quinta-feira, 11 de março de 2021

DAVID CORTÉS CABÁN | Lêdo Ivo: “¿Qué somos nosotros sino eternidad?”

 


Yo creía que los muertos no volvían

y con todo estás aquí, luminoso y pobre.

LÊDO IVO

 

En El silencio de las constelaciones ocultas: Antología bilingüe [1] la gestora cultural y traductora venezolana Nidia Hernández seleccionó y tradujo poemas que proceden de dieciséis libros publicados por Lêdo Ivo (1924-2012) entre los años 1944 y 2001. Reúne en esta antología casi seis décadas de poesía de uno de los autores más consagrados de la lírica brasileña moderna. Su vasta y significativa obra incluye, además de poesía, otros géneros literarios que van desde sus novelas, cuentos y ensayos, hasta sus crónicas y artículos periodísticos. [2]

La primera vez que conocí a Lêdo Ivo fue en la celebración del III Encuentro Internacional de Poesía Universidad de Carabobo, Venezuela, en 2004. [3] Ese año el Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de esa prestigiosa institución le rendía un homenaje a él y al poeta Alejandro Oliveros. Dos magníficos poetas: uno venezolano y otro brasileño. Del poeta Alejandro Oliveros ya había leído algunos textos (más tarde vine a conocer mejor su poesía de la que publiqué una reseña en la revista Mediaisla, que dirige el amigo y escritor dominicano René Rodríguez Soriano), pero en aquellos años nada conocía de la producción literaria del poeta brasileño. Desconocimiento debido a mi misma ignorancia y en parte porque sus libros no eran asequibles en las librerías hispanas más conocidas de Manhattan. Me refiero a las librerías Macondo y Lectorum, hoy desaparecidas y en su tiempo lugares de encuentros y tertulias frecuentadas por la intelectualidad y la comunidad hispana de Nueva York. Por otra parte, las antologías de poesía latinoamericana que los estudiantes utilizábamos para las décadas del ’70 y el ’80 en los centros académicos de la City University of New York (CUNY) dejaban fuera, como aún parece persistir la costumbre, muchas personalidades significativas del mundo de las letras. Una óptica bastante reduccionista y una actitud injustificada hacia algunos autores caribeños, hispanoamericanos o peninsulares.

La segunda y última vez que compartí con Lêdo fue en 2011 en la Feria Internacional del Libro Venezolano (FILVEN) en Caracas. [4] Habían pasado ya siete años de aquel primer encuentro lejano pero aún vivo en la mente del poeta. Lêdo Ivo parecía no envejecer y conservaba aún el mismo espíritu amigable y gentil que siempre lo caracterizó. Ni la vanidad ni la fama, que suelen envanecer el ego de escritores que quisiera uno nunca haber conocido, empañaban su personalidad. En el poco tiempo que compartimos comprendí el porqué una obra puede ser un reflejo de quien la escribe y no como la crítica moderna pretende hacernos creer deslindando el sentido de ésta de su autor. Teorías que en ciertos casos pueden tener validez, pero no en todos. En Lêdo Ivo esos señalamientos carecen de fundamento. Mucho contiene su poesía de las circunstancias y el sentido humano del poeta. El mismo Lêdo escribe en “el arte de componer versos…” que a manera de prólogo abre esta antología: “La poesía representa en mi vida, mi propia vida, mi razón de ser, mi razón de vivir, mi razón de estar, mi lenguaje de comunicación con los hombres”. Este “lenguaje de comunicación con los hombres”, en el sentido genérico del vocablo, encarna la grandeza de su escritura: comunicar su particular visión de mundo y el modo de sentirlo en su total plenitud, con sus altas y bajas, como vivencia solidaria de las situaciones que a diario padecemos en nuestro tránsito por la vida. Por eso su poesía será de un tono mesurado y de una transparencia que permite asociarnos con las cosas más elementales impregnadas siempre de un profundo sentido existencial. Su universo poético parece nacer de su interioridad más del que pudo proporcionarle su entorno. Como quien camina sin sosiego, el poeta va de aquí para allá observando lo que luego complementará su magnífica obra: el cosmos y la naturaleza del ser. Coordenadas que entrelazan sus versos con naturalidad y lucidez. Por eso no es extraño que los temas de sus composiciones contengan situaciones con las que todos podemos identificarnos. La naturaleza del léxico que describe su cosmovisión poética: “alba”, “aurora”, “noche”, “mar”. “sol”, “pájaros”, “lluvia”, “jardín”, “girasol”, “paisaje”, “ciudad”, “aldea”, “cascada”, “viento”, “océano”, “esplendor”, dignifica el contacto con las cosas que penetran su vida en el espacio de ese “silencio de constelaciones ocultas”.

