quinta-feira, 22 de abril de 2021

BERTA LUCÍA ESTRADA | Dos lecturas críticas

 


1 | Voces desde mi exilio, el poemario de Antonio Dumetz Saher

 

El mundo de la virtualidad nos ha cambiado la vida para siempre; antes teníamos un puñado de conocidos y algunos amigos con los que eventualmente podíamos establecer algún contacto; una llamada por teléfono fijo si vivíamos en la misma ciudad, muy pocas veces una llamada de larga distancia y el correo que se tardaba al menos cinco días para llegar de un país al otro. La correspondencia terminaba por desaparecer con los cambios de ánimo, el trasegar diario o los cambios de residencia. Esto que estoy escribiendo, tan común para la gente de mi generación, debe ser un mundo distópico para los menores de cuarenta años. Pues bien, los que hemos sabido aceptar esta aldea global –como la llamara Mc Luhan– en el buen sentido de la palabra, hemos ampliado nuestro círculo de conocidos y de amigos. En muchos casos esos amigos se han convertido en parte de nuestras vidas bien sea íntimas o profesionales; e incluso hemos construido con ellos verdaderos lazos de amistad, de aprecio y respeto, en unos casos, y de afecto, respeto y admiración, en otros. Y muchas de esas nuevas amistades, con las que permanentemente estamos en contacto, jamás las hemos tenido a nuestro lado físicamente hablando; y no por eso son menos verdaderas. Pues bien, si hablo de esta nueva forma de relacionarnos es porque precisamente el vínculo que me une a Antonio Dumetz Saher es el de una amistad virtual que hemos venido cultivando desde hace al menos cuatro años. No necesitamos conocer nuestras vidas privadas, lo que nos interesa es la poesía, la literatura; ese es nuestro pan común.

Sin embargo, tenemos otro vínculo mucho más antiguo y visceral que la poesía; aunque él no lo sabe o no lo intuye o no me ha dicho nada al respecto. Antonio Dumetz Saher es judío sefardita; y yo soy descendiente de los judíos conversos, también sefarditas, que poblaron el sur de Antioquia a finales del s XIX, y que tan bien cuenta Héctor Abad Faciolince en su novela La Oculta. Conozco ocho apellidos y los ocho son sefarditas. Incluso algunos de los miembros de mi familia ya tienen la nacionalidad española gracias al reconocimiento tardío que hizo el Estado español a los descendientes de esa diáspora que tuvo que huir de la península ibérica para poder sobrevivir y alejarse de la persecución de la que eran objeto; incluso ahora hay algunos miembros de mi familia que están haciendo los trámites para obtener la ciudadanía portuguesa; también por el mismo motivo.

Y si digo visceral es porque comencé a leer sobre La Shoah (Holocausto) cuando aún estaba en el colegio, en ese entonces aun sabía nada de mis orígenes sefarditas, ni siquiera conocía la palabra; y sin embargo, el horror me habitó y nunca más pude desprenderme de él. La película Un violinista en el tejado me hizo conocer los pogroms: otro horror que se sumaba al que ya habitaba en el fondo de mi alma. Más recientemente lecturas sobre La 2ª Guerra Mundial, o novelas como las de Primo Levi o Jorge Semprún, o el poemario Oficios en clave de Atenea, de Clara Schoenborn, se sumaron a esta íntima sensación de desamparo y orfandad que he sentido por ejemplo en una visita que hice a Varsovia, y donde fui a buscar inútilmente el que fue el Gueto Judío; y digo inútilmente porque fue arrasado por los soviéticos; así que recorrí una parte de lo que anteriormente albergó las murallas del gueto. Lo hice con un sentimiento de dolor inimaginable; como si el dolor fuese parte de mi ADN. Pocos años después visité Lisboa, y allí me paseé como en una especie de peregrinación por las dos plazas donde decenas, tal vez centenas, de judíos sefarditas fueron quemados en la hoguera por el fanatismo religioso de los católicos que los querían exterminar de una vez por todas. Y nuevamente ese dolor milenario volvió a quemarme las entrañas.

 

Habré experimentado todo el dolor de la Shoah y comprendido el secreto del Muntù. (Poema Vetas del pasado en presente).

 

Por eso este hermoso y profundo poemario de Antonio Dumetz Saher, Voces desde mi exilio, me ha llegado tan hondo; al encontrar allí pasajes de La Shoah y de los pogroms, así como ese sentido de orfandad –¿por qué qué es el exilio sino una especie de orfandad?-. En sus versos pude establecer con él un diálogo íntimo en el que nos reconocemos el uno al otro como eternos viajeros que tienen como único equipaje el desamparo y la soledad que dan el desarraigo, la pérdida violenta de una tierra a la que ya no podemos regresar.

