quinta-feira, 18 de outubro de 2018

ALBERTO AGUIRRE | Gonzalo Arango, solo para recordar



Gonzalo llegó de Andes hacia 1950 o 51 y entró a la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia. Fue su primera hazaña de relacionista, porque no había terminado bachillerato. Había hecho apenas quinto de bachillerato, no completo, ya que no lo había aprobado en Andes, y se vino y matriculó. Asistía para poder decirle a don Paco, su papá, que estaba estudiando Derecho en la de Antioquia. Porque don Paco, que era telegrafista en Andes, tenía mucho empeño en su hijo fuera profesional y entre la camada de los hijos de don Paco y doña Magdalena, Gonzalo era el que apuntaba desde niño con inquietudes intelectuales, porque todos los demás, desde el principio, y así lo realizaron después, tenían la vocación clásica antioqueña de conseguir plata, ese talento típico de los antioqueños que es conseguir plata, como dice Fernando González.
Gonzalo, en ese entonces, en Andes, era un muchacho inocente sin vuelo ninguno intelectual, pero que ya leía y tenía preocupaciones, y la familia, por los avatares de la política, porque don Paco era conservador y subían los liberales y arrasaban o viceversa, se tuvo que venir para Medellín. Gonzalo entró a la facultad, pero nunca fue a una clase. Y se hizo muy amigo de Carlos Jiménez Gómez, que era estudiante de derecho de cuarto año, poeta, yo creo que notable poeta en su momento, un gran lector, un hombre muy culto y muy digno.
Ahí conocí a Gonzalo, en ese grupo de intelectuales y poetas, y de entrada nos hicimos muy amigos. Gonzalo siempre nos dio la idea de que tenía 16 o 17 años, y tal vez él nos dijo que tenía esa edad. Era una figurita endeble, frágil, delicada, así como muy querido, muy dulce, tanto que yo siempre pensaba que Gonzalo tenía 17, 18. Yo tenía en ese entonces 25 o 26, Jiménez Gómez podría estar en los 22 o 23. Gonzalo era un niño, pero cuando llegó a Medellín, ya tenía 20 años, pues había nacido en 1931. Pero mantuvo siempre esa postura infantil, muy dulce, que respondía mucho a su naturaleza. Y por esas cosas de la vida, que hay seres humanos que caen simpáticos, se establece de entrada esa simpatía del alma, que crea un lazo por encima de las relaciones posteriores. El vínculo es muy instantáneo. Como el amor, también la amistad, que es una forma del amor, se da siempre por rayos, nunca se construye.
Empieza entonces una amistad literaria y personal que dura ocho años, antes de cualquier brote nadaísta. Estamos en 1951 y el Manifiesto Nadaísta se publica en el 58. Son unas épocas muy bellas de lectura, de charlas, y Gonzalo al fin le dice a su padre que no quiere estudiar, que lo que quiere es ser escritor y ya se destapa en la familia. Es como decir que se va del país, que se va de la casa, casi una apostasía.
Don Paco había conseguido una finquita minúscula por Belén arriba. Entonces Gonzalo decidió irse para allá, y se metió a escribir una novela, que se llama “Después del hombre”. Fue su primer intento literario. No había publicado nada todavía y se lanzó a escribir esa novela. Escribía a lápiz en un libro de contabilidad que le conseguimos nosotros. El personaje se llamaba Vidal Cruz y por eso nosotros lo empezamos a llamar Vidalito. Se pasó todo ese año de 1952 escribiéndola. El dijo en un reportaje, después, que la había quemado. Pero no es cierto. Lo que pasa es que Gonzalo, con el tiempo, dio una vuelta total y se volvió más un promotor de su propia imagen y empezó a decir mentiras, como ésta de que había quemado “Después del hombre”. Hay que tener en cuenta que la vida de un ser humano es un proceso y es casi una idiotez decirlo, pero en los simplismos están las verdades más claras. Uno tiende a creer que el hombre es un hecho dado, que es una estalactita en determinado momento de su vida. Se toma, por ejemplo, a Gonzalo hacia el final y se dice: ése es Gonzalo. No, el ser humano es un proceso y, como todo proceso, es contradictorio, pasa por etapas que se contradicen o se niegan totalmente.
