sábado, 14 de novembro de 2015

RICARDO VENEGAS | Ivo Quallenberg y los años vivos en la escritura


Ivo Quallenberg nació en la Ciudad de México y radica en Cuernavaca desde hace varios años, es licenciado en Economía por la Universidad Autónoma Metropolitana y cursó la maestría en filosofía en la Universidad de Barcelona y la maestría de sociología en la New School for Social Research. Trabajó en diversas instituciones públicas, tales como el Centro de Educación para Adultos, el Fondo Nacional para Actividades Sociales y el Museo de Culturas Populares, además de haber participado en diversos proyectos de investigación social de la Universidad Nacional Autónoma de México, ha escrito tres novelas y tres libros de cuentos que no han sido aún publicados. Uno de sus libros más interesantes es Diario de los años muertos (Ediciones Eternos Malabares y el INBA/Conaculta, 2013).

RV | ¿Cómo llegaste a Cuernavaca y qué referencias literarias has encontrado en ella? 

IQ | Llegué a Cuernavaca poco antes de que echaran abajo el Casino de la Selva. Mi esposa y yo habíamos optado por residir aquí y, como siempre, la decisión la habíamos tomado por razones idílicas. No somos los únicos que proyectamos futuros perfectos. Después de todo, quien sueña con ir a la playa, suele soñarla sin mosquitos. Aunque apenas tocas la realidad lo primero que haces es ir a comprar un repelente. Como sea, antes de necesitar el repelente, no supe vislumbrar que en mi nueva tierra prometida las políticas mercantilistas se afanarían en echar abajo cuanto espacio propiciara el florecimiento de la cultura. Destruyeron el Casino de la Selva y los mosquitos se abultaron como nubes, luego vino el narcotráfico que en un par de ocasiones nos impuso toques de queda mientras los ahorcados colgaban de los puentes. Hoy por hoy, mi optimismo no es tan extremo como para abrevar la esperanza de que emigrar me llevará a una tierra prometida.

RV | Estudiaste Economía en la Universidad Autónoma Metropolitana y estudiaste dos maestrías, una en filosofía y otra en sociología en universidades extranjeras, ¿en qué momento se desató tu escritura?

IQ | Mis estudios me permitieron vivir dos años en Barcelona y otros dos en Nueva York. Gracias a ello me libré de la inercia cotidiana que en México movía mis hilos. En ambas ciudades deambulé sin que sus calles me trajeran a la memoria ningún recuerdo de mí mismo, fue como habitar un mundo sin espejos y si en ocasiones me atrapó una sensación fantasmal, poco a poco escalé a una dimensión del mundo menos temerosa hasta que llegó la hora en que quise conocerme al desnudo. Fue entonces que decidí escribir. Nada fácil. Si acaso en el frontispicio del Templo de Apolo está inscrito aquel aforismo que reza Conócete a ti mismo, siglos más tarde, en pleno desencanto, Goethe añadió sabiamente ¿Conócete a ti mismo? ¡Y sal huyendo! En efecto, fiel al consejo, innumerables veces he salido huyendo. Y en una de esas ocasiones, la peor de mis huidas, regresé a México con la estulta idea de trabajar para el gobierno y desde ahí ayudar a transformar el país. Gran error. Cargado de ideales conseguí que me corrieran de tres instituciones. Ahora lo considero un logro curricular. Gracias a ello tengo la fortuna de no haber sido devorado por el sistema ni de haberme dejado corromper, con lo cual escapé de una existencia turbia. Buena parte de mi vida la dedico a escribir ficciones en las que a veces invierto las reglas del juego y pongo de patitas en la calle a un jefe de departamento o, todavía mejor, a un secretario de estado. Reconozco que es una revancha infantil. Pero desde cierto punto de vista, el acto lúdico de la escritura nos permite retornar a la infancia, a ese mundo redondo como una naranja, donde nada es gratuito, el silbido de una tetera, una magdalena remojada en una tasa de té, la compañía fortuita de un perro viejo, el tropiezo con un transeúnte que vuelve a perderse en la bruma, todo cabe.

