sábado, 14 de novembro de 2015

VÍCTOR SOSA | Egon Schiele y la radiografía de una época


La modernidad. La pujante, envolvente, serpenteante, crítica, arrolladora e insoslayable modernidad. La fáustica -aquélla que hizo decir al judío Walter Benjamin que "todo acto de cultura es también un acto de barbarie." La cara de Jano de la modernidad; por un lado, su culto al progreso científico-técnico, su imperio de la razón que oblitera las negras emanaciones mitológicas del inconsciente, sus leyes, su contrato social, su citadino confort burgués, su higiene mental y buenas costumbres, y por otro lado, el alto precio de ese bienestar, la explotación masiva de hombres y mujeres que ponen en funcionamiento los engranajes del progreso, la enajenación, el desencantamiento de un mundo que comienza a resquebrajarse allí donde se trazaban los luminosos rasgos de la utopía. El siglo XIX fue, paradójicamente, el siglo del incontenible triunfo del progreso científico-técnico y también de su contra parte: anarquismo, socialismo, búsqueda de nuevos paradigmas sociales ante los excesos de una civilización empeñada en imponer la razón productivista como única medida para entender -y dominar- el mundo. Los poetas malditos -continuadores del Romanticismo pero escépticos, desesperadamente cínicos, desprovistos de la esperanza que aún subyacía en los románticos-, las fugas literales o metafóricas de muchos artistas al Oriente, la búsqueda del paraíso original acometida por Gauguin en los mares del sur, el auge del espiritismo y de la teosofía en amplios sectores de la burguesía, el redescubrimiento de los mitos medievales en el simbolismo y en los prerrafaelitas, son, de alguna manera, la otra faz del racionalismo triunfante.
El fin de la llamada belle époque y el agotamiento del modelo liberal comienza con el siglo XX y se expresa, de manera determinante, en la Primera Guerra Mundial. Cierto: ya Nietzsche y Marx -dos duros del pensamiento germánico- habían denunciado con insólita lucidez las fallas, las hipocresías y las disfunciones del paradigma tardomoderno, pero será en las primeras décadas del siglo pasado cuando coagule el malestar cultural de Occidente y tome una expresión propia en el territorio del arte.
El expresionismo alemán -nacido en 1905- encarna a plenitud ese estado de espíritu. Se trata, en principio, de un movimiento pictórico -El Puente, nacido en Dresde y compuesto por Kirchner, Heckel y Schmitdt-Rottluff, entre otros- pero que pronto rebasará las fronteras de género para ramificarse en el teatro, la danza, el cine, la música, la literatura y la acción política. Un verdadero zeitgeist -o estado de espíritu común-, se apodera de los intelectuales y artistas alemanes. El ataque, consciente o inconscientemente, se dirige contra los modelos de un arte todavía representativo del ilusorio sueño liberal burgués: el naturalismo, el impresionismo, el paisajismo pastoral y sus múltiples derivaciones son blanco de los expresionistas. Contra la armónica impresión tranquilizadora proponen la salvaje expresión visceral de lo subjetivo; contra las coordenadas de lo bello, la crudeza de la fealdad, contra lo espiritual y angélico en el arte, lo sádico y demoníaco, lo cruento, lo que escapa tanto a las virtudes teológicas como a esa moderna teología de la razón. No es casual que uno de los antecedentes pictóricos más determinantes para los expresionistas haya sido ese cuadro que aún nos sigue conmoviendo: El grito, de Eduard Munch. De ahí que se haya visto en el expresionismo una continuación del espíritu romántico y, sobre todo, una herencia del Sturm und Drang. Y es verdad que lo romántico -en el sentido más antirracionalista del término- retoma su lugar en la cultura de Occidente con el expresionismo; también el espíritu del gótico y del barroco -dos movimientos marcadamente antirracionalistas en la historia del arte.

