fin empezaba el viaje. No tenía
noción del tiempo ni de las avenidas que atravesábamos, ya que los vidrios eran
oscuros y era imposible adivinar los detalles de las calles. ¿Cuánto tiempo
había pasado? No recuerdo. A veces creo que son años.
El
taxi se detuvo, se abrió la puerta y apareció la cabeza del chofer: era pequeña
y con una extraña similitud con la cabeza de un carnero. Sus maneras solemnes
se acentuaban por el traje negro y desgastado que llevaba. Me ayudó a bajar,
solícito. ¡Sí! Estábamos en la Estación de la Unión, había mucha gente tratando
de abrirse paso entre bultos y personas que, o se despedían, o se encontraban
después de mucho tiempo. Todos gritaban a la vez, saludándose o insultándose en
idiomas extraños. Era una verdadera
batahola.
Mi
chofer entretanto se abría paso entre maletas, canastos y bultos. Había que
reconocer que tenía una habilidad casi animal para soslayar los obstáculos,
adelantarse a ellos. Rápidamente alcanzamos nuestro tren cuyos carros estaban
extrañamente vacíos: una señora de negro junto a una ventana, y un señor con
una elegancia un tanto extravagante o pasada de moda eran los únicos ocupantes
del vagón.
Todo
estaba en orden, ahora podía arreglar mis pensamientos y ver qué me tocaba
hacer en los días próximos.
¡Partimos!
Oí
un silbato y el tren se puso lentamente en marcha, semejante a una serpiente
que se arrastra en la noche.
Vanamente
traté de dormir. ¿Había pasado mucho tiempo?
El
vagón estaba tenuemente iluminado y la oscuridad exterior hacía pensar que
avanzábamos en un túnel negro. Me levanté y pasé al baño. Quizás mojándome la
cabeza podría despejarme de la modorra que me invadía. Fue buena decisión ya
que el agua fría terminó de despertarme.
¿Dónde
estaba?
El
tren avanzaba rechinando en la noche.
Volví
a recorrer el largo y solitario vagón. Me detuve junto al asiento de la mujer
vestida de riguroso negro. Ella apenas si se movía. Parecía que veía algo allí
afuera, tras de los vidrios, que yo no veía, donde la niebla en ráfagas se
espesaba.
¡Buenas
noches!, le dije. A lo que ella respondió como en un eco que viniera de otra
parte: ¡Buenas noches! Lentamente giró
su rostro en dirección al mío y con un gesto desganado movió su mano como
invitándome a que tomara asiento. Perdone usted, le respondí acomodándome en el
asiento frente al de ella. Espero no importunarla, hoy es la primera noche de
nuestro viaje rumbo al Sur y pensé que acaso no le disgustaría charlar, ya que
el calor es sofocante y casi no hay esperanza de dormir.
Ella
sonrió, o así creí adivinarlo, ya que un velo con pequeños lunares cubría su
rostro y el sombrero ornado con una cinta coquetamente ocultaba su misterioso
rostro.
Encendí
un cigarrillo. Quizás quiera fumar, pensé para mí mismo, así podré ver su
rostro. Pero ella me hizo un gesto
negativo con la mano, como adivinando mi pensamiento. “El fuego de cualquier
tipo, siempre me recuerda otro fuego”. Su voz era tenue, como si tratara de no
llamar la atención. Además, me dijo, todo será según el deseo de cada cual.
Yo
asentí con una sonrisa. Indudablemente la mujer guardaba luto o algo por el
estilo, su traje de un corte impecable, el abrigo de piel colgado en el
perchero, dejaban ver a las claras que era una dama rica, retraída por algún
asunto, pero extraordinariamente atractiva. No sabiendo muy bien qué hacer para
establecer una conversación con ella yo también acerqué mi cabeza a los gruesos
vidrios tratando de divisar algo en la oscuridad.
Después
de un rato, cuando mi vista se había acostumbrado, pude adivinar que los
enjambres y macizos de sombra eran árboles, rocas quizás, que simulaban extrañas
edificaciones del negro sobre el negro.
La
mujer me miraba de frente, como si a través mío o detrás de mí otro paisaje se
desenvolviera. ¿Quién era ella? ¿Tenía un nombre? Mi tensión aumentaba al igual
que mi torpeza.
Sentí
un deseo irresistible, casi animal, de estar cerca de esta mujer, de apoyar mi
cabeza en sus hombros.
No
sé si fui yo quien preguntó su nombre.
Escuché
un eco como de risas y luego el sonido, ahora próximo.
¡Helena!
— sí, un antiguo nombre elegido por mis padres.
Sentí
como si una pared se abriera entre nosotros. Pero era insensato decirle que
sentía alegría. Es que a veces los seres parece que no existen hasta que no
sabemos su nombre, respondí, un bello nombre, lleno de resonancias mitológicas.
Ella parecía no escuchar mis palabras.
¡Helena!
La misteriosa Helena embarcada en ese largo viaje al lejano Sur. Mis rodillas
parecían estirarse para rozar las de ella. ¡Si al menos por un momento me
mostrara su rostro! La curiosidad me hacía confundir las palabras, enmudecer en
largos silencios. Sólo un perfume de hierbas quemadas me invadía; era una
fragancia de campos en el otoño, ese dulzor de flores secas esparcidas en el
viento. De cuando en cuando percibía el ruido del tren avanzando en la oscuridad,
deslizándose como una franja de luz en la noche. ¿Podría pedirle que me
mostrara el rostro?
Me
armé de valor como quien trata de cruzar un río caudaloso. ¡Helena!, le dije, y
pude percibir que mi voz temblaba. Usted es una persona tan encantadora, pero creo
que un duelo la aflige. Dígame, ¿no podría ayudarla? La melancolía nos cubre a
veces con un velo, pero quizás... Mis
palabras quedaron en el aire.
¡Ludwig!, me respondió. Ni tú ni nadie puede
ayudarme. Su voz sonaba melancólica, lenta, como si contara las sílabas. Te
comportas como cuando eras un chicuelo. Además, tratas de engañarme.
Su tono resultaba familiar, recriminándome algo que
ignoraba. ¿Cómo podía ser real que ella pudiera haberme visto cuando era un
chicuelo, si ni siquiera tenía mi edad?
Alargué mi mano y rozando su pierna le dije: Quizás
existe un juego de mentiras y un juego de verdades que acaso son lo mismo. Si
me comporto como un niño es sólo porque no quieres mostrarme tu rostro.
Estábamos uno frente al otro y ella, tras vacilar un
instante dijo, ¡mírame!