El concepto de la muerte que aparece en sus versos no es de quien se ve desterrado del virginal paraíso, sino de quien a través de intensas imágenes manifiesta su visión de la vida ante la muerte. Por ejemplo, en “Vals fúnebre de Hermengarda” expone su dolor impregnado de un sentimiento que choca con las falsas apariencias sociales: “Otros vendrán lúcidos y enlutados, / pero yo vengo bebido, Hermengarda, / vengo bebido”. La conciencia no le permite refugiarse en la estricta moral de los “lúcidos y enlutados”. Por eso su ebriedad le despoja del peso que representa para su espíritu esa pérdida y le permite, en cierta forma, liberar de su dolor:

 

Heme junto a tu sepultura, Hermengarda,

para llorar tu carne pobre y pura que ninguno

de nosotros vio podrir.

 

Otros vendrían lúcidos y enlutados 

pero yo vengo bebido, Hermengarda,

vengo bebido. 

 

 Y si mañana encontraran la cruz de tu tumba

 tirada al suelo, no fue la noche, Hermengarda,

 ni fue el viento.

 Fui yo.

 

 Quise resguardar mi embriaguez en tu cruz

 y caí al suelo donde reposas

 cubierta de margaritas, aunque tristes.

 

 Heme junto a tu tumba, Hermengarda,

 para llorar nuestro amor de siempre.

 No es la noche, Hermengarda, ni es el viento.

 Soy yo.

 


El sentido que transciende del texto une al yo lírico al cuerpo de la amada ausente: “Quise resguardar mi embriaguez en tu cruz / y caí al suelo donde reposas / cubierta de margaritas, aunque tristes”. Su caída representa, simbólicamente, su propia muerte. El viento, la noche y las flores incoloras transmiten el estado de ánimo del poeta y matizan el ambiente del poema creando un tono nostálgico y desolador. El vals, por su ritmo cadencioso y lánguido, sugiere un concepto contrario a lo que inspira el sentido desolador del texto. [5] Y aunque parezca paradójico el vals se convierte en un elemento amortiguador de ese angustioso final de la existencia. Esa profunda y tierna revelación del yo: “…no fue el viento. / Fui yo.” Y en otro verso: “No es la noche (…), ni el viento. / Soy yo” purifica la conciencia del hablante lírico dándole una dimensión humana a la muerte. No a la muerte vista como una realidad envilecedora del cuerpo, sino reveladora de otro sentido de la vida en el tiempo. El ‘Soneto de la muerte” ejemplifica también este sentimiento, pero desde otra perspectiva:

 

 Llevado lejos por el impulso

 de la vida, me vi frente a la rosa breve

 de la muerte que cantaba en mi pulso

 como si, muerto, la tierra me fuera leve.

 Ningún temblor sentí al verla mirándome

 como el sol al sol de diamante,

 la amé por ser mía y no me bastó

 que durara en mí apenas un instante.

 Oh rosa negra y blanca, deseé

 que, siendo muerte, fuera como la vida 

 que, felizmente pasajera, sigue la ley

 de lo eterno, y como lo eterno es consumida.

