quinta-feira, 11 de março de 2021

BERTA LUCÍA ESTRADA | Sigo los pasos de Perséfone

 


Deja que vaya yo contigo, /déjame bajar un poco, …/hasta el lugar donde tuerce el camino y surge la ciudad enjalbegada / y etérea, blanca a la luz de la luna, …/y tan metafísica / que finalmente puedes creer que existes y no existes /que nunca has existido, que no ha existido el tiempo ni su deterioro. /Deja que vaya yo contigo
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YANNIS RITSOS

 




Sigo los pasos de Perséfone

Eolo juega con mi pelo

Acaricio las arrugas de Cronos

Lo consuelo por su fatiga

Recorro el templo de Poseidón

Y en el umbral de la casa de Ulises

Me siento junto a su perro

Juntos esperamos su regreso a Ítaca

Luego, brindo con un vaso de vino por Kavafis y Ritsos

 

Mi pasión por Grecia está ancorada en lo más profundo de mi sistema límbico y data de mis años de infancia cuando mi padre me regaló tres colecciones de Mitos y Leyendas ricamente ilustradas; dos de ellas relacionadas con la mitología de los pueblos de los cinco continentes. La literatura oral, dibujada en el papel, con signos enigmáticos, fue el regalo que me dio cuando por fin aprendí a descifrarlos sola. Debo confesar que tuve muchas dificultades para hacerlo, y que fue gracias a la infinita paciencia de una profesora que decidió invertir todo su tiempo libre para que yo pudiera desentrañar los signos del alfabeto. No en vano su nombre era Alba. Ella me dio a luz a la letra escrita. El amor por la literatura se lo debo a mis padres; mi madre me cantaba nanas, se inventaba poemas para mí y para sus otros hijos, y los domingos en la mañana improvisaba un teatro de sombras donde los actores eran sus manos. Mi padre, un gran intelectual y humanista, poseía una biblioteca abierta para sus hijos –recuérdese que biblios, en griego, significa libros y teca significa estantería. Cabe decir que todos los días me leía cuentos y poesía; especialmente un poema chino que yo adoraba; y aunque me lo sabía de memoria le exigía el ritual diario de su lectura. Arropada en sus brazos, mientras escuchaba la música que salía de su boca, comenzaba el día. Ni siquiera teníamos TV. No la consideraba útil. Hoy en día, cuando Perséfone [1] me llama para que recoja con ella las últimas flores del verano, mientras sembramos juntas en las huellas de nuestros pies ligeros el inicio del otoño, sigo los pasos de mi padre.

Lo digo porque en mi casa tampoco hay TV. Lo que sí existe es una biblioteca muy nutrida; y aunque no es muy grande –alrededor de 2000 volúmenes– si puedo afirmar con toda seguridad que los libros que alberga son importantes; comenzando por los clásicos, como Homero –un autor heredado de la biblioteca paterna–. Una edición de lujo, con delicado papel de arroz. La tercera colección que me obsequió, de carátula blanca y letras de oro, fue la mitología griega contada para niños. Desde entonces ese amor por la cultura helénica, por su lengua (que no hablo), por su música, por sus danzas, por su gente, por su pasado glorioso, por sus templos, ciudades, dioses y héroes milenarios me acompaña siempre. Y por supuesto, está Nikos Kazantzakis; mi padre lo consideraba una de los mejores escritores del siglo XX. 


Mi primer viaje a Grecia lo hice como quien realiza un íntimo y milenario ritual. Pero primero viaje a Machu-Picchu, la ciudad sagrada de los Incas; fue en 1979. Necesitaba viajar a uno de los centros del mundo prehispánico antes de viajar a Europa; la mítica Europa raptada por el toro blanco y llevada en su lomo a Creta. Recuérdese que uno de los criterios que se tuvieron en cuenta para aceptar a Grecia en la Comunidad Europea fue precisamente su inmenso e inigualable legado cultural; sin él, Occidente no sería lo que es hoy. Y en el mismo año en que este maravilloso país entraba de lleno en dicha comunidad yo viajé para hacer mis estudios de posgrado en París; esa otra palabra que fonéticamente se parece a Paris -“el de la hermosa figura”-; el príncipe acusado de iniciar la Guerra de Troya. Es de anotar que en esa época aun no había muchos latinoamericanos en la Ciudad Luz; tal vez eso explicaría porque a menudo la gente creía que era griega; máxime que en un momento dado salía únicamente con un grupo de amigos griegos. La verdad es que nunca se les pasó por la cabeza pensar que era colombiana. Sobre todo porque en ese momento Colombia era un país maldito por los mass-media; aun para millones de personas seguimos siendo parias, seguimos siendo los olvidados y condenados del mundo. En otras palabras, aun nos ven como bazofia; como si fuésemos el equivalente a la peste negra.

Al año siguiente, 1982, viajaría por primera vez a Grecia; pocas veces en mi vida he emprendido un periplo con tanta alegría y permanente perplejidad. Lo hice sola. Quería impregnarme de su cultura, balbuceaba algunas palabras en su hermosa lengua, comía feta, yogurt y tomaba el vino de sus viñas. También comía aceitunas. Incluso cerca de Delfos conocí el que considero el bosque de olivares más hermoso que he visto nunca.

