Aquí está el sol con su
único ojo, la boca escupefuego que no se hastía
de calcinar la eternidad.
No era la primera vez que escuchaba a Flores hablar de ese mismo poema y con esa misma admiración, por lo que, movido por la curiosidad, después de aquella noche, volví a ese libro de Pacheco para releer ese “sol con su único ojo” y su “boca escupefuego”, para más tarde saltar al libro Distintos modos de cavar un túnel del propio Flores, quizás buscando huellas en su poesía signos que me aclararan ese éxtasis de admiración suyo. Y quería de paso, en esa incomprensible indagación, volver a la poesía de los dos, a sus lenguajes, a sus formas particulares de mirar y narrar ese “único ojo” diario, activada por tanta admiración del poeta cubano hacia el poeta mexicano.
Escuchar los
elogios de Flores por esos versos de Pacheco y tratar de descubrir “elementos” en
uno y otro libro que los acerquen o alejen (porque la distancia también puede ser
una huella), ¿sería dar en el clavo con un rastro dejado tras una lectura y sostenida
en la admiración? ¿Están los versos de un poeta siempre con un “ojo” al “sol” en
esos otros poetas que dicen amarlo? No hay garantías de nada. Solo si se quiere
especular, y a través de esa especulación mostrar una huella.
La poesía está llena de rastros de la tortura que significa el despertar a un nuevo día. Este abrir de los ojos ha sido sinónimo del dolor, del horror, del reinicio de un espanto, de lo cíclico (que Flores utiliza en su poesía hasta el agotamiento), del recomenzar a lo que tal vez ya no se quiera volver a soportar.
***
Juan Carlos
Flores muestra “los elementos” que le hacen construir túneles para escapar del horror.
Y su mejor arma es la luz del día, a la vista de la rabia del sol. Y eso que debe
ser mostrado con todo detalle, exacto, preciso, está en el paisaje, y el paisaje
“es” cuando está el día, necesita de la luz. El que le lee debe caminar en el horror
iluminado, verlo, tocarlo, y usar además el tacto de las manos para poder pasar
por sus “túneles”.
En Distintos modos de cavar un túnel se puede leer solo un poema donde se transita la noche, El diamante de Lourdes:
Ha llovido / luna arriba / calles vacías / árboles
muévense
levemente / por vientos que desde el este soplan
/ un sapo
canta en las charcas
Pero lejos de estar presente en este poema la cercanía de Pacheco se descubre más el ritmo y “ojo” de los haikus, y quien se descubre al final del poema es más bien Kavafis:
Vuelven sensaciones perdidas / tras un olor reconstruye
miembro y miembro / el cuerpo aquel poseído
De cualquier modo, ¿qué significan las distancias y los acercamientos entre dos poetas? ¿No estaré tomando por los pelos las palabras de admiración de Juan Carlos Flores y busco a ciegas la semilla oculta en una simple admiración?
***
José Emilio
Pacheco busca protección en la oscuridad de la noche, se protege del sol, que deja
ver todo, y del cual se queja y oculta. Juan Carlos Flores, por el contrario, y
a pesar de “cavar un túnel”, necesita del sol. En el fondo, puede que los dos caven
un túnel con un diferente paisaje, pero tal vez sea en esa misma intensión de “cavar
un túnel” donde se hermanen. Poco importa el “modo”, cada uno construye un túnel
propio para evitar ese “sol” diario que obliga a recomenzar, a volver a empezar
la repetida historia.
Los túneles
que hacen estos dos poetas son cavados en lugares y paisajes marcadamente diferentes,
pero los dos son eso, túneles, habitáculos hechos para esconderse y alejarse del
horror de los días.
Para entrar en contacto con el paisaje natural las palabras de Pacheco son limpias, claras, las frases perfectas, los versos transparentes. Hay un puente entre el paisaje y el uso de las palabras. Se puede respirar en ese campo, a orillas de aquel mar que se extiende ante nuestra mirada, como en Mar que amanece:
Navegando en el alba
el gran mar solo
incendia lo que toca.
O más adelante:
(El otro mar,
nocturno,
bajo la sal
ha muerto).
Uno se queda
allí a escuchar el oleaje y a oler el salitre, del mismo modo en que permanece en
esas palabras. La melancolía que se siente no hace que escapemos de él. En esa costa
damos una vuelta, miramos, permanecemos a la orilla de ese mar aunque sea doloroso.
Flores hace
uso de otro dolor para que habitemos su paisaje, y es a través de una estructura
de repeticiones que convertimos en dolor lo que vemos, y es en esa repetición que
el paisaje se hace insoportable. Nadie quiere permanecer allí porque esas palabras,
dichas una y otra vez, hacen que ese horizonte se convierta en un grito que no se
detiene.
extranjera ya, ha venido a convertir mi plato en
su
dominio.
¿La aparto de un manotazo y continúo estibando?
O La ladilla
se aloja una en tu cuerpo/ pone huevos/ se multiplica
en
cientos de ejemplares
Uno no se puede
quedar en estas imágenes, que aleja de un manotazo, como lo hace con una mosca incomoda.
Algo se reconoce y se siente cerca, y nos alejamos de estas palabras de la misma
manera que de esos insectos. Miramos de reojo solo un instante, tal vez sonreímos,
pero nos damos vuelta y queremos olvidar esa visión porque no podemos permanecer
allí.
Si para Pacheco
la noche, la vigilia, el sueño, la oscuridad, el paisaje natural de un bosque, un
llano, una pradera, el desierto, el mar o el sol, son bucólicos “elementos de la
noche”, para Flores ese paisaje no existe porque es a la luz del día donde se encuentra
entre escombros y charcos, o mirando vagabundos y locos, deportistas que son vestigios
de lo que fueron, y nos deja ante todo ese deterioro con el golpe seco de un lenguaje
que se repite una y otra vez como martillazos. Y si hallamos una mirada a la naturaleza,
esta se ve siempre afectada por los restos del hombre, que ha dejado ruinas, sus
desperdicios (incluso el propio amor del poeta, como en el poema El tesoro, donde el amor es llevado por un
asqueroso camión de basura luego de ser tirado en él por su amada). Lo que puede
quedar en pie en el paisaje de Pacheco, con cierto romanticismo suave, es “echado
en el cesto de la basura” por Flores, con un romanticismo árido. Si su propio amor
es sepultado en el fondo de un camión de basura, nada más puede quedar en pie.
Es el efecto
que tiene “el sol con su único ojo, la boca escupefuego” sobre las cosas y los hombres,
y que hace que los dos poetas se resguarden de él de formas diferentes, uno en la
noche, el otro en túneles, porque su peso aplasta. Entonces, José Emilio Pacheco
se muestra oculto en la noche, mientras Juan Carlos Flores en el día, pero mirando
desde una rendija. Los dos huyen de eso que desde siempre al hombre espanta, la
agonía de enfrentar cada nuevo día. Solo de esos “modos” construyen sus propios
túneles. Los dos no hacen más que abrir fosas y escapar, abrir huecos para formar
sus espacios, aunque uno necesite la luz del día y el otro la noche.
Las palabras dichas con emoción por Juan Carlos Flores no nos dicen nada en el fondo sobre “la verdad” del acto de la escritura del poeta ante la soledad del papel, nunca nos darán una pista clara que apuntale una teoría definitiva, una explicación precisa, porque no valen nada, quizás, ante las palabras escritas.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 177 | agosto de 2021
Curadoria: Reina María Rodríguez (Cuba, 1952)
Artista convidado: Ángel Ramírez (Cuba, 1954)
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