segunda-feira, 1 de novembro de 2021

ALFREDO SALDAÑA | Roberto Juarroz, para que asome por debajo el deterioro

 


De acontecimiento podría calificarse la publicación de esta edición que recoge la poesía reunida de Roberto Juarroz (1925-1995), el poeta argentino que –sin haber disfrutado nunca del favor de un público lector numeroso– desde muy pronto logró convocar la atención y el interés de un grupo más o menos reducido de lectores que ha encontrado en su escritura un modelo de reflexión y compromiso permanentes con el lenguaje poético. Esta edición, a cargo de Diego Sánchez Aguilar (que ha redactado una exhaustiva e inteligente introducción acompañada de un aparato crítico convenientemente documentado), supone una extraordinaria oportunidad para acercarse a la obra de un poeta que entendió siempre la escritura como un lugar de conflictos y de posibilidades.

El mundo es silencio y en ese silencio caben todas las alternativas precisamente porque ninguna de ellas se ha materializado todavía. Nosotros somos quienes desencadenamos un conflicto al forzarlo a hablar cuando convertimos ese silencio en discurso. Ver el mundo, ser consciente de él, es escuchar la voz o leer el texto con que ciframos su presencia, que sin embargo ya no es tal al ser ausencia de un mundo que ha sido sustituido por una voz o un texto: “el poema es presencia y ausencia a la vez” (Juarroz, 2012). ¿Cómo se relacionan el mundo y el lenguaje? La vida respira en el silencio y su representación aflora en el lenguaje. Con frecuencia, sucede que la palabra, en lugar de aportar sentidos, actúa restando potencialidades y, en esos casos, el lenguaje funciona como una losa que estrangula con todo el peso de su tradición las posibilidades inéditas de la existencia. En otras ocasiones, las palabras se retiran, optan por callarse y el silencio encuentra vías por las que poder ventilarse, es entonces subversivo, no se pliega a las consignas de un sistema establecido, no acata ningún tipo de orden al manifestarse y, en su no decir, reclama por parte de quien lo escucha algún tipo de respuesta porque, como recuerda Juarroz (2012), “el silencio es también una pregunta”, es un acto significativo de resistencia e insurrección: “No hay poesía sin silencio y sin soledad” (Juarroz, 2000); el silencio es –junto a la nada, el abismo, la grieta, el salto y el límite– un elemento simbólico importante en la escritura juarrociana que remite a un espacio que desempeña funciones diversas: indicar el lugar del origen y la creación, señalar la incapacidad del lenguaje para nombrar el mundo, abrir el paso a la otredad etc.

El vacío es lo que deja el tiempo tras haber arrastrado el barro de la vida consigo y, en este caso, se trata del vacío dejado por la ausencia que habría de prolongar de un modo natural nuestra presencia. Por lo tanto habrá que afirmar –en contra de la opinión común– que quien calla no otorga sino dice, significa, contradicción tan solo aparente que han hecho suya algunos poetas centrales de nuestro tiempo al convertir el silencio en una poderosa herramienta de crítica y cuestionamiento. El silencio, que acoge a la nada, es entonces la materia interiorizada de la escritura, indica los límites de su extensión y abre el camino a una posibilidad que incorpora el riesgo de su propia imposibilidad. Emerge así una poética sustentada sobre la idea de que el centro carece de lugar, no tiene fijación ni posición en la que situarse y, por eso mismo, simboliza no tanto un punto de cierre o anclaje como el inicio de una apertura hacia lo que hay al otro lado, más allá: “El centro es una ausencia, / de punto, de infinito y aun de ausencia / y solo se acierta con ausencia” (Juarroz, 2012).