 Ven, muerte que en mí brilla, y sé la estrella

 de cinco puntas que en mi cielo titila.

 

Esa “rosa breve de la muerte” proyecta no una visión ilusoria de la vida, sino una conciencia penetrante del conocimiento que trasciende esa realidad: “Oh rosa negra y blanca, deseé / que siendo muerte, fuera como la vida / que, felizmente pasajera, sigue la ley / de lo eterno…”. Esa “ley de lo eterno” implicará la muerte y la unidad de esa visión. Así lo reitera en los siguientes versos: “Ven, muerte que en mí brilla, y sé la estrella / de cinco puntas que en mi cielo titila”. Esto lo dirá reemplazando el sentido de su propia realidad con el que ilustra el final de toda vida: “Los que los vivos ven y no olvidan / lo que todo hombre recuerda, la vida entera, / es lo que estoy viendo en este instante”, dice. Y ese “ver” comprende un modo de introspección. Es decir, el hablante se identifica con la muerte, pero no de la muerte de quien se deja arrastrar por la angustia y el desamparo, ni por la dolorosa incertidumbre de quien llega a cuestionarse el fin de la vida terrenal, sino de quien intuye lo que nombra en la armonía del espíritu imperecedero. En esa concepción de la muerte el amor encarnará también un sentido semejante: “El morir, lúcido y secreto, / cerca de tierras absolutas, / de ese amor que mueve las estrellas / y encierra a los amantes en un cuarto”, dice en estos versos. Lo que nace de esa experiencia erótica conlleva una imagen de la muerte en función del acto amoroso. No como sucede en otras composiciones que representan la muerte como una unión esencial entre el ser y el cosmos. Se trata, por supuesto, de expresar las cosas que nacen como presentidas y asociadas a la muerte. Ya en la niñez el poeta sentía ese sentimiento por las cosas que no podía definir pero que llegaban a su vida como experiencias que anticipaban esa relación. En el “Soneto del volador de papagayos” quedan implícitas estas profundas connotaciones:

 

 Acepto la noche, menos la eternidad

 en este viaje ambiguo que me lleva

 al altar absoluto que, en la oscuridad,

 espera por mi inanidad.

 

 Lo que soñé de niño, hoy es verdad

 estación del alba que en mi silencio nieva

 el invierno de una fábula primitiva

 que fue sol, ciego a su propia claridad.

 

 En la hora del fin de todo, separadas

 quedan las dos comparsas del destino

 que saben a ceniza luego del último aliento.

 

Y que la muerte guarde en sepultura los injuriados

 despojos del hombre maduro; que el niño

 eleve el papagayo, vivo al viento.

 

 La vida, observada desde los extremos de la niñez y la adultez, vuelve a comunicarle ese vivir incontaminado de la infancia. El ingenuo vuelo del “papagayo” que asciende con el viento produce un bienestar que recompensa la comunión con el universo. Así mismo el yo ascenderá al infinito vinculado a la imagen de la muerte.

 En el poema “El regreso” la muerte concretará un espacio íntimo y confesional para proyectar una descripción reveladora de la figura paterna:

 

 Ahora que te fuiste es que apareces

 más visible que nunca.

 Me ves tan de cerca que me estremezco.

 En tu mano no traes la distracción.

 Ni aún viniendo de tan lejos,

 por sobre todas las estrellas, del callado espacio sin ángeles,

 redimes la antigua deuda

 anotada en un álgebra de ceniza.

 Y fue preciso que atravesaras velozmente

 los cielos plausibles,

 cruzando los conductos de lo Invisible y las plazas

 donde no redoblan los tambores populares de la vida,

 para regresar así, sin sobretodo, en el claro día

 que la noche no esconde,

 y con la espantosa novedad de que aún estás vivo

 con tus lentes, tu calvicie y tu cartera.