Gonzalo, pues, no quemó esa primera novela, que no fue publicada y cuyo original yo conservo. Se nota que escribía de noche y se advierte febricitante. Es muy bella como testimonio. Hay páginas que no se entienden porque las escribió con desesperación, con angustia. Ahí, en esa novela, sí está el huevo del nadaísmo, que es la angustia de la existencia. Los nadaístas, que se consideran los guardianes de la memoria del movimiento, niegan ese Gonzalo Arango “prehistórico”, por llamarlo así, y muchos creen que Gonzalo arrancó con el nadaísmo. Pero el hombre es un proceso.
Fue un año de mucho sufrimiento para Gonzalo. Yo tenía una oficina de abogado en el edificio San Fernando y él llegaba  todos los sábados a las 10 de la mañana de la finquita con una jiquera, en donde me traía huevos, o limones, cositas de allá y, siempre el libro, a ver cuánto había avanzado y yo le chequeaba. Le decía “bueno, poeta, hay que acabar.” El me decía poeta y yo también lo llamaba así; era el trato que teníamos en la intimidad. Siempre lo vi muy angustiado. Esa es la esencia de Gonzalo, una angustia vital, existencial, como esa falta de acomodo de un ser en el mundo. Hay seres en el mundo, muy pocos, que son lacerados, para emplear una frase de Maiakovsky, que él sufría mucho porque era todo corazón, que cualquier fenómeno del mundo lo hería profundamente. Eso era Gonzalo. Son seres que, usando otra imagen, como que no tienen piel, el cuerpo está siempre desnudo y se hieren mucho. Gonzalo seguía siendo un niño. A pesar de sus crisis, siempre fue un niño. Por eso a mí se me asemeja mucho a Fernando González. Los grandes siempre conservan esa condición de niños.
El llegaba y me dejaba noticias en el reverso de un paquete vacío de Pielroja, como ésta: “Si no fuera tan cobarde para frustrar este asco de vida”. Y firma: Vidal. O esta otra: “Cuando vuelva a tener algo de fe en lo que escribí, vuelvo. Ahora me voy y quisiera irme para siempre. Estoy derrotado. He visto a un hombre que sacaba basuras de un tarro; lo que yo escribí no soluciona nada, yo mismo no me soluciono, entonces que sigan los artistas con sus banderas puras  de ángeles y que no las dejen descender a la tierra porque se van a ensuciar. Hoy creo más que nunca que la necesidad de gritar a lo que dé la garganta, o morir. Los artistas, entre ellos Valéry, son una costra demasiado ósea para que les entre la vida”.
Era una desesperación honda la de Vidal Cruz, la de Gonzalo. La novela, como obra literaria, es muy pobre, porque él no tenía en ese momento cultura literaria. Gonzalo había leído muy poco. Para escribir hay que leer, y el drama de Gonzalo fue que leyó muy poco en su juventud. Después trató de llenar ese vacío, sobre todo en esos diez años, digamos del 50 al 60, en que se metía a la biblioteca de la Universidad a leer como un descosido y leyó mucho. La novela se resiente de esa falta de estilo. Es un borbollón, es como un torrente de palabras, a veces muy bellas, impulsadas por la emoción. Pero en ese momento Gonzalo no escribía cuentos ni poesía; es decir, no estaba haciendo la carrera habitual del escritor que empieza escribiendo cuentos, notas, etc. No, Gonzalo de entrada fue un torrente y escribió una novela. Ni publicaba nada. No hay nada de él de esa primera época y se angustió mucho. Estaba muy desorientado en su vida y es cuando se vuelve rojaspinillista. Trabajó en la biblioteca de la Universidad, fue corresponsal y jefe de Redacción del Diario Oficial y sufrió una desorientación política tremenda. No que hubiera sentido frustración con la caída de la dictadura. Le habían insinuado un consulado en Amsterdam y él estaba un poco ilusionado con eso, pero realmente nunca tuvo una verdadera adhesión política a Rojas ni a nada. Políticamente fue una veleta. No tenía ninguna claridad política. El famoso discurso del velero “Gloria”, en el que le hizo un elogio a Carlos Lleras Restrepo, cuando era presidente y lo invitó al “Gloria”, es de una cortesanía horrible, increíble en Gonzalo. Esa época fue brutal para él. La novela no le satisfizo y no había posibilidades de publicarla. Ni siquiera lo intentamos, porque incurre de pronto en el terribilismo, se vuelve patética, de cementerios, llena de pinturas negras, pero burdas, como una novela ya melodramática, recargando tomos oscuros. La novela realmente no cuajó.