Así pues, esta idea abisal está presente, y de qué manera, en la poesía vertical de Roberto Juarroz, ya desde el propio sintagma que utilizó de manera reiterada en el título de sus sucesivas entregas poéticas, en las que el abismo, en lo que tiene de espacio sin fondo, lugar sin frontera, denota tanto el intento de ir más allá de cualquier límite como la verticalidad, la profundidad de un movimiento que habría de llevarle a descender a los intersticios del ser. Espacio sin fondo y, en el caso de que lo tenga, se trata de un fondo que no cierra ni clausura nada sino que indica la apertura de lo que no tiene nombre, de lo que es sin ser (todavía): “Sí, hay un fondo. Pero es el lugar donde empieza el otro lado” (Juarroz, 2012). Y esa inquietante presencia del vacío, que algunos perciben como una carencia, la amenaza, en cualquier caso, de que algo ronda por ahí desafiando nuestros límites, y que otros interpretan como la antesala de una realidad distinta que hemos de colmar con inéditas imágenes, es un motivo recurrente en la poesía de R. Juarroz, donde el abismo da paso a un mundo que se presenta como un relato originado en la ausencia y sostenido sobre la nada:

 

El mundo es el segundo término

de una metáfora incompleta,

una comparación

cuyo primer elemento se ha perdido.

¿Dónde está lo que era como el mundo?

¿Se fugó de la frase

o lo borramos?

 

¿O acaso la metáfora

estuvo siempre trunca? (Juarroz, 2012).

 

En general, la poesía en español de una y otra orillas del Atlántico ha ignorado, cuando no despreciado, algunas de las conquistas de la Modernidad, entre ellas esa que reconoce en la poesía un buen lugar para impulsar la reflexión y el pensamiento crítico; con frecuencia, por estas latitudes se ha pensado que la teoría no debía entremezclarse con cuestiones de poética, idea que ha generado una poesía deficitaria desde el punto de vista crítico, y esa ha sido siempre una carencia sobre la que en un sentido más general llamó la atención Juarroz (2000): “también el pensamiento cabe en la poesía”, un escritor que desarrolló su trabajo poético con una coherencia radical, evitando lo anecdótico de cualquier referencia histórica, política, temporal o geográfica que pudiera restar a su escritura un ápice de densidad filosófica. Así pues, y dada esa corriente de pensamiento hoy dominante que tiende a colocar bajo sospecha toda contaminación filosófica de la poesía, habrá que huir de la teoría –ese bicho raro y peligroso– como de la peste no sea que nos haga pensar y se tambaleen nuestros postulados ideológicos y estéticos.


En estas circunstancias –y dado que la teoría implica la lucha contra el adocenamiento y la uniformidad–, es conveniente aceptar que la identidad puede ser un requisito para el reconocimiento de las diferencias culturales pero nunca una excusa para legitimar prácticas basadas en la desigualdad, más aún si consideramos que toda identidad es mestiza y a veces ambivalente como muy bien muestra en un simple juego gramatical el pronombre personal nosotros, resultado de la confluencia de lo propio y lo ajeno. Así, una vez abierta la grieta de la disparidad cultural, puede avanzarse hacia lo que se encuentra “más allá del simulacro” (Juarroz, 2000), hacia el reconocimiento de una metáfora comprehensiva de la otredad que revele tanto los efectos de la diferencia como las condiciones que pueden hacer posible el reconocimiento del otro y, finalmente, el entendimiento mutuo. Desactivar, desaprender, desnombrar, actividades de una didáctica que encontramos en un poema de Roberto Juarroz (2012): “Desbautizar el mundo, / sacrificar el nombre de las cosas / para ganar su presencia”.

Salir de uno mismo, dar una vuelta por el ancho y diverso escenario del mundo, dejar de pensar que nuestra anécdota tiene una validez o una autoridad general, reconocer en igualdad de condiciones al nuestro la capacidad de otros lenguajes para nombrar la realidad, situarse en el lugar del otro etc., con la certeza de que “el revés es la zona / donde se encuentra todo lo perdido” (Juarroz, 2012), son acciones imprescindibles en el objetivo de alcanzar un mundo más saludable, acciones que trabajan para dar una mayor presencia a la otredad, entendida como ese inmenso campo abonado de silencio que se encuentra al otro lado de nuestros límites. Y ese objetivo únicamente puede alcanzarse a partir de un pensamiento crítico, asistemático y roto que encuentre su fortaleza en su fragilidad y su elasticidad y que cuestione las estrategias retóricas, analíticas y conceptuales con que habitualmente interpretamos las cosas del mundo, una actividad que opere a partir de la premisa: “El pensar debe ser siempre otra cosa” (Juarroz, 2012). Ahí se encuentran el pensamiento y la otredad.