Entreabrí entonces el velo, en un deseo de beber su
rostro. Pero no había rostro allí, el bellísimo rostro que buscaba no estaba
allí. Y en el lugar que correspondía al cuello se abría un hueco turbulento en
donde la vida se agitaba. Pero no existía cabeza.
El horror y la fascinación me dejaron inmóvil.
¿No querías verme, no pretendías consolarme?,
susurró una voz que venía desde lo profundo, ¡sí!, desde lo profundo de su
garganta, como un eco, como una invocación. Yo miraba absorto mientras desde su
cuello veía levantarse una textura áspera y blanca. ¡Una coliflor! Eso era. Una coliflor que me hablaba así
desde la desnudez del rostro. Ni ojos melancólicos, ni labios temblorosos. ¡Una
coliflor! ¡Imposible imaginarlo!
Sentí que todo se helaba a mi alrededor, que no
tenía noción de lo que pasaba.
¡Helena!,
¡Helena! Simplemente el tren se
adentraba en las hendiduras de la noche. El tren había roto los velos de la
noche.
Al abrir los ojos sentí que una persona, sosteniendo
mi cabeza decía: ¡Beba, beba esta agua!
Otra mano mojaba mi frente.
Me
encontraba tendido sobre uno de los asientos del tren y el señor que divisé al
entrar que me pareció de una elegancia un tanto bizarra era quien trataba de
reanimarme y sonreía.
¡No
ha sido nada grave! ¡A veces el calor produce mareos! ¿O es que se resbaló
Usted en el pasillo? Yo no atinaba a responder; allí estaba la misteriosa mujer
de negro que sonreía desde un bello rostro que me hizo olvidar todo lo anterior
como si fuera una pesadilla.
El
inspector del tren me traía un licor helado. ¡Tome, distinguido señor!, decía
con esa amabilidad servil de algunos mozos que han tenido oportunidad de ver
muchas cosas distintas en este mundo. Su rostro me recordó al del taxista,
¡sí!, no cabía duda, era la misma persona; acaso un servicio extra de este
expreso al Sur.
Cuando
yo ya me sentía recuperado, el que yo creía un vendedor, se dirigió cortésmente
a mí y dijo: Permítame presentarme, Leonardo, o simplemente, el Maestro, como
mis amigos gustan llamarme. Aquí, dijo luego, madame Helena Ferrucchi, la
Contessa que nos acompaña a través del mundo para olvidar su duelo. Yo asentía
con la cabeza, mirando a uno y luego al otro. El inspector del tren se inclinó
reverente y dijo: Asmodeo, el Viejo,
para servirle.
Yo
no sabía bien como agradecer la simpatía que me mostraban mis compañeros de
viaje, quería decirles también algo amable que correspondiera a sus atenciones,
pero estaba sofocado.
El
Maestro se adelantó y me dijo: Repose, querido amigo, ya tendremos oportunidad
de charlar e intercambiar ideas. El viaje es largo y usted parece agotado.
Mejor será que duerma. Miré a la mujer
de negro, la Contessa Helena Ferrucchi y vi que sonreía. ¡Qué distinto me
pareció entonces su rostro! Era mejor cerrar los ojos y dormir. El Maestro
Leonardo quizás tenía razón.
El
tren avanzaba rugiendo y serpenteando en la noche.
Cuando desperté algunas horas más tarde ya era día
claro. Toda huella de malestar había desaparecido junto con las sombras. El
Maestro había ordenado componer una mesa para cuatro en el coche comedor, y fue
con alegría que luego de mojarme el rostro, me reuní con mis acompañantes ante
una mesa cubierta de frutas y manjares exóticos.
He
preferido, me dijo Helena Ferrucchi, que usted probara los exquisitos manjares
del Sur, esas frutas que se mustian fuera del sol de los trópicos.
La
luz entraba ahora a lo largo de ventanales tras los que veíamos deslizarse un
paisaje de cactus y enormes rocas de variados colores. ¿Será el Desierto
Mojave?, pensé para mis adentros. Como si adivinara mis pensamientos, Asmodeo,
vestido ahora con un impecable traje blanco y negro, me mostró una señal a la
orilla de la vía: "Laberinto de la
Memoria." Reí al verlo, mientras decía a mis acompañantes: Si el nombre
corresponde a la realidad, quizás podamos encontrar algunas diversiones para
entretenernos.
El
Maestro y la Contessa charlaban de imágenes mientras pinchaban frutas cubiertas
con azúcar. El misterioso perfil aquilino se volvió hacia mí y dijo: Son
mayores las realidades que encontrará querido poeta, que lo que jamás ha
imaginado. Sé que mucho dudó al emprender este viaje. Ahora lo importante,
precisamente, es pedir, exigir lo imposible.
Ahora
me tocó reír a mí. ¿No he perseguido siempre lo imposible? ¡Ja!, exclamé, vamos
como los pájaros hacia el Sur y ahora ustedes me recuerdan problemas
cotidianos. Todos reímos.
Asmodeo
destapó una botella de "Flor de cactus" y decidimos brindar por el
éxito de nuestra empresa. Helena Ferrucchi sugirió que juntándonos todos en el
brindis formáramos el cubo de la buena fortuna, en donde cada cual bebe del
vaso del otro. Una receta infalible, agregó. Además a cada uno de nosotros se
nos cumplirán así los secretos deseos. Rápidamente el licor desapareció de los
vasos y cada cual tenía la certeza de
que sus anhelos encontrarían satisfacción.
El
Maestro, sentado a mi izquierda, se acercó más a mí, como para comunicarme un
secreto. Tenía en sus manos un mazo de cartas que semejaban un antiguo Tarot;
deslizándolas entre sus dedos me dijo: "A veces los lobos cantan como
ruiseñores". Aquí veo dar vuelta la Rueda de la Fortuna, todos los deseos se
verán cumplidos, habrá tiempo mientras la Luna esté en el cielo. Ahora podremos
ver lo que era invisible. Reía, en tanto que familiarmente palmoteaba mi
hombro. Esto me dio ánimo para tratarlo también más familiarmente. ¡Qué bien
hablas el castellano!, dije, ¿dónde lo aprendiste? Vi una luz de orgullo en sus
ojos. ¡Soy políglota!, me respondió, sólo en las lenguas muertas se me nota un
acento local; como no las practico, la mayor parte de mis amigos suponen que mi
lengua materna es el alemán.
Noté
un dejo de tristeza en sus ojos. Lamento, le respondí. Es un idioma que escuché
en la infancia, una vieja melodía que nos persigue a lo largo de los días, pero
de la que no recordamos el texto.
