Otras veces parece estar fijado en un
punto invisible de la pintura. Hace muchos años pude ver una exposición de
Jacobo Borges en el Centro Cultural Consolidado, Itinerario de viaje 1987/1990. Desde la incierta memoria, recuerdo
una obra que representaba el tronco de un árbol que flotaba o se sumergía
dentro del agua. Digo flotaba o se sumergía porque en el cuadro mediaba una especie
de rotación: visto hacia arriba era una rama que flotaba sobre el agua; pero al
invertirlo, el tronco quedaba sumergido (y esta era la posición que tenía en la
sala). Me sorprendió la sencillez del cuadro, el pequeño formato y el juego
entre una representación marcada por la realidad y la dimensión de irrealidad
como condición de la obra. Si el tronco está sumergido, ¿entonces dónde se
encuentra el espectador? El cuadro nos ubica inmersos en el agua y también en
el interior del lienzo. Y así, justamente, insinúa el horror del lugar en el
que se encuentra el espectador.
En obras como Clavado (1992) vuelve sobre el motivo del árbol que se refleja,
flota o aparece dentro del agua. Incita a imaginar si el espectador está arriba
o desde el fondo del agua mira la figura del árbol. Y también afirma el vínculo
con la muerte que está sugerida en el vago significado del título: el árbol
remite a la figura de Cristo en la cruz. Sin embargo, desde el espejo virtual
del agua y más allá de la resonancia religiosa, al preguntar por el lugar del
espectador acerca esa esfera separada de la muerte hasta nosotros.
El agua es un motivo principal en su
producción, lo cual afirma su identidad con la pintura. Además, permite
entender ese deseo de representar la realidad y también de plasmar la máxima
irrealidad. El agua no solo refleja las cosas, sino que las desfigura en su
reflejo. Por eso se relaciona con la metáfora del espejo y también con la
materialidad de la alteridad. La pintura, al cruzar el mundo sumergido con la mirada
del espectador, más allá de trastocar las disposiciones espaciales del arriba y
el abajo promueve una relación con lo alterno, con lo que queda, justamente,
fuera de la representación. Entre la horizontalidad del agua y la verticalidad
de la mirada se produce una revelación que al menos por un instante es
perturbadora: al proyectar al espectador en su interior no hace sino afirmar su
ausencia.
Si volvemos ahora la mirada hacia otra
de las imágenes recurrentes de su pintura, como es la ventana, se podrían
apreciar estos juegos espaciales y también la manera de expandir el escenario
hasta alcanzar al espectador. Por ejemplo, los dibujos de dos series que
realiza en 1977: «La gran montaña y su tiempo» y «A la deriva». La primera
tiene que ver con uno de los motivos centrales del estudio de Borges sobre
Caracas: el cerro Ávila; la segunda, reúne apuntes sobre el motivo del yacente:
la figura de un hombre que, en perspectiva, vemos tendido desde los pies hasta
la cabeza. Imagen que parece ser un reflejo o variación de otra imagen: el
Cristo muerto de Mantegna. En estos dibujos se privilegia como principio
compositivo un procedimiento: si bien en cada serie se registra un tema
distinto, al conjuntarlas logra crear nuevas imágenes y también que los
contenidos mutuamente se modifiquen. El libro La montaña y su tiempo (Caracas, Petróleos de Venezuela, 1979) da
testimonio del cruce entre los textos del pintor y sus dibujos, entre la
caligrafía y el trazo y especialmente entre las series: el paisaje del Ávila y
el hombre a la deriva se superponen en la representación de los cristales de
las grandes ventanas.
La ventana funciona como un límite que
separa el mundo de lo cerrado y de lo abierto, y desde esta certidumbre
representa la configuración de un espacio privado, íntimo, desde el cual
contemplamos ese lugar exteriorizado del paisaje. Pero también la ventana se
constituye en un pasaje donde se materializa la alteridad al registrar la
visión fantástica de un hombre flotando por encima de las montañas. El hombre a
la deriva estrechamente ligado al motivo del yacente, desde el reflejo de los
cristales, se convierte en una figura del vuelo. Él funciona como una especie
de gozne –exactamente igual al motivo del tronco que flota o se sumerge en el
agua– que al girar sobre sí mismo establece puntos de contacto entre los
opuestos: si lo miramos bocarriba, yace; mientras que invertido se desprende,
vuela. Así, a la vez, entra en relación tanto con lo real como con lo irreal,
es decir, con la gravitación o con la levedad. De este modo transita de un
ámbito cerrado a otro abierto y, por su reflejo en los cristales, aparece
simultáneamente arriba y abajo. Y por pertenecer a un sistema en el cual los
opuestos se reconcilian, su significado no puede ser sino paradójico: en él se une
la caída en el vuelo y también el encierro en lo exterior.