Roberto Juarroz se encuentra entre esos autores que han hecho del lenguaje literario una herramienta de reflexión, crítica y transformación del mundo, practicantes de una literatura que no ha dejado de situarse sobre la tensión, la subversión e incluso la contradicción permanentes y que han entendido la palabra como una oportunidad con la que desvelar aquello que permanece en el silencio y en el vacío y no tanto como un instrumento con el que representar el mundo: “Sacar la palabra del lugar de la palabra / y ponerla en el sitio de aquello que no habla” (Juarroz, 2012). A la luz de aquellos formalistas rusos que hicieron de la sorpresa y el extrañamiento las cualidades principales a que debía aspirar el lenguaje literario, Juarroz (2000) se expresaría posteriormente en términos parecidos al afirmar que la poesía es “la palabra en libertad y la palabra de la libertad”. Poesía: lugar vacío, libre, donde es posible, no seguro, escuchar la palabra callada y encontrarse con la nada creadora, donde penetra quien ha logrado desidentificarse, vaciarse de cualquier tipo de identidad, liberarse de todos esos prejuicios tan presentes en el imaginario occidental basado en la consigna “tanto tienes, tanto vales”. Utilizo la expresión “palabra callada” no como un mero oxímoron sino en un sentido parecido al que encuentro en Juarroz cuando emplea el sintagma “escritura cegada”; en el fondo, se trataría de revelar la existencia de un lenguaje no por más soterrado menos real, un lenguaje que, lejos de someterse a una vida parásita, conserva todo su potencial indomable y creador:

 

La escritura cubre así otra escritura

y no deja de mirar hacia otro lado,

[…]

Hay que cavar detrás de la escritura,

hasta encontrar la otra, la cegada (Juarroz, 2012).

 

Palabras que pudieran servir también para calibrar la escritura de un poeta que desarrolló desde el primer momento su proyecto con una coherencia aplastante, basado en la cooperación de poesía y filosofía, emoción y reflexión, imagen y concepto y que se mostró siempre partidario de una poesía tocada de una cierta disponibilidad, entendida como “la apertura o entrega a cualquier cosa que pueda darse en la realidad” (Juarroz, 2012). Y en este sentido cabría decir que Juarroz concibió su escritura como una obra en construcción, encontrándose casi siempre más próximo de una poética del fragmento en la que el balbuceo, la demolición y la nada son elementos medulares, incluso germinadores, de su propia poesía que de una poética sistemática o de la totalidad, planteamientos que parece compartir con escritores como Celan, Jabès o Valente:

 


Desgarrar el papel al escribir

para que desde el comienzo

asome por debajo el deterioro,

el desgaste, el hundimiento

al que se debe someter toda escritura (Juarroz, 2012).

 

La poesía juarrociana es presencia y ausencia, palabra y silencio, materialización y promesa de diferentes realidades que el texto muestra u oculta entre sus líneas, sentidos satisfechos y posibilidad nunca saciada de sentido que remiten a una misma idea del texto poético como distancia jamás del todo recorrida. Así, términos como “imposibilidad”, “desierto”, “hueco”, “vacío”, “nada”, “sombra”, “agujero”, “abismo” y “silencio” remiten a una distancia o una carencia, un mismo fondo de ausencia que el canto poético quiere restituir, resultan centrales a la hora de referirnos a una escritura enfrentada constantemente al riesgo de la desaparición, articulada como un desafío del lenguaje a la posibilidad de su propia extinción, una poética con la que Juarroz (2012) demanda la necesidad de “cultivar el vacío” y señala que la poesía “es una visionaria y arriesgada tentativa de acceder a un espacio que ha desvelado y angustiado siempre al hombre: el espacio de lo imposible, que a veces parece también el espacio de lo indecible” (Juarroz, 2000), un lugar, en todo caso, muy cercano a ese espacio de lo sagrado que explorara María Zambrano; aproximarse a ese lugar exige tensar el pensamiento hasta el máximo posible sin que ello suponga desmantelar la razón para lograr mayores espacios de irracionalidad. El poeta y ensayista argentino no eludió nunca ese compromiso consistente en la búsqueda de un lugar en el que vaciarse en un lenguaje llamado a desvelar la (in)consistencia de lo real; al margen de todo tipo de modas y consignas, Juarroz entendió la poesía como una oportunidad para adentrarse en un espacio vacío en el que plantear interrogantes de tipo metafísico y ontológico, donde, como señala Sánchez Aguilar (apud Juarroz, 2012), “la nada se convierte en un símbolo que comparte ciertas características de lo divino: la nada original, la nada fundante, la ausencia previa a toda presencia”, un espacio caracterizado por la apertura hacia lo simbólico e imaginario en el que el pensamiento se libera, sin adentrarse por ello en lo irracional, de la sistematicidad y la lógica de lo racional, en un proceso que culmina en un encuentro con la otredad en el que el yo deberá construirse a partir del vacío; y es precisamente en un texto perteneciente a la sección titulada “Poemas de otredad” (Juarroz, 2012) donde encontramos uno de los numerosos ejemplos que hacen del interrogar una estrategia con la que, más que buscar respuestas, se persigue poner en tela de juicio la realidad, someterla a un estado de tensión permanente, vaciándola de paso de todo tipo de tópicos y prejuicios enquistados en el imaginario colectivo con el objetivo de crear un espacio vacío a partir del cual quizás sea posible reinventar la vida.

