segunda-feira, 25 de julho de 2022

CÉSAR BISSO | Francisco Madariaga: Surrealista de los esteros bárbaros

 


La poesía de Francisco Madariaga se constituye desde el más puro surrealismo, pero también con la ferocidad de un amor entrañable que el autor siempre conservó sobre la tierra que lo vio crecer a los pocos días de haber nacido. La campaña correntina se dimensiona en la fuerza de las imágenes y la intensidad de las palabras. Fue la razón de su existencia y la brújula de su escritura. Vivió allí desde los catorce días de nacer a los catorce años, rodeado de lagunas, esteros y palmares. En esa tierra de hombres recios, de gauchos que mantuvieron su tradición intacta, de creencias extravagantes, de maleficios y bendiciones, de rituales paganos y de animales indómitos, Madariaga ha logrado plasmar una poesía que es la contracara de la literalidad. Cuando leemos cualquiera de sus textos, sabemos que el sentido de su escritura se halla en una dimensión ficcional que siempre excede el orden de lo real, pero que precisamente se refleja a través de la percepción de esa realidad. Es un poeta trasvasado por el surrealismo. Tal vez, sin saberlo, desde sus primeros poemas, ya cercano a las significaciones de una experiencia poética, pero también de vida, imprevistamente surreal. El texto poético deviene en una suerte de desafío interpretativo constante, que se realiza en las formas de un diálogo con la naturaleza, de un hacer, por el cual el hombre cree integrarse al mundo. Pero hay otro hacer que lo precede, lo supera y lo rebasa. Es un hacer en cual la iniciativa no le pertenece y él, en ningún momento, se propone anticiparse. Es el hacer de la inspiración, de la conmoción. La irrealidad de la creación supera la realidad de las formas. Entonces surge la necesidad de comprender el mundo lo suficiente como para no torcer sus movimientos, pero otorgándole otro sentido desde la palabra poética. Y Madariaga lo intenta desde sus primeros poemas.  Encuentra imágenes y metáforas indispensables para no encallar en conceptos distorsivos, sino aceptar la mera idea de no inclinarse ante cualquier lenguaje oficial. Hay una gran distancia entre desentrañar cómo funciona el mundo e imaginar cómo funciona el hacer poético. El poeta lo sabe, siempre lo supo. Y lo sabrá. Utiliza la poesía para explicar sus modos de ser y hacer. Intuye que el no hacer es parte de alguien que no abre los ojos ante los padecimientos humanos. Y la historia es la mecánica del hacer, el registro de los sucesos que sostienen el rumbo del mundo. Es así que el hacer poético, como la vida, se reproduce hacia lo interminable. Y en ese hacer inclaudicable descansa el dilema de cualquier poeta que quiera reinventar la otra historia, que no es la historia instituida, sino la que habla de sí y para sí. La idea palpable de ser, en tanto signifique un hacer por encima del no hacer, prevalece en su búsqueda circular. Un recorrido donde Madariaga penetra con pudor a lo sagrado, como deseo bíblico: consagrarse al destino del habla.  Porque a través del habla es donde el poeta tañe su propio mundo y combate contra todos los fantasmas, para nunca ser parte del no hacer.   

Vuelvo al hombre de los palmares, de las aguas barreadas de yacarés, habituado a la dureza de la vida a la intemperie y al viento calcinante. Al hombre que proviene del litoral fangoso, sostenido por el verde de los pajonales y cerriles, siempre luminosos. Esa región lo identifica con la necesidad de nombrar sus criaturas, sus parajes; de significar y de revelarnos ante las hostilidades de la vida. Y su encuentro con los misterios de la naturaleza correntina, como así también el hallazgo del mar en sus frecuentes viajes a la costa uruguaya, le permiten experimentar en la adolescencia una inesperada comunicación con el afuera y todo lo que conlleva avistar ese nuevo mundo de imágenes y rituales. De pronto, la escritura de Madariaga da cuenta de la magia del surrealismo: registra con mayor nitidez el realismo del paisaje y la fabulación de inspirados fabuladores que se cruzan en su azaroso andar. Pero nunca está solo. Porque el poeta se propone vivir muy distante de la soledad. Necesita la compañía del otro: “No conozco la soledad. El silencio cuando lo capté enseguida se me escapó. La soledad en mí apunta y se va”, supo explicar alguna vez Madariaga en una de sus diálogos con ocasionales entrevistadores. Es cierto. Su poesía nunca se aparta del mundo exterior, siempre está explorando y explotando afuera de sus entrañas. El silencio no fue la herramienta adecuada para descifrar sus enigmas frente a los interrogantes del mundo o alumbrar aquellos rasgos profundos de la memoria. 