Sonrió
melancólico. Los paisajes volaban por las ventanas: inmensas planicies rocosas,
árboles y casas aparecían y desaparecían a efectos de la velocidad.
Helena
Ferrucchi, en un tono de chanza me
dirigió una pregunta: ¿Qué deseo es más importante al poeta que sube en la
Rueda de la Fortuna? Sus ojos brillaron, como intercambiando suposiciones con
el Maestro. Yo no sabía bien qué contestarle. ¿Podría alguno imaginar los días
de mi infancia a la que vuelvo a veces en sueños? ¡No sé exactamente!, le
contesté. Además el recuerdo de tiempos felices siempre nos arrastra a la
melancolía.
Pareció
por un instante que todos coincidíamos en tal juicio.
El
Maestro se animó entonces y dijo: ¡Nada de tristezas!, lo que el poeta desea en
lo más profundo le será concedido. Vi que entre sus largos dedos barajaba unos
gastados naipes que quizás lo distraían de preocupaciones más profundas.
Volvimos
a nuestros asientos en el vagón, en fila, lentamente.
El
Maestro vestía un traje negro desteñido
y sobre sus hombros lucía una capa cuyo cuello de piel despedía reflejos
rojizos. Solía apoyarse en un bastón de empuñadura dorada, pero supongo que era
más bien un adorno antiguo, quizás uno de esos estiletes venecianos, envueltos
en una elegante vaina de bambú. Yo ofrecí mi brazo a la bella Helena. Pude
sentir con el vaivén del tren cuán delgada era, como si moviera una delicada
estructura cubierta de sedas. Su brazo cogido al mío era frío y como yo mirara
con insistencia sus largos dedos, ella sonrió y me dijo: He gastado mis yemas en el amor, pero el
cuerpo se enfría en otras llamas. Yo reí como quien recibe una confidencia. Asmodeo,
que había arreglado una fuente de licores exóticos y de bocadillos, nos seguía
tarareando una vieja canción.
Helena
volvió a su asiento. Como al pasar me dijo: He amado incansablemente, asediada
por el deseo de miles de hombres; siempre es lo mismo. Ahora me parece que
después de años he encontrado algo distinto.
El
Maestro en cambio me invitó a revisar unos viejos libros y yo me acomodé en el
asiento frente al suyo. Extendimos una larga mesa plegable y a la usanza de los
jugadores nos sobamos las manos antes de empezar a revisar los libros. "Un
sorbo de expectación antes de ver lo invisible", susurró mi compañero.
Asmodeo, ordenó luego, ¡tráele al poeta una copa al hielo de las frutas de la
pasión! El mozo se apresuró a servirnos una bebida roja como la sangre, pero de
la que un sólo sorbo parecía helarlo a uno por dentro. Nos dejó la botella y
terminamos de acomodarnos en los mullidos asientos. Yo, cara al norte, el
Maestro, frente a mí, en la dirección en la que corría el tren piafando hacia
el sur. Volvió a mirar las gastadas cartas, cuyos bizarros grabados parecían
descoloridos por el uso.
Ahora
viajas hacia atrás, me dijo notando la ubicación de mi asiento. Se cumplirán
tus deseos, créeme. Desplegó entonces un especie de rollo similar a algunas
pinturas japonesas en el que se podía ver un mapa en vivo de los lugares que
atravesábamos, todo cubierto con una especie de cristal que flotaba sobre el
paisaje. Aquí va el tren, me dijo, resulta más confortable para ti y tendremos
oportunidad de charlar de viejas pasiones. Golpeó esa especie de vidrio que
cubría el rollo de mapas y como si nos acercáramos, o viéramos la tierra con un
inmenso vidrio de aumento, vimos deslizarse lentamente las secas planicies del
norte de México. Sé que hay lugares que añoras, me dijo en tono suspicaz, pero quizás
sea mejor que no te detengas en el "Río de Piedras", ya que podría
significarte una caída o un desastre. Yo asentí, sorprendido de que supiera mi
debilidad por la ciudad donde han vivido un par de mujeres a quienes amé en
vano. No quise hacer comentarios y miré distraído por la ventana tras la que se
deslizaban uno tras otro los paisajes vistos en el rollo.
Sonriendo
y mirándole al rostro le dije: Me gustaría hojear algunos libros que sólo
conozco por los sueños. Son diminutas ediciones encontradas en mis correrías
oníricas, las he guardado en los bolsillos, pero no las encuentro al despertar.
Tenía un buen amigo veneciano, que me mostró una edición de Dante, pero sólo
recuerdo las tapas con dorados, no el interior.
Mi
compañero parecía entre divertido y fastidiado. Hay pequeños errores en tu
memoria, me dijo. El libro que has visto son las Rimas de Petrarca, editadas
por F. Ongania, hace más de un siglo. Si quieres ver escenas de La Comedia, yo
te mostraré la edición de Boss, hecha por los alquimistas de Amsterdam un par
de siglos antes. Sacó de su bolsillo un pequeño libro de tapas negras con
caracteres orientales, en los que el texto mezclábase con imágenes muy vívidas
que moviéndose de un lado al otro de la página parecían querer hablarme.
Yo
estaba como quien mira un espejismo. En montañas de duro relieve subían hombres
arrastrando pesadas piedras humeantes, ¡todo estaba vivo! Lo que las figuras
repetían eran tercetos del poeta florentino, estábamos mirando el mismísimo
infierno. Yo permanecía extático, mirando las viejas imágenes que parecían
haber cobrado nueva vida.
Son
ilusiones, ¡mascaradas!, exclamó el Maestro. Ilusiones ofuscadas de un exilado.
A veces creí encontrar en él a un amigo, dijo, volviendo su cabeza hacia mí,
pero todos padecemos errores.
Vi
un aire de tristeza en mi acompañante. Tú sabes, tú tienes que recordar, me
dijo, fijando sus ojos en mi rostro. Yo te pedí hace años que escribieras una
historia de mi vida, yo te habría ayudado a juntar los materiales para el texto
y para los collages que crearas como ilustración.
Yo
traté de recordar. Efectivamente en un sueño, se me había aparecido el demonio
y me había pasado un grueso tomo encuadernado en piel; sus páginas estaban en
blanco, pero era cosa de escribir lo que él me dictara en forma de memorias.
Recordé claramente el sueño, pero este Maestro bibliófilo, y seguramente un
mago ilusionista, ¿era entonces el demonio? Me sobresalté al pensarlo, no
sabiendo bien qué hacer.
El
Maestro sonrió del otro lado de la mesa. ¡Temores de niño, mi querido poeta!
