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— En tanto involucrada orgánicamente con la salud mental desde tu lugar de escritora,
comparto con vos un fragmento del ensayo “Antonin Artaud, el enemigo de la sociedad”
del poeta argentino Aldo Pellegrini (1903-1973): “La locura representa una ruptura total del molde que se denomina mentalidad
del hombre normal, y por ello no sólo prescinde de todas las normas convencionales,
sino que vive directamente en el mundo de la imaginación. De ahí el estrecho contacto
de la locura con la poesía. Pero lo que el poeta se limita a volcar en el verbo,
el loco lo vive integralmente.”
MP — Hasta que me radiqué en
Mar del Plata sabía sobre este tema tanto como la mayoría, o sea muy poco, y tenía
una visión absolutamente romántica sobre su relación con el arte. Uno de mis primeros
trabajos acá fue la de encargarme de las reseñas bibliográficas para el diario “La
Capital”. Me hacían llegar entre ocho y diez libros por mes para leer y comentar.
Una tarde, entre ellos llegaron tres de un poeta local a quien no conocía ni había
sentido antes nombrar. Los leí y cosa extraña —ya que en estos casos debía elegir
sólo uno—, en lugar de escribir la reseña solicité encarar una nota sobre el conjunto.
¡Tanto me habían impactado! Se trataba de tres poemarios de Jorge Lemoine escritos
a finales de los ‘80. Para la misma época, allá por los ‘90, conocí al poeta René
Villar. Fascinada como buena poeta con Artaud, me encontraba de pronto con que Mar
del Plata tenía sus propios Artaud, pero era casi imposible dialogar con ellos,
trabajar y hasta a veces, tratar… Sin embargo, esos “locos” tenían dosis de talento
admirables. No sabía qué hacer, así que me obsesioné con el tema de arte y salud
mental. Leí, estudié, hice seminarios, trabajé —durante diez años— en La Rada, un
centro de arte y salud, donde recibía, además de gente que quería pulir o desarrollar
su estilo en mis talleres literarios, a personas con padecimiento mental, adictos
y alcohólicos en recuperación, la mayoría de las veces derivados por sus psicólogos
o psiquiatras. Tiempo después coordiné junto con la licenciada Karina Krol el taller
interdisciplinario Markas, para personas con angustias y depresiones leves, y más
tarde el taller Palabra Clara en la clínica psiquiátrica Clara del Mar, donde trabajé
casi tres años. Quienes eran dados de alta asistían luego a los talleres (sin que
nadie supiera de sus patologías), a veces con AT —acompañantes terapéuticos que
se hacían pasar por alumnos—, y encontraban en De la Palabra un lugar donde eran
considerados como escritores y no como pacientes. ¿Por qué lo hice? Porque creo
en el poder sanador del arte. Recuerdo el caso de un paciente que vivía enfrascado
en sus cuadernos, a tal punto que había creado un idioma propio que incorporaba
a sus trabajos; en general, a casi ninguno de los talleristas internados les interesaba
comunicarse con el otro, pero éste era un caso extremo. No obstante, a los pocos
meses de asistir al grupo empezó a poner entre paréntesis la traducción de esas
frases en su extraño idioma y, al año, lo había dejado de lado. Sí, el arte sana,
no la patología, pero sí el alma, el dolor y el aislamiento con que conviven quienes
la padecen. Por eso trabajamos en La Rada con la emisora La Colifata en una jornada
de tres días a principios del 2000, y tiempo después ese mismo proyecto radial lo
encaramos junto a los chicos de radio La Azotea, para que se trasmitiera desde la
clínica Clara del Mar para toda la ciudad. Los llevábamos al Café “De la Palabra”
cada mes, con el enorme esfuerzo de acompañantes terapéuticos y psicólogos (a razón
de uno cada cuatro pacientes), quienes desarrollaban esta labor en forma voluntaria
en grupos de a veinte o treinta. No eran presentados como pacientes sino como talleristas
o poetas invitados. Algunos, lo sé, se preguntaban: “De dónde saca Marcela a toda esa gente” o cuchicheaban acerca del ambiente
“enrarecido” del bar… y dejaron de acompañarnos. Por la misma razón los publicamos
en “La Avispa”, porque los internos en clínicas psiquiátricas siguen estando excluidos,
hoy como siglos atrás, y hay entre ellos muchos artistas que necesitan y merecen
ser escuchados. La creación artística les da esa posibilidad. Vos citás: “lo que el poeta se limita a volcar en el verbo,
el loco lo vive integralmente.” Fijate
en esto: es también el caso de Jacobo
Fijman, y aunque él no se reconociera como enfermo mental, en su poema “Canto del
cisne” del libro “Molino rojo”, define
a la demencia en un sentido total como “El
camino más alto y más desierto”. En el volumen “Conversaciones con Enrique Pichon-Rivière
sobre el arte y la locura”, de Vicente Zito Lema, Pichon dice algo que creo
todos compartimos: “Es la poesía la que muestra
como ningún otro medio, la débil línea entre el cielo y el infierno, la vida y la
muerte, la salud y la demencia, pero no hay que olvidar lo que escribió Chesterton:
‘El loco lo pierde todo menos la razón’”.