 


La edad del asombro

En la década del treinta, Madariaga sobrellevó una niñez iluminada por ese reino de lagunas, ríos y palmares. De Saladas a Concepción, los sinuosos caminos que se abrían entre los juncos hasta llegar a estancias y ranchadas, incentivaron sus vivencias. Así, día tras día, vivió luego la primera juventud, entre la labor de los cosecheros, los perros ladrando el paso de las boas y los sapucay montaraces que resonaban en el silencio vegetal. Por entonces, comenzó a labrar los sueños más salvajes mientras gozaba de las enramadas espejándose en las aguas rosáceas: Están surgiendo capullos de oro de la / calandria salvaje, / junto a la sombra, nunca familiar, de / las palmeras, / en el amanecer de las pequeñas sombras / del rocío. (Amanecer, del libro País garza real).

En aquella primera etapa de su vida también estuvieron presentes los hombres del Iberá, crédulos e incrédulos, inmersos en una realidad pagana, solitaria y brutal. Una comunidad de gauchos silenciosos y mujeres sentenciosas, ejerciendo el trabajo duro y sobreviviendo a extrañas supersticiones. Madariaga comenzó a comprender ese entramado sociocultural, simbolizado en el valor de la palabra, el rigor de la tradición y el éxtasis de las leyendas. La heredad de la lengua guaraní sobresalía en el mundo cotidiano de la campaña y los pueblos de campo adentro. Entonces el poeta necesitó asimilar a lo largo del tiempo esa diacronía, para comprender la conjunción de dos hablas y saber cómo se manifestaban los hablantes. Si bien a su escritura la desarrolló siempre en idioma español, los desbordamientos creativos emanaban por un profundo sentir guaranítico. No había manera poética de explorar aquel escenario de mitos y rituales desde un contexto cultural diferente. Había que estar allí. Porque la historia de los hombres prevalecía. Y también su personalidad. En los almacenes perdidos en recónditos parajes, tuvo que aprender Madariaga a descifrar la pasión de esos gauchos que llegaban junto a las primeras sombras de la noche, alardeando con pañuelos colorados, celestes o verdes de sus preferencias políticas (autonomista, liberal o radical, en ese orden de preferencias) y luego arremetiendo a punta de cuchillo o furioso grito contra un adversario verdadero o imaginario, según el estado de ebriedad que provocaba el vino o la caña. Aquel adolescente observó desde el asombro frenéticos entreveros en los boliches, en los comités o en cualquier salón de actividades sociales diseminados por la campaña. La gran disputa entre los dos partidos tradicionales de la provincia y el otro, de férrea oposición, emergente del poderío nacional de grandes líderes de la época, como Alem e Yrigoyen. Sus actividades proselitistas eran muy semejantes, reflejando buenos y malos hábitos de larga data, a favor del sufragio transparente por un lado y las prácticas fraudulentas por el otro. Así, sin distinción de colores, Madariaga descubrió el país oscuro de la política a través de los rasgos identitarios de hombres con pañuelos de distintos colores, más el adorno infaltable de cuchillos a la cintura y revólveres bajo el poncho. En esos primeros años de la década del cuarenta, el novel parroquiano fue testigo fiel de la bravura primitiva en tiempos de intrigas y traiciones. Más tarde, pudimos apreciar cómo sangraba el pecho del criollo correntino en la escritura del poeta, donde los oros de los amaneceres empalidecían ante la lluvia púrpura de la noche. Y si bien su poesía logró sobrevolar por los aires que soplaban sobre aquellas criaturas de la tierra bárbara, en Madariaga brillaría la veta surreal, no la asociada con el embrujo del coraje, tampoco la comprometida con el hombre social o el apego político, sino aquella que emergió de la propia naturaleza que lo atravesada. Como también lo fue la vida feroz, pero, fascinante a la vez, de convivir con sus “criollos del universo”, pasionales y desconfiados. Ellos sabían que la muerte les andaba cerca.


