Existe una posibilidad fulminante
que justifica el hecho de escribir. Se trata de un afilado propósito hormonal que
hace trizas todas las placas aceitosas de la literatura, porque extrae su materia
de los fondos viscerales, tan vilipendiados, donde estamos seguros que brota una
posibilidad de resurrección. Pocos podrían discutirlo, de todos modos, ya que es
limitado el acceso a esos bajos lugares en traje experimental, porque hay el miedo
de que la verdad rebote como un mal olor y toda su pestilencia gloriosa inunde varias
leguas a la redonda pobladas de imbecilidad cívica y poética ciudadana.
O más allá aún,
de poética metafísica, tan perfumada de malabares como cualquier soneto de cumpleaños
o post mortem, coja, ahíta de impotencia, a cien grados por debajo de toda posibilidad
testicular o beatamente lanzada en carrera de relevo para no ver la liebre-vagina
que, en este caso, viene detrás, invirtiendo el orden de las carreras de perros
que, después de todo, son infinitamente radiosas al lado de los maratones literarios.
Hasta ahora se ha escrito, según el orden de los reglamentos santificados, por ansia
de trascendencia, compromiso social, necesidad óntica o investigación filológica.
Hay quien habla de una búsqueda de Dios, pedantemente parapeteado en la cabeza de
San Anselmo. O quien, más audaz, embarca la nada en su partida de dominó y se disfraza
de traga-leguas de lo “existencial profundo”. Y cuando se juega en el centro, nace
una ascética de la palabra, mitad cabeza de San Anselmo, mitad doblecena de antología:
postura híbrida que, cuando llega a diferenciarse,
suelta los vocablos como elegantes bandejas vacías. Pero, de pronto, se descubre
que alguien, “cansado de escribir necedades durante once años –buscando no sé qué
hermosas combinaciones de frases y palabras”–, intenta justificarse en territorios
menos conocidos.
Aunque la justificación
signifique un entrar en la serie, implica al menos la seguridad de ofrecernos, por
el instante, un aliento nuevo que ya mañana podrán codificar. Sobre todo, se trata
de un rechazo definitivo de lo encadenante poético, mientras se afirma, ya que no
un derecho a decir, sí una posibilidad de maldecir, ¡MALDECIR! Costumbre angélica,
vieja como el primer colapso producido por la revuelta de un antiguo líder celestial
llamado Luzbel, continuada por profetas malhumorados y poetas anti-todo y, sin embargo,
salvajemente desoída por los eternos cortesanos del buen juicio, de la inteligencia
y del estar siempre “por encima” o “de regreso”. Y es menester decirlo de una vez
por todas: sí, se ha vociferado mucho, no hay nada nuevo en la voluntad infamatoria,
pero nadie puede negar que muchos, mientras preparan su carrera de funcionarios
del Estado o de la Poesía, tienen taponados los oídos de música aldeana, de seguridad
que nadie les ha donado o de desprecio burgués, que basta con ser burgués para que
anule su posibilidad de competencia. Continuar manejando palabrotas es, al menos,
más saludable que cualquier alimento retórico. Y ante el dilema, hay algún sector
alerta que prefiere lo soez purificante a lo beato purificado, muéstrese este como
fervor del lenguaje, serenidad profesoral o explicación de la sociedad. Y no porque
se quiera amenazar con el Coco a los burgueses, sino porque se trata de una obligación
personal producida en los fondos viscerales señalados, y esto se halla al margen
de toda discusión.
Aunque no obstante
todavía está por probarse si el alegato impuesto al género humano por Rabelais ha
vaciado su contenido. Aún puede preguntarse si los apuestos señores del buen juicio
y la inteligencia, los sacerdotes del verbo, los honorables profesores o los revolucionarios
en pantuflas y pic-nic de los domingos, pueden demostrar que han desaparecido las
causas que originaron la alianza de Isidore Ducasse: “HE REALIZADO UN PACTO CON
LA PROSTITUCIÓN PARA SEMBRAR EL DESORDEN ENTRE LAS BUENAS FAMILIAS”. Naturalmente
que ellos, disfrazando su condición de hijos de buena familia, —porque hay también
buenas familias poéticas y buenas familias políticas—, se acogerán a la condición
extremadamente fácil de quien mira las cosas objetivamente. Y quien mira así no
disfruta de las cosas, pues es una cosa más. Vale la pena insistir en la proposición
de Caupolicán Ovalles, gallardamente absurda, de que es el cansancio quien lo decide
a la acción. Idea sobresaltada, en cierto modo dentro de la línea de aquel famoso
poeta asesino Pierre-François Lacenaire, ejecutado en 1836, quien justificó su necesidad
de vivir, ejerciendo como teórico del derecho a matar, “meditando siniestros propósitos
contra la sociedad”. Y un poco también en empate con esa moral de lo inmoral de
Thomas de Quincey, quien afirmaba, mientras consumía sus raciones de opio: “Generalmente,
los individuos que han provocado mi disgusto en este mundo han sido gentes florecientes
y de buena reputación. En cuanto a los pícaros que he conocido, y no han sido pocos,
pienso en ellos, en todos, sin excepción, con placer y benevolencia”.
En tal orden
de inversiones funciona este libro, desusadamente adicto al desafío, aprovechando
la materia hasta ahora denominada “no poética”, en un giro decididamente singular,
porque existe una fatiga cuando se descubre la ineficiencia de la palabra tradicional,
lo inoportuno del ejercicio culto, la triste invalidez de lo literario cuando “arrecia
la enfermedad de vivir”.
Algunos han optado
por el silencio. Otros han hablado, como Robert Desnos, quien, para ampliar la virtud
fecundante de sus fantasmas, escribió en argot contra los nazis, hasta quedar reventado
en el campo de Terezin.