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Viena, comienzos de siglo. Un imperio -el de los Habsburgos, con ochocientos años en el poder- se debate en su agonía. Viena la hermosa, la que se consagra al placer, al hedonismo y a la civilizada celebración de la modernidad triunfante. Viena de los cafés y los teatros, de los variados y espléndidos estilos arquitectónicos -clásico, neoclásico, románico, barroco-por medio de los cuales la burguesía se adueña de la Historia. Es en esa Viena, como en ninguna otra ciudad europea, donde se vive el desencantamiento y la desilusión burguesa, donde aparece la conciencia del simulacro y de la separación entre palabra y mundo, entre la acartonada retórica y la cruda realidad. Donde un periodista y poeta llamado Karl Kraus, después de denunciar la falsedad detrás de la fastuosidad y la hipocresía de su época, se calla para siempre. "No esperen de mí una palabra -dice Kraus-, tampoco podría decir nada nuevo. En la habitación donde estoy hay un ruido horrendo: carros de guerra, ediciones de la prensa voceada como batalla ganada, quienes nada tienen que decir ahora, porque de hecho tienen la palabra, continúan hablando. Quien tenga algo que decir, que dé un paso al frente y que calle para siempre." Es en esa Viena -repito- donde vive el pintor Egon Schiele.
"Todo está muerto en vida". Esta frase de Schiele -que también podría suscribirla su compatriota Kraus- describe muy bien el estado de espíritu de la época pero también describe la singularidad de su obra. Una vez superada la influencia art-nouveau de su maestro Klimt -quien lo apoyó y reconoció tu talento artístico desde que el pintor tenía 17 años-, Schiele desarrolla un estilo que lo caracteriza: una línea sinuosa, enérgica y a veces quebrada, define sus motivos, casi siempre mujeres de largos y delgados miembros, de pálida piel y de aspecto enfermizo, pueblan sus cuadros. La lobreguez y la muerte rezuman de sus jóvenes y a veces púberes modelos. La muerte en la vida o la inminencia de aquélla -más allá de cualquier posible anécdota- es la preocupación central en la obra de Schiele. En ese sentido, su erotismo -y señalemos que fue encarcelado durante tres días en 1912 por sus dibujos supuestamente pornográficos- no está registrado como deudor del principio del placer sino como representativo de un instinto de muerte, de una pulsión tanática que raya en lo perverso, es decir, en lo no permisible por las buenas conciencias de la época -las mismas que sí permitían e incentivaban la carnicería humana acaecida en la Primera Guerra Mundial. Su erotismo es instinto, un erotismo animal desprovisto del civilizado encanto acometido por otros pintores de la época, incluyendo a su maestro Klimt y al también contemporáneo y vienés Kokoschka. Schiele no pinta cuerpos, personajes; no dibuja posibles psicologías personales; pinta, más bien, el drama de la condición humana a partir del cuerpo, a partir del nacimiento y la muerte -tiene muchos motivos de madres con hijos que no reflejan exactamente la alegría de vivir- como emblema de la inutilidad de la aventura existencial de la especie.
Los cuerpos de Schiele son expresiones de lo mórbido y enfermizo, de ahí también que su paleta -a total diferencia de los demás expresionistas- sea parca, en extremo reservada y en gran parte limitada a colores tierras obscuros. El artista aísla a sus personajes, los rodea de soledad, de un vacío inquietante y angustioso que también es un vacío interior, una falta, una carencia irresoluble. Las manos nervudas, crispadas, artríticas, son una constante y una constancia del dolor, son el punctum -como diría Barthes- de la composición: la potenciación de un activo flujo que allí adquiere su máxima expresión pictórica. Las manos son una sinécdoque de la totalidad del ser. Cuando aborda el tema de las parejas, el abrazo carnal, el vínculo entre dos, evidencia con mayor contundencia aún la intrínseca soledad y el abandono, la inútil búsqueda de protección en la inasible soledad del otro. No hay otro en Schiele, no hay escapatoria hacia un afuera improbable, por eso el paisaje es páramo -los fondos neutros, nulos, o cerrados en su asfixiante frontalidad a cualquier fuga apacible de la mirada-, reflejo de un alma despoblada y reseca. Reflejo también, tal vez, de ese mundo desencantado que el rostro de Jano de la modernidad dibujaba fielmente. Schiele, en ese sentido, es el testigo del estertor de una época; involuntariamente, trazó la radiografía de un cadáver viviente. "Todo está muerto en vida" -dijo-, pero ese documento de la oscuridad del alma -y también de una época- que encarna en su obra, ha llegado hasta nuestros días. Un documento inconcluso, una obra fragmentada por la temprana muerte del artista a los 28 años, víctima de una epidemia de gripe, la cual también segó la vida de su maestro, Klimt. Hoy, a poco más de ochenta años de su muerte, recordamos a Schiele como a uno de los artistas más dramáticamente vitales y representativos del expresionismo -sin duda la primera gran revolución artística del siglo XX.



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VÍCTOR SOSA (Uruguai, 1956) é poeta, crítico e pintor. Em 1983 naturalizou-se mexicano. Autor de Gerundio (1996), La flecha y el bumerang (1997) e Inflexiones sobre la creación (2000). Página ilustrada com obras de Egon Schiele (Áustria), artista convidado desta edição de ARC.







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