Caído el General Rojas a Gonzalo, en esa veleidad, se le acendra su angustia y desesperado se va para Cali. Como lo acusaban de rojaspinillista, la vida se le puso muy dura. Hasta lo persiguieron el 10 de mayo, en una efervescencia popular que se presentó aquí en Medellín, y se tuvo que esconder en un café. Entonces se fue para Cali. Allá se le agudizó la crisis, con toda esa angustia que viene de atrás. Pasó muchos trabajos económicos y por un tiempo se ocupó en una agencia de publicidad, que algo le ayudó.
A pesar de su angustia, no se puede decir que Gonzalo se hubiera encontrado nunca al borde del suicidio. El acudía mucho a nosotros. Alguna vez, en mi oficina, se encontró con Arturo Echeverri Mejía. Desde que se vieron se cogieron mucho cariño y en una oportunidad lo vio tan mal, porque los papás de Gonzalo estaban también muy mal económicamente, que Arturo se lo llevó para la casa y le regaló un vestido de él, pero le quedaba tan grande el vestido del “capitán”, como llamábamos a Echeverri Mejía, que todos nos moríamos de la risa.
Pero volviendo a Cali, desde allá me escribe una serie de 20 o 25 cartas, cada ocho o diez días, en las que ya está esbozado el nadaísmo. La palabra en sí no había nacido. Pero toda su idea, su proyecto, está en esas cartas. Eso le dio como fe, como entusiasmo y ya, cuando volvió a Medellín, llegó con el original del Manifiesto Nadaísta, en el 58. En Cali había conocido al Monje Elmo Valencia, pero todavía no se había configurado un grupo entorno a él. Lanza aquí en Medellín el Manifiesto y entonces empieza la agitación y aparecen a su lado los muchachos que conformarían el nadaísmo: Darío Lemos, Eduardito Escobar, Humberto Navarro, Amílkar Osorio, Jotamario, etc. Se forma, pues, el grupo y, según mi apreciación personal, es entonces cuando Gonzalo da el primer vuelco.
El nadaísmo, que era una actitud muy íntima de él, que corresponde a una vida y a un proceso vital, padecido muy íntimamente por Gonzalo, se quiere convertir  en un proceso colectivo y no existen las bases ni los otros participan de ese gesto, porque es un gesto visceral de Gonzalo, de su vida, de su angustia, de su desesperación. El nadaísmo se convierte en un juego de luces y echan mano del escándalo, como queman los libros, el Quijote y otros, en la Plazuela de San Ignacio, o la asafétida que tiraron en el Paraninfo de la Universidad durante el Primer Congreso de Intelectuales Católicos, que fue cuando a Gonzalo lo metieron a la cárcel.
El proyecto inicial del nadaísmo brota de una angustia existencial, de la desesperación ante un mundo cultural muy estrecho, y busca romper un poco las costras de ese mundo cultural. Tal es la base estructural del manifiesto, muy bella por cierto. No es, en principio, un simple grito, sino que hay un cierto propósito de denunciar la cultura anquilosada. Pero eso se pierde. No se da la articulación ideológica, de un sistema cultural obsoleto que constriñe lo nuevo.