RV | Hay un sentido que raya la ironía en la mayoría de los relatos de Diario de los años muertos, ¿lo haces conscientemente?

IQ | A mi entender la ironía busca develar el cariz risible del desencanto sin perder la capacidad crítica. Somos seres trágicos y también ridículos. La ironía pone en cuestión los aspavientos políticos, los amores ridículos, los suspiros de un persignado. Estoy pensando en un hecho real que ocurrió en una iglesia, olvido hace cuántos siglos: Un hombre reza de rodillas en el interior de una iglesia. Ruega por su salud. Bajo las losas yacen sepultados los cadáveres de algunos mártires. Ruega el hombre sin saber que a través de las losas mal selladas suben los humores de los cadáveres en descomposición. Ruega por su salud sin saber que pronto los vapores lo enfermarán. Atroz y cómico a la vez. Al parecer en la ironía hasta los cadáveres ponen su grano de arena.
Si la ironía fue necesaria para cuestionar los poderes del cielo, hoy que Dios ha muerto es aún más necesaria. Con la caída del mito del progreso perdimos la esperanza de construir un cielo en la tierra. Se nos hizo trizas la poética del futuro. Esto le vino muy bien a quienes anunciaron el fin de la historia pues, como único modelo para organizar a las sociedades, enarbolaron la panacea del mercado. Desterraron la utopía. Hoy reina el desencanto. Unos ven el fin de la historia y suponen que el imparable avance de los mercados terminará por dominar los sueños; otros, menos crédulos, pregonan el fin del mundo. Un final sin Dios, bajo un cielo iluminado por un apocalipsis nuclear. La ironía estriba en que anunciamos serenamente el fin del mundo y se nos va la vida si una noche se va la luz. Zizek pone al descubierto semejante absurdo: nos es más fácil aceptar mansamente el fin del mundo que luchar por mejorarlo. Ojalá el planteamiento irónico de Zizek despierte muertos. Necesitamos hacer lo imposible para recuperar la utopía. La ironía la invoca riendo a llantos.

RV | Parecería una obsesión el amor y sus malogros en tus cuentos, ¿cómo aprecias esto?

IQ | A bote pronto lo primero que he pensado es que contar historias felices resulta aburridísimo. Tolstoi ya lo dijo: las familias felices son aburridas. Confieso que mi autobiografía amorosa entra en el saco. No quita que efectivamente es una obsesión mía escribir sobre los malogros del amor, como también lo es escribir acerca de muchas otras desilusiones que afligen a la sociedad. Pero se trata de una obsesión literaria. ¿Si la literatura se confinara a un asunto personal, perdería su carácter universal, tal como lo sostuvo Proust en su Contre Saint Beuve? Estamos ante una controversia clásica: ¿El escritor asoma inevitablemente su historia personal o es capaz de poner su pluma al servicio de otras voces que por innumerables circunstancias han sido acalladas? ¿Puede hacer suya la voz de otros, como lo quería Camus, o está confinado a escribir irremediablemente acerca de sí mismo sin importar por ejemplo que encarne un personaje del género opuesto?
Mi posición es intermedia: admito que cada quien está enjaulado tras las rejas de su cuerpo o cerebro, pero a la vez creo que se nos van metiendo los otros, las más de las veces inconscientemente, de manera que para bien o para mal hablamos con la voz de aquél que nos ha afectado. El escritor es una suerte de esquizofrénico que al empuñar su pluma o varita mágica se vuelve literalmente otro, como Rimbaud que coreó Yo es otro, aunque quizás no haya querido decir lo mismo que yo, con todo, si lo interpreto así es porque me encuentro en un punto intermedio entre la otredad y mis obsesiones.

RV | ¿Cuáles son las lecturas que te han marcado? Háblanos de tus maestros.