Se habla aquí de establecer una poética radicalmente crítica y transformadora, entendida sobre la base de que el mundo será otro si son otros los usos que se atribuyen a las palabras, una poética dispuesta a aproximarse a la raíz del sentido con el objetivo de remover hábitos, significados, conciencias. Una poética sostenida sobre un lenguaje entrecortado y fragmentado, entendido como liberación de una servidumbre discursiva, lógica y racional y promesa de un porvenir aún no dictado, sentenciado y clausurado, vivo y no muerto por lo tanto, un lenguaje, como demandara Celan, hecho a veces de balbuceos e interrupciones:

 

Romper también las palabras,

[…]

Y hablar entonces con fragmentos,

hablar con pedazos de palabras,

ya que de poco o nada ha servido

hablar con las palabras enteras.

 

Reconquistar el olvidado balbuceo

que hacía juego en el origen con las cosas

y dejar que los pedazos se peguen después solos,

como se sueldan los huesos y las ruinas (Juarroz, 2012).

 


Ruptura no solo sintáctica sino también léxica esta que aquí se propone y que culmina en una poética de la descomposición y el desmontaje que hace del fragmento su principal seña de identidad. Frente a un orden discursivo lineal y sistemático incapaz de dar cuenta de la historia o la verdad, la posibilidad de un escenario quebrado en el que los restos y residuos de las palabras recuperen todo su potencial dormido.

Un tema reiterado en la poesía contemporánea es ese que cuestiona la capacidad del lenguaje en su labor de sometimiento y control de la realidad, ese que designa la precariedad de todo saber fundado sobre la palabra. Juarroz es un buen exponente de esa escritura metapoética y dotada de una considerable densidad filosófica en el sentido de que en ella encontramos una permanente reflexión sobre el lenguaje y su disponibilidad para crear la realidad; metapoesía entendida no como una actividad solipsista, autorreferencial y ensimismada sino como un trabajo inagotable en el que el pensamiento no cesa de explorar el ser de la realidad, de tal modo que, como afirma D. Sánchez Aguilar (apud Juarroz, 2012), “profundizar en lo metapoético significa para Juarroz profundizar en lo ontológico. Porque el espacio vacío que la imagen poética ha abierto en el espacio literario se convierte en espacio del ser”. Se avanza así hacia una poesía en la que la palabra –desprovista de mundo, vaciada de apariencia de realidad– se presenta como una herramienta volcada hacia el desvelamiento de lo real, y en ese proceso “la poesía es el mayor realismo posible” (Juarroz, 2000). Quizás por ese lenguaje pueda explicarse parte de la complejidad que alcanza al estatuto teórico de la literatura contemporánea, cuyo destino parece ajustarse radicalmente ya al del pensamiento. Palabra poética: creación de realidad. Se escribe entonces a partir de una conmoción, a partir del deseo de superación de una determinada realidad o intuyendo que “la poesía crea más realidad, agrega realidad a la realidad, es realidad” (Juarroz, 2000), sobredosis de realidad.