El grito se quedó en mero grito, en exclamación y en gestos detonantes: tirar asafétida, quemar libros. Es lo que podría llamarse la táctica terrorista en el intento crítico. El nadaísmo se dedicó al terrorismo intelectual y descuidó toda acción ideológica, toda acción intelectual seria. No se hizo. ¿Dónde está? Después del nadaísmo, nada.
Dentro del grupo, ya cada uno deriva como escritor. Gonzalo se frustra como escritor en ese aspaviento del nadaísmo. Él es, sin duda, un gran escritor en potencia, una posibilidad, pero después lo cogió el torbellino de su propio movimiento. Que no es un movimiento tampoco. Es un grito. Ciertamente, hacer hipótesis de lo que pudo o no ser la vida de un ser humano es tal vez un ejercicio írrito. En todo caso, Gonzalo se dedicó a escribir. Escribió unas obras de teatro que son pésimas, pues no tienen calidad teatral, mundo teatral. Hay unos textos bellísimos de ensayos o de crítica. Por ejemplo, “Medellín a solas contigo” es una página detonante como crítica de esta sociedad, de esta ciudad. Las cartas de Gonzalo son bellísimas. Yo tengo una carta que me escribió durante una noche entera. Empezó a las 8 de la noche y le va poniendo la hora…
“Ahora que está aclarando, he vaciado mi alma y me siento más tranquilo”. Fue después de muchos años de no vernos. Porque yo no participé para nada del movimiento.
La relación del nadaísmo con la Librería Aguirre es la siguiente. En realidad yo los eché de la librería, porque me perjudicaban el negocio. Ellos la quebraron, cuando se llamaba Librería Horizonte y era de Federico Ospina, primo de Gonzalo, quien la fundó en agosto de 1958 y se la entregó a Amílkar para que la manejara. Fue en enero Federico a hacer un balance y estaba quebrado. Los nadaístas se mantenían allá, y no sólo organizaban nada, sino que se llevaban la plata y los libros.
En ese momento yo no quería seguir siendo abogado, y entonces compré la librería sin tener idea de qué era el comercio. Había perdido contabilidad en el Liceo de la Universidad y no sabía que era eso de comprar ni vender. Pero en un acto, creo que desesperado pero que me salvó de estar ahora jubilado del Poder Judicial, compré la librería y lo primero que hice fue echar a los nadaístas. Y se los dije. No, no vuelvan ustedes aquí. Primero, porque se roban los libros. Porque ya todo el grupito tenía la sicología del vago, el cinismo del vago, que se puede tomar, visto desde hoy, como bohemio intelectual. Pero no, eran vagos. Seguí siendo muy amigo de Gonzalo pero nunca participé de los sanedrines de ellos y se lo dije de frente, que eso se había desnaturalizado y lo que había podido ser un movimiento crítico intelectual, que marcara una época, se había desnaturalizado y lo que había podido ser un movimiento crítico intelectual, que marcara una época, se había convertido en un escándalo.
Entonces, para mí ¿qué queda del nadaísmo? Cada uno hace tarea de escritor, y posiblemente fue el nadaísmo el que los incitó y les dio el impulso. Fue, hablando bruscamente, como la patada de mula, que te impulsa. Es el grito. Y Gonzalo se dedica a escribir artículos, se vuelve periodista, haca reportajes, algunos muy bellos. Pero su tarea de escritor es muy pobre, realmente. Su obra es fragmentada, casi simples esbozos. Hubiera podido ser un ensayista crítico de la cultura, tal vez, un gran novelista.