 Yo creía que los muertos no volvían

 y con todo estás aquí, luminoso y pobre.

 ¿Qué vienes a intrigar, viejo curioso? ¿Qué quieres

 decirme humildemente,

 tú que te consubstanciaste, en tanto y en nada

 y te reíste de la mentira del abismo?

 ¿Por qué te pusiste el mejor traje

 si no vas a salir más los domingos, y apenas resurges

 como una luz en el día calcinado?

 Tú, que nada dejaste, vuelves lleno de todo

 y me sonríes con tus manos vacías.

 Vuelves de repente. Al igual que cuando

 llegabas de tus viajes cortos

 y era como si hubieras recorrido el mundo.

 Yo sabía que no cambiarías. Ninguna muerte

 te haría intocable, intransitable y abstracto.

 Por eso vienes, te reconozco

 como si, cansado e invisible, volvieras a casa.

 ¡Con qué prisa volviste y cómo tienes

 tantas horas marcadas!

 

 Tu aparición me deja atónito.

 No esperaba tu visita. Te hacía bien lejos,

 entre bosques de sal, allá donde el dolor no alcanza

 y nadie siente frío en el perpetuo invierno.

 Pero lo importante es que volviste, deshaciendo

 el equívoco de creer en la desaparición de los muertos.

 Mientras me contemplas, leo en tus ojos

 el intangible legado de tu duro

 amor sin lágrimas.

 


El poema trata del encuentro entre el hijo y el padre que regresa de la muerte. La muerte posibilita el encuentro y sostiene ese acercamiento vedado al hombre mortal, pero intuido por el hablante lírico como si ésta fuera otra dimensión de la vida. Con el “regreso” se transgrede el dilema de la muerte del padre ante la sorprendida mirada del hijo: “Ahora que te fuiste es que apareces / más visible que nunca. / Me ves tan cerca que me estremezco”. No se trata de una idealización, ni de presentar al padre como un ser misterioso que interviene en el destino del hijo, sino de mostrar el sentido paterno-filial de esa relación contra la muerte. Relaciones marcadas además por un sentimiento de respeto que se mantiene candorosamente por encima de cualquier circunstancia. Esta imagen recuperadora de la figura del padre lo muestra en su dimensión real sin necesidad de sublimarlo: “Yo creía que los muertos no volvían / y con todo estás aquí, luminoso y pobre”, dice el hablante afirmando la certidumbre de ese encuentro:

 

 Tú que nada dejaste, vuelves lleno de todo

 y me sonríes con tus manos vacías.

 Vuelves de repente. Al igual que cuando

 llegabas de tus viajes cortos

 y era como si hubieras recorrido el mundo.

 Yo sabía que no cambiarías. Ninguna muerte

 te haría intocable, intransitable y abstracto.

 

 Esta reacción justifica el sentido de esa visión sorprendente: “Tu aparición me deja atónito. / No esperaba tu visita. / Te hacía bien lejos…” Y es que el regreso contrarresta la lejana posibilidad del olvido anulando así el vacío y reivindicando a su vez la relación paterno-filial a través de la memoria:

 

 Pero lo importante es que volviste, deshaciendo

 el equívoco de creer en la desaparición de los muertos.

 Mientras me contemplas, leo en tus ojos

 el intangible legado de tu duro

 amor sin lágrimas.

 