La escritura juarrociana es una permanente puesta en tela de juicio de la trivial y limitada acepción de realismo, un realismo garante de un orden social y económico al servicio del poder establecido al tiempo que vinculado casi siempre a lo experimental, figurativo y sentimental de la realidad; al mismo tiempo, dicha escritura representa un aviso a navegantes sobre la necesidad de encontrar fórmulas alternativas que nos permitan construir una nueva relación con la realidad que sea capaz de detectar esas zonas invisibles a simple vista, con la certeza, como defiende el poeta argentino, de que “lo invisible no es la negación de lo visible,/sino tan solo su inversión y su meta” (Juarroz, 2012). Se trataría, pues, de reivindicar un trato con la realidad más amplio que el que ofrece el realismo en su sentido más conocido y que funciona como un reflejo fiel, exacto, normativo y naturalista de una realidad que existe con anterioridad a nuestra intervención y se muestra únicamente dispuesta a ser imitada; reconocer la existencia de una realidad distinta capaz de dar cabida a sus diferentes rostros y de acoger la palabra incomprensible –por extraña o no escuchada– y acallada de los vencidos, la palabra sin sonido de los olvidados, la palabra sin palabra de los desposeídos de la tierra, síntomas todos ellos que habrán de interpretarse como disonancia (est)ética frente a un mundo política y económicamente injusto e inmoral; emerge así, como quería Juarroz (2000), la poesía entendida como “la vida no fosilizada o desfosilizada del lenguaje”, una poesía edificada sobre la inestabilidad, dispuesta a cruzar fronteras y a escuchar los latidos de la inseguridad, situándose así en otra dimensión, en “un más allá del yo” (Juarroz, 2012). Por ahí se puede apreciar la labor crítica que cierta poesía desarrolla, una labor de guerrilla que se adentra en territorio hostil, incorpora planteamientos éticos y estéticos no sometidos y tiene que ver con un uso del lenguaje entendido como una actividad de exploración incesante, abierta a las posibilidades de todos los mundos que quedan por descubrir, a lo que no está hecho sino haciéndose, a lo que no se sabe pero es objeto de pregunta o cuya esencia radica en el mismo hecho de preguntar, como sucede en la escritura de R. Juarroz, que hizo de la interrogación una permanente estrategia crítica y creadora con la que tensar, suspender o cuestionar la realidad antes que representarla. Bajo la aparente calma y uniformidad de la voz más sobredimensionada se escuchan otras voces que descubren las grietas y la polifonía –las desigualdades, en el fondo– de toda sociedad y son esas grietas, como decía Juarroz (2012), las que debe cultivar el poeta como espacios vacíos donde “juntar lo que no existe”.

Habitar ese territorio en el que las palabras son insuficientes o no dan testimonio de lo que pasa o resbalan y caen por su propio peso, ese lugar en el que el pensar no se detiene y el hablar se hace más y más dificultoso, ese es el desafío que algunos escritores han asumido en su trabajo. Se nombra así, a veces con un pobre balbuceo, lo que ya ha sido, lo que se resiste a ser radiografiado con la mirada de la lógica y el sentido común. Y en ese escenario nos situamos cuando leemos determinados textos literarios que hacen de la imposibilidad, la indecibilidad y la contradicción sus bases más sólidas. En esos casos, la literatura “desemboca en lo impensable” (Lévinas, 2000: 39), invoca, como propusiera Blanchot (1978), el signo de la piedra, el desierto y el silencio o, dicho con otras palabras, solo puede ser medida a partir de un pensamiento propio, articulado sobre los caminos de la irrealidad y la errancia, convencido de que el error comparte escenario con la verdad, un pensamiento poético no sometido llamado a liberar la historia del peso de su historia, orientado a impulsar la posibilidad de un mundo inédito, y para llevar a cabo ese proceso es preciso desprendernos de todo lastre, desterrar del mundo todas las palabras que a lo largo de la historia lo han cercado, “retroceder de todos los lenguajes” (Juarroz, 2012) con la intención de iniciar un camino inédito.

 

Referencias bibliográficas

Blanchot, Maurice (1978): L’espace littéraire. París, Gallimard.

Juarroz, Roberto (2000): Poesía y Realidad. Valencia, Pre-Textos.

___. (2012): Poesía vertical. Ed. de D. Sánchez Aguilar. Madrid, Cátedra.

Lévinas, Emmanuel (2000): Sobre Maurice Blanchot. Ed. de J. M. Cuesta Abad. Madrid, Trotta.


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Número 185 | novembro de 2021

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