Al final cae en el misticismo. Es un poco lo que le pasa a todos los colombianos. En Colombia es difícil encontrar una rebeldía mayor de 35 años. Ya a esas alturas la rebeldía les da hipo a los colombianos. Gonzalo, en el fondo, si tenía la conciencia de ser escritor. El sabía que era un gran escritor. Eso le sucede a muy pocos, porque escritores, como decía el gramático, habemos muy poquitos. En el mundo hay mucha gente que escribe, y cada día son más, pero conciencia de escritor son muy poquitos los que la tienen. Me parece que Gonzalo, como pocos en este país, entre ellos Barba Jacob y Fernando González, tuvo dicha conciencia. Repito, puede haber y hay buenos escritores, pero no tienen esa conciencia, que es una vocación interior, como un grito que arrastra. Uno puede que escriba y lo haga bien, pero es un oficio. Tener conciencia de escritor es una fiebre, una angustia. Gonzalo tenía eso. Y se frustró. “La vida, como un licor de bajo precio”, como en el verso de Barba, lo alejó. Entonces se desespera. Y cuando uno se desespera, sea dicho con todo respeto, puede caer en la mística, buscando una tabla de salvación. La angustia es siempre un vacío que hay que llenar. ¿Con quién? Con la idea de Dios.
Pero Gonzalo tiene unos textos de una violencia tremenda contra Dios. Casi nietzcheano. Alguna vez, después de escribir una página así se fue para Andes, y volvió angustiado. Me dejó una notica por debajo de la puerta y se me perdió como dos meses. El siempre padecía la angustia existencial, que aunque sea una expresión trillada, así se llama.
Y al final, con 46 años, ya no pudo sostener la farsa de la juventud. Yo quiero mucho a Gonzalo. No lo quise, lo quiero. Por eso tengo derecho a hablar mal de él. Gonzalo es para mí, para emplear la expresión de Fernando González, una presencia. Uno ha tenido muchos amigos, pero presencias, un ser que está presente dentro de uno, quizás dos, o tres, Gonzalo… Fernando González.
Gonzalo siempre fue un niño y él se pegó mucho de tal condición, de su fragilidad. Por eso digo que desde que llegó nos dio la idea de que era un niño de 16 o 17 años, un adolescente, pero ya era un hombre. Sin embargo, toda la vida dio esa impresión de que él era un niño. El gestico de él era como agachadito, como un niño temeroso. Pero a los 40 0 45 años ya no se puede mantener esa máscara y empieza la madurez, o, en este caso, la vejez. Gonzalo había sido un perfecto adolescente. Cuando le cae la madurez, ya es vejez. Yo creo que la muerte le llegó en el momento preciso. No hubiera sido capaz ni de suicidarse ni de seguir viviendo. Hubiera sido una vida muy triste, viviendo de las glorias pasadas, que es lo peor.
Con Gonzalo fuimos a Otraparte, donde Fernando González. El maestro fue toda la vida de una ingenuidad muy bella, una ingenuidad de niño pero articulada, sin anacronismo. Y quería todo lo nuevo. Era una ambición de él, de defender lo nuevo. Y como Fernando fue un rebelde frente a todo, vio en Gonzalo y en el movimiento nadaísta una posibilidad de puyar el sistema, que es lo que había hecho toda la vida. Ellos se aprovecharon de él. Eran unos magos para las relaciones públicas. Él los apoyó, les daba consejos. Pero Fernando, en una carta que me escribió, me dice, luego de un escándalo de los nadaístas en que lo habían hecho quedar mal, que eran puro infierno y lo habían engañado. Me da rabia que digan que Fernando González es el padre de los nadaístas. Esa carta, que yo conservo, es reveladora del juicio del maestro sobre los nadaístas.
La de los nadaístas fue una generación que mostró una tremenda incultura. No leían. Lo que Gonzalo leyó, en la época de la Facultad de Derecho, en la biblioteca de la Universidad, fue puro siglo XIX. Dostoievski influyó mucho en él. En realidad no leían. Ellos no hacían sino beber y fumar marihuana. Bebían mucho en el Metropol. Tomaban mucho trago, trasnochaban y dormían todo el día. No había realmente una tertulia intelectual, entre ellos o con ellos. Su obra literaria es solitaria.