 Los últimos versos del poema reflejan la postura entre lo que sentimos y lo que deseamos expresar. Esa ingenua conducta que inhibe la libre expresión de los sentimientos: “Mientras me contemplas, leo en tus ojos / el intangible legado de tu duro / amor sin lágrimas”. Ese “amor” se restablecerá en la continuidad de esas revelaciones extrasensoriales que persisten como mágicas experiencias en la mirada del hijo para que el mundo de la niñez se sostenga como una influencia reveladora del presentimiento de la muerte: “De niño, yo caminaba al lado de mi eternidad y de su herida goteando la muerte.”, dice en este verso (p. 85). Y en uno de los poemas centrales de esta antología (“El portón”) observamos una visión cósmica encarnada en el sueño como una imagen frente al misterio de la muerte: “…Y quien no vino de día / pisando las hojas secas de los eucaliptos / viene de noche y conoce el camino, igual a los muertos / que jamás vinieron, pero saben dónde estoy…”. Se reafirma el sentido metafísico de esa visión impregnada por la luminosidad del espíritu, y lo que el yo descubre de sí en esa metáfora representativa del portón, y en la naturaleza de sus creaciones. Entre el mundo real y el infinito de los sueños el portón da acceso a un reino invisible y sin límites para entrar en un espacio de sensaciones que particularizarán otra forma de conocimientos: “La noche es tan silenciosa que puedo escuchar / el nacimiento de los manantiales del bosque. / Mi cama blanca como la Vía Láctea / es breve para mí en la noche negra. / Ocupo todo el espacio del mundo: mi mano desatenta / derriba una estrella y ahuyenta un murciélago”. En ese ámbito de los sueños se proyecta también la riqueza imaginativa del espíritu ante la trascendencia y misterios del universo: “Aunque mi portón va a amanecer cerrado, / sé que alguien lo abrió en el silencio de la noche, / y asistió en la oscuridad a mi sueño inquieto”.

 En el poema “Por última vez” intuimos la muerte no como una preocupación de la vida, sino como un conocimiento ligado a una verdad esperanzadora del ser, pero invisible a los ojos mortales:

 

 En la iglesia se abre de nuevo el ataúd

 y los dolientes vuelven a contemplar el rostro del difunto

 Oh muerte, ¿dónde está tu victoria?

 Toda sepultura es una cuna en el piso del universo.

 Como la brisa que hace temblar la hierba

 fuiste apenas un instante. Nadie te encontrará

 cuando renazcas entre las estrellas.

 

El tercer verso “Oh muerte, ¿dónde está tu victoria?” trae la reminiscencia de la Primera Epístola a los Corintios, del apóstol San Pablo (Cap. 15: 55) y da paso a la reafirmación del espíritu en cuanto a la muerte y transformación inmortal y permanente mediante la fe: “Nadie te encontrará / cuando renazcas entre las estrellas” declara el último verso, quedando así la muerte integrada al cosmos como otro elemento. Sin duda, es ésta una visión expresada en la armonía que renace como el triunfo del espíritu sobre la muerte. Más adelante dirá: “Lo que existió una vez, existirá para siempre”, refiriéndose otra vez a este concepto de la muerte en su sentido trascendente. El poema “A mi madre”, reflejará también de esta idea. Para el hablante poético la realidad se proyecta con mayor fuerza al contacto con la muerte que define las acciones y sentimientos de “El instante”, poema que destaca con mayor lucidez la precaria condición humana: 

 

 Cualquiera que sea el día, será

 la víspera del frío y del silencio

 y todo lo que es rumor se callará.

 

 Cualquiera que sea la noche, será

 la puerta abierta hacia el gran sueño

 del cual ninguno de nosotros despertará.

 

 Cualquiera que sea la hora, será la hora

 de callar y partir y estar solo

 lejos de todo y todos para siempre.

 

 La promesa de la vida finalmente cumplida,

 el instante de los párpados cerrados.

 Y la muerte muere, la muerte igual a la vida.

 


Para el sujeto lírico la muerte representa una realidad que lo eleva a una visión estimulada por los sentidos y sugiere, además, otras posibilidades para expresar su ser. Por eso no va tras una muerte implacable, ni se siente atraído o enajenado por doctrinas desgarradoras del espíritu. La vida fluye en el tiempo, y en ese transcurrir hacia lo ignorado se reconoce en la plenitud que transciende el espíritu: “Cualquiera que sea la noche, será / la puerta abierta hacia el gran sueño / del cual ninguno de nosotros despertará”. Por supuesto, el sueño aludido aquí es el de la muerte física, pues el espíritu es transformado misteriosamente. El verso final encierra igualmente ambos términos (vida/muerte) enfatizando la condición de la vida y la esencia de esa dimensión: “Y la muerte muere, la muerte igual a la vida”.