Ilusiones que se convierten en realidad. Sí, mi nombre es Leonardo, uno de los
tantos nombres recientes. Efectivamente
te di un libro en blanco en el que sólo era cosa de dictar lo que iba ocurriendo.
Pero al parecer te has llevado un susto, mi querido amigo, yo soy sólo un
reflejo triste de lo que todos los hombres llevan dentro, su demonio interior.
Me
acomodé en el asiento. Frente a mí, como si me hablara tras un vidrio, observé
al Maestro: Un señor que parecía en sus cincuenta, elegante en el traje gris,
casi negro que lo envolvía. Sus manos cubiertas de vellos lucían largas uñas y
un par de sortijas parpadeantes. Fue su rostro, sin embargo, lo que llamó mi
atención. Diríase que estaba hecho de madera seca y carcomida, y en sus ojos
había una vivacidad que alternaba con una constante melancolía, como si fuera
completamente escéptico de que alguien lo pudiera querer.
Recordé
entonces un sueño.
Me habían propuesto subir o bajar. Yo decidí subir y
me vi luego trepando escaleras de piedra tras un personaje que me pareció
envuelto en una capa que agitaba el viento. No logré entonces divisar su
rostro.
Sólo cuando estábamos en la parte superior de una
inmensa cúpula, observando una costa con palmeras frente al mar, me volví hacia
él y vi que era el demonio, triste, sumergido en una melancolía profunda. No
decía palabra; como yo mismo, miraba el crepúsculo que caía sobre la costa
dibujando nubes rojizas en el cielo tormentoso. Vi entonces que estaba silente
debido a la repulsión y el miedo que me causaba su rostro. Y no me habló ni
profirió palabra alguna.
Vi luego salir desde su boca humo que espesándose
tomaba una forma que lentamente semejaba una persona: era una bella mujer que
lloraba, lloraba por el rechazo que yo tenía al rostro del demonio. Traté de
explicarle que era algo irracional, que yo sabía que todos nos descarnaríamos y
seríamos polvo, que la materia que envolvía nuestros huesos era tan ilusoria
como el temor al demonio, ese espejo arrugado que llevamos en nuestro interior.
No sabía bien qué relación podía tener la bella joven que apareció en el humo,
con el rostro de aquel ser que me inspiraba temor.
Prometí sin embargo tratar de entender, de hablar
con ese ser horrible y al mismo tiempo atormentado. Ella dejó de llorar y el
humo se fue disipando, como si el ser del que saliera se la hubiera tragado.
Invité entonces al demonio a que bajáramos por las escaleras hasta la playa. Así lo hicimos, corriendo cuesta abajo. Al
llegar a la playa vi que la persona que corría delante mío era mi amigo Mario
Espinosa, un rubio de bello rostro que se volvía riendo a carcajadas. ¿Podría
él ser el demonio?
¡Ilusiones!,¡ilusiones!, me dije entonces, cada vez
que hacemos bajar la imagen de nuestros mitos a la altura del hombre, cobran su
condición humana y sus debilidades.
El mar seguía allí moliendo los siglos.
Al otro lado de la mesa el Maestro me observaba.
Siguió un largo silencio, luego, como hablando
consigo mismo, le oí murmurar frases doloridas por su deseo de entender a los
hombres y de ser querido por ellos. Como huyendo de un pensamiento triste,
volví a hablar de libros: Hay uno, que supongo de origen japonés o quizás
hindú, con cubiertas de marfil labrado que en su interior guardan una serie de
secretos sobre el amor. El Maestro pensó un instante. Son siempre pequeños
errores los que acumula la memoria, me dijo. Hay ruinas de templos, templos
completos en que a través de pasillos y galerías se desenvuelven todas las
formas de la pasión. Otros los llaman "Las piedras del éxtasis".
Mucho de esto se ha destruido ya que lo que más se teme es la propia lujuria
que nos arrastra. Sin embargo hay algunos que copiaron dibujos y me imploraron
nuevas formas de esa locura de amar, de poseer lo que verdaderamente se ama.
Compusieron pequeños libros que era posible esconder, los cubrieron de joyas,
les dieron un olor, los enchaparon en marfil pintado.
No
cabe duda, es alguno de aquellos libros traducidos desde las piedras al papel,
lo que tú has visto. Yo asentía, era como si mi compañero de viaje me estuviera
describiendo el pequeño libro; lo vi revolver algunos bolsillos de su capa y de
pronto salió de entre sus pliegues una especie de faisán con cabeza de mujer.
Se paseaba sobre la mesa, acercaba su rostro al mío y sentí caer sus lágrimas.
No sabía qué responder, incluso las habituales patas de ave me parecían
diminutas piernas de mujer.
Sentí
que el Maestro reía al otro lado de la mesa.
Ludwig
Zeller, decía, ¿es que ya no recuerdas lo que tú mismo escribes? Yo no lograba reponerme de mi asombro: un
rostro que miraba al borde de las lágrimas.
Bueno,
dijo al fin, veo que el tiempo se acorta. Te regalo este pájaro que cuando
quieras será el libro con tapas de marfil o la mujer que sueñas dentro de sus
páginas. Acariciando la cabeza del faisán, este se transformó en un pequeño
libro que Leonardo me extendió a través de la mesa. Recuerda que es un libro y
es también un amuleto con el que siempre se puede alcanzar a la mujer ave.
Cogiendo
el pequeño libro miré al Maestro y le dije: ¡Gracias! Por segunda vez me
regalas un libro; en el primero se podía escribir y dibujar tu historia, en
este otro puedo alcanzar un pájaro mágico que se transforma en mujer y me enseña
las formas anudadas del amor. ¿Qué podría yo darte?
El
Maestro pensó un instante y me dijo: Has mirado mi rostro y has puesto tu
piedad en mis ojos. Viajas ahora hacia
atrás, donde muchas cosas y personas queridas te resultarán extrañas. Quizás nos
permitas acompañarte. Me aburre el ruido que suelen hacer los banqueros
contando monedas, prefiero la compañía de los poetas para quienes las ilusiones
son el pan de cada día. Le estreché la mano en señal de acuerdo.
El
tren corría ahora entre cerros de poca altura y el árido paisaje por alguna
razón me resultaba familiar. Serían las cuatro o cinco de la tarde y la Luna
empezaba a elevarse recién en el horizonte.
Miré
hacia afuera, una extraña sensación de plenitud me sobrecogió. Pensé en el
libro, en mis bizarros compañeros de viaje, el ave con rostro de mujer. ¿Hacia
dónde íbamos? El Maestro puso su brazo sobre mi hombro y me mostró a lo lejos
una estación de ferrocarril en medio del desierto. Me pareció extrañamente
conocida, y a medida que el tren se acercaba mis sospechas se hacían
certidumbre.