Por eso me gustaría también
hacer una breve referencia a la literatura de hoy. Es fácil ver cómo la literatura,
desde los ‘90, describe no al individuo enfermo sino a toda la sociedad enferma y lo hace precisamente con una
escritura “enferma”. La literatura de hoy, igual que en la época de las vanguardias,
mata lo consagrado, busca otra cosa. Exige otro lenguaje, uno que refleje que todo
está fuera de los límites (y eso es locura), ese lenguaje es fragmentario; como
escribió Diana Bellessi: “hoy se da la astillación
del lenguaje porque lo que se astilla es el hombre y la sociedad”. Ambos parecen
estar al borde… y, qué coincidencia, hay una patología que aparece por asociación
sonoro-semántica: el border. Un borderline
presenta los siguientes síntomas que, no me van a poder negar son los de nuestra
sociedad toda: inestabilidad afectiva, episodios de intensa irritabilidad o ansiedad,
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— Es a la autora de un libro cuyo título es “Invierta
un hijo” a quien le transcribo un segundo fragmento del citado ensayo de Pellegrini:
“El nacimiento es una sorpresa terriblemente
dolorosa de la que nunca llega el hombre a reponerse. Estamos marcados a perpetuidad
por la sorpresa del nacimiento. Pero además el nacimiento es un proceso que no llega
a complementarse en el curso de la vida, por más prolongada que ésta sea. El hombre
no acaba de nacer, y lo sorprende la muerte sin haber podido completar el nacimiento.”
MP — No sé si hablar del poemario
“Invierta un hijo”, que no es otra cosa
que el diario de un soldado de todas las guerras, o de la novela en la que estoy
trabajando ahora: “De crecer y otras muertes
prematuras”. La muerte te sorprende, claro que sí. Podría contestarte con un
poema de otro libro, “Los andamiajes del
miedo”, poema titulado “Dejar de ser”: “Quieta divisoria conduce a la caída / Desciendo
/ a inhalar hondo / mi propia gestación // Todo es silencio / y un jadeo inútil
/ que profundiza la asimetría de los cuerpos // Cada porción de piel construye el
infinito // Los límites se expanden / como si huyeran / avergonzados / del residuo
que dejan en el otro // Mueca innominada / ‘Salir requiere mil disfraces’”. La frase encomillada es de Antonio Aliberti.
Todo artista, y en especial los poetas, buscamos siempre entender las cosas, la
vida, en definitiva, por eso escribimos. Pensá en la palabra alumbramiento, de eso
se trata nacer, pensá en dar a luz… un hijo o un poema… No hacemos otra cosa que
intentar poner las cosas en claro. Y no sale. Eso no provoca que deje de intentarlo,
aunque sea vanidad, como dice Eclesiastés: “correr
tras el viento”. Tengo otro poema que hace intertexto con eso; tiene como título
“Correr antes de la muerte”, porque no quiero vivir un abecedario incapaz de pronunciar
mi nombre. Hay quienes dicen que hay más tiempo que vida. A mí no me asustaría tener
menos tiempo si la intensidad de lo vivido lo hubiese ya colmado, pero me queda
mucho por vivir todavía. Eso es descuido: creer que tenemos todo el tiempo del mundo.
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— ¿Y “La Avispa”?...