IQ | Entre las otredades que se me han metido en el inconsciente están los libros que son tan vivos como cualquier otro vivo. En cuanto pienso o escribo se congregan en mi subconsciente mil y una voces que, con la velocidad del rayo, contribuyen a la emisión de una idea o frase a la que rubrico como mía para no volverme loco. Imposible saber quienes asistieron al congreso relámpago. Lo ignoro como también ignoro en qué forma y medida influyeron en mí para que brotara un texto. En cambio, tengo muy claro cuáles son los escritores que admiro, en el entendido de que los admiro porque me parecen inigualables. Kafka fue el primero en deslumbrarme. Recuerdo vívidamente haber estado recostado sobre la cama, sosteniendo en mis manos La Metamorfosis, absorto a tal punto que al voltear la página me salieron patas. Aquel escarabajo me reveló que hay un mundo paralelo donde todo es posible. Entendí aquello y me dio mucho gusto y fue tan grande mi entusiasmo que quise ensayarme escribiendo. Desde entonces son muchos los escritores que refrendan mis ganas de seguir escribiendo. Van de Ronsard a Octavio Paz, de Maupassant a Felisberto Hernández, de Aristófanes a Ibargüengoitia y la Familia Burrón.

RV | ¿A qué hora escribes, cuándo escribes y en dónde y cómo?

IQ | Salvo en casos excepcionales, trato de escribir todos los días, por la mañana, siempre en mi casa, en otro lugar no puedo. Corrijo mucho. Mientras escribo siento un abismo con los demás, porque nadie comprende que hasta el ladrido de un perro puede cambiar el destino de mi personaje.

RV | ¿La literatura puede desligarse de la realidad?

IQ | Una señora le preguntó a Einstein cómo debía educar a sus críos para que llegaran a ser unos científicos brillantes. Si quiere que sus hijos sean brillantes —le contestó Einstein—, léales cuentos de hadas. Increíble que el científico más genial del siglo XX haya aconsejado que para estudiar la realidad empezáramos por leer cuentos maravillosos. ¿Qué hay más opuesto a E = mc2 que un hada? Supongo que Einstein pensaba que a la ficción y a la realidad, incluso en sus extremos más opuestos, los liga la imaginación. Bajo esta perspectiva la literatura y la ciencia se hermanan felizmente. Materialicemos la idea: las hadas no son el opio de los niños. No obstante, existe una corriente literaria que, sin negar la realidad, se opone a reducirla a una verdad racional, medible, predecible. Me refiero a la literatura fantástica, que nada tiene que ver con los cuentos de hadas. La literatura fantástica tuvo un apogeo en el siglo XIX cuando los apologistas del progreso pretendían que a la larga no habría un solo fenómeno que escapara al conocimiento científico. Para contrarrestar esta suerte de totalitarismo cognitivo algunos escritores trataron de exaltar la parte irracional del hombre. En un tono ambiguo, vacilando ante la frágil frontera de lo natural y lo sobrenatural, hicieron que el miedo a lo desconocido minara la complacencia de una realidad domada por la razón. Contaron historias de sombras que se independizan, de hombres desdoblados y mujeres autómatas, más reales que las reales, trajeron la incertidumbre a la vida cotidiana valiéndose de cabelleras y almohadas, espejos y manos que andan solas o se casan con el brazo de un pianista. Conviene limitarse a estas manos para destacar un vínculo que hay entre literatura y realidad. Alguna vez las manos autónomas fueron patrimonio exclusivo del ámbito fantástico. Pero los avances tecnológicos se encargaron de materializar un mundo que anteriormente perteneció por entero a la ficción literaria. Hoy los transplantes de mano son un hecho común y corriente. En nuestros días semejantes engendros son tan maleables como la vida misma, de modo que las fantasmagorías literarias se han vuelto un apéndice de la realidad tecnológica. No pocas veces la realidad imita a la ficción.




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RICARDO VENEGAS (México, 1973). Poeta. Dirige la revista literaria Mala Vida, Mester de Junglaría. Autor de libros como El silencio está solo (1994), Destierros de la voz (1995), y Escribir para seguir viviendo (2000). Contato: ricardovenegas_2000@yahoo.com. Página ilustrada com obras de Egon Schiele (Áustria), artista convidado desta edição de ARC.






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