“Resplandores”, un poema dividido en cuatro fragmentos cortos, aparece publicado en el libro Resplandor de mis bárbaras. Dice en el segundo: También me estremecieron ponchos que ardían / bajo puñales, / y una sombra lejana de océano / que corrigió con sal / la caña dulce solar / de mi memoria, / bañándome los puentes del estilo, / la suerte / la soberbia, / muerte y aire / con el resplandor de un himno / del terror inocente… Y expresa en el tercero: Terror de las campañas / arisqueadas y bárbaras, / y aquel temblor de mis acompañantes, / durmiendo junto al foso colorado / de las degollaciones / esterales. Una aproximación a esos hombres de instinto delirante, desprovistos de cualquier atadura social. Sólo criollos, a caballo y rienda suelta, sorteando palmares bajo soles y sombras. Tal como quería ser el poeta.

 

Otro andar

Su posterior residencia en la ciudad de Buenos Aires le permitió a Madariaga conocer nuevos ambientes literarios y también a grandes amigos que le brindó la poesía: Aldo Pellegrini, Oliverio Girondo, Carlos Latorre, Enrique Molina, Edgar Bayley, Raúl Gustavo Aguirre, Olga Orozco, Alfredo Martínez Howard. Ellos fueron conspicuos compañeros de ruta, casi todos inmersos en el submundo surrealista. También surgieron otros poetas de distintas regiones y edades que merecieron su honorable amistad, como Leopoldo Castilla, Víctor Redondo, Graciela Aráoz, Julio Salgado y Leonardo Martínez. Pero nada lo privó de reiniciar frecuentes y largos regresos a su terruño, donde quedó anclado su rancho al borde de los esteros. La omnipresencia porteña lo entretuvo con una gran variedad de tertulias y encuentros amicales en cafés del centro. Y también padeció las calles laceradas por el cemento, la iniquidad de los funcionarios, la jactancia de los escritores oficiales y la bajeza de los impostores. Sólo la alternativa de volver avistar aquel Iberá inconmensurable le otorgaba la libertad de arrogarse encantados encuentros con compañeros de la palabra y los oráculos, embriagados de vino bajo el manto de la diosa y venerando las estrellas que titilaban encima de los palmares. O asombrarse por el trote rebelde de un bagual, llevando sobre su lomo el cuerpo desnudo de aquella poeta enardecida, que inesperadamente se había transformado en una Godiva vernácula bajo la luz de la luna. Así de misterioso fue el Reino Máximo, tal como le gustaba llamar a su comarca correntina: Ya es muy tarde para ser sólo de una provincia, / y muy temprano para pertenecer, / todo, / al planeta venidero y sangrante / resplandor…. Oh, acude a mí, a mi jerarquía de peón del planeta, / gaucho con trenzas de sangre, / mi padre, / y ensíllame el mejor caballo ruano del universo: / para atravesar el agua de oro de la muerte, / y escucharme, / todo, / siempre en ti... Versos inmortalizados en su poema “Criollo del universo”, donde la vida de los esteros se convierte en escritura mayúscula, sonoridad y color que provienen del reino natural, al trote del caballo por un camino provinciano, azuzado por la herencia paternal. La luz infinita.

 

Año tras año, siendo hombre de avanzada edad, continuó guareciéndose entre los andrajos del rancho primigenio, junto a su sombra, su facón y su sombrero. Porque gracias al envión de esa naturaleza casi virgen, Madariaga enarboló una poesía de trazos poderosos, representada en cada uno de los trasbordos temporarios a la geografía insondable y fantasmal. Siempre el misterio de la palabra, más allá de la circunstancia conceptual de los hechos, o de esa lucha elemental que constituye la existencia humana. Siempre el manifiesto impulsado desde la interrogación interior, para poder penetrar en laberintos plagados de padecimiento e incertidumbre. Tal vez el poeta haya sufrido tanto por amor como por soledad, por melancolía o lejanía, o dolor de ausencia o carencia. Pero nada le impidió desandar el camino de su propia voz, aún en la oscuridad de noches de brujas y lobizones, pero siempre subyugado por el estruendo de un sapucay.