Del nadaísmo quedan pocas cosas. Algunos textos de Gonzalo, que son lacerantes, muy duros. La novela de Humberto Navarro, “El amor en grupo”, muy bella, de ciudad, de muchachos despistados, publicada por Carlos Lohle de Buenos Aires. Es la novela del nadaísmo. Pero es poco conocida. Este país es así. Los cuentos de Jaime Espinel, algo de la primera poesía de Eduardito Escobar, y también algo de Jaime Jaramillo Escobar. Pero en realidad, es magra la producción literaria del nadaísmo que, como movimiento cultural se agotó. En síntesis, el nadaísmo sobrevive por Gonzalo. No es sino Gonzalo. El nadaísmo es Gonzalo.
Lo que mata la cultura es la falta de constancia. Lo que decía Miguel Aceves Mejía, “que tenía un chorro de voz y por falta de cuidarlo se le convirtió en chisguete”, es la metáfora de lo que ha sido la producción literaria colombiana. Tipos con un gran chorro de voz, pero no lo cultivan. Entones producen casi siempre una primera obra muy bella, de mucho carácter, y como no se han cultivado, la obra final es un chisguete. A diferencia del gran escritor, como Joyce, como Mann, como Dostoievski, que las primeras obras son esbozos y a los cincuenta o sesenta años escriben la gran obra. Colombia es un poco la falta de tenacidad en el esfuerzo. Es un poco triste.
Desde el punto de vista de la crítica al establecimiento, el nadaísmo tampoco sirvió para nada. Y es que el sistema es muy hábil. El golpe inicial es de grito, estallido y malos olores. Lanzan el manifiesto, tiran la asafétida y salen corriendo. Los intelectuales católicos y los no católicos se reúnen en el mismo sitio y todo sigue lo mismo. El establecimiento no padece nada. Se irrita un poco por una ofensa social, pero saben que no hay ningún desafío real, que no hay nada que ponga en peligro su estabilidad. El nadaísmo no hizo nada para sacudir esto.
A raíz del escándalo en el encuentro de intelectuales católicos, pusieron una denuncia por ofensa al sentimiento católico. Yo vivía en San Cristóbal. Entonces me llamaron, un sábado, que se habían llevado a Gonzalo para la Ladera. Los sábados no hay entrada después de las doce. Pero yo con todo me fui para la Ladera a mirar esos muros y a sufrir porque el poética esa allá encerrado. Me acuerdo de ese instante. Un sábado a las 4 de la tarde, yo al pie de la ladera, sin poder entrar y pensando en Gonzalo, con esa fragilidad suya, metido allá, y sufrí mucho.
Fue Gonzalo el que escribió el manifiesto y compró la asafétida, pero no fue él no estuvo en el Paraninfo porque tenía cobardía física. Pero cuando ponen el denuncio, las autoridades al que cogen es a Gonzalo, el “representante legal” del nadaísmo. En esa época esos casos los investigaban las inspecciones de policía y el Paraninfo, donde se cometió el delito, correspondía a una que quedaba a una cuadra de la Plaza de Boston, detrás de lo que hoy es el Pablo Tobón Uribe. El lunes a las 8 de la mañana, llegué allá pero todavía no había llegado el reparto. El inspector era conocido y eso sirvió para hacerle ver la situación de Gonzalo y le pedí que me acelerara el negocio. Como a las 10 llegó el expediente y el inspector tomó dos declaraciones de los denunciantes. En eso llegaron las 2 o 3 de la tarde, pero ya no había remisiones. Entonces me facilitó un policía y fui por él a la Ladera. Allá lo encontré, estaba como un pajarito. Me dijo: “poética, usted qué está haciendo aquí”. Bajamos a la inspección, el inspector tomó la indagatoria y se dio cuenta de que el acto no sólo no era delito, sino ni siquiera infracción de policía. Pero ya eran las 5 de la tarde y ya no había como darle la salida. Ni siquiera había policía para remitirlo. Ante la perspectiva de que me lo dejaran solo en esa casa vieja, porque ahí sí se me hubiera muerto el poética, logré que me lo entregara para que, bajo mi responsabilidad, lo devolviera a la cárcel. Entonces lo llevé a que saludara a la mamá que vivía en Boston, en la ruta para la Ladera. Saludó a doña Magdalena, se abrazaron, lloraron un rato, le dieron mazamorra, y camine para la cárcel. Al día siguiente archivaron el expediente y le dieron la boleta.
