quarta-feira, 22 de dezembro de 2021

ROBERTO ECHAVARREN | Devenir intenso: Marosa di Giorgio

 


Delmira Agustini, Concepción Silva Belinzon, Amanda Berenguer, Idea Vilariño: he aquí algunas de las mujeres poetas del Uruguay. Junto con otras, forman un contingente numeroso si se lo compara con el de los hombres poetas durante el mismo período, es decir, una buena parte del siglo XX. No es que estas mujeres tengan algo en común, ni que reconozcan ellas mismas filiaciones comunes. La legislación liberal (ley de divorcio de 1906)y el hecho de que la mayor parte de la población (más del ochenta por ciento) viva en ciudades son factores que deben haber contribuido a esa eclosión de la escritura femenina.

Marosa di Giorgio empezó a publicar en los años cincuenta. En 1979 la editorial Arca, de Montevideo, reunió sus libros anteriores bajo el título Los papeles salvajes. Después aparecieron otros volúmenes, hasta que una edición en dos tomos, incorporando esos materiales, fue publicada con el mismo título por la editorial Adriana Hidalgo de Buenos Aires, en 1999. Poemas en prosa, viñetas, narraciones breves: el conjunto de la obra de Di Giorgio pertenece a un género dudoso. Narraciones más largas o “cuentos” siguieron, con dos títulos: Misales y Camino de las pedrerías. Y también una “novela”: Reina Amelia. Su último libro es Rosa mística.

Es notoria en Di Giorgio la cohesión, la continuidad del tono, de los procedimientos y el material anecdótico.

Algunos reseñistas se han rebelado contra la consistencia de esta obra. Han acusado a Di Giorgio de repetirse. Pero explorar un territorio, el registro de variantes de una manera, puede ser aquí el síntoma perentorio de un poder.

Su obra tiene muy poco que ver con los programas o proyectos poéticos que se consideraban válidos en el Uruguay de los sesenta, cuando prevalecía una poesía coloquial y “comprometida” cuyas huellas todavía arrastramos y que ofrece tanto entonces como hoy las marcas patéticas de su insuficiencia: un llamado de urgencia cívica, afincada en límites convencionales y “correctos”, no tenía en cuenta el gran cambio que se hacía patente por entonces a partir de Estados Unidos y de Inglaterra: una nueva política de minorías, de exploración de sustancias, y de un eros no identitario, que se filtraba en gran parte a través de la música y de los estilos visuales asociados con la música. Frente a la poesía coloquial y simplista que tuvo su auge por entonces, en Di Giorgio aflora una conciencia muy aguda del artificio, de la extravagancia, la burla y los disfraces. Lo familiar, en su obra, aparece como no familiar, anómalo y monstruoso.

Si el momento fuerte de la poesía oriental escrita en castellano fue el modernismo, con Delmira Agustini y Julio Herrera y Reissig, la poesía oriental escrita en francés ya había tenido su momento culminante en la segunda mitad del siglo XIX. Isidore Ducasse (Lautréamont) y Jules Laforgue, gracias al hecho de escribir en francés y de pasar una parte de sus cortas vidas en Europa proyectaron sus trayectorias no sólo sobre el modernismo hispanoamericano que intentó digerirlos, sino sobre el simbolismo y surrealismo franceses y, en el caso de Laforgue, sobre el modernismo angloamericano de Ezra Pound y T. S. Eliot. No me propongo trazar un árbol genealógico de Marosa di Giorgio sino alumbrar las relaciones laterales, las afinidades electivas con quienes podemos considerar sus “precursores”.

De Lautréamont, Di Giorgio hereda los rasgos animales o inhumanos, a ratos feroces, el tête a tête con lo “divino”, las transformaciones vertiginosas del yo lírico y de cualquier otra presencia o interlocutor, y la insensatez de un deseo sin cortapisas, intenso o violento, hereje y blasfemo, que tiene su campo de realización en el hecho mismo de la escritura, no en la “realidad” de un referente objetivo. De Jules Laforgue, Di Giorgio hereda la pantalla complementaria de la luna, la superficie intocable sobre la que se reflejan los objetos platónicos de su virginidad, un apetito de insatisfacción, imágenes contempladas por un prisionero en una caverna, bajo la luz de una linterna mágica: eso era y no era.