En el caso de
Caupolicán Ovalles, además del cansancio verbal, existen otras razones de fastidio,
demasiado concretas, demasiado evidentes en nuestra hora hasta para el ojo menos
alerta, que lo arrastran al abandono de toda preocupación correcta y normal por
el lenguaje. Pero es menester advertir que su actividad vigilante, casi como por
instinto, lo pone a cubierto de la fácil demagogia vertida a través de cierta poesía
llamada social, donde lo subversivo pierde fuerza por el manejo de todos los lugares
comunes del orden burgués que se pretende minar.
Además, hay una
certidumbre: este libro no conduce hacia premios de la revolución, ni a invitaciones
a viajes, ni a las mesas de los “rebeldes” con palacetes y bandas de ensalzadores.
Hay aquí una pura y desinteresada hombría, hecho rotundo contra el cual se estrellan
todas las acusaciones de los aficionados al cartel o las especulaciones en torno
a una pretendida profundidad de lo formal. Es
acercarse en cierto modo al reflejo glandular, no totalmente investigado, que proveyó de bastimentos a Rimbaud, quien meaba hacia el cielo “para honra y beneplácito de los altos heliotropos”. Y quizás condujo aquel grito de Artaud: “Oh papa abyecto, papa ajeno a la substancia del alma, déjanos nadar en nuestros cuerpos; no necesitamos tu cuchillo de claridades”. Porque –para traer a cuentas un último testigo– “de nada sirve ponerse guantes de goma”, según la afirmación de Henry Miller. “Todo lo que puede ser fría e intelectualmente manipulado pertenece al caparazón, y un hombre con ansia de crear busca siempre abajo, en la herida abierta, en el horror obsceno y ulcerante. Conecta su dínamo a las partes más tiernas; si no sale más que sangre y pus, ya es algo”.
acercarse en cierto modo al reflejo glandular, no totalmente investigado, que proveyó de bastimentos a Rimbaud, quien meaba hacia el cielo “para honra y beneplácito de los altos heliotropos”. Y quizás condujo aquel grito de Artaud: “Oh papa abyecto, papa ajeno a la substancia del alma, déjanos nadar en nuestros cuerpos; no necesitamos tu cuchillo de claridades”. Porque –para traer a cuentas un último testigo– “de nada sirve ponerse guantes de goma”, según la afirmación de Henry Miller. “Todo lo que puede ser fría e intelectualmente manipulado pertenece al caparazón, y un hombre con ansia de crear busca siempre abajo, en la herida abierta, en el horror obsceno y ulcerante. Conecta su dínamo a las partes más tiernas; si no sale más que sangre y pus, ya es algo”.
Caupolicán Ovalles,
con un agudo sentido de la provocación, propone en este libro una continuidad de
ese ejercicio del desafuero como instrumento de investigación humana. Pero añade
algo más, o mucho más, como es la evidencia de que se encara a una expresión que
no tiene nada en común con las razones aducidas hasta ahora para legitimar el hecho
de escribir. Se trata de una poesía que se da como una necesidad cotidiana, sin
preparaciones, regodeos o perturbaciones de la existencia. Se da así, simplemente,
deshonestamente poética, como quien se dispone a ingerir los alimentos o a defecar.
Curioso elemento este de la efectividad expresiva, pero menos aleatorio y resbaladizo
que buscar posibles enlaces entre palabras desnudas o la vacía petulancia de los
realismos ofrecidos hasta ahora. Hay una mecánica en la ejecución poética que descubre,
a golpe de fuerza bruta, por paradoja, la aplicación inteligente de las basuras
obtenidas en cualquier investigación sensible. Es de esta aglomeración de desperdicios,
imposible de admitir a olfato corriente, de donde parten ciertos aires sin cuya
presencia es imposible una aproximación valedera hacia lo que suele llamarse hombre.
El riesgo, al
revés de todas las prescripciones sanitarias, consiste en no contaminarse. Y quien
lo asume por amor al virus, con decisión y audacia, verá levantarse, en el confín
de la noche, una enaltecedora sucesión de fuegos fatuos.
Agradecimentos
especiais a Manuel Ovalles, filho do poeta, que generosamente nos encaminhou todos
os textos. Página ilustrada com obras de Nicolau
Saião (Portugal), artista convidado desta edição.
*****
Agulha Revista de Cultura
Número 108 | Março de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO
MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
equipe de tradução
ALLAN VIDIGAL | ECLAIR ANTONIO ALMEIDA FILHO | FEDERICO RIVERO SCARANI | MILENE MORAES
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o pensamento da revista
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todos os direitos reservados © triunfo produções ltda.
CNPJ 02.081.443/0001-80
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• ÍNDICE DESTA EDIÇÃO
ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN |Investigación a las basuras.
Prólogo de ¿Duerme usted, señor presidente?
DAVID TORTOSA | La posibilidad fulminante de escribir
de Caupolicán Ovalles
ESTHER
COVIELLA Y NELSON DÁVILA | Entrevista a Caupolicán Ovalles
FRANCISCO ARDILES | Caupolicán y la gente del Techo de la Ballena
GABRIEL
JIMÉNEZ EMÁN | Vanguardia y exaltación vital en Caupolicán Ovalles
J.
J. ARMAS MARCELO |¡Qué grande eres, Caupolicán!
JUAN CARLOS SANTAELLA | Caupolican Ovalles
y la rebelión silenciosa
LUIS LAYA | Rayar los muebles en (des) uso de razón
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com.br/2018/03/luis-laya-rayar-los-muebles-en-des-uso.html
MANUEL
OVALLES | Mi padre, Caupolicán Ovalles
MIYO
VESTRINI | El acertijo de las dos máscaras
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