Miré
pasar algunos vagones y luego un cartel en letras negras al lado de la vía que
anunciaban el nombre del lugar: Río Loa.
Aquí
estamos, repitió el Maestro, la estación de los sueños.
Distintas
personas movíanse apresuradamente. Rechinaron los frenos del tren en el que
habíamos realizado este largo viaje. Vestidos multicolores se veían a lo largo
de todo el andén: mujeres cholas vendían los más diversos objetos, piedras,
frutas y flores. Allí estaban mis padres, haciéndome señas, indicándome que
estaban alertas a mi llegada. El Maestro bajó primero, luego Helena Ferrucchi,
yo mismo un poco azorado por efecto de las emociones, y finalmente Asmodeo que
se había encargado de todo el equipaje que llevábamos: cajas y más cajas que no
sabía para qué podían servir.
9 | Sofía la médium
Mientras caminábamos vi que algunos metros adelante
iba mi hermano Carlos cargando su bolso. No sabíamos lo que podía resultar de
todo esto, pero el asunto nos intrigaba. Como lo habíamos visto en nuestra
excursión de la mañana, estaban clavados en tierra los palos pintados de rojo
con una cinta del mismo color en las puntas, a modo de banderolas. Había ya
mucha gente en el lugar, que al ver a Papá y al Maestro nos abrieron paso, para
que pudiéramos estar lo más cerca del círculo dibujado en arena de color entre
los palos. Al centro del mismo, con sus largos cabellos sueltos, estaba Sofía,
una mujer que vivía solitaria en una pequeña choza junto al río. Más que serena
parecía ausente, y apenas si notó nuestra llegada.
La
vimos concentrarse como quien escucha la voz del viento, ya que de seguro el
viento habla a los videntes de cosas que apenas logramos percibir. Sofía se
retorcía pronunciando palabras guturales dentro del círculo, sus músculos
habíanse aflojado y bien podía ser una inmensa flor como una animal quieto,
desconocido en esta superficie.
Una
viejecilla esmirriada, con voz de falsete, adelantó entonces una palmatoria con
un cirio encendido hasta tocar el círculo. Era la madre de Elvira Ossorio que
llamaba a su difundo esposo, don Julián, para informarle que su hija se casaría
y preguntarle qué le auguraba él desde las tinieblas. Pasaron algunos instantes
que nos parecieron larguísimos, ya que la médium era presa de contorsiones en
el suelo. De pronto se apoyó en su brazo izquierdo y de sus labios brotó una
voz de hombre que parecía venir de muy lejos.
¿Qué
quieres, bruja malvada? ¿Por qué me cierras el camino con llamas?, interrogaba
la voz de don Julián. Es que Elvira se casa, repetía la vieja con temor, creo
que con un buen hombre que tú has visto cuando era niño, Sixto Lora. ¿Lo
recuerdas?
Se
extendía de nuevo el silencio, parpadeaba el cirio y volcando su cabeza hacia
atrás, decía la médium con voz ronca: ¡Putas!, ¡putas sois! ¿Para qué
interrogáis si sabéis la respuesta? Veo a Elvira atravesando un barranco, su
vestido se mancha con licor rojo, parce querer reunir pedazos de una jarra sin
poder lograrlo. ¡Mujerzuelas!, es eso lo que sois, ¡despejad el camino! Veíamos
convulsionarse a la médium. La madre de Elvira arrastraba un poco avergonzada
su candela fuera del círculo.
Vi
entonces a Humberto Gaona adelantarse andando de rodillas para encender un
cirio y llevarla hasta que éste tocara el círculo. Al parecer preguntaba a su
difunta madrina por el destino de cada uno de los de su familia. Se repitieron
las convulsiones de la médium hasta aquietarse de nuevo. Una voz de mujer
resonaba en la oscuridad de la noche, su tono era serio, con cierta solemnidad.
Escucho,
huelo subir miasmas desde tu casa. Tus pecados serán perdonados por el fuego,
pero en el fuego serás dispersado para siempre. La lepra de tu mujer se
extenderá y nadie querrá ver su rostro en el resto del tiempo. Tu hija seguirá
el mismo camino de su madre. Veo a tu hijo mayor frente a los altos murallones,
muchos disparan sobre él, lo están fusilando. Sal de este pozo, Humberto, ruega
a quien lleva en su boina una pluma roja que tenga de ti misericordia,
¡misericordia!...
Humberto
Gaona, pálido como la cera retiró el pabilo desde el centro del círculo.
Parecía que una gran piedra oscura hubiera caído de pronto sobre él,
sepultándolo. Todos los presentes estaban bajo el efecto de la angustia.
Habló
la médium entonces con voz de hombre, y su tono era burlón. Soy Necochea,
amigos; la peste me llevó hace veinte años y nadie me recuerda. Cuando veo los
cirios pienso que alguien ha de llorar por mí, pero es inútil, el horror a la
peste borra en vosotros mi recuerdo. Digan ¡salud! por mí. No les pido rezos.
Sentí reír, toser, levantarse un murmullo entre la gente: ¡Salud, salud,
Necochea! Bajo los ponchos vi que algunos guardaban una botella de aguardiente,
era un trago a favor del difunto.
Miré
entonces a Carlos sopesando si se atrevería o no a presentar la cabeza que
encontramos en la mañana. Mi mirada al parecer lo decidió, sacó entonces un
plato, la puso encima y empujándola junto con un candil hizo entrar éste dentro
del círculo. Vimos que la médium se revolvía y finalmente empezó a hablar en
quechua, pero luego cayó y parecía rígida. El Maestro que estaba a mi lado tocó
entonces con su bastón la calavera y ésta cubrióse de carne y pelos aderezados
en un complicado moño. Sobre el plato la cabeza parecía recién arrancada al
cuerpo y sus ojos estaban muy abiertos. Empezó a hablar con un largo lamento.
Sentí entonces que el armadillo en mi hombro nos traducía en voz alta lo que la
difunta hablaba en lengua india. ¿Para qué me queréis, hermanos? Mi cabeza ha
sido arrancada de mi cuerpo y escondida en un horno. Mi nombre es Ata Ata y
hace cientos de años que oigo correr las agua río abajo. No conocí varón y un
mal incurable me separó de vosotros llevándome hacia el sol. ¿Qué queréis, qué
os turba el corazón, mis hermanitos?