A la conjunción de las series
corresponde la superposición de temas. El juego estético traspone la imagen
religiosa del Cristo muerto y su elevación al tema del encierro y la poética
del vuelo. Al tiempo que promueve el acercamiento entre el motivo del yacente y
la pregunta por el destino de una ciudad caótica y violenta. Esto no significa
que la conjunción de las series separe al yacente de la esfera de lo sagrado,
simplemente lo desplaza del ámbito de lo trascendente a la humildad de
cualquier ciudadano. Sin embargo, este juego no atañe solo a la conjunción de
las series, sino que también involucra a quien contempla el cuadro. La mirada
del espectador al ser proyectada en el interior de la obra se transforma de
golpe en un plano más que se suma al juego. Desde la intimidad del recinto mira
la montaña, pero también de soslayo advierte en el reflejo de la ventana su
propia realidad. Desde una relación paradójica –o de desdoblamiento– que lo
proyecta dentro y fuera de la representación, él es quien contempla el cuadro y
al mismo tiempo el que yace en el recinto. Así, desde el juego de las
intersecciones de diferentes planos adquiere sentido la paradoja no solo del
encierro exterior sino también del vuelo en la caída.
En varias obras Jacobo Borges deja
abierta esta posibilidad en la que el espectador es la víctima o el testigo de
un hecho atroz, incluso en obras emblemáticas como La celosía (1974), Nymphenburg
(1974) y explícitamente en No mires
(1975).
La celosía, por ejemplo, representa una
habitación roja rodeada de persianas, con dos bombillos que iluminan ese
espacio interior. En este cuadro –como en Las meninas de Velázquez– la
composición abierta termina por involucrar al espectador. Una extraña silueta
nos mira detrás de la persiana, y por la sujeción de su mirada nos involucra
dentro de la habitación y también dentro de la pintura. No obstante, el
espectador no logra distinguir quién lo mira. No sabemos quién se esconde
detrás de la persiana. La pintura –como en el panóptico del cual hablara Michel
Foucault– al disociar la relación entre ver y ser visto, otorga a quien mira el
poder de la mirada, mientras vuelve vulnerable al espectador y lo convierte
posiblemente en víctima.
Así, en Jacobo Borges lo siniestro se
revela como una de las posibles experiencias estéticas. La ventana se convierte
en la imagen de lo entreabierto, de los intersticios por donde irrumpe lo
desconocido. En cuanto presencia, lo siniestro es al mismo tiempo inasible,
porque remite continuamente más allá de sí mismo hacia algo que no podemos
discernir. Solo el miedo o la duda ante «aquello que, debiendo permanecer
oculto, se ha revelado» (según la expresión de Schelling que cita Freud en su
conocido ensayo sobre Hoffmann).
Al influjo de lo siniestro se suma el
tema del encierro. Que responde sin duda a una serie de variaciones que dentro
de la pintura cumplen la misma función; la asfixia acuática que nos acerca a
esa esfera separada de la muerte; el encierro exterior desde el cual denuncia
una ciudad devorada por su propio caos, que impulsa tanto la pregunta sobre
dónde habitar como la poética del vuelo; el encierro interior y la figura del
yacente; y, en fin, el confinamiento y la manifestación de lo desconocido.
Pero también el tema del encierro es
desplazado al contexto de la política. En Nymphenburg,
como en otras de sus obras, critica crudamente el poder. Desde la mirada
localizada dentro del salón de un palacio de gobierno, junto con los cuadros
del propio pintor que irónicamente decoran el lugar, percibimos una atmósfera
ominosa. La puerta cumple ahora la imagen de lo entreabierto a través de la
cual se insinúa, en el interior de la otra sala, el horror de lo que está
sucediendo. A pesar de la bruma y de la distancia que hay entre las salas, en
el fondo es posible vislumbrar un sacrificio. De modo que el espectador al ser
proyectado en el interior del cuadro se convierte en testigo del crimen.