Los textos de Di Giorgio son híbridos: están invariablemente construidos como pequeños poemas en prosa que, al encadenarse en una serie aleatoria, sugieren una novela poética. Pero es una novela fabulosa que derrota las expectativas antropomórficas. Lo que se anticipa, lo que ocurre, no es previsible según una perspectiva humanista o humanizadora. No suceden cosas entre los hombres (o entre los hombres y las mujeres), sino entre el yo lírico y animales, plantas, o seres indefinidos o inventados, en un tono vehemente y categórico que da a la ficción un cariz alucinante. No se manifiestan sentimientos subjetivos, sino afectos impersonales, fuera de las conveniencias, de lo verosímil de una identidad o de un estatus, fuera en rigor de las modalidades intersubjetivas previsibles.

En esta mímesis inhumana leemos que ciertas luces “brillaban con furia, con desesperación.” La furia subraya la intensidad de la experiencia, cercana a un tope irresistible, y la desesperación sugiere una gratuidad insignificante. A pesar de ser intensos (furia) esos brillos no alcanzan a decir nada: lo único que pueden hacer es brillar en la inminencia de una revelación que no ocurre. El brillo implica una profecía que no llega como significado, no llega a tener significado. Espera constante: ocurren hechos que no terminan de entregar su secreto y el testigo, o quien experimenta -un pronombre personal que transita un borde roto de experiencias anómalas- por lo común no puede hacer nada con respecto a las experiencias o fenómenos, ni huir de ellos ni detenerlos o modificarlos. Aunque hay intentos retóricos de un yo, intentos de huir y de no poder hacerlo, como en los sueños, como en los dilemas y la angustia de las pesadillas que articulan nuestro deseo más real, que nos hacen reales, más reales que en la vigilia. A veces hay pequeñas modificaciones acotadas: “Con todo, me alejé un poco.” Pero “quedé prendida a no sé qué y a nada.” El no sé qué, la serie de brillos, se prenden y se apagan, intermitentes, entregan un parpadeo fuera del ser y la sustancia, una mirada flotante que convoca e inmoviliza.

Si -en los escritos de Di Giorgio- se juega con aliteraciones, con homofonías significantes, a partir del parecido sonoro surgen unas de otras las palabras, como alternativas homofónicas, para quebrantar y desconcertar la dirección predeterminada de sentido. Los tropezones revocan la ilusión de que el referente sea inequívoco; el narrador, el visionario, vacila al reconocer los elementos de la visión, las imágenes son incompletas o fluidas, se modifican al elegir las palabras que las describen; esas figuraciones indecisas se desprenden de la letra misma. Más que describir, se nota que el narrador va escogiendo (o perplejo no puede escoger) entre parentescos sonoros; así peligra la continuidad metonímica de las escenas. Las homofonías, como el chiste según Freud, liberan de repente cierta energía, intiman un disfrute eufórico. Del discurso embotado se pasa de repente, a través de sustituciones pérfidas, no a un significado, sino a un aura de esclarecimiento y goce. Filtra los rayos que exaltan una voluptuosidad redescubierta. “Comedores, corredores”, “huesos, huevos”, introducen la duplicidad, traicionan una experiencia vacilante, proyectan el fragmento como una cascada fuera de foco: “Andábamos por los oscuros comedores, corredores, y algún fugaz visitante sexual era atendido, o evitado, y clavelinas, tenebrarios, tenebrarios, clavelinas, y más cosas.” Las homofonías revelan que no hay sustancias, sino efectos superficiales del significante. El brillo apela, pero no conoce de seguro el nombre de lo que llama, como una mirada desafía al testigo para que la defina. El brillo, la mirada, deslumbran, dan cuerpo a la experiencia, aunque no la expliquen. Las homofonías marcan el máximo esfuerzo de atención hacia un enigma momentáneo, la atmósfera de un encuentro.

¿Cómo se distribuye aquí el espacio? Lo que está dentro está fuera y viceversa. Los milagros ocurren dentro y fuera de las casas. No hay un ordenamiento categorial definitivo del espacio. Más que identidades, personajes y lugares, se experimentan climas, pasajes, ingredientes de una tormenta, una hora del día, velocidades y pausas. Al no subjetivarse, los afectos no oponen un dentro y un fuera, un interior orgánico y sentimental, y un exterior objetivo. Intervienen quirúrgicamente a la narradora para extraerle las mismas cosas que, desde fuera, la acechan (cuerpo o mirada). Un ángel, después de una vertiginosa serie de transformaciones, regresa al “alma” de la narradora, de donde había salido, y muere. Viene de la nada, de un interior invisible, y vuelve a la nada. No hay sustancia, ni un testigo con otra identidad que las vicisitudes circunstantes. Y no es posible huir porque el perseguido y el perseguidor están contagiados uno del otro, son inseparables.