Se
adelantó uno de los hermanos Puca, y hablándole también en quechua, le dijo: La
curiosidad nos llevó a conjurarte, por tu cabeza se adivina tu belleza, quizás
yo habría sido el hombre que podría haber sido tu esposo.
Oímos
de nuevo el largo lamento, y la cabeza, moviendo los ojos, repitió un “quizás”,
que sonó como una campanada. Puca se quedó mudo y sólo atinó a retirar la
pequeña luz, tirándola fuera del círculo. Al instante la cabeza viviente se
descarnó absolutamente y sólo vimos brillar sus huesos blancos en la luz de la
una.
Durand,
entonando un ensalmo, cogió la mano de Sofía, la médium, tratando de sacarla
fuera del círculo. Reuniendo la fuerza de varios hombres pareció esto posible,
pero fue necesario que el Maestro tocara con su bastón las arenas coloreadas
haciendo una abertura para que al fin pudiéramos recuperar a Sofía del poder de
los Espíritus.
Todos
estábamos conmovidos y aliviados. Leonardo, el Maestro, se acercó a Carlos y le
dijo: No es justo arrebatarle el trabajo a la gente de abajo, eso lo intentarán
más adelante otros condenados enloquecidos por el orgullo de la raza pura. Tu
travesura ha conmovido el corazón de todas estas gentes. Tocó con sus largos
dedos los labios de Sofía y vimos como esta recuperaba el color y se animaba,
volviendo a ser la persona que conocíamos.
Surgió
entonces Asmodeo y a la usanza zapoteca vertió licor en un pequeño vaso y lo
bebió de un trago. Luego fue ofreciendo a cada uno de los presentes del licor
rojo como sangre que nos volvió el alma a los cuerpos y la alegría a la mente.
Vi que el Maestro tomaba del brazo a mis padres, yo hice lo mismo con Helena,
emprendiendo el lento regreso.
La
alegría parecía haber vuelto a empapar nuestro corazón. Mi padre que iba a un
par de pasos adelante dijo al Maestro Leonardo con cierto dejo de nostalgia:
¿Recuerdas el calor, allá en Batavia? Aquí no es muy distinto, hay frío al
amanecer, pero jamás ese embrujo de la nieve que cae, esos pétalos cubriendo de
blanco todas las cosas. No han cambiado tus deseos, querido Guillermo, le
respondió nuestro simpático huésped, ni pasarán veinticuatro horas sin que
veamos de nuevo ese milagro blanco que tanto anhelas.
Helena,
tomada a mi brazo, preguntaba cosas de mi infancia y reía de mis soluciones.
Siempre exigiendo lo imposible, decía. Nadie quiere oír la verdad, todos
quieren tan sólo que se les ame. Ese es un aforismo ya gastado, me dijo ella,
yo prefiero los que tú has inventado, denigrando al camello. Yo me reía, pero
ella agregó en tono solemne: “Dando cuerda a lo imposible” es una imagen en que
te veo a ti, junto a una mujer-muñeca de la cintura hacia arriba, cuyas palmas
tocan las palmas de otra mujer en el cielo de afuera. Un pequeño lagarto
presencia la escena. Está pintado por Susana, y aunque lo roben con malas artes
el asunto te traerá suerte. ¡Recuérdame cuando suceda! A mí me parecía
imposible olvidar el menor gesto de ella, pero prometí contarle todos los
detalles si esto sucedía.
Como
en las noches anteriores este paseo bajo la Luna de marfil fue un verdadero
regalo para cuantos habíamos podido disfrutar de la velada. En el horizonte se
divisaba a veces un resplandor sobre los volcanes, esa lejana tempestad donde
nacían las agua del río. Caminar así, del brazo de la bella Helena Ferrucchi
podía parecer un sueño, pero a través de sus delgadas manos sentía el torrente
golpear allá en las turbinas del corazón. Entonces habría sido posible hacer
cualquier poema, las estrellas me tenían fijado el destino.
15 | Las cartas del Tarot
Acaso el calor, que reverbera en el desierto
calentando las piedras, hizo más larga nuestra vuelta a casa. El cementerio no
estaba lejos, pero había algo en el ambiente que pesaba sobre nosotros,
haciéndonos asumir pensamientos graves. La mayor parte de los acompañantes se
dispersaron ya en el camino y el grupo terminó reducido a mis familiares, un par
de amigos fieles como Kruger, Gustavo Schutt y su mujer, que no querían
regresar a su casa, los Sarabia, la señorita Zoila Campana, el Maestro y los
tres diablejos que revoloteaban de un lado al otro.
Cuando
llegamos al balcón frente a la casa nos fue una alegría encontrar a Mamá y a
Helena esperándonos. Habían preparado algunos refrescos y les parecía que ya
habíamos traqueteado más de la cuenta y que era necesario que nos tomáramos un
pequeño descanso. No hubo ninguna oposición a tan cariñosa acogida.
Sentados
en los asientos de mimbre y bambú podíamos ver con otros ojos las horas recién
vividas. Sobre el brazo de mi sillón se sentó Helena y su cercanía despertó en
mí todos los recuerdos de la noche pasada, su aroma, su manera de moverse, el
tono de su voz que se tornaba para mí en un bálsamo que me transportaba a otro
universo. Todo lo que sucedía alrededor mío, mi padre charlando con Leonardo
sobre los cultos en Indonesia, las bromas que se hacían mis hermanas, todo
estaba asordinado por esta pasión que me envolvía.
Tú
entiendes Guillermo, le decía el Maestro, que el bien y el mal son una misma
entidad, ya que el misterio del universo los hombres lo tratan de resolver con
anteojos muy estrechos, de apenas una decena de milenios. Las religiones y los
cultos repiten, solidifican la imagen de los sueños, y los sueños son algo más
que la insatisfacción de los deseos. Se diría que a veces los hombres no se
percatan de la brevedad, de la fragilidad de la vida. Y todo en blanco y negro,
siempre como los errores, repitiéndose hasta el cansancio.
Se
diría que a veces el Maestro estaba cansado, hastiado acaso por las torpezas de
quienes lo rodeaban, lo que lo sumía en una profunda melancolía. Miré su rostro
y sentí compasión por esa soledad que le había tocado afrontar por edades, con
otros rostros a veces, con otras lenguas y otras costumbres. Volviéndome a
Helena le dije lo que sentía y ella me confesó que a lo largo de años le había
acompañado en parte para palear esa misma soledad. Pocos seres logran entender
esto, me dijo, yo te amo porque he entrevisto en ti desde hace muchos años, esa
capacidad de compasión, esa libertad para enfrentar lo desconocido, aún lo
invisible.