MP — “La Avispa” nació el 13
de junio —día del escritor— de 2000, con el nº 0 como un pliego de encuentro que
ofrecía a grupos, instituciones y autores independientes la posibilidad de funcionar
como lazo que los contactara de alguna manera (para esa época yo había contabilizado
unos veinte grupos que se caracterizaban por organizar sus actos siempre el mismo
día y a la misma hora, ja ja). Los invitamos entonces a acercarnos textos, para
hacer difusión sobre todo de nuevos autores, gacetillas para que dejaran de superponer
actividades, y les ofrecimos una página institucional; nosotros publicaríamos mil
ejemplares de distribución gratuita. La sorpresa fue enorme: las entidades nos enviaban
textos del presidente o del vice, edad promedio 83; las actividades seguían superponiéndose,
para que llegaran a tiempo a la fecha de cierre con sus páginas había que correrlos
o hacer diez llamados telefónicos…, pero los autores independientes y jóvenes enviaban
cada vez más material. Como repartíamos la revista (en formato diario con cuatro
pliegos ya) en bares, salas de espera y centros culturales, la gente empezó a pasarla
de mano en mano, y como los miembros del staff solíamos y solemos viajar bastante
a encuentros o congresos literarios, en poco tiempo se conoció afuera de Mar del
Plata. Entonces la echamos a volar. O, dicho de otra manera, dijimos basta de hacer
beneficencia con instituciones que no quieren abrirse; nosotros sí queremos. Cuando
pensamos el nombre no fue el insecto lo que nos sedujo, sino la imagen del avispero:
apenas sujeto por arriba y una gran boca hacia abajo que crece y crece; había que
volver a eso: yo la dirigía, un grupo pequeño la integraba y estábamos abiertos
a recibir autores nuevos de todas las estéticas. Así “La Avispa” empezó a crecer
y a crecer; pasamos del formato diario o pliego al cuadernillo 14 x 20, si mal no
recuerdo, en el nº 17, que fue cuando apareció también la versión digital y se fundaron
nuevas secciones no literarias. Fue incorporando colaboradores de casi todas las
provincias argentinas y también de España y Latinoamérica (he viajado para presentarla
a Chile, Colombia, Uruguay, México y Cuba); hay muchos escritores que piensan como
nosotros con respecto a los lazos, la apertura, el laburo en red. Y no sólo escritores;
por eso, además de literatura —cuentos, poemas, ensayos y reseñas bibliográficas—
la revista fue habilitando secciones sobre cine, teatro, plástica, música, humor
y dos que quiero particularmente: la infantil y la de opinión: “dar la cara”. Estuve
a cargo de la dirección hasta el nº 55 a fin del 2012. Prosiguió Gustavo Olaiz,
desde Mar del Plata; con la vice-dirección a cargo de Cristina Mendiry, en Buenos
Aires.
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— Y la treintañera, a la que había visto una vez, un sábado por la tarde, como invitada,
en un Grupo de Reflexión sobre la Escritura al que yo concurría regularmente, ahí
nomás, poco después, se radica en la urbe turística más poblada de la Argentina.
¿Qué te decidió a ese cambio? Sé que sos ingeniera naval: ¿llegaste a ejercer?