Visité la Acrópolis como quien realiza un rito antiguo y se inclina delante de divinidades amadas; me paseé por Plaka con esa íntima sensación de caminar por callejuelas conocidas en otras vidas; en la vida de los biblios. Recorrí muchas veces el trayecto de la plaza Syntagma (Constitución) a la plaza Omonia (Concordia); esta última conmemora el juramento de paz de 1862 que hicieron los líderes de diferentes partidos para detener las hostilidades políticas que amenazaban con un conflicto interno que habría sido devastador.

En Syntagma se encuentra la tumba del soldado oplita moribundo y en ella están grabadas algunas frases del discurso fúnebre de Pericles. Tal vez por eso, y porque también es el lugar que alberga al Parlamento, en el 2012 Dimitris Christoulas se suicidó como protesta por la gran recesión que asoló Grecia durante varios años y de la cual aun no ha logrado salir del todo. El mismo Christoulas dejó un papel escrito de su puño y letra en el que confesaba que no soportaba seguir hurgando en los tachos de basura para conseguir algo de comer, para él y su familia, cuando había cotizado durante 35 años, y por su propia cuenta, a la seguridad social con la esperanza de tener una pensión digna. Yo misma había podido ver de cerca el inicio de la catástrofe en 2009 cuando había hecho mi tercera visita a ese país del que ningún occidental escapa a su influjo. El segundo viaje lo había hecho en 1983.


En todos, y en cada uno de ellos, visité Micenas y el Templo de Poseidón al que años más tarde le escribiría un poema. Visité el oráculo de Delfos e imaginé que cerca de allí, en una encrucijada de caminos polvorientos, Edipo, “el de los pies hinchados”, dio muerte a su padre Layo. Y por supuesto, estos son solo algunos de los lugares que conozco y que he visitado con un interés que nunca deja de crecer. En el 2009 conocí la tumba de Felipe de Macedonia, el padre de Alejandro Magno, y la Escuela de Aristóteles.

También recuerdo mi primera visita al Museo Arqueológico Nacional de Atenas, fue en 1982, en el que me paseé durante horas mirando las ánforas y otros objetos que llenaban estanterías infinitas; prácticamente no había turistas y ningún guardia vino a mirar que hacía tanto tiempo caminando en ese templo que albergaba una época que ya nunca podría recuperarse; yo estaba alucinada por tanta belleza y tanta soledad. Incluso pensé que si yo fuese una vulgar ladrona podría llevarme fácilmente alguna obra de arte. Recuerdo también haber visitado una exposición de arte erótico. Otro de los museos que me llamó poderosamente la atención fue el de íconos griegos; me refiero al Museo Bizantino y Cristiano. Hasta entonces mi única cercanía a esta maravillosa iconografía era a través de Doménikos Theotokópoulos, conocido como El Greco; así que ante mí se abría un universo pictórico de una inmensa riqueza y que me dejaba sin aliento. Desde entonces, cuando hablo de museos, nombro al Museo Bizantino como un lugar digno de conocer. Luego, en el 2009, visité Meteora. Su esplendor arquitectónico y geográfico, no tiene parangón con ningún otro lugar del mundo.


Y por supuesto, ¿cómo no hablar de Constantin Kavafis, el poeta griego de Alejandría? El poeta traducido al francés por Marguerite Yourcenar y que nos legó una obra libre y sorprendente. Podría decirse que el poeta escribió para él y no para ser leído después de su muerte; ya que renegó de la mayoría de su trabajo y publicó algunos poemas esparcidos en hojas sueltas, aunque bien registradas por orden temático y cronológico (otra vez el griego, Cronos, el dios que controla nuestro tiempo y por ende nuestras vidas).

Para terminar, quisiera recordar a Yanis Ritsos, el poeta rebelde y contestatario que prefirió ir a la cárcel dos veces; el poeta al que los dos sátrapas del siglo XX, Metaxás y Papadopoulos, quisieron doblegar y destruir. No hay que olvidar que en 1959 Mikis Theodorakis inmortalizó su poema Epitafio al hacer una fusión musical de música clásica y música tradicional griega; de esta forma lograba poner en todos los labios, eruditos o no, la soberbia poesía de Ritsos, el poeta rebelde. Desde entonces su espíritu, y el espíritu de Kavafis, a quien Ritsos respetaba y admiraba, nos acompaña en las largas noches de invierno; y oculta, en lo más profundo de la gruta, Perséfone baila una danza antigua mientras tararea los poemas de sus hijos amados.

 

NOTA

1. Platón la llamaba Ferepafa (Pherepapha, Φερέπαφα), y lo explica con una etimología: «porque es sabia y toca lo que se mueve» (Wikipedia). 

 

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 167 | março de 2021

artista convidado: Julio Silva (Argentina, 1930-2020)

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Um comentário:

  1. Gracias Floriano Martins por publicar este breve artículo sobre mi relación con Grecia; y por supuesto, gracias a Agathi Dimitroukus por la traducción que hizo al griego y por la publicación en la revista Hartis. Pueden ver la publicación a la que hago referencia en el siguiente vínculo: https://www.hartismag.gr/hartis-27/pyxides/mpolibar-eisai-wraios-san-ellhnas?fbclid=IwAR31ZX2OO2UreJZItnhj7w6nFoZ1Y2bquRu0u3QeNDa-4Ho4UIJK1ob5Vv0

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