Yo, decía Sara, la mulata, creo en la magia porque
he visto sus efectos. Es una fuerza poderosísima que se concentra en lo sexual,
y estoy segura que lo sexual mueve al mundo. Viéndola así, en su carnalidad tan
plena, no era difícil creer en la sinceridad de sus palabras. Además, decía, hay algo irresistible que nos
lleva a satisfacer nuestros deseos. Yo no sé como será para los otros, pero mi
abuela, que había venido de África, pensaba que golpeando una cuerda con un
nudo que correspondiera al nombre del hombre que se deseaba, éste venía sólo,
como enviado por los espíritus para suplicarte aunque fuera una pizca de
pasión. Gustavo la miraba y supongo que recomponía la imagen de la sensual Sara
golpeando los nudos de un cordel y repitiendo su nombre.
Como
la charla se había tornado más abierta, Inés y el doctor Sarabia aseguraron que
tenían urgentes trabajos que hacer. Mamá tenía que arreglar algunos asuntillos
con ellos y los acompañó hasta su casa.
Fue
entonces que tomando la mano de Helena le pregunté al Maestro: Sé que tú sabes
casi todo de nosotros y de nuestro destino, pero es tan poco lo que nosotros
sabemos de ti. Yo te rogaría que me respondieras a algunas preguntas que nunca
me atreví a formularme a mí mismo.
Entiendo que no tienen ninguna novedad, pero si te considero mi amigo y
hemos podido venir juntos a este pueblo donde transcurrió mi infancia, ¿no
podrías contestarme, así, simplemente, para que pudiera entender aunque fuera
en un chispazo, lo que es nuestro destino?
Vi
que el Maestro sonreía. Su rostro a la luz era bello y dolorido, se volvió
hacia mí y me dijo: ¿Qué prefieres, que te responda con simples palabras o que
aquí, delante de todos, juguemos esta arcaica ceremonia de veros las cartas?
Algo
dentro de mí se decidió por el Tarot, y despejando la mesa le respondí que
prefería intercambiar y descifrar las cartas. El Maestro pasó entonces la mano
sobre la mesa y ésta se cubrió de arena que se movía lentamente, como a
impulsos del viento.
Sacó
desde el bolsillo interior de su capa un mazo hecho en pergamino y pidió a
Helena que batiera las cartas. Luego cada uno cortó una vez el mazo que caras
abajo quedó sobre la arena. Vi que el
reverso de las cartas tenían pintadas, pero en realidad estaban vivas, una
inmensa cantidad de seres humanos en las más distintas labores. Será mejor, me
indicó Leonardo, que cada uno saque una carta por vez y según ella formule su
pregunta.
Todos
los concurrentes se habían agrupado en torno a la mesa, ansiosos de saber lo
que sucedía. Extendí mi mano sobre la arena que se movía y saqué mi primera
carta. El Arcano Seis, de los dos caminos, o el amor. El Maestro sonrió y dijo:
¿Por qué me tocará explicarte algo que de sí es inexplicable? Miró a Helena que inclinada sobre la mesa
parecía absorta en el juego. Tienes suerte, repitió, aquí por fin se cumple un
ciclo y después de tantos avatares Helena estará contigo hasta el fin del
tiempo. Todos nacemos de mujer en una cadena que nadie recuerda, y en cada vida
nos encontramos con seres que se aproximan o no a una imagen que llevamos en el
interior de nosotros. Una especie de espejo al que te asomas muchas veces y en
el que a veces te equivocas. Helena te sigue hace ya un par de centenares de
años y cuando la encontré en Italia, hace más de cien años, era un pintor con
cierto parecido contigo el que se asomó a su espejo. Pero era una ilusión, como las rocas y el
agua que pintaba. Yo era su amigo, pero no pudo entender mis sentimientos y
allí me ves, tocando el violín como la muerte en uno de sus autorretratos. Es
como no entender lo que cada uno de nosotros lleva adentro: el descarnado
esqueleto. Creo que nunca vio mi cara, la verdadera sed que me consume. Todas
las mujeres que amas las encontrarás en Helena y todo rostro visto en este
espejo no tiene sino sus ojos que tanto han llorado esperándote.
¿Y
el libro de marfil que me regalaste?, le pregunté.
¡Ay,
querido amigo!, me dijo, ¿no entiendes que a través de multitud de variantes,
los faisanes vuelan siempre hacia el mismo jardín, en donde amas y eres de
verdad correspondido?
Miré
una vez más la carta, acariciándola entre los dedos y vi aparecer rostros que
casi había olvidado: el de mi madre cuando era pequeño y el de otras tantas
mujeres ataviadas a veces con trajes exóticos, como si fueran del oriente o el
alto Himalaya. Pensé que me había respondido sabiamente sobre la carta y le
hice una venia, en señal de que a él le tocaba el turno.
Vi
que Leonardo extendía su delgada mano, con algunas joyas que relucían sobre los
dedos. Tomó una carta y la volvió cara arriba: The Old Man, el Eremita.
Mis
hermanas a coro, así como Zoila Campana, reclamaron. ¡No puede ser, si es un
galán apuesto y lleno de juventud!
Lamento
decepcionarlas, queridas damas, este juego abarca zonas que engañan al ojo y
bien puedo ser el solitario eremita, solo entre tantos, ya que he vivido muchos
años y como cada una de ustedes vengo rodando hace muchas vidas. La única
diferencia es que "yo me recuerdo, y
esta es la nostalgia". [1]
Porque el bien es inseparable del mal y viven en el interior del hombre desde
el principio de los tiempos. Vi que Leonardo entrecerraba los ojos como para
recordar una imagen. Los hombres quieren el bien, pero hacen el mal, tratan de
hacer un monigote de ambos y los dioses y los demonios se multiplican. Mientras
no exista un equilibrio en la mente del
hombre, por cada Fra Angélico, existirá un Jerónimo Bosch. No se puede
evitar, hay que concebir al ser en su unidad. Yo quisiera, dijo..., pero la
frase quedó suspendida en el aire.
Con
un gesto me indicó que mi turno había llegado.
Miré
las caras de mis familiares, mis amigos, Helena. Y como jugando todo al azar,
extendí mi mano y cogí la carta. Oí aún antes de mirarla que los otros decían:
La Rueda de la Fortuna. Allí,
efectivamente, entre mis dedos, estaba la esquiva suerte que baja a unos
mientras encumbra a otros. ¡Te la deseo!, me dijo el Maestro, hace ya varias
vidas que te toca demoler murallas, arrastrar días y años, fríos y
burocráticos. Si Helena representa el haber llegado al fin a realizar tus
sueños, el amor te dará la fortuna que está más cerca de lo que imaginas.