El yo intenta a veces, pero inútilmente, separarse de una dudosa amenaza o una violencia. Ese yo sin embargo también es violento a veces, por ejemplo, cuando come un sargo que está vivo y que lo mira, pero casi nunca es responsable de las violencias. La agresión erótica no se atribuye directamente al yo, ni siquiera a un hombre (o a una mujer), sino más bien a otro animal. La violencia es erótica, el erotismo violento, pero no se describe un coito entre hombres, sino entre doncellas y tigres, entre un diablo o un lobo y alguien más, que es a veces el yo femenino, victimizado de una extraña narradora.

Cuando el yo ataca es casi siempre en tanto que otro: cuando acecha y devora a un “niño de muy breve edad”, se pone el “disfraz de lobo, el disfraz de león, los lentes de mariposa.” Un yo disfrazado de león disfrazado, o de incógnito bajo los lentes oscuros de la mariposa, bajo una máscara seductora. Pero a veces el perseguido persigue al perseguidor. Es como si la violencia fuese intercambiable, reversible, e imparable. El cuerpo violado y expuesto en el cielo del poema es una vergüenza difamada, una vergüenza hecha visible por sorpresa, desde lo oscuro. Al devenir animal o planta, el relator se libera de la culpa paralizante que infligen las instituciones, la familia en primer lugar. A través de los ojos inhumanos de otro animal, contempla una vergüenza inocente.

La tercera persona –según Maurice Blanchot– es el neutro, la no-persona, la persona despersonalizada, el borde anómalo de un recorrido. [1] Atacar y ser atacado son los vértices de un goce vivido como tortura o crimen, cuando “otro” vive jugando con la muerte de alguien. La voluptuosidad de una violencia, la sospecha de un prodigio, crecen, se despliegan cuando la culpa no reprime a un yo responsable. No siempre se indica quién mata, quién muere, ni siquiera si alguien muere. Un asesino anónimo mata las vacas, y es una violencia repetitiva, que vuelve cada día. La violencia, viva y aniquiladora, es una exaltación anónima, recurrente. Esta experiencia impersonal postula la resurrección, también impersonal, cuyo corolario es: “No sé si moriré.”

Aunque el yo lírico resulta generalmente impotente para alterar la circunstancia, está lejos de contemplar impasible los fenómenos que lo acosan. Se sorprende, se asusta, tiene reacciones parangonables con las descritas por Freud cuando busca caracterizar la experiencia de lo no-familiar, de lo extraño descubierto en lo familiar, algo que según nuestra concepción adulta del orden del mundo o de las leyes del cosmos no podría ocurrir y sin embargo ocurre. Lo difunto-vivo no es ficticio, sino que, no siendo cierto (“y levemente no era cierto,” escribe Di Giorgio) se contagia de certidumbre. Aunque los resultados no son “ciertos”, los devenires son reales. Los contagios son devenires e intensidades reales de un cuerpo. Hay vida en la muerte: los dos estados se comunican, los procesos de aniquilamiento resultan escandidos por sorprendentes resurrecciones. Y entre el terror y el placer, el goce es indiscernible de la angustia.


Una de las aventuras eufóricas en Di Giorgio es la del vuelo. Es una posibilidad olvidada que resurge. Es una convicción infantil descartada por el adulto. El devenir niño y la experiencia de lo siniestro se implican, lo que antaño resultó familiar es vivido por el adulto como no familiar: “Olvidé el primer vuelo. Lo recordaba apenas, y volvía a olvidarlo.” Ni la familia ni la escuela logran destruir esta función, un modo de percibir con sus bandas de luz vibrante.