MP — Cuenta mi madre que me
trajo a veranear por primera vez a Mar del Plata cuando tenía apenas meses; desde
entonces vinimos cada verano. Tenía once años cuando mis padres compraron un departamento,
eso extendió mis estadías en la ciudad; veníamos apenas terminadas las clases —30
de noviembre en aquella época sin paros de maestros— y regresábamos el día anterior
al inicio del ciclo —¡5 de marzo!, estaba prohibido llevarse materias, no convenía
tampoco—. Ya adolescente empezaron las escapadas de fin de semana y, en la época
de facultad, ya que la mencionás, nada impedía continuar con la playa. Debo haber
estudiado media carrera en el espigón de la ya desaparecida Playa de los Ingleses
o en las rocas de Playa Chica (había que buscar lugares sin ruido, alejados del
tumulto). Me casé muy joven con un marino mercante que también amaba esta ciudad,
soñábamos con “algún día venir a vivir a Mardel”,
así que una vez recibida comenzamos a pasar sus licencias acá, o sea, casi seis
meses al año en forma alternada. Luego vinieron mis dos hijos —los criamos tan nómades
como nosotros—, pero cuando la mayor estaba por comenzar la primaria tuvimos que
fijar un lugar de residencia definitivo. Sin lugar a dudas ese lugar era Mar del
Plata. Con respecto a mi profesión: ya radicada acá y sin familiares que me cubrieran
las horas de trabajo en astillero (nunca quise dejar a mis hijos en otras manos),
ni siquiera intenté salir a buscar trabajo —ya lo haría después, pensé— y abrí el
primer taller literario “De la Palabra”, en mi casa. Casi no había nada de eso acá,
así que creció y creció y creció: seis talleres semanales, la colección de autores
marplatenses del mismo nombre, el café literario, la revista, seminarios, viajes
a encuentros o congresos nacionales e internacionales… Mis chicos crecieron y cuando
me pregunté quién era, qué era, qué quería hacer con mi vida y me respondí, yo también
crecí. Ahora considero a la ingeniería como un pecado de juventud que volvería a
cometer, pero se dio así. Muchas veces me preguntan sobre este tema, pero no me
explayo tanto; les pregunto: “Vos sos médico
y jugás tenis… ¿Y si hubieras tenido un excelente drive? ¿Y si hubieras empezado
a ganar torneos y torneos, no habrías tomado la decisión que yo tomé?” Como
respuesta: simplemente se ríen.
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— Entiendo que el poeta Enrique Blanchard (1953-1999) —quien también participara
como invitado un sábado por la tarde en el grupo de reflexión—, editor de tus dos
primeros poemarios, ha sido alguien significativo en tu formación. ¿Nos hablarías
de él? Es lamentable que el autor de “El locutor
físico” y “Retrato de antifaz” no tenga casi difusión en la Red.
MP — Toda mi formación la hice
en talleres literarios. ¿Cuántos?: todos los que pude; eso es lo que hizo que pueda
compartir en los talleres lo que aprendí: todas las escuelas, todas las tendencias
y estilos, diversas maneras de coordinar; hubo una época en la que hacía tres por
semana. Hasta que di con otro… parnasiano lo voy a llamar, o mallarmeliano, y todo
lo que significó el movimiento nuevo-milenista, o como lo denominan algunos, malditismo
rioplatense. Sí, Blanchard fue decisivo en mi carrera literaria, un verdadero impacto.
Un tipo trabajador, generoso y obsesivo en todo —eso quiere decir no sólo corrección
de estilo sino también en lo que él llamaba la formación responsable del escritor
de la modernidad—, siempre nos trató no como discípulos sino como escritores —lo
que intento ahora yo hacer en los grupos “De la Palabra”—. No sé si no está difundido
en internet, en realidad hay grupos en Facebook y la gente que estuvo a su lado
se sigue reuniendo, escribiendo y promoviendo su obra; yo soy una de ellas.
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— Tu función en “Puzzle” amerita que nos
describas la novela, des a conocer a sus autores y nos trasmitas cómo fue concebida
y gestada.
MP — “Puzzle” fue publicada como novela experimental en 2004 —un juego para
nosotros: once narradores que nos integramos en un seudónimo, Armand Piece—, luego
se habló de novela sinfónica, una denominación demasiado rimbombante. Armand
Piece es, en realidad, el seudónimo utilizado por un grupo de once narradores
de Mar del Plata y la ciudad de Miramar, para configurar esta novela experimental:
Mónica Aramendi, Vilma Brugueras, Élida Correia, Edith Ruz de Colombo, Alejandro
Gómez, Verónica González, Nancy Lucotti, Paula Marrafini, Guillermina Sánchez Magariños,
Juan Mauricio Torres y yo. Surgió como desafío después de haber analizado y discutido
la conferencia “Qué es un autor”,
presentada por Michel Foucault
a la Sociedad Francesa de Filosofía en 1969. En dicha conferencia se
partía de una formulación de Samuel Beckett: “Qué importa quién habla” y por qué la presencia o desaparición del
autor se había convertido en tema dominante para la crítica. “La obra que tenía el deber de traer la inmortalidad
—afirmaba Foucault— recibe ahora el derecho
de matar, de ser asesina de su autor”. Nos gustó la idea y de ella nació la
propuesta: escribir una novela experimental (no con múltiples narradores
sino con múltiples escritores, lo que nos conduciría por consiguiente hacia una
enmarañada selva con saltos cualitativos, variadas posiciones de autor, distintos
puntos de vista, desiguales tonos discursivos, secuencias contradictorias, diferentes
tiempos narrativos). ¿Inmanejable? Eso parecía, pero teníamos frente a nosotros
la frase de Goethe: “Cualquier cosa que puedas o sueñes hacer, empiézala”, y nos lanzamos a la aventura
entre lícita y blasfema de abordarla; total, no tendría reglas ni autor, de manera
que tampoco habría trasgresión y, por lo tanto, nunca castigo. Si como dijo Foucault:
“La escritura se despliega como un juego que
infaliblemente va siempre más allá de sus reglas”, nosotros ya estábamos jugando,
y la desaparición del nombre propio o de las marcas individuales no era en absoluto
trascendente. Este sacrificio sería, para cada uno de los miembros del grupo, voluntario.