Además, lo sorprendente es que el cuadro no termina en el lienzo, sino que deja
abierta una sospecha: el espectador en cuanto testigo ¿es cómplice o la próxima
víctima? Por esta razón, y por muchas otras, este cuadro es ejemplar: por el
sentido crítico respecto al poder, por lo universal del tema y también por su
vigencia respecto a nuestra particularidad política: quienes ayer denunciaron
esa crueldad del poder y, con razón, interpretaron la pintura de Borges como
una crítica en contra de los verdugos nazis o los torturadores de Pinochet,
ahora que políticamente representan el poder también son denunciados por sus
crueldades.
No mires quizás sea el punto
culminante de esta búsqueda de crear un espacio pictórico que envuelve al
espectador y, a la vez, de vulnerar la posición distanciada y segura de quien
contempla las obras. La pintura presenta una habitación en apariencia vacía en
la que se muestra, hacia el fondo, una ventana con sus persianas y, hacia
delante, un caballete. Sobre este soporte se exhibe una pintura que duplica la
misma habitación y, dentro de este espacio, se representa la figura del
yacente. Otra de las variaciones del Cristo muerto de Mantegna. El motivo del
yacente –al igual que en la serie del hombre a la deriva– gira sobre sí mismo;
sin embargo, esta vez el giro no es vertical (tumbado boca arriba o hacia
abajo) sino horizontal: en el caballete, desde una visión en perspectiva y
desde una repetición indefinida que va de un recuadro mayor a otro menor, la
figura está proyectada desde los pies hasta la cabeza. Para luego, en el suelo
de la habitación, desde una perspectiva invertida, borrosamente, ser
representada desde la cabeza hasta los pies. Al contemplar la pintura el
espectador proyecta su mirada sobre la extensión del cuerpo del yacente y, de
este modo, desde los ojos del Cristo muerto, contempla su realidad más inmediata.
Esto, sin duda, es lo aterrador del cuadro. Ahora, desde el principio de
composición de la obra dentro de la obra, la pintura se propone representar dos
realidades inasibles: el encierro está asociado a la expansión infinita del
espacio y, desde el motivo del yacente, expone al espectador a la experiencia
de ver representada su propia muerte.
Por la apertura de un espacio en el cual
el sujeto que mira muere dentro de la representación, no podría figurarme un
equivalente más adecuado que el relato «Continuidad de los parques» (1960), de
Julio Cortázar: el lector que es asesinado por uno de los personajes de la
ficción. Ambas obras son un preludio al asombro, pues en ambos casos se pone en
juego, en primer lugar, la ambigüedad entre la realidad y la ficción: ese ser
que lee o que contempla el cuadro también pueda ser ficticio. (Esta es la tesis
de Jorge Luis Borges en «Magias parciales del Quijote» —1944, al preguntarse:
«¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet,
espectador de Hamlet?»). En segundo lugar, el asombro está relacionado con la
intensidad de la lectura, es decir, que el lector, como el personaje del relato
que se deja ganar por la “ilusión novelesca”, proyecte como propias las
acciones de la trama. En este sentido, la lectura (o la recreación del relato)
abre como posibilidad la muerte del propio lector. De manera similar a lo que
sucede en el cuadro de Borges: sumada a la intrínseca articulación de los
juegos espaciales del adentro y del afuera, y más allá de la simple presencia
frente al lienzo y de la inmediatez de la imagen, la experiencia de ver aquello
que no puede ser visto se produce cuando el espectador se advierte dentro de la
pintura.
Pero más allá de las posibles afinidades
o juegos de equivalencias entre la narrativa de Julio Cortázar y la pintura de
Jacobo Borges, hay un vínculo textual que no quisiera de ninguna manera dejar
de lado. Se trata del relato que Cortázar hizo a partir de la contemplación de
uno de los cuadros: «Reunión con un círculo rojo» (que fue publicado en el
catálogo de la exposición de Jacobo Borges en el Museo de Arte Moderno de
México en 1976). En una carta Cortázar le escribe a Borges: «Personalmente
pienso que la noción de ‘trabajo paralelo’ de un pintor y un escritor no se ve
desmentida, porque de tus criaturas nacieron las mías, y era justo que el
cuento llevara el mismo título que tu cuadro» (Marie-Pierre Colle, Artistas latinoamericanos en sus estudios,
México, Noriega Editores, 1984, p. 31). Me detendré, brevemente, en el diálogo
entre la tela y el relato por la fascinación del encuentro y sobre todo porque
permite comprender cómo lo siniestro se moviliza en una relación de
manifestación y de ocultamiento.