Pero en Di Giorgio la experiencia fantástica suele aparecer como una condena más que un beneficio, un acontecer irremediable que atenta contra cualquier equilibrio y tranquilidad: “Yo quedé harta de esa repetición, reverberación.” Es siempre una tentación insensata, implica una inquietud, un peligro. Dentro de esta poética del desastre y la acentuación de figuras de ambición excesiva y autodestructora, tampoco hay una distinción valorativa entre fuerzas del bien y del mal, entre dios y el demonio. Queda claro en cambio que las gratificaciones no son literales. El menú de los relatos de Marosa consiste en manjares apenas comestibles, escasamente alimenticios, incapaces de calmar el apetito. El objeto del deseo Men contraposición al apetito liso y llano, al hambre aplacada por la saciedad después de haber comidoM es fugaz, inasible, insatisfactorio, una gozosa tortura.

En este aura paradójica el colmo es que la luz del sol y la luz de la luna parezcan una, la misma. Un libro de poemas de Jules Laforgue lleva el título Imitation de Notre Dame la Lune: allí se postula la victoria de la luna sobre el sol. Sobre la pantalla de proyección inasible de la luna aparecen cosas que no gratifican, porque resultan tan intocables como ella. En contra de la luz del sol, plenamente física, que nutre las funciones orgánicas, la luz de la luna adquiere una contundencia equivalente (“Por un segundo la luz lunar y la del sol parecen una”) pero de índole opuesta: alimenta un deseo de insatisfacción.

Los brillos se captan como miradas: “La lamparilla roja andando, toda mi larga infancia, miró a todos, y a mí más que a ninguno, como si quisiera enseñarme un secreto muy antiguo y una cosa abominable.” El yo descubre que lo están mirando, pero esta mirada que recae sobre él es ciega, de “ojos sesgados y blancos, sin iris ni pupilas.” El yo es captado por una mirada que no mira. En esa inquietante reverberación entre lo animado y lo inanimado, el punto de emanación del sujeto, otro en la mirada que no mira, da lugar a un trastrocamiento de los pronombres; una experiencia equivale a otra, pero es contada desde un punto de vista inverso: soy la Virgen; veo la virgen; soy la mariposa, veo la mariposa: avatares de un cuerpo en escritura.

Los personajes “cristianos” como la Virgen o las vírgenes, no son en verdad referentes mitológicos inequívocos, sino más bien soportes precarios de aconteceres y ubicuas fosforescencias. Y la “madre” quizá el único referente que puede pretender una función de personaje es ambigua, contradictoria. Por una parte, se presenta como censora, exige decoro, silencio, comportamientos dignos o serenos; por otro sugiere que la censura es una broma perversa, un maléfico chasco, una estratagema: se hace cómplice de las transgresiones o fechorías. La madre ve aunque en ocasiones simula no ver prodigios vegetales o animales y es un prodigio ella misma, fragmentada por ejemplo en mil ojos: “ella parece reírse sola y reaparece otra vez por todas partes.”

Los protagonistas no son personajes, sino más bien acontecimientos (un viento, una helada) que toman la figura transitoria de caracteres. Se combinan y se diferencian bajo el efecto conminatorio de un “recuerdo” que resulta una invención: las composiciones de Di Giorgio suelen arrancar de una pretendida evocación del pasado para convertirse en una anticipación del futuro: la inminencia de una revelación o un desenlace que no llega. Algo habla, nadie habla. Esporádicas, intermitentes ráfagas o harapos de voces se atribuyen a los soportes menos verosímiles, constante prosopopeya que revela “un murmullo increíble en cada cosa.” No apunta a un más de significación, sino que se tambalea y bordea siempre un menos, un borramiento. El simbolismo corroe, como en el intento fracasado de Baudelaire (soneto de las “Correspondencias”) un plan de clasificación que sucumbe en una mezcla de perfumes.

La chacra, el jardín, el huerto, están poblados por frutos reales e irreales, animales reales e irreales, personajes reales y ficticios, familiares, extravagantes, mitológicos (la Virgen, el diablo, la hija del diablo, Dios, las hadas), singularizaciones de una experiencia interior-exterior, en contrapunto. El sujeto son las cosas que asaltan como mirada. Esta reificación vivificante (devenir animal o cosa) es un antídoto contra la identidad forjada por las expectativas de la familia y el trabajo. Los roles resultan una comedia de costumbres agujereada por asombrosas anomalías. Un imperativo absoluto pero vacío se concreta, espontáneo, en cada caso, a través de dictados que articulan miradas nómades de insoportable intensidad. Universo de pronombres y jerarquías intercambiables, juego de amenaza onírico y chamánico en contraste con un contexto positivista y estéril de consignas y compromisos, cuando no de mero realismo inane, la obra de Di Giorgio no solicita el consenso de ningún mandarinato.