Teníamos el punto de partida y no una sino once voluntades dispuestas a regir, ordenar,
dar forma a los distintos personajes, adecuarlos a las situaciones creadas, y por
supuesto, el regreso al origen (reunión semanal, café, mate o whisky mediante) como
punto de confluencia en donde las contradicciones podían discutirse y resolverse.
El puzzle se fue troquelando, esto nos llevó un año y medio de trabajo; entonces
descubrimos que la pregunta no es quién escribe la obra sino desde dónde se ejerce
esta función. La respuesta: desde las distintas capas discursivas que conforman
el cuerpo textual de la novela. Fue así como cada uno de los once escritores fue
perdiendo su identidad de troquel y adaptándose a la trama que exigía la ficción,
borrándose en beneficio del carácter cada vez más sólido de este rompecabezas. Es
verdad, por momentos pensamos que sería imposible; tuvimos muchas páginas de descarte
y días de desánimo, pero también períodos increíblemente fecundos, de trabajo tan
intenso que sentíamos que literalmente se nos rompería la cabeza. En realidad, la novela es bastante
mala; lo maravilloso y enriquecedor fue la experiencia. Primero elegimos el género:
sería un policial porque lo consideramos más fácil de tramar; después, cada uno
de los autores (menos yo que oficiaría de comodín o DT) eligió un personaje que
escribiría en primera persona. Nos reuniríamos una vez a la semana, el orden de
lectura sería el de llegada y eso condicionaba el argumento, los restantes debían
ajustarse a los cambios y elementos introducidos por el anterior. Era muy gracioso,
porque si te llegaban a matar en alguna de esas semanas, quedabas fuera del proyecto
(ahora en serio: igualmente se leía todo y si la segunda o tercera propuesta era
mejor, se hacían los ajustes necesarios). Así la novela fue avanzando hasta ponerle
el punto final. El problema fue lo que vino después: tardamos mucho en corregirla
y darle su forma definitiva. Por ejemplo, se eligieron a los tres autores que tenían
un tono más neutro y pasaron a fundirse para narrar en tercera persona; había incongruencias:
en página 4 alguien vivía en Libertad y la Costa y en la página 76 iba al bar a
la vuelta de su casa, en Luro y Salta… Y aunque todos los autores se esforzaron
mucho por diferenciar las voces de los personajes, por último, se eligió incorporar
elementos de la “concreta” para ayudar al lector. Tendrías que verlo: hay un falopero
tartamudo que tiene lagunas; desde lo visual sus páginas no tienen puntuación sino
espacios más largos o más cortos o nolostiene
en absoluto. El policía escribe en
Courier New, las cartas están en manuscrita… ¿Me explico? Por último, como coordinadora
del grupo hice ajustes, escribí rellenos, incorporé nexos, barajé capítulos… La
presentación fue en un teatro. Cada uno vestido de su personaje e interpretándolo;
a mí me tocó algo así como un mago fantasma que se metía por aquí y por allá, varita
mágica en mano. Pero te decía lo de la experiencia: todos crecimos. Era necesario
tirar por tierra el ego del escritor y escribir casi desde el anonimato. Lo importante
era la obra. Si bien al final explico quiénes participaron, en ningún lugar dice
Fulano escribió esta parte, Zutano esta otra, o yo aquella de más allá. Eso es humildad.
O una verdadera locura.
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§ Conexão Hispânica §
Curadoria & design: Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
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