  En “La bella aurora” figura el concepto de la muerte y la vida como un encuentro proyectado en el tiempo: “Y aquí estoy, oh Muerte, y traigo la vida / como quien trae en las manos la despedida / después de tantos adioses provisorios”. Queda fundido al título la imagen de la muerte igual que una “bella aurora” un amanecer vislumbrado como un triunfo del espíritu y como un testimonio definidor de su inmortalidad:

 

[…]

para que también mueras junto a mí,

relámpago en la aurora desplegada

a un pensamiento que jamás se piensa

y a una nada que es todo, siendo nada.

 

No se trata pues de viajar hacia las sombras que disolverían el yo poético en la nada, sino de un viaje a la inmortalidad bien acompañado. Una muerte no como irónicamente la presentara el Arcipreste: “!Ay, Muerte, muerta seas, muerta e malandante!”, sino como un proceso real e intransferible: la vida y la muerte fundidas en un cuerpo inmerso en la imagen del universo. El hablante avanzará hacia ella en la soledad que supone un renacer en el tiempo: “Despojado de todo cuanto amé / busco, en la hora final, mi camino / y cuanto más avanzo más regreso”, así lo siente el yo lírico y así viaja su cuerpo entre el cielo y la planicie terrenal por donde se aleja o regresa. Así se dejó ir el poeta en la claridad infinita de sus constelaciones ocultas, en el susurro de las palabras, como quien esconde un pajarito muerto:

 

Ahora que vi la nieve puedo morir

de una muerte inmaculada y blanca

que reunirá la claridad y la sombra

en el vértigo del postrero enlace.

Con su soplo tembloroso y los labios fríos

ella es el silencio esperado y sepulta en la tierra

el amor atrevido y el sueño insensato

como quien esconde un pajarito muerto

de los ojos del transeúnte que cruza el parque.

 

NOTAS

1. Lêdo Ivo, El silencio de las constelaciones ocultas: Antología bilingüe, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, C.A., 2011. Traducción y selección de Nidia Hernández. También existen las antologías: Poesía Completa 1940-2004 (Río de Janeiro, Tobpook, 2004); Estación Final 1940-2011 (Casa de Libros, Bogotá y Valparaíso Ediciones, Granada, 2012), Selección, traducción y prólogo de Mario Bojórquez; La Tierra Allende 1944-2005. Chihuahua, Ediciones del Azor, 2005; La aldea de sal. Madrid, Calambur, 2009. Selección, traducción y prólogo de Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre.

2. Algunos títulos se pueden conseguir a través del Internet: As alianças (novela, 1947), Ninho de cobras (novela, 1973), A morte do Brasil (novela, 1984), 10 contos escolhidos (1964); A êtica da aventura (ensayo, 1982) y A república da desilucão (ensayo, 1995).

3. Debo la invitación en aquella ocasión al poeta Adhely Rivero, quien dirigía entonces la prestigiosa revista Poesía, del Departamento de Literatura de la Universidad de Carabobo.

4. Ese mismo año los poetas Horacio Benavides (Colombia) y José Ángel Leyva (México) junto a Lêdo Ivo y quien escribe esta reseña, presentamos nuestros libros editados por la editorial Monte Ávila Editores Latinoamericana. El poeta Enrique Hernández D’Jesús introdujo a los autores y habló brevemente sobre estas publicaciones.

5. Sin duda, el vals usado comúnmente en las bodas por la carga romántica y emotiva de su música suave y cadenciosa, contiene un sentido simbólico que contrasta con la realidad de la muerte.

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 167 | março de 2021

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