Su poesía puede leerse como la figura de una linde, de un horizonte que traza el espacio de sentido de una obra enigmática, investida de esos rasgos imaginarios que posibilitan recorrerla como una aventura que no acaba en el poeta, sino que trasciende a cada lector. A fuerza de sobrellevar la vida a través de la fuerza del lenguaje, Madariaga reveló las luces de un cosmos habitado de grandes arroyos, lagunas, palmerales, donde poco importó saber por qué estaban allí, frente a sus ojos. Todos esos momentos han servido para invocarlos desde la elocuencia del poema, más allá de las extrañas criaturas que deambularon ardorosamente a lo largo de su vida. Atento a todas las inquietudes, sensaciones o exploraciones que la naturaleza le ha brindado, el poeta absorbió cada vivencia como si fuera la elevación del amor hacia una nueva existencia. O tal vez, sin saberlo, el mito del regreso al lugar fundante de su obra: el criollo indómito, los parajes impenetrables, el oro de las palmas, los ríos color sangre, el tren casi fluvial que cruzó lentamente la campaña.

Admiró la poesía de Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont, Rilke, Girondo, Pellegrini, Milocz, Césaire, Perse, Vallejo. Eran algunas de sus lecturas más apasionadas. El nacer y apogeo del surrealismo. También contempló maravillado las orillas del cosmos orticiano, pero no se arrojó a las aguas del gran río de Juanele. Prefirió ser artífice de una poesía fogosa y torrencial, dueña del rugido del yaguar, el sabor del aguardiente, el esplendor de los tabacales, el abrazo de los yataí, la inmensidad de las aguas, el galope incansable de su caballo Tormenta y la lealtad de Teolindo Frutos, por nombrar uno, en homenaje a los numerosos gauchos nobles y criollos que habitaron la tierra de nadie. Cada nombre, cada usanza, cada historia, cada latido, ha servido para enriquecer el penetrante surrealismo de Madariaga. Nuestro amargo subtropical melancólico con / boca de serpiente canta en el embarazo / de los ríos. Única e intransferible su voz, forjada por el viento de los esteros bárbaros.

 

NOTA

La foto de Francisco Madariaga fue sacada por César Bisso en el Bar Británico del Parque Lezama en 1998.

 


CÉSAR BISSO (Coronda, Santa Fe, 1952). Poeta y ensayista. Ha publicado los siguientes libros: La agonía del silencio; El límite de los días; El otro río; A pesar de nosotros; Contramuros; Isla adentro (Primer premio de poesía José Pedroni); De lluvias y regresos; Las trazas del agua (antología); Permanencia; Coronda (antología); Cabeza de Medusa (ensayo); Un niño en la orilla (Segundo premio municipal de poesía Ciudad de Buenos Aires); Andares; La jornada (Tercer premio Fundación Argentina para la Poesía); De abajo mira el cielo. Fue invitado a participar en diferentes ediciones de ferias de libros, festivales de poesía y encuentros culturales realizados en ciudades de Argentina, América Latina y Europa. Algunos de sus escritos han sido incluidos en diversas antologías publicadas en el país y en el extranjero; otros textos fueron traducidos al inglés, portugués, francés, alemán, italiano y árabe.

 

 


HÉLIO ROLA | (Brasil, 1936). Pintor, desenhista, escultor, gravador. Estudou na Sociedade Cearense de Artes Plásticas em 1949. Formado em medicina em 1961, cinco anos depois finaliza curso de pós-graduação em Bioquímica pela USP. Entre 1967 e 1970, estuda pintura com Joseph Tobin e Agnes Hart no Art Student’s League, em Nova Iorque (Estados Unidos), período em que aproveita para frequentar a Liga de Estudantes de Arte da cidade e trabalhar como pesquisador no The Public Health Research Institute. Como membro do Grupo Aranha realiza diversos painéis de pintura mural coletiva em Fortaleza e São Paulo. Artista inventivo e destacado no panorama da Arte Postal, que soube transpor para o ambiente digital. Entre suas mais importantes exposições, encontram-se as retrospectivas “Cidades” (Centro Dragão do Mar de Arte e Cultura, Fortaleza, 2005) e “Um Atlas para Hélio Rôla” (Museu de Arte Contemporânea, Fortaleza, 2021), sob a curadoria, respectivamente de Floriano Martins e Flávia Muluc.

 



Agulha Revista de Cultura

Série SURREALISMO SURREALISTAS # 14

Número 213 | julho de 2022

Artista convidado: Hélio Rola (Brasil, 1936)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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