Mamá
había regresado entretanto y con ayuda de Asmodeo nos trajo sendas bandejas de
refrescos. ¡Están tan serios!, nos dijo. Como si toda la vida dependiera de un
mazo de naipes.
Poco
tenía yo que preguntar porque la fortuna es algo que desconocemos, que nos es
dado como un don, una gracia, un regalo gratuito. Miré la carta y vi que la
mujer que movía la rueda se parecía a la grabada por Durero, sólo que ahora
viva, me miraba a los ojos y sonreía.
Tomó
Leonardo el mazo y con ese gesto exagerado de los prestidigitadores puso en la
mesa el Arcano Quince, El Diablo. Y luego nos miró a todos, como
interrogándonos, qué queríamos saber.
Como
nadie hablara, yo le dije: Hay cosas bastante distintas que te querría
consultar. Ante todo querría saber la razón de que tu aparición en los sueños
me produjera un especie de horror. Incluso tu fisonomía la siento cambiada a lo
largo a los años.
Es
así, me dijo Leonardo, porque la imagen que tienes de mí, es tu propio demonio
interior, y a medida que has podido madurar y equilibrar tus sentimientos me
has sentido más humano, un compañero que puedes ser tú o tu semejante.
Yo
he anotado sueños durante largos períodos de mi vida y sabía que su respuesta
correspondía a la verdad.
Pero,
si Dios es la unidad, y tú su contraparte, le dije, ¿cómo es posible que
siempre lo infernal resulte artificial y monstruoso? ¿No es eso lo que
pretenden artistas como Picasso o Kafka? Yo hago collage. Si se puede crear un
equilibrio de contrarios, es difícil, no sé si lo podría lograr. Leonardo se
animó con mi pregunta: Es cierto que gran parte del arte y la vida es un
collage, dijo, pero, ¿por qué no intentar una unidad que no venga de la razón,
sino de algo biológico e irracional? Yo conozco una pieza en que tú mezclaste
textos de poemas con trozos de pinturas y recortes. No sé cómo los llamabas,
creo que "imágenes y palabras", allí está la clave de esa unidad
irracional y convulsiva.
Yo
apenas recordaba el experimento, lo había hecho hacía años y tendría que estar
traspapelado en algún lugar del taller. Sin embargo me apasionaba tanto poder
aclarar algunos aspectos míticos del Maestro que no dudé en seguir preguntando.
Hay, le dije, un libro de cerca de mil páginas escrito sobre este mismo tema
por Jan Potocki, que a pesar de su fluidez de estilo deja traslucir el miedo
que lo poseía. Además, querido Leonardo, ¿no podrías decirnos si hay algo de
verdad respecto a ti en el texto de Mijail A. Bulgakov?
Algo
de verdad siempre existe en todo. Es cierto que Jan Potocki habló una vez
conmigo, pero fue en uno de sus viajes como embajador a la China, allí nos
encontramos en el borde de la Mongolia. Su visión del sur de España tiene mucho
del folklore de la época, además, esas hermanas moras que aparecen en sus
relatos corresponden al concepto cristiano que no concibe algunos aspectos del
amor. Vivió bastante atormentado, sin encontrar el equilibrio del que recién
hablamos, no se explica su suicidio romántico, ni la superstición de haber
pulido él mismo un balín de plata que habría de dispararse en la sien. Es como
si después de muchos años le acosaran a un hombre ya viejo los terrores de
niño.
Se
veía por la charla de Leonardo que tenía una cierta simpatía por el conde
polaco y su voluminoso Manuscrito
encontrado en Zaragoza.
Respecto
a Mijail, dijo, era un buen amigo. Oprimido por un sistema encontró en la
caricatura de mí mismo, según el modelo de Goethe, el modo de hacer un relato
bastante cercano a sus sueños y a las conversaciones que tuvimos. Gustaba de
hacer caricaturas como toda la gente de teatro, dándole unos brochazos bastante
crueles a un gato que recogí en Moscú. Él me pidió que le indicara un nombre y
yo le indiqué el de Popota. Hay muchos aspectos en que tu carácter se le
parece, trató de sacarme de un mito y hacerme vivir en ese infierno doméstico
que planearon los revolucionarios rusos. Las escenas en el teatro, aunque a
veces me aburrían, las hice para él. Hay lugares de Moscú que hemos visto
juntos y cuyo recuerdo aún me emociona. Rió, diciendo: "Harías buenas
migas con él".
Vi
que Leonardo se había puesto nostálgico y traté de hablar de otra cosa, de
dejar de recorrer el simbolismo de las cartas.
Sabes
una cosa, dijo él entonces, supongo que alguna vez quisiste escribir sobre el
Galileo. Te puedo asegurar una cosa, nadie entendió lo que escribía sobre la
arena, vieron sus propias fallas porque en ellas tenían aprisionada la vida. Si
te puedo contar algo importante, es que, a pesar de todas las exégesis, el
mundo lo sigue ignorando, y si volviera a nacer, te aseguro que de nuevo lo
crucificarían.
Había
melancolía en sus ojos. Escribe algo, me dijo, la arena lo cubre a veces, pero
aparece luego en otras lenguas. Yo escribí:
"Los
tejedores del deseo escuchan ese correr del hilo
Hacia
tus ojos en donde arde el carbón deshecho en plumas."
Vi bailar las palabras sobre la arena y luego
el viento planeó en un remolino llevándose arenas y versos por el aire.
Pedí
un brindis por Leonardo, el amigo entrañable; el que se había decidido a pasar
algunos días en ese pequeño mundo de Río Loa, tan pequeño a veces que era sólo
un poblado cubierto de polvo. Del Maestro sabíamos los portentos que podía
hacer, pero ahora queríamos celebrar al amigo. Mamá trajo un licor de
tamarindos soleados y le dijo: Yo quiero agradecerte como mujer y madre,
haberme traído una vez más al hijo hasta mis brazos. El destino es como la
arena que se dispersa en el viento, algunos ven las palabras y otros las
ignoran. ¡Salud!, querido Leonardo, me alegra haberlo tenido de visita aquí con
nosotros. ¡Salud!, ¡salud!, repetimos todos al unísono. Yo vi húmedos los párpados de nuestro
huésped.
NOTA
1. Enrique Gómez-Correa, [in] Mandrágora Siglo XX.
Foto: Cruzeiro Seixas, Isabel Meyrelles, Eugenio Granell, Amparo Segarra y Ludwig Zeller © Lisboa, 1983
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