Estuvo de sábado en la mañana a martes en la mañana. El después, en la revista de Jaime Soto, que se llamaba “Contrapunto”, escribió dizque sus memorias de presidiario, contando más o menos lo mismo, pero como le pagaban $500 por entrega, fue alargando y acabó estando como quince días en la cárcel. Y cuenta unas historias raras, pero yo había logrado que lo pasaran al patio segundo, que era el bueno, y no le pasó nada.
Yo tuve a Gonzalo en la France Press, de la que fui director por allá en 1953, y esa es, sea dicho de paso, la razón por la cual yo me metí al periodismo. Tenía dos redactores en el día y un redactor nocturno. Las noticias llegaban en francés. Competíamos en El Colombiano con la UPI, que ya tenía teletipo instalado en el periódico, en español. La competencia era dura, porque recibíamos el material en francés, había que traducirlo, titularlo y mandarlo. Salíamos con Gonzalo por la mañana y cogíamos El Colombiano a rayar con un lápiz rojo las noticias de la agencia y nos poníamos felices cuando le ganábamos a la UPI. Entonces le di a Gonzalo el puesto del redactor nocturno. Fue una audacia porque él no sabía escribir a máquina, no sabía francés  y no tenía ni idea de periodismo en ese entonces. Fue por ayudarle. Yo tenía oficina de abogado, manejaba el cineforo de Medellín, tenía por radio Bolivariana un programa de crítica de cine, escribía en EL COLOMBIANO una columna de cine los domingos y dirigía la France Press. Hacia un turno en el día, vigilaba los otros, porque no siendo bien pagados no eran tampoco los mejores periodistas. Para el turno de la noche, el de Gonzalo, venía después de comer, a las 8, y hacía también ese turno, pero se lo pagaba a él. Para mí fue muy bonito, porque no la pasábamos charlando.
Salíamos a las 12 y nos íbamos caminando hasta el edificio Bemogú, donde era la Andi antes. En el sótano había unos billares, y nos metíamos allá y nos poníamos a jugar billar hasta la una de la mañana, aunque ninguno de los dos sabía jugar. No tomábamos trago. Gonzalo no era bebedor. Nos la pasábamos charlando y a veces nos cogían las cinco de la mañana y era entonces cuando salía y compraba EL COLOMBIANO. Fue una época de mucha intimidad. De pronto los sábados, en que había muy pocas noticias, lo dejaba trabajando a él solo y yo me iba para la finca. El ya empezaba a decir que le daba pena estarse ganando esa plata, teniendo que estar yo allí. Le entró el remordimiento, el ancestro antioqueño del cumplimiento del deber. Hizo una noticia un sábado, y la mandó a La Defensa y la publicaron. Resulta que la reina Juliana de Holanda pasó un sábado a hacerle visita a la reina Isabel de Inglaterra. La noticia decía en francés, que la reina Juliana “avait eté l’hote dans un dejeuner” en el Palacio de Buckingham. Gonzalo tradujo que las reinas Juliana e Isabel habían almorzado juntas en un hotel. Después inventó que su destitución la habían exigido desde París, que había habido un conflicto diplomático entre Colombia y Francia y que entonces yo lo había destituido fulminantemente. Los nadaístas dice que yo eché a Gonzalo de la France Press. La verdad fue que él un día me dijo, “poética, me voy, yo veo que vos no aguantás más”. Y yo le dije, “tenés más razón que un diablo, ándate”. Y se fue.


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ALBERTO AGUIRRE (Colômbia, 1926-2012). Jornalista e crítico literário. Edição preparada por Floriano Martins. Agradecimentos a Omar Castillo, Óscar Jairo González Hernández e José Ángel Leyva. Página ilustrada com obras de Jacques Callot (França, 1592-1635), artista convidado da presente edição.


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Agulha Revista de Cultura
Número 121 | Outubro de 2018
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