El yo, en Di Giorgio, es la esquirla de una catástrofe. El yo es apenas un enganche sorprendido por las miradas, una paja que flota y ni siquiera tiene un deseo que pueda llamar propio. El deseo implica aquí el conjunto del universo o mónada, aunque en cada caso, en cada línea, está sustituido por un significante particular. Los girasoles son las caras del deseo. Entre el sol y los girasoles media el cosmos, que también desea. El yo no tiene cara: es mirado por miríadas enceguecedoras, pero no uniformes, no indiferentes. Las millonésimas vegetales y animales no emanan de un acto de voluntad del yo. Pero atenderlas es un imperativo de abandono, un acto deliberado de abandonarse a la experiencia de una boda hermafrodita.

El coito, cuando ocurre, suele ser auto goce y autofecundación, “casada consigo misma”. Las actividades complementarias del hermafrodita transitan los pronombres: “ellas” por ejemplo. Y es así que alcanzan la culminación del gozar: “en el amor, a solas, retorcerse hasta morir.” Las fecundaciones suelen no tener que ver con los órganos de la reproducción: más bien ocurren por contagio, contaminaciones aéreas como la fecundación de las plantas a través de insectos que liban y depositan sustancias en los cálices, coincidencias mágicas, magnetismo, simpatía, efluvios e influjos a través de los que “se reproducen sin tocarse.” El caracol es el “señor y la señorita”, “Hermes y Afrodita”, una instancia dinámica del influjo y del complemento subjetivo-objetivo. El autogoce, filtrado por el rejuego de los procesos, es una experiencia furiosa, desesperada, pero también omnipotente.


En una entrevista, Di Giorgio declara: “Tengo siempre, como cosa permanente, una inquietud que me lleva a registrar todo lo que pasa. Siempre ansiosa no me sale otra palabra siempre esperando que eso transcurra. Siento que estoy constantemente más acelerada que los aconteceres. Hay dentro de mí un tic tac permanente, un alerta constante.” [2]

Un exceso de atención, una extraordinaria intensidad de atención: el tiempo, bajo este examen, se abre a otro tiempo más detallado, a la crónica de lo que antes quedaba sincopado, prisionero en los pliegues, implícito en la secuencia de un tiempo “normal.” Di Giorgio usa sus sentidos como los instrumentos de un virtuoso. No se trata de un instrumento, sino de muchos. Se trata de nombrar lo que ocurre en el instante, las destilaciones de energía que transfiguran todo. Como diástole y sístole, podemos notar un doble movimiento aquí, no de un yo, que es un enganche convencional de los procesos, un soporte precario para la expresión, sino de un cuerpo que escribe y sobre cuya piel se escribe; un doble movimiento de sustracción y de reinserción: sustraída de lo familiar e insertada en lo mismo, pero ahora extraño: “Fue como si hubiera sido sustraída del mundo y reinsertada de otra manera.”

Todo cambia de forma, pero no por capricho, sino por un proceso de fuerzas más libre y por una atención más concretizada. Cuanto más claro se ve, menos estable será la imagen. Donde todo parecía quieto y definido, se comprueba de pronto, al prestar una atención distinta, que todo está en movimiento. Las antenas están alerta frente a las vicisitudes vibratorias. Todos los poros, todos los esfínteres, están abiertos y son libados por súcubos e íncubos. Cualquier estímulo puede oficiar de agresor erótico: una voz por ejemplo, descarnada, sale de un ropero y vuelve a él después de haber ejecutado varias acciones. Las composiciones de Di Giorgio trazan así un vasto matraz de alternativas, equiparable, aunque con otros recursos narrativos y en otro tono, a las Metamorfosis de Ovidio. Di Giorgio no depende de la tradición mitológica grecorromana, sino de una experiencia campesina en un terreno de interminables transfiguraciones, al margen casi siempre de un entorno urbano o suburbano.