Reunión con un
círculo rojo
(1973): la tela representa el retrato oficial de una junta militar. En el
grupo, sentados en forma semicircular, destacan los oficiales con sus uniformes
de los distintos componentes castrenses, la presencia de algún civil y una
mujer que entre ellos se exhibe voluptuosa. Todos ellos, desde el fondo, fijan
la mirada hacia nosotros. El espectador, por la composición circular y por la
sujeción de la mirada, queda involucrado dentro del cuadro y también dentro de
la reunión. En el primer plano, una gran alfombra roja en la que se repite de
menor a mayor veladamente un círculo. Ahora es la pintura misma la que cumple
la función de lo entreabierto, pues el influjo de lo siniestro se presenta en
forma de enigma. Si bien se han desdibujado los rostros de los oficiales, la
tensión del cuadro parece centrarse en esa amplia zona roja y en la insistencia
del círculo. Y el espectador –al formar parte de esta escena de poder, como en Nymphenburg–, es inseparable de la
pregunta: ¿cómplice o víctima?
El relato de Julio Cortázar «Reunión con
un círculo rojo» gravita justamente en la complicidad de las víctimas. Una
noche lluviosa, en una ciudad alemana, Jacobo, el personaje, entra en un
restaurante llamado Zagreb. Al tiempo ve entrar a otro comensal, una mujer con
gruesos lentes y movimientos torpes que viene a ocupar otra de las mesas. Mujer
a quien Jacobo considera inglesa, por su físico y su impermeable amarillo. Lo
fantástico se produce en el relato por una inversión del escenario: en vez de
preparar y servir comida, en el restaurante los clientes son devorados por la
dueña y los meseros. La relación que se establece entre las víctimas, Jacobo y
la turista inglesa está sujeta a un juego de equívocos y de imposibilidades.
Equívocos: Jacobo cree que protege a la mujer mientras ella está ahí
precisamente para protegerlo a él. Imposibilidades: Jacobo vive un tiempo
humano, lineal y sucesivo mientras la turista inglesa, ya vampirizada por los
ominosos seres del Zagreb, vive la eternidad no humana. Este juego de equívocos
y de imposibilidades explica el final del relato:
… habíamos jugado al mismo juego pero
usted estaba todavía vivo y no había manera de hacerlo comprender. A partir de
ahora iba a ser diferente si usted lo quería, a partir de ahora seríamos dos
para venir en las noches de lluvia, tal vez así saliera mejor, o por lo menos
sería eso, seríamos dos en las noches de lluvia.
¿Qué tiene que ver el cuadro con el
relato? Julio Cortázar inaugura una nueva manera de diálogo entre las artes,
una variable de la écfrasis: se niega a describir el cuadro al mismo tiempo que
se propone revelar la pintura. Desde esta ambigüedad se constituye como un
relato autónomo, pero desde una lectura críptica visibiliza el enigma del
cuadro: en el retrato oficial de la junta militar –como en el restaurante el
Zagreb– hay un crimen oculto.
Lo que queda fuera de la representación
es lo monstruoso. (Eso que se insinúa en el mundo sumergido, detrás de la
celosía o de las puertas, en el reverso de la tela en la que se le advierte al
espectador no mirar y también en esa amplia zona roja y en la insistencia del
círculo). De este modo, desde la estética de lo siniestro que se moviliza en
una relación de presencia y de ausencia, se oculta el crimen para al mismo
tiempo develar el influjo siniestro que secretamente se instala en el retrato
oficial de la junta militar. Así el hallazgo de crear un espacio pictórico que
envuelve al espectador –que lo aproxima a las búsquedas estéticas de la
narrativa de Cortázar– es traspuesto a los mecanismos propios del poder: desde
el acto de instalación de la junta militar el espectador ya ha sido alcanzado.
Entonces, lo inhumano del poder es puesto en evidencia en el cuadro de varias
formas: está sugerido en los oficiales de alto rango (sin rostro), en el crimen
oculto sobre el que se conforma la nueva junta de gobierno y, esencialmente, en
la capacidad del poder de penetrar hasta nosotros, para hacernos cómplices (del
crimen) o para convertirnos en víctimas.
§§§§§
|
| |
|
|
|
§ Conexão Hispânica §
Curadoria & design: Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
Nenhum comentário:
Postar um comentário