Antonio Dumetz Saher lo dice de este modo:

 

Un país situado en el centro de mi alma/. Ese, es mi país./ Allí las noches desgajan ríos con historias que narran mis sueños.../ No necesito descoloridos visados ni un pasaporte general para refugiarme en él... (Poema Mi país)

 


Voces desde mi exilio es un poemario culto, lleno de referencia históricas y con un glosario que nos invita a conocer un poco más sobre la persecución a los judíos; en este caso preciso a los judíos de Casablanca. No en vano el poeta Dumetz Saher se reconoce como:

 

soy único hijo, letra viviente, palabra de fuego, aeda del tiempo... (Poema Hipocresía)

 

Por lo que el poemario también es un hermoso reconocimiento a la cultura y a la lengua árabe. Voces desde mi exilio es, pues, una obra necesaria para hurgar en los orígenes y sobre todo para mostrar a las nuevas generaciones colombianas esta parte de nuestra historia escondida, relegada al olvido, e incluso vilipendiada. Siempre insisto en que para entender el presente tengo que conocer el pasado; sino es imposible proyectarme a un futuro. No en vano esto es lo que escribí en el ensayo que escribí La Shoah en clave de Atenea, el poemario de Clara Schoenborn al que aludía anteriormente:

 

El oficio en Clave de Atenea tienen en común el rescate de la memoria colectiva; al mismo tiempo que es una forma de contar la historia de otro modo, la historia personal, pero también colectiva, a los nietos y bisnietos; pero también al resto de la humanidad. Primo Levi lo resumió así: Sabemos de dónde venimos: los recuerdos del mundo pueblan nuestros sueños y nuestra vigilia, nos damos cuenta con estupor de que no hemos olvidado nada, cada recuerdo evocado surge ante nosotros dolorosamente nítido.”

 

Voces en el exilio y El oficio en Clave de Atenea también tienen en común que los dos poemarios relatan, aunque sea en una mínima parte, la historia del pueblo judío. En este caso preciso la diáspora, el desarraigo, el exilio permanente, la huida en la oscuridad, el miedo ancorado en la memoria colectiva, ya que no se sabe que habrá al final del túnel. No en vano Primo Levi nos recuerda que Heimweh es la palabra en alemán que nos habla de este dolor, y quiere decir dolor de hogar.

 

Y nadie mejor para describir este Heimweh que Antonio Dumetz Saher:

 

IDENTITATEM

 

Soy un poeta judío como Yehuda Amijai o Abraham Shlonsky y, de la palabra profeta como mis ancestros. Soy hijo del Valle del Jordán y la Aravá que se erigen en mi cuerpo y de la tierra de Judea transformada en mis huesos...

Un poeta judío resucitado de la muerte en Egipto, Babilonia, Persia, Grecia y Roma; en los Pogroms y en la Shoah. Sus flechas, espadas, fusiles y hornos no me mataron, pero forjaron de mí una torre de inexpugnable heredad, resucitada en mi lengua tejida con el hilo hebreo del alma judía.

Como Yeshayahu Hanabí, profetizo con mis letras, trazando sobre el amargo lienzo de la historia el óleo de mi esperanza, porque he sido paciente al aguardar el instante a que la desesperación callara para mostrar en mi mano este poema viviente que jamás olvida a Sión. Pero de algo estoy seguro, allí tu nombre jamás y nunca se recordará...

 

 


2 | Chino, una caja de Pandora – La novela de Antonio Ostornol

 

Conocí a Antonio Ostornol (Chile, 1954) en 1984 cuando estudiábamos en la Universidad de la Sorbona; luego, durante muchos años no supe nada de él hasta que un día, en el 2007, me escribió a mi correo electrónico; un reencuentro maravilloso; desde entonces nunca más hemos dejado de estar en comunicación. Su amistad es uno de los grandes obsequios que me ha dado la vida.

 

De sus cinco libros he leído cuatro, y el último, Chino, lo leí esta semana de un tirón; primero leí las primeras sesenta páginas en las que me sumergí en el horror que significa el abandono de la madre y el encuentro posterior de Chino con la rectora del colegio y con el que será su casero. Mientras Chino se rebela en silencio a la partida ineluctable de la madre, y siente antes de que ella se aleje la nostalgia que su partida va a dejarle tatuada en el centro de su sistema límbico, contempla a la rectora del colegio, una mujer entrada en años, con los ojos del deseo. Trata al mismo tiempo de asimilar el ambiente que él ya considera hostil y sombrío. Luego está la descripción de la pensión oscura, sucia y ruinosa donde va a vivir por espacio de un año. El encuentro con el viejo casero, con aliento a ajo y a vino barato, va a ser poco menos que brutal. Estas primeras sesenta páginas me las leí como cuando se bebe un vaso de agua de un solo sorbo. Al día siguiente, y en menos de tres horas, me devoré el libro. Debo decir que a medida que envejezco me hago cada vez más exigente con la literatura; debo también decir que lo que yo busco cuando leo una obra nueva, o a un autor nuevo, es quedar perpleja; y perplejidad es el estado en el que me sumió Chino. Una obra muy bien escrita tanto desde el punto de vista narrativo como desde su estructura temática.

Chino es una caja de pandora donde a cada instante saltan elementos de un pasado lleno de secretos, odios, rencores; y donde su protagonista, un músico que interpreta un saxofón imaginario mientras la música sale de su caja toráxica, emprende el descenso a los infiernos; allí, donde su padre, un anciano violento, lo encerraba horas enteras cuando era adolescente, seguramente para que se convirtiera en un “hombre”; o a lo mejor para deshacerse de él; o para olvidar su existencia; o para reventarlo. Un lugar donde al mismo tiempo Chino conoce el paraíso; allí escucha a los clásicos del jazz, allí puede hablar con su hermano saxofonista al que nunca ha visto; y allí se inicia en la vida sexual. En cierta forma sus estadías en el sótano son a la vez una antesala del infierno y del paraíso. El descenso a ese lugar oscuro, húmedo y maloliente, es una especie de útero que le permite hacer un viaje a los orígenes; donde algunas veces se encuentra cara a cara con el horror y otras con el placer en toda su dimensión. Posiblemente porque todo viaje iniciático pasa por la tortura y el goce más absolutos.

Todo en Chino habla de un personaje marginado; es negro en un país donde el pasado de la esclavitud no dejó mella, un país con una gran composición europea, o sea, blanca; pero, además, tiene los ojos rasgados como los orientales; otro aspecto que lo hace foráneo, diferente, que lo excluye porque lo asimila a minorías mal integradas en los años de la dictadura pinochetista. Y además es enorme; una especie de gigante que molesta a los otros al recordarles su poca estatura física. Chino es un ser roto en mil pedazos –reventado sería la palabra adecuada-; alberga dentro de sí toda la rabia de una existencia en la que ha trasegado como si fuese un barco a punta de naufragar en un mar inhóspito que solo busca hacerlo desaparecer en sus entrañas. Chino es una especie de toro de lidia dispuesto a atacar a la menor amenaza. Él lo sabe; y por eso al mismo tiempo que su sangre bulle y le revuelve el estómago, él trata de respirar y de controlarse; sabe muy bien que un solo golpe, dado con sus puños cerrados, puede ser fatal. En cierta forma Chino vive en un estado de conciencia en que la muerte lo acecha; sabe que puede matar y que en esa misma medida él sería un cadáver; por eso se retiene y respira hondo; así bajar la cabeza sea en cierta forma doblegarse y humillarse.

En este ambiente gris, sórdido, donde todos y cada uno de los compañeros de colegio son en cierta forma sus enemigos, un colegio donde los profesores, con excepción de la rectora, parecen no interesarse por ayudarlo, por conocerlo mejor, conoce a una compañera de aula, Soledad. Como si su nombre fuese un sino fatal para Chino, ella será su amiga, en cierta forma su novia (polola) y en cierta forma su amante así nunca pueda concretarse la relación física y afectiva que establecen entre ellos dos. Soledad es artista –pinta y dibuja-; Chino le sirve de modelo y le da conciertos de jazz con su saxofón imaginario. En la soledad de su alcoba Chino desciende cada noche al infierno que ha sido su vida y en las tardes los únicos destellos de luz que lo atraviesan son precisamente cuando está en el taller de Soledad. Los fines de semana ella desaparece, y él cae en la soledad como quien cae a un abismo.

Chino comienza a beber, se hace amigo de ese casero que inicialmente quiso violarlo, beben juntos; y un día en que Chino le da un concierto, el viejo desdentado y arrugado como un desierto, se conmueve hasta las lágrimas. Poco tiempo después lo invita a un concierto de jazz en Santiago, y lo lleva a un bar de mala muerte, el Misisipi. El primer concierto al que Chino asiste. Allí conoce al Profesor, el saxofonista que va a pulirlo y a enseñarle a tocar un saxofón de verdad. Chino comienza cada vez más a ser un mejor y mejor músico y al mismo tiempo su rendimiento en el colegio se va cada vez más al traste. Es como si el colegio, las materias y los profesores, sobre todo el de inglés, fuesen sus enemigos más acérrimos. Y por supuesto, su etapa escolar fracasa, mientras que el Misisipi, y una de las mujeres que allí trabajan, se convierten en su nueva vida. Tiempo después encontrará las fuerzas necesarias para regresar al norte, a Coquimbo, a la casa de sus padres. No los encontrará. Su madre está muerta y su padre ha regresado a China. Sin embargo, ese viaje, ya no iniciático, le abrirá las puertas para otro más largo, donde podrá buscar al hermano del que heredó la pasión por el jazz.

Por último, quisiera decir que Chino (Ediciones de la Lumbre, 2020-215 páginas) es una novela prodigiosa, muy bien concebida; estoy segura que dentro de poco va a convertirse en un clásico de la literatura chilena en particular y de la hispanoamericana en general. También estoy segura que va a ser traducida a varios idiomas, libros así no se escriben todos los días. Y espero que gane muchos premios, lo merece. Antonio Ostornol ya forma parte de los grandes escritores de habla castellana. Brindo por él y por esta novela que me ha dejado perpleja.



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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 169 | abril de 2021

artista convidada: Elsa María Meléndez (Puerto Rico, 1974)

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