Misales y Camino de pedrerías contienen composiciones más largas. El elemento narrativo, siempre presente en su obra, se vuelve más sostenido. Esto podría indicar una transición hacia personajes más sólidos, caracteres. En parte ocurre así, pero sólo hasta cierto punto. Las hembras pueden ser animales. A veces sí son mujeres, aunque extravagantes. Los hombres casi no existen. El impulso erótico es encarnado por agentes concebidos como medios para definir la sensación, causas inventadas para justificar los impactos. Los asedios eróticos suelen ser considerados bajo el lente de una causalidad siniestra y calamitosa: “Indudablemente yo tenía un aura para atraer a los machos de todas las especies. Pero ¡que eso se terminase, por fin!” Sólo hay devenires que responden a una intensidad recurrente, a una frecuencia compulsiva. Los referentes sociales el padre, la madre, la escuela, el novio, la boda aparecen, no son rechazados, pero sufren alteraciones que los enrarecen, en un nuevo espacio trasmutado, junto a elementos nuevos e imprevistos. El trance amoroso ofrece la mayor intensidad y el mayor peligro, una dosis de sobre-estímulo que afecta como lo más real de todo, que culmina en la devoración.

Las mujeres en Di Giorgio invariablemente ponen huevos, como si genotipo y fenotipo coincidieran, como si en cada individuo se recapitulara el desarrollo de las especies vegetales y animales. Las narraciones, que ensamblan lo humano con todas las formas de vida en un bestiario, podrían llevar el título genérico “Vida sexual de las especies”, sólo que no se trata aquí de hechos positivos y comprobados, sino de pretextos para situaciones en rigor inventadas, pero “sentidas” como reales.

La escritura de Marosa responde a una inspiración autista. Se extrapola como un delirio sobre la relación entre hablantes y los secuestra. Sin embargo, Di Giorgio escribe una “novela”, Reina Amelia. Aquí el personaje de Lavinia parece bajo cierto aspecto el más cercano a la autora, algunas pistas permiten considerarla su alter ego. Lavinia tiene un reloj interior que hace tic-tac, como aquel que la autora confiesa, en la entrevista citada arriba, contener dentro de sí; un tic-tac autónomo que poco tiene que ver con el tiempo de los procesos de relación. No ocurre un choque con lo real intersubjetivo y sus demandas duras. Los personajes de Reina Amelia son, a lo sumo, arquetipos de leyenda. Lavinia encarna aquí la metáfora maestra: la mariposa.

El nombre de pila de la autora indica, re-plegado, lo que el nombre del insecto despliega. Lavinia “trabaja”: está “empleada” de mariposa; las niñas la admiran y aspiran a parecérsele. Representa en su función un aparato exhibitorio: “Era sabido: señora Lavinia con nadie había intimado; sólo con los Brillos, de los que sufría un apetito feroz.” Bajo la luz cenital de la luna, ese rival inveterado del sol, Lavinia un Pierrot lunar en el estadio del espejo se ve reflejada en el estanque del pueblo. Las posibilidades lúbricas tienen lugar casi siempre en el “bosque”, al margen de la vida urbana y los códigos de relación que allí se imponen, un bosque liminar y dionisíaco que la reina manda quemar. La reina funda un orden matrilíneo: madre-hija, reina poderosa y súbdita subyugada y martirizada. Una prohíbe y controla, la otra experimenta subrepticia, con vaivenes cómicos o terroríficos, un goce libidinoso. Desirée, mujer perdida y condenada a la cruz, coexiste con la reina Amelia, que la condena. Al condenarla, como en los relatos fantásticos del doppelgänger, muere ella también. Los opuestos enemigos están imbricados: son instancias psíquicas de una auto-organización.

Si el fetiche se puede robar, a despecho de Carlos Marx, con la mirada, como apunta Felisberto Hernández en su cuento “El cocodrilo”, su fruición, como demuestra Di Giorgio, es autónoma. Su valor de uso depende de la intensidad y libertad con que nos abandonemos a la experiencia, en un lugar visionario de escritura. El vitalismo de Di Giorgio es auto-reproducción, un “más vida,” compatible con un recurso a la memoria de la infancia.

 

NOTAS

1. Cf. Maurice Blanchot, “La voz narrativa”, en El diálogo inconcluso (Caracas: Monte Avila, 1970). Traducción de L'entretien infini (Paris: Gallimard, 1969).

2. “Nocturno”, entrevista con Marosa di Giorgio, por María Ester Gilio, en Brecha, Montevideo, 13 de junio de 1997.




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[A partir de janeiro de 2022]
 

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Número 196